VIAJAR ES BAILAR
África golpea en mi alma tanto que no sé muy bien cómo poner fin a este libro. Nunca puede darse por cerrado un libro de viajes, y cuando has regresado al hogar, tu corazón no termina de acostumbrarse a la rutina de todos los días. Y tardas meses en decidir quién debes ser. África me golpea el pecho y sacude todos mis demonios. Tal vez no vuelva nunca a aquellas selvas y sabanas, a los bellos ríos temibles y a los rudos desiertos desolados. Puedo, en todo caso, reconocerme en aquella confesión de Stanley: «La civilización nunca parece tan atractiva como cuando uno está rodeado por la barbarie; y sin embargo, por extraño que parezca, la barbarie nunca me parece tan sugestiva como cuando estoy rodeado de civilización».
No sé nada de Carlos, de Mak y Celestine. Ellos siguieron río arriba. Tenían que hacerlo, como Conrad hubo de navegado hasta la última estación, la que llamó Corazón de Tinieblas, quizá tan sólo porque guardaba en sus bolsillos un contrato. Yo podía elegir. Y escogí el regreso. No era una cuestión de coraje. La cobardía y el valor no tienen sentido cuando el pulso de tu sangre se acelera y eres lúcido, al tiempo que tu alma parece haberse vuelto loca. Lo que cuenta es el amor de las gentes que te quieren y te esperan, los que desean verte de nuevo. Tienes una vida a la que no puedes traicionar, porque en tu vida hay otros y tú has empujado para construirla así. Y eso te impulsa a recuperar el sentido común, a no escuchar las llamadas dementes de tu alma. Creo que esa es la razón por la que me bajé en Mbandaka del Akongo-Mohela. Si mi egoísmo hubiera vencido sobre otros sentimientos y razones, habría continuado navegando el río. Aun a riesgo de morir. Porque morir de una u otra manera es tan sólo un juego y cuando aceptas de pleno que, en cualquier caso, al fin mueres, también sabes que hay formas más divertidas que otras para llegar a ese momento.
Las casi diez horas que pasé en Mbandaka fueron una pequeña pesadilla. Durante los meses anteriores, las tropas tutsis integradas en el ejército que había derrotado a Mobutu rastrearon los bosques que rodean la ciudad en busca de los hutus huidos de Ruanda. Se hablaba de matanzas masivas, de ochenta mil desaparecidos. Todo blanco era sospechoso de ser un emisario camuflado de las organizaciones internacionales o un periodista disfrazado de turista. No había ningún blanco en las calles de Mbandaka.
Me bajé del barco sin poder despedirme de muchos de mis amigos. Carlos y Celestine salieron antes que yo para visitar al gobernador. No volví a verlos ni sé si sus gestiones tuvieron éxito. Al abandonar el Akongo-Mohela, madame Jasmine se acercó y me dijo: «Le echaremos de menos, mon ami le blanc». Algunos pasajeros, desde las barcazas, agitaron los brazos para despedirme. Los niños que jugaban conmigo en los atardeceres vinieron a besarme.
Mak me acompañó a la aduana y a las oficinas de la compañía aérea, como un ángel guardián, y logró encontrar un vehículo que me llevase al aeropuerto, a unos doce kilómetros de distancia de la ciudad. Hube de sobornar con cinco dólares al aduanero del puerto Mbandaka para que aceptase dejarme bajar del barco. Tuve que pagar treinta dólares sobre el precio del billete de avión para lograr plaza en el vuelo de la tarde. Y me costó diez dólares más el viaje en coche.
Cuando, a eso de las diez de la mañana, Mak y yo nos despedíamos al pie del vehículo, me dijo:
—Es usted un hombre valiente.
—No. Yo vine aquí sin saber lo que iba a encontrar. Sólo soy un intruso, Mak.
—Eso es el valor, ir a un sitio sin saber qué hay allí.
—No estoy seguro, Mak. Tú sí que eres valiente.
Sonrió:
—Da lo mismo. ¿Me escribirá?
—Desde luego.
Abracé a aquel joven, en verdad un hombre de coraje, y subí al coche.
El vehículo era un todoterreno confiscado a una empresa europea que operaba en Mbandaka antes de la guerra, y ahora servía de coche oficial al vicegobernador de Mbandaka. El chófer se guardó los diez dólares en el bolsillo y nos fuimos a buscar al preboste. Era un tipo grueso y mofletudo, vestido con un gastado traje y una corbata de colores chillones. Y tenía que inaugurar una escuela que llevaba el nombre del nuevo presidente, Laurent Kabila. De modo que hube de asistir a la ceremonia de inauguración, que duró cerca de una hora. Luego, seguimos hacia el aeropuerto, con el vicegobernador sentado en el asiento trasero y yo junto al chófer. Lo raro es que a aquel tipo no parecía extrañarle en absoluto la absurda situación.
No fueron agradables las horas que pasé en el pequeño edificio del aeropuerto. El avión tenía anunciada la salida para las tres y media y yo llegué a eso de las once y media. El primer trámite, por supuesto, fue pasar al despacho del policía jefe de la aduana.
—Turista, ¿no? —dijo hojeando mi pasaporte y el salvoconducto—, ¿y por qué lleva cámaras?
—Todos los turistas las llevamos.
—Es raro ver turistas en Mbandaka.
—No estoy aquí por mi gusto. Yo navegaba el río, quería ir a Kisangani.
—¿Y por qué bajó en Mbandaka?
—El barco se retrasó mucho. No me quedaba ya tiempo, tengo que estar este fin de semana en Kinshasa.
—Monsieur, hay blancos que vienen por aquí a fisgar sobre nuestros asuntos. Nosotros somos un país soberano y no nos gusta que se metan ustedes donde no les llaman. Puede que sea usted un espía.
—No vengo a meterme en nada, en todo caso ayudo a la gente que puedo. También puedo ayudarle a usted.
—¡Ah! —sonrió ahora amable—, usted sabe que los empleados del Estado no tenemos salarios desde hace meses.
—Claro, por eso intento ayudar.
—¿Y cuál es su ayuda?
—¿Está bien cinco dólares? Es la ayuda que di a su compañero en la aduana del río.
—Está mejor diez, esta es una aduana más importante, un aeropuerto.
Le di el dinero.
—Muy agradecido, monsieur. A partir de ahora le cuidaré como a un hijo. Vaya a sentarse en la sala de espera.
El avión traía retraso y durante casi seis horas permanecí en aquella calurosa estancia de sillas de madera descascarilladas. Al principio, solo. Soldados que eran casi unos niños entraban en ocasiones, armados de fusiles, con el pecho cruzado de cananas y los cinturones repletos de bombas de mano. Me pedían tabaco o dinero para cerveza. Uno de ellos, que entró con un chimpancé cogido de la mano, pidió ver mi bolsa. Temí perder las cámaras. Así que me adelanté y le di cien mil zaires, algo menos de un dólar al cambio. Satisfecho, renunció a registrarme, y se fue con el simio camino del bar.
Fueron horas de tensa soledad. Había muchos soldados, soldados por todas partes. Y ningún oficial. Creo que nunca he tenido tanto miedo a la vista de los uniformes como en el aeropuerto de Mbandaka.
A eso de las cuatro comenzaron a llegar otros pasajeros. La sala de espera se llenó. A las cinco aterrizó el avión, un viejo Boeing 737, con plaza para algo menos de ciento cincuenta pasajeros. Una empleada de la compañía, la misma a la que había tenido que pagar treinta dólares esa mañana para lograr asiento en el avión, nos precedió a los pasajeros en la pista de aterrizaje, camino de la escalera que salía de la cola del aparato. Mi pesadilla parecía terminar. Un poco más allá, una veintena de soldados armados comenzó a marchar hacia el avión. La empleada, entonces, nos cortó el paso a los pasajeros. Algunos la sortearon y corrieron hacia el Boeing. Me hice cargo de la situación en un segundo: había de pronto veinte plazas de menos, tantas como los soldados que iban a subir. Eché a correr, desoyendo los gritos de la empleada, alcancé la escalera y me abrí paso a codazos entre soldados y pasajeros. Recordé a los que huían de Saigón, con el Vietcong en las puertas de la ciudad, en las últimas horas de la guerra del Vietnam.
A las seis despegamos, ya de noche. Los soldados viajaban con sus armas, los fusiles, algún mortero de bajo calibre e, incluso, un par de lanzamisiles con su carga en la boca. A mi izquierda se sentaba un hombre cuyas axilas desprendían un fuerte aroma de ajos fritos. A mi derecha, una mujer que sostenía en su regazo un niño de pecho y que a duras penas lograba acomodar sus piernas entre cuatro bolsas de mano. Desde la boca de una de ellas asomaba la manita de un mono muerto. Olía a cadáver de simio.
El vuelo duró una hora. Pero al llegar al aeropuerto de Kinshasa, el avión comenzó a dar vueltas sobre la pista. Un mozo del servicio de a bordo pasó a nuestro lado y le pregunté qué sucedía.
—Es que no se abre el flap derecho y no podemos aterrizar hasta que se arregle —dijo tranquilo—. Pero no se apure, eso pasa algunas veces y acaba por solucionarse.
Se abrió al fin el flap y aterrizamos. Sonó un aplauso atronador en las manos de todos los pasajeros y se oyeron gritos de «aleluya». La mujer de mi derecha daba decenas de gracias a Dios mientras el niño, asustado por el clamor, berreaba histérico. Algunos pasajeros se pusieron en pie mientras el avión continuaba su marcha sobre la pista y, alzando los brazos a lo alto, gritaron alabanzas al Señor y nuevos aleluyas. Temí que algún soldado, en la euforia del momento, disparase un tiro al aire para celebrar su buena suerte.
Llegué a la residencia del embajador Bordallo en un taxi colectivo, por algo más de cinco dólares al cambio. Creo que pocas veces me he alegrado tanto de ver de nuevo a un amigo como aquella noche. Él me ofreció una cena regada con buen vino y estuvimos charlando hasta muy tarde sobre mi viaje, mientras las paredes de la residencia retumbaban bajo el eco de los bombardeos de Brazzaville, al otro lado del rio.
Tres días después, en una noche de calor pegajoso, aire espeso y cielo enmohecido, recorría la pista del aeropuerto de Kinshasa hacia la escalerilla de un jumbo, de regreso a Europa. Tenía sensaciones agridulces. Deseaba ver a los míos, pero lamentaba también dejar la triste y bella África. Me apenaba saber que no volvería a ver nunca más a la mayoría de los amigos que había hecho en el largo viaje. La gran diferencia entre los hombres del Norte y los del Sur es que nosotros, los del Norte, siempre podemos irnos y acabamos por hacerlo, mientras que ellos, los del Sur, deben quedarse aunque deseen irse, y seguir viviendo bajo la amenaza de la miseria y de la muerte. Escuchaba en mis oídos el tono de voz de Mak, de Celestine y de Carlos. Y aún puedo oírlos mientras escribo.
Habían pasado más de dos meses desde que inicié mi periplo en Ciudad del Cabo, pero yo sentía que hubieran sido años. Viajar prolonga tu vida, la llena de rostros y paisajes, de cantos de otras voces y de horizontes que ignorabas. Conoces hombres cobardes que deben vivir una vida valiente, y hombres valientes obligados a vivir como cobardes. Se derrumban tus viejas ideas y nacen otras nuevas. «Viajar —escribió Aldous Huxley— es descubrir que todo el mundo se equivoca. Cuando uno viaja, tus convicciones caen con tanta facilidad como las gafas; sólo que es más difícil volver a ponerlas en su sitio».
Un largo viaje es también una suspensión en el vacío, por eso crea en ti una sensación de eternidad. El viaje es un espacio en permanente movimiento donde sólo parece detenerse tu propio tiempo interno. Observas, como un voyeur impúdico, cuanto sucede a tu alrededor, y a la vez te implicas, te asombras, te estremeces, sientes la ternura de los hombres y también el temor a lo imprevisto: te observas mientras miras fuera de ti.
Y viajar es también una forma de crear, porque retienes cuanto ves y cuanto oyes, en la memoria y en la retina, para intentar más tarde interpretarlo, como si fueras un artista, un pintor frente a los colores, frente a los rostros y las formas, un músico abierto a los sonidos, a las voces y los ritmos, o quizás y al fin un poeta. El viaje nos convierte en seres libres, hace posible que nos veamos detenidos en el espejo del tiempo mientras el mundo corre a nuestro lado. Creo que algunos, y ese es mi caso, no viajamos para escribir luego, sino que encontramos en la escritura un hermoso pretexto para viajar siempre.
Y viajar es bailar, como bien dicen los chichewas, acompasar tu paso al de los otros, girar en el vacío siguiendo los sonidos y los ritmos que no conocías antes, sordo a todo aquello que no sea el son de una canción ignorada. Ese es el ritmo de Conrad y de todos los grandes escritores: danzar dándole la espalda al miedo, seguir adelante sin temor, escribir sobre lo que despierta tu pavor y al mismo tiempo aviva tu fe en los hombres, hurgar en lo desconocido con el dedo de la audacia. ¿Acaso hay algo más libre que bailar?
África-Madrid, 1997-1998
Nota final: Mientras corregía las últimas pruebas del libro, el embajador Bordallo me llamó por radio desde Kinshasa. Había visto a Carlos Dos Ramos y estaba bien. El Akongo-Mohela llegó a Kisangani a finales de octubre. Carlos me mandaba saludos. Y una noticia: el soldado de Bolobo fue fusilado.