DIARIO DEL RÍO
El barco se llamaba Akongo-Mohela, que en un dialecto congoleño quiere decir «Dios todo lo sabe», y al verlo atracado en el puerto de Kinshasa me pareció el más extraño de los navíos: porque no era un barco, sino tres, amarrados con cables de acero uno detrás de otro hasta formar una larga embarcación que podía tener una longitud de más de ciento cincuenta metros. La nave que ocupaba la popa de aquella suerte de tren acuático era un remolcador de proa chata, de unos diez metros de manga y treinta de eslora, equipado con dos motores diesel de 240 caballos cada uno, y con tres cubiertas. En la cubierta superior estaban el largo puente de mando y algunos camarotes para la tripulación, la segunda la ocupaban nuevos camarotes, y la más baja el cuarto de máquinas y dos retretes-ducha. El remolcador era, por decirlo así, la parte noble del navío. A su proa se amarraba la popa de otra larga embarcación, en realidad el casco de un buque desguazado que lucía aún su antiguo nombre, Loringe, con algo más de cincuenta metros de eslora; y finalmente, a la proa del Loringe se sujetaba la popa de otra barge, una barcaza bautizada en los días que fue un barco como Ville de Bumba. El extraño navío remontaba así el río para lograr mayor velocidad, lo que en el Congo llaman «navegación en flecha». Organizada de tal guisa, la nave era una especie de convoy, con tres barcos atados en fila, y el que empujaba era el de atrás, un remolcador transformado en impulsor. En caso de tormenta o de fuertes corrientes, las dos barcazas o una de ellas podían ser amarradas a estribor y babor del remolcador, con lo que la peculiar nave ganaba en solidez para enfrentarse a la fuerza inmensa del río, aunque perdiese en velocidad.
El Loringe y el Ville de Bumba tenían en sus respectivas popas un par de cabinas con ducha y toilette. Y sus cubiertas desnudas las ocupaban los pasajeros, acomodándose entre los equipajes, durmiendo sobre esteras, cubriéndose de los rigores del calor o de la lluvia a base de toldos apañados con sacos de tela plastificada, muchos de los cuales conservaban los nombres de las mercancías que un día transportaron. Algunos de los sacos provenían de organizaciones internacionales o de ayuda humanitaria, como el ACNUR (Alto Comisariado de Naciones Unidas para los Refugiados) o la Cruz Roja. Desde la altura del puente de mando del Akongo-Mohela, el paisaje de las barcazas era el de un singular y largo convoy techado por un desorden de carpas multicolores, una suerte de circo fluvial. Bajo la cubierta de las barcazas había grandes bodegas para el transporte de mercancías.
La nave era en realidad un mercado flotante, un baratillo fluvial. Los ciento veinte pasajeros que llenaban las cubiertas de las barcazas viajaban, en su mayoría, como vendedores de toda suerte de utensilios que no podían encontrarse en los poblados de la selva, en el extenso territorio de bosques tropicales que cubrían las orillas del río, donde no había ninguna carretera ni otro medio de comunicación que no fueran los barcos. Las dos cubiertas se poblaban de pequeños tenderetes con cigarrillos, pasta de dientes, peines, alfileres, clavos, linternas, cucharas y tenedores de estaño, cerillas, lámparas de aceite, bolsitas de carbón, medicamentos, jabón y muchos otros productos de escaso valor. En teoría, el barco no debía detenerse en ningún puerto durante la navegación hasta Kisangani, a 1734 kilómetros río arriba. A lo largo del trayecto, desde las boscosas orillas, asomaban frágiles y afiladas canoas gobernadas a remo por hombres e, incluso, mujeres y niños que, con una pasmosa pericia, se arrimaban a los cascos de las barcazas, amarrándose a ellas, para comprar cualquier cosa que necesitaran y vender, a su vez, pescados del río, frutas y mandioca.
La mayor parte de los pasajeros del Akongo-Mohela, como los de otros barcos que hacían el mismo recorrido, realizaban un viaje de ida y vuelta. En muchos casos, los vendedores viajaban con toda la familia, y había en las barcazas numerosos niños. Durante el descenso, de regreso a Kinshasa, los comerciantes de a bordo compraban productos difíciles de encontrar en la capital, tanto frutas y verduras, como carne fresca de caza, peces y serpientes ahumados, y monos y cocodrilos vivos.
Por su parte, la compañía propietaria del navío, transportaba en sus bodegas, para venderlo en Kisangani, azúcar, harina, sal, legumbres, leche en polvo, cajas de cerveza y refrescos, neumáticos y, en concreto en aquel viaje, dos toneladas de chicharros congelados. La tripulación del remolcador la formaban unos veinte hombres y algunos llevaban con ellos a sus esposas e hijos, tal vez porque no contaban con ninguna vivienda ni podían mantenerlos de otra manera. O quién sabe si porque les divertía viajar juntos. En cierta manera, envidié a aquellos niños: debe de ser estupendo crecer y educarte navegando un río, en lugar de hacerlo en el aula de una escuela.
El barco era un universo con alma propia, impregnado a veces por una tierna lírica y rodeado en ocasiones por la violenta épica del río más hermoso de África. ¿Puede un río tener un alma? Los científicos dirían con rotundidad que no. Los escritores, y Conrad en especial, han dicho con humildad que tal vez sí.
Monsieur Bruno vino muy temprano a recogerme. Mientras viajábamos en su coche hacia los muelles, no cesaba de telefonear usando su aparato móvil. Se me hacía extraño marchai en un lujoso vehículo, con chófer y aire acondicionado, rodeado por el paisaje de la pobreza más extrema de la Tierra.
Visitamos primero la oficina de un armador paquistaní, amigo al parecer del propietario del barco en el que yo iba a navegar. Era un tipo de mediana edad, jovial, atlético y chuleta, e imagino que guapo. Me hizo una exhibición de su eficacia y su capacidad de gestión con un par de llamadas telefónicas que arreglaron en unos minutos la cuestión de mi pasaje. Luego me dio unos golpes paternales en el hombro:
—Me encargaré de que le den un buen camarote. Le pondremos una chica guapa para que se entretenga en el camino.
—Mejor dos, si puede ser —respondí.
—Ah, los latinos —dijo riendo.
El muelle en que atracaba el Akongo-Mohela era un destartalado lugar donde se amontonaban restos de navíos, cascos desportillados de antiguos buques, viejos pontones de hierro y escombreras con piezas abandonadas de motores inservibles. Más que muelle, parecía un desguace. Olía a óxido de metal, aceites industriales y petróleo quemado. También, al guiso de mandioca que cocinaban en las cubiertas de las barcazas las gentes que esperaban la partida. Monsieur Bruno y yo nos abrimos paso entre aquella gigantesca chatarrería y logramos llegar a bordo del Akongo-Mohela, caminando en difícil equilibrio sobre una pasarela que no era otra cosa que un largo tablón, tendido entre el muelle y la cubierta, que se balanceaba bajo nuestros pies como un puente colgante. Pendía un cortinón de bruma amarilla sobre el río, y el sol semejaba ser una lámpara de luz entristecida. El río bajaba alfombrado de racimos de jacintos acuáticos y de troncos oscuros de árboles quebrados, meciéndose en una mansa corriente del color del café con leche. En mitad del ancho Stanley Pool, sobre la chepa de un desangelado islote, asomaban las osamentas de unos cuantos buques encallados, rojos de óxido, comidos ya por la humedad del aire y del agua. Enfrente, al otro lado del río, se dibujaba el perfil de Brazzaville, bajo el cielo surcado por las lenguas rojas de la metralla y por la humareda de los bombazos y las granadas. De cuando en cuando, el sonido bronco de una explosión provocaba un temblor de acero en las barcazas y en los cadáveres de cochambre desguazada que se amontonaban en aquel cementerio de hierros helados de las orillas del muelle de Kinshasa.
Creo que, a pesar de aquel paisaje de desolación, me sentí alegre al poner pie en la cubierta del remolcador. Viajar hace más feliz, supongo que porque uno se va del sitio donde reside, ya que los lugares donde se permanece un cierto tiempo suelen, por lo general, aburrirnos. La naturaleza alegre del hombre está en el viaje. Y no porque piense que va a encontrar algo mejor allá afuera, sino tan sólo porque huye del tedio de los días repetidos.
Monsieur Bruno me explicó, mientras subíamos las escaleras hacia la cubierta superior, en busca del capitán, que el barco llevaba más de dos semanas esperando el permiso de las autoridades militares para poder hacerse al río y navegarlo. «La guerra, ya sabe», dijo. Y luego señaló hacia las barcazas repletas de pasajeros: «Llevan ahí todo ese tiempo, esperando; pero ayer se concedió el permiso para zarpar, y hoy se les ve contentos». Miré hacia ellos y sólo vi mujeres sudorosas machacando en altos cuencos de madera las hojas de la mandioca, y hombres de miradas humilladas que hacían recuento de sus míseras mercancías, y algunos niños que lloraban hartos de habitar, sin poder apenas moverse, aquellas quietas barcazas, bajo el sol turbio del trópico. En nada me parecieron seres felices.
El comandante Sadiki rondaría tal vez los cincuenta años y era delgado, pequeño, de rostro enjuto, bigote adolescente y mirada errática. Resultaba simpático, o al menos intentaba serlo conmigo. Él mismo vendía los billetes.
—¿Va hasta Kisangani? —preguntó.
—Eso pretendo. ¿Cuánto tardaremos?
—Si los militares no nos paran demasiado tiempo, no más de doce días.
—Tengo quince días.
—Pero si nos hacen parar en cada puerto, tardaremos casi un mes. Hay veinticinco controles militares en el río.
—¿Cree que nos detendrán muchas veces?
—No lo sé: es la primera vez que navego el río desde que terminó la guerra.
—¿En qué ciudades hay aeropuerto?
—El primero en Mbandaka, a setecientos kilómetros de aquí. Después, no hay otro hasta Lisala, a más de mil doscientos.
—¿Puedo comprar billete hasta Mbandaka y, si vamos bien de tiempo, pagar luego hasta Kisangani?
—Puede hacer lo que quiera. Hasta Mbandaka son diez dólares. Y otros diez de Mbandaka a Kisangani, si decide continuar.
Le pagué y él escribió algo en un papel que me tendió como recibo.
—¿Tiene un camarote privado? —pregunté.
—Sólo hay uno, pero ahí viaja un blanco.
—¿Otro blanco?
—No embarca en Kinshasa, sino en el siguiente puerto, en Maluku, a cincuenta y seis kilómetros río arriba. Cuando el otro blanco suba al barco, tal vez le deje ir con él en el camarote. Pero no lo sabremos hasta Maluku.
—¿Es un turista?
—No. Es el gerente de la compañía, el que manda —dijo el comandante Sadiki con una sonrisa amable.
—¿Y dónde dormiré? —pregunté mirando hacia las barcazas repletas de gente.
El comandante me señaló un sofá arrimado a la pared del estrecho y largo puente de mando.
—¿Le parece mal ahí? Es lo único que hay.
Miré el sofá, un mueble de madera de un par de metros, con tres cojines sobre los muelles del asiento y otros tres como respaldo.
—No me parece mal —dije.
—La guerra es la guerra —sentenció el comandante sonriendo.
—¿A qué hora zarpamos? —añadí.
—A las cinco y media de la tarde, más o menos —respondió—. Venga al barco a eso de las cuatro… Ah, y no deje de pasar ahora mismo por la aduana. Los extranjeros necesitan permiso para navegar el río. Sin salvoconducto no puede viajar, y a mí no me está permitido llevar a nadie que no lo tenga.
La aduana, un par de centenares de metros más allá del lugar donde atracaba el Akongo-Mohela, era una pequeña caseta de adobe con techo de uralita, alzada entre las ruinas de cascos de viejos barcos que se pudrían en tierra, bajo el duro clima de los trópicos. Monsieur Bruno se quedó en la puerta. «Es cosa de usted, pero le aconsejo que haga lo que le digan», señaló antes de alejarse hacia la playa y recomenzar con la práctica de su afición favorita: hablar por el teléfono móvil.
Una mujer de edad avanzada se sentaba en la entrada de aquel habitáculo, y al fondo, en el lado derecho, un tipo encorbatado y en mangas de camisa ocupaba una especie de despacho. Ella me recibió con gesto de funcionaría experimentada mientras el otro permanecía en su mesa con los ojos bajos, enfrascado en el estudio de un fajo de papeles. Me di cuenta de inmediato de que aquello era una especie de vulgar obra de teatro repetida en cuantas ocasiones les permitía la fortuna a aquella pareja. La fortuna era un blanco, esto es: yo. Me pregunté cuánto sería el precio de su suerte mientras echaba cálculos sobre mi frágil economía.
Con cortesía y un francés mejor que el mío, la mujer me preguntó qué deseaba. Le dije que un salvoconducto. De reojo, veía al tipo afanado en sus papeles.
—Tendrá que hablar con monsieur Jean —dijo ella.
—Lo haré encantado —respondí.
Me condujo con pasos lentos hasta el tipo. Él alzó la vista, con aire de quien deja una cuestión importante por mera cortesía. Me presenté mientras estrechaba su mano blanda. Sólo me importaba saber cuánto iba a costarme el soborno de aquel golfo.
—Quiero ir a Kisangani —dije.
—Siéntese, siéntese —me invitó cortés. Tenía una mirada amarilla.
Me senté.
Comenzó su discurso:
—La nueva república de Congo está abierta al turismo y todo turista es bienvenido a nuestro país y es libre de viajar por donde quiera. ¿Cuál es su profesión? El pasaporte no dice nada sobre eso.
—Soy comerciante de vinos. Pero vengo al Congo como turista.
—Bueno, su oficio no es problema en el río.
—Estupendo. ¿Puede darme un salvoconducto? —pregunté mirando sus ojos mortecinos, mientras esperaba el momento en que me lanzaría su puñalada económica.
—Claro —dijo—, ese es mi trabajo.
Le tendí mi pasaporte.
—Tengo el visado pagado y el sello de entrada en su país. ¿Hace falta otra cosa?
Tomó mi pasaporte, lo abrió hoja por hoja, lo estudió sin prisas, miró mi rostro y luego mi fotografía estampada en el documento. Después dijo:
—Sólo hay un problema.
—Dígame cuál.
—En la zona del río hay oro, diamantes, cobalto, uranio…, usted sabe, este es un país muy rico. Son regiones de alto secreto, necesitadas de protección especial. Para viajar allí, a los extranjeros se les exige un permiso del Ministerio del Interior. Y usted no lo tiene.
—¿Me lo darían si voy ahora mismo al ministerio? —pregunté intentando imaginar lo que podría pedirme.
—Oh, no, cher monsieur —dijo el tipo recostándose sonriente en su silla—. La burocracia trabaja lentamente.
Me levanté.
—Bien, entonces no puedo subir el río —dije.
—¡No! —gritó saltando casi de la silla, mientras yo pensaba que el precio de mi salvoconducto iba bajando, en el Congo todo tiene arreglo.
—¿Cuánto? —pregunté sin sentarme.
—Le hago el documento por ciento veinte dólares —dijo el tipo.
—Sólo puedo darle cincuenta —señalé.
—Los aduaneros no tenemos sueldo —agregó—. Se lo dejo en cien.
—Sesenta —ofrecí—, no soy norteamericano.
—Noventa —bajó.
—Setenta y no puedo llegar más lejos —añadí.
—De acuerdo: ochenta.
Me ofreció la mano y yo se la estreché. La mujer vino a coger el dinero que saqué del bolsillo y contó los billetes un par de veces antes de hacer un gesto afirmativo al exquisito oficial de la aduana del puerto de Kinshasa. El tipo, entretanto, preparó el documento, puso un sello en el papel y me acompañó cortés hasta la puerta.
—Tenga cuidado con el río —me dijo paternal.
Monsieur Bruno se acercaba sonriente con el teléfono móvil pegado a la oreja.
—¿Todo arreglado? —preguntó.
Asentí mientras echaba cuentas sobre el dinero que me quedaba. Y calculaba precios: un billete para navegar setecientos kilómetros de río me había costado diez dólares, en tanto que el pago a un golfo ochenta. No imaginaba que aquellos ochenta dólares iban a salvarme la vida. De haberlo sabido, tal vez hubiera besado a aquel bandido.
Eran poco más de las once de la mañana. Tenía algunas horas por delante para preparar mi viaje. Monsieur Bruno me dejó en el centro de la ciudad y compré algunas conservas en un supermercado para diplomáticos. En la oficina de Air Congo me informaron sobre los vuelos a Kinshasa desde Mbandaka y Kisangani, y regresé a la residencia del embajador.
Antes de comer, organicé un equipaje mínimo: mi ropa más usada, que pensaba ir dejando en el camino, la cámara de fotos, carretes, cuadernos de notas, algunos libros, un pequeño botiquín y los víveres. Almorcé con Bordallo y tomamos un whisky para brindar por el éxito del viaje.
Cuando volví al barco eran algo más de las cuatro. Trepé la pasarela emocionado. El comandante Sadiki me saludó hospitalario y me presentó a su segundo, el comandante Goisin, un hombre fornido de rostro adusto. Acomodé mi mochila y las dos bolsas de plástico con los víveres y las ropas al lado del sofá. Luego, salí a cubierta. El cielo era del color de la ceniza y el sol derramaba una luz sórdida sobre el río. En la popa de la barcaza Loringe, una mujer daba de mamar a un bebé y otra despiojaba a su hija adolescente.
Durante los días que siguieron, disfruté con intensidad de la vida a bordo y de la potencia y la belleza del río Congo. Y tuve muchas horas para leer y tomar notas. Pienso que es mejor reproducir mi diario tal y como lo escribí entonces, a bordo del Akongo-Mohela, siguiendo la estela de Joseph Conrad, corriente arriba, y rumbo al corazón de las tinieblas.
25 DE SEPTIEMBRE DE 1997. MUELLES DE KlNSHASA
El barco ha comenzado a moverse a eso de las cuatro y veinte de la tarde. Encerrado entre otros viejos buques que parecen fuera de uso, más que maniobrando para zarpar nos abrimos hueco a empujones y el Akongo-Mohela, que tiene un casco de metal, ha descascarillado las bordas de un par de naves de madera. Pensé que nos íbamos, pero no era así. El A-M tan sólo se ha situado en un muelle libre, abierto al río, y el comandante me ha informado de que se retrasa la partida hasta la madrugada.
La mayoría de los tripulantes han bajado a tierra, supongo que se han ido a dormir un rato a sus casas, y en el A-M sólo queda un retén de hombres, al mando del segundo comandante Goisin. Es de noche cuando escribo en el puente de mando, bajo la luz de una lámpara de petróleo. Las luminarias de la guerra han arreciado en Brazzaville y las explosiones encienden el cielo. En las barcazas, la gente se alumbra con lamparillas de petróleo. Ellos no han bajado, quizá porque no tienen casas adonde ir. Oigo el llanto de un niño y luego una suave canción en la voz de una mujer. Y el niño calla.
Hace calor y el aire es húmedo. Del rio sube un vaho blanquecino y frío, como una cortina pálida, casi opaca. Los despojos de la selva bajan oscuros junto al casco del barco. Huele a letrinas cuando sopla el viento. Pero no me disgusta su olor.
He cenado una lata de sardinas. El chaval que se ocupa de la venta de bebidas me ha traído una cerveza fría del frigorífico. Se llama Pius, es hijo del primer comandante, y abre la botella haciendo saltar la chapa con los dientes. Me alegro de saber que hay cerveza en abundancia y además fría. Una botella de Primus, bastante mejor que la Skol, cuesta setenta pesetas al cambio. Pius está comiendo grillos fritos como quien come pipas de girasol. Me ofrece uno y se ríe cuando lo rechazo. Está tomándome el pelo y eso me resulta tierno.
26 DE SEPTIEMBRE, VIERNES. MALUKU
El día ha sido intenso y, para mí, emocionante. Dormí algo más de cuatro horas, a pesar de los bombazos de Brazzaville, que hacían estremecerse los hierros del A-M, y pese a que el segundo comandante, alojado en un camarote arrimado a la parte trasera del puente de mando, en el lado de babor, se encerró en su cuarto con una chica y puso música a todo volumen en su casete. Hoy me he enterado, navegando el río, que la muchacha era la mujer del jefe de seguridad del barco. El hombre es un tipo musculoso, pero no se ha atrevido a vérselas con el segundo comandante, quizá por cuestiones de jerarquía. Anda triste por las barcazas echando ojeadas hacia el puente. La chica es grandona y tiene un buen trasero. Se llama Helene. Se ha quedado a vivir en el camarote de su nuevo amante y le prepara las comidas.
El sofá donde duermo es blando y los cojines están forrados de tela suave. Descansé bien, a pesar de las cucarachas que trepaban a echar una ojeada al intruso, y a pesar del zumbido y los ocasionales picotazos de los mosquitos. La guerra es la guerra, ya lo dijo el comandante Sadiki.
A las cinco, el barco se llenó de actividad. Regresó la tripulación y el puente se convirtió en un jaleo de gente gritadora. Parecían mandar todos: los dos comandantes, el piloto y otros cuantos marinos cuya función ignoro. A las cinco cuarenta y cinco soltamos amarras. Ya había amanecido y la mañana era gris y fresca.
Me ha sorprendido la pasión por la higiene de estas gentes paupérrimas. Al amanecer, las barcazas se poblaron de hombres y mujeres que hacían cola ante las cabinas del aseo. Todos recogen agua verdosa del rio con cubos que dejan caer desde la borda sujetos por una cuerda. Muchos se cepillaban los dientes mientras esperaban su turno para la ducha. En las cubiertas de las barcazas, algunas mujeres enjabonaban por completo los cuerpos desnudos de sus hijos y luego los enjuagaban con esmero con el agua del río.
Yo he podido también ducharme. En la popa del remolcador, detrás de la sala de máquinas, hay dos cabinas reservadas para la tripulación. El comandante Sadiki tiene la llave y hay que devolvérsela después de usar los servicios. Las cabinas son, al mismo tiempo, ducha y letrina. En el suelo tienen una placa de metal con el agujero del váter y dos plataformas para apoyar los pies, y justo encima el chorro de la ducha. De manera que resultan muy limpias. Esperaba una situación de higiene mucho peor en el barco y me alivia la pulcritud de la gente.
El río se ensanchó al poco de despegarnos del muelle. Navegamos corriente arriba, a unos trescientos metros de la orilla, y durante un largo tramo se repitió el paisaje del cochambroso puerto de Kinshasa, con decenas de buques abandonados y barcazas desguazadas. El rio cobraba el color del azúcar moreno y arrastraba maderos y espesas cabelleras de jacintos. En Brazzaville habían cesado las explosiones, pero negras y altas humaredas se elevaban sobre el perfil de la ciudad.
No he bajado aún a las barcazas, pero los rostros de algunos pasajeros se me hacen ya familiares: un hombre albino, un matrimonio que tiene una niña que toma pecho todavía, una gruesa mujer mayor que me saluda y sonríe cuando me ve asomar a la cubierta. Hay muchas mujeres jóvenes y hermosas: siempre hay mujeres hermosas en todos los lugares, incluso en el culo del mundo.
El comandante me ha dicho que marchamos a un velocidad de cuatro nudos y medio. He hecho el cálculo y, si es así, tardaremos quince días en alcanzar Kisangani, con el tiempo más que justo para mí. Nos cruzamos con algunos barcos que bajan el río, buques madereros y otros de pasaje, semejantes al nuestro. Los madereros son muy peculiares: en la popa empuja un remolcador parecido al A-M, y la proa es una gran balsa cuadrada, formada por los imponentes troncos de los árboles, que navegan a ras de agua. Algunas balsas pueden llegar a tener más de cincuenta metros de eslora, y sobre ellas viajan pasajeros que se alojan en tiendas de campaña, y rebaños de cabras y piaras de cerdos negros.
He hecho amistad con un hombre inteligente y agradable que viaja en un camarote trasero de la cubierta superior. Se llama Celestine, aparenta algo más de cincuenta años, y es menudo, de rostro redondo y mirada muy viva y dulce. No forma parte de la tripulación, pero viaja hasta Bumba para trabajar como gerente en una plantación de la que es propietaria la compañía dueña del A-M. Celestine es ingeniero agrícola y se licenció en Bélgica. Conoce Francia y parte de Alemania. Habla un maravilloso francés y se le ve feliz.
—Durante los últimos años no pude trabajar en mi profesión. Estaba en una fábrica y tenía un salario muy bajo. Debía andar todos los días cuatro horas, dos de ida y dos de vuelta, para ir de casa al trabajo y viceversa. Pero eso no era lo peor, monsieur Xavier. Lo más humillante para un hombre es no poder trabajar en lo que conoce, para lo que se ha preparado. Ahora, en Bumba, confío en que sea distinto. Tengo grandes esperanzas y creo que Dios va a ayudarme. Si todo va bien, me llevaré conmigo a mi familia. Soy padre de siete hijos.
Celestine tiene una calculadora, la guarda con extremo cuidado en una bolsita de plástico y está orgulloso de poseerla. Juntos, hemos echado cuentas sobre el tiempo que tardaríamos en llegar a Kisangani, si todo va bien, y Celestine me ha demostrado que me equivocaba, entre otras cosas porque la velocidad del barco aumentará después de pasados los primeros doscientos kilómetros. Según su calculadora, en doce días podré estar en Kisangani. «Salvo que los militares compliquen las cosas».
Celestine me ha ofrecido compartir con él su pequeño camarote, si encuentro un colchón para echar en el suelo. Pero no hay colchones libres en el A-M, así que por ahora debo seguir en el sofá del puente compartiendo cama con mis buenas amigas las cucarachas y escuchando el jaleo del segundo comandante cuando le entran ganas de fornicar.
La corriente ha continuado ensanchándose conforme remontábamos el curso del Congo. Pequeños ríos desembocan a menudo en el gran Congo y forman en su boca playas de arena amarilla. Las riberas, lejos ya de Kinshasa, han comenzado a cubrirse de verdor. Y los primeros pescadores se han acercado hasta el barco con sus canoas para vender peces y comprar mercancías a los comerciantes que viajan a bordo. Vienen en largas piraguas, de unos cinco o seis metros, y muy estrechas, fabricadas con un solo tronco de árbol. Por lo general, las gobiernan un par de hombres, en pie, bogando con pericia y ayudándose de largos remos. Salen al encuentro del barco, aguardando quietos desde lejos, y esperan a que nos acerquemos. Cuando el barco va llegando a su altura, reman con vigor y se arriman al casco. Uno de los tripulantes salta entonces a bordo de las barcazas o del remolcador y amarra su cabo al barco. Luego, inician el regateo con los pasajeros de a bordo, comprando en ocasiones y vendiendo en otras. Por ahora, traen sólo peces pequeños, pero Celestine me ha contado que, más arriba del río, veré peces enormes, e incluso cocodrilos.
Nos detenemos durante algo menos de una hora en el pequeño puerto de N’sele, a treinta y cinco kilómetros de Kinshasa. Hay allí una base militar y el A-M transporta víveres para la guarnición. Celestine me aconseja que guarde la cámara de fotos: «Si se la ven los soldados, les dará un motivo para robarle». Me ha contado que en N’sele había una especie de parque de atracciones para los niños. «Pero lo han cerrado. Hace unas semanas, un grupo de soldados drogados dispararon contra los niños y mataron a veinte. Dijeron que les estaban provocando. Aquí los soldados son todavía como animales, están educados tan sólo para matar. Y les gusta robar. No se deje ver demasiado cuando haya militares». «¿Y no van a ser castigados por eso?», pregunté a Celestine. Él se encogió de hombros: «Dicen que les van a trasladar y a llevarlos a un centro de reeducación mental. Pero quién sabe, monsieur Xavier».
Un oficial y tres soldados armados de fusiles kaláshnikov subieron a revisar el barco. Me pidieron el pasaporte y, sobre todo, el salvoconducto. Luego, inspeccionaron con curiosidad mi chaqueta sin mangas, de color caqui y con numerosos bolsillos. Es una chaqueta de pescador, pero el oficial opinaba que era una prenda militar. El comandante Sadiki intervino en mi favor, insistiendo en que soy un simple turista. Cuando los militares se fueron, la tripulación del puente de mando me sonrió. He tenido la cálida sensación de que me protegen. Y me he acordado de lo que me dijo el tutsi que encontré en el bar del hotel de Kigali: «Busque alguien importante que le proteja en el barco. Usted es simpático, encontrará quien le ayude». Bueno, parece que me he topado con varios ángeles de la guarda en lugar de uno.
Los militares han exigido el pago de un peaje, me ha informado Celestine: dos millones de nuevos zaires, unos dieciocho dólares. «Es que no cobran sueldos —me explica mi nuevo amigo—, y sacan lo que pueden de los barcos. Si no se les paga, exigen el control de la documentación de todos los pasajeros, y eso nos llevaría más de un día aquí». Luego se ha lamentado: «La corrupción no tiene retroceso. Cuando la gente está habituada a ella, es muy difícil de erradicar. Y en el Congo, la corrupción es casi una cultura». Algunos de los miembros de la tripulación se mostraban irritados. Uno de ellos movía la cabeza hacia los lados mientras decía: «Tanto cambio, tanta guerra para esto…».
A las dos y media navegamos de nuevo. El río se ensancha más aún, otras canoas se acercan al barco, crece la espesura de la orilla, se siente ya la proximidad de la selva. La otra orilla, la del Congo-Brazzaville, es como una línea azul difuminada. El sol quiere vencer sobre la neblina gris que cubre el cielo y las aguas del Congo tienen ahora un verdor pálido. Parecen espesas, con la consistencia de un puré de verduras.
A las cuatro hemos comenzado a entrar en lo que los tripulantes llaman el Canal, un estrechamiento de un brazo del río que recorre más de cien kilómetros. La corriente es más fuerte aquí, como si el Congo se irritara al verse encerrado. Las montañas, verdosas y duras, se cierran sobre el barco. Y hay muchos más árboles.
El sol, por fin, se ha abierto paso entre la frágil cortina de las nubes grises y estalla cegador sobre el río. ¡Qué inmenso paisaje! Colinas boscosas, altos palmerales, pequeños islotes deshabitados, un río bruñido y recio, poderoso y seguro de sí. Ya no me resulta amenazador, pese a la fuerza que transmite. Produce serenidad percibir fu insignificancia ante el vigor indomable de la naturaleza virgen.
Aún con luz del día, hemos llegado a Maluku, a cincuenta y seis kilómetros de Kinshasa, la última localidad del río adonde llega la carretera desde la capital. Al arrimo del puerto, fondean algunos barquillos de velas apañadas con burdas telas. En una explanada junto al pequeño muelle se concentraban varias decenas de personas y numerosos militares. Desde la borda he visto al blanco que va a embarcar en el Akongo-Mohela, un hombre grueso y de baja estatura. Una canoa con soldados se ha acercado a nuestro barco y, al poco, regresan a tierra con el comandante Sadiki a bordo. Presentará sus papeles al jefe del puesto militar y pagará el peaje ilegal de turno. Me he enterado después de que el precio sube según se asciende el río: en Maluku ha habido que pagar tres millones de nuevos zaires, unos veinticinco dólares.
El atardecer ha sido bellísimo, y lo he contemplado junto a Celestine en la popa de la cubierta superior: un sol anaranjado lamiendo el agua, incendiándola con sus últimos cegadores fogonazos; y perfiles en sombra de piraguas recortándose sobre el brillo dorado del río. Celestine me ha contado que el barco y las otras propiedades de la compañía pertenecían al general Mahele Lioko, «el mártir», como le llaman los congoleños. Mahele, que era jefe del Estado Mayor del Ejército y ministro de Defensa, se opuso a Mobutu en los últimos días de la guerra, pactó con los hombres de Kabila y logró que en Kinshasa no se desatara una matanza. Pero uno de los hijos de Mobutu, antes de huir al otro lado del río, lo mató de un disparo. Ahora, la compañía es propiedad de su viuda, que vive en París con sus hijos. «El gerente es monsieur Carlos —añadió Celestine—. Un buen hombre. Luego le conocerá, cuando suba al barco».
A las seis, ya era noche cerrada sobre Maluku. Un ejército de millones de polillas ha invadido el barco, volaban tejiendo densos hilos de blancas serpentinas locas en el haz de luz del faro del puente. Estaba cenando una lata de atún con la cerveza que me había traído Pius cuando entró en el puente de mando monsieur Carlos. Me saludó con cortesía. Es portugués, un lisboeta de cabellos blancos, rostro gordezuelo y un prominente estómago. «Charlaremos más tarde», me dijo en francés con voz melodiosa. Luego bajó a su camarote acompañado del comandante Sadiki, Celestine y otro par de empleados.
El segundo comandante Goisin dirige la maniobra de salida. Serio y orgulloso, se luce ante su novia Helene, que le mira embelesada. Nos vamos de Maluku, hacia la noche negra del río. Hay que navegar a toda hora para economizar tiempo.
Leeré un poco, mientras me dejen mantener encendida la lámpara de aceite, un libro que comencé en Kinshasa, el Diario de la Guerra del Congo, del periodista Vicente Talón. Es una excelente crónica de la guerra del 64, que el autor vivió como enviado especial, una crónica del horror del Congo.
27 DE SEPTIEMBRE. SÁBADO. RÍO ARRIBA
Anoche, al salir de Maluku, de nuevo en el Canal, las tinieblas abrazaron el barco. Era una noche magnífica, plena de estrellas, y el Akongo-Mohela navegaba como a tientas entre la oscuridad, con sólo las luces de posición, y encendiendo en ocasiones el potente faro para buscar las balizas señalizadoras y recorrer la superficie del agua por si hubiera algún gran tronco de árbol que pudiera dañarnos. Resultaba sobrecogedor navegar el Congo en la noche sin luna. Pero eran tantas y tan luminosas las estrellas del cielo que podían distinguirse los perfiles negros de las montañas que cierran el Canal. En las faldas de las colinas, se alzaba en ocasiones el resplandor rojo de una fogata. Cuando el foco de luz recorría el agua, los racimos de jacintos arrastrados por el río parecían cadáveres, las osamentas blanquecinas de animales muertos. Me sentía fascinado en aquel mundo primitivo del que nosotros, los viajeros del A-M, parecíamos ser los únicos habitantes. A veces, los pasajeros de las barcazas entonaban algún canto, y el coro de voces de hombres y mujeres daba un breve toque de humanidad a la muda desolación que nos abrazaba. Y el río, alrededor, sembrado de cadáveres imaginarios, semejaba poseer un alma propia y un poder superior a cualquier otra fuerza de la naturaleza.
Me dormí a eso de las nueve de la noche. Y a las dos y media me despertó el golpe de luz de una linterna que apuntaba a mi rostro. Eran militares. Me incorporé mientras escuchaba decir al comandante Sadiki: «Es un turista». El barco estaba detenido en medio de una oscuridad abrumadora que sólo rompían las luces de las linternas. Me pidieron el pasaporte y el salvoconducto. Empezaba a dar por buenos los ochenta dólares que había pagado al aduanero golfo de Kinshasa. Luego miraron mi sombrero, un verde sombrero de ala ancha que había comprado en Zimbabue. «Sombrero de turista», dije. «O.K.», respondió el oficial. Y la patrulla se alejó camino de otras cubiertas.
Estábamos en el puerto de Mambutuka, y sólo habíamos recorrido veintinueve kilómetros desde Maluku. El foco del puente se encendía en ocasiones y alumbraba las barcazas cubiertas de toldos de colores, mientras millares de polillas venían de nuevo a formar nerviosas líneas movientes en el haz de luz. Fuera del foco, más allá de la orilla, se sentía la presencia de la selva. La noche era negra y desde la espesura llegaba hasta el puente el canto monocorde de los grillos.
Volví a dormirme tendido en el sofá. El trópico agota, aunque apenas te muevas, y duermes como un saco en donde caes.
Me desperté cuando el barco comenzó de nuevo a moverse. Ya había amanecido. Mambutuka era un pequeño poblado de chozas de madera y techo de paja arrimadas al río, construidas al modo de los palafitos para salvar las crecidas de la corriente. Miré mi reloj, que marcaba las seis cuarenta y cinco de la mañana. El comandante Sadiki se lamentaba mientras daba instrucciones al piloto para la maniobra de partida: «Nos están haciendo perder mucho tiempo», decía. Luego me informó que habían tenido que pagar a los militares tres millones de nuevos zaires para poder seguir. «Menos mal que monsieur Carlos viaja a bordo, en caso contrario la compañía podría pensar que la tripulación le roba». «¿Y no pueden pedir a los militares un recibo?», pregunté ingenuo. «Si les pides un recibo, te matan».
Unos minutos después de haber dejado atrás el embarcadero de Mambutuka, el comandante Sadiki me pasó los prismáticos. «¿Quiere ver el reparto?», dijo. Nunca se me ha dado bien mirar por binoculares, pero consigo más o menos ver algo cuando guiño el ojo derecho. Así lo hice.
Y allí en la playa, sentados en corro, con las armas al hombro, pude contemplar al grupo de militares repartiéndose los fajos de billetes del peaje pagado por el Akongo-Mohela. Celestine había venido hasta el puente y se acodaba a mi lado. «¿Lo ve, monsieur Xavier? —señaló—. Es la cultura de la corrupción, nadie termina con ella en el Congo».
Navegábamos a lo largo del Canal, en una mañana de magnífica luz y de belleza, contra una fuerte corriente de fondo. Pero el río bajaba en apariencia tranquilo, vigoroso y bello, sin ánimo de lucha contra el barco, luminoso y con poca gana de jugarnos una mala pasada, como si le aburrieran los asuntos de los débiles hombres.
Más o menos una hora después de haber dejado atrás el puerto de Mambutuka, ha venido a buscarme a cubierta un hombre joven, vestido con pantalones amarillos de chándal y camiseta negra. No le había visto hasta esta mañana. Se presentó como Mak. Tiene un rostro de bellos rasgos africanos y la piel le brilla oscura cono el ébano.
—Le llama el jefe, monsieur Carlos quiere que baje —me dijo.
Así que, finalmente, he conocido a monsieur Carlos, «el otro blanco», como le denominaban todos cuando hace un par de días subí a bordo del A-M. Me ha sorprendido su camarote, que en realidad no es tal, sino una suerte de apartamento con un amplio salón, cocina, baño y dormitorio, que ocupa la parte delantera de la segunda cubierta, de babor a estribor. En el salón, que puede medir algo más de quince metros cuadrados, hay un sofá en forma de «ele», una mesa redonda con tres sillas alrededor, vitrinas, armarios y aire acondicionado. Es un rincón de lujo inesperado en medio del río salvaje. He pensado, al verlo, que «el mártir». Mahele, su antiguo propietario, no se organizaba mal la propia vida antes de rechazar la política del tirano Mobutu.
Creo que Carlos quería examinarme, saber quién era el otro tipo blanco que viajaba a bordo. Yo hubiera hecho lo mismo en su caso. Hablamos de España y Portugal. Luego, del Congo. Carlos Dos Ramos lleva treinta años viviendo en el país. Lo ama y lo detesta con la misma pasión. El Congo es su vida. Y es un hombre de una pieza: exactamente el aventurero real, el que nada se parece a los anuncios de Camel Trophy.
Todos los grandes aventureros con que me he topado en mi vida no tienen mucho que ver con los héroes del cine. Quizá porque no han pretendido ser aventureros, sino que han encontrado en su camino el reto de la aventura y lo han aceptado. Carlos Dos Ramos es así: un hombre gordo que intenta seguir un régimen para adelgazar, que trata de dormir muchas horas para entender con mente clara cómo organizar una empresa poco después del fin de una guerra, y que a pesar de todo, de su cansancio de treinta años, navega un río donde pueden matarle. Siempre he admirado a esos hombres tranquilos que no hacen del coraje un reto, ni tampoco un chulesco retrato de sí mismos ante los otros. Son ellos los más valientes, los que te enseñan a vivir sobre un miedo que ellos también padecen. Carlos Dos Ramos y yo nos hemos hecho amigos muy pronto. Y me ha invitado a que ocupe la sala de su camarote, durmiendo en el sofá, y a compartir su mesa.
Tenía que seguir entrevistándose con empleados y tripulantes para organizar el trabajo a bordo, me explicó luego. Era la primera vez, después de la guerra, que el barco subía el río. Así es que quedamos en vernos a la hora de cenar. Y volví a cubierta para disfrutar del río. Pienso que a Carlos le gusta la paz oscura del camarote.
Busqué a Celestine. Eran más o menos las nueve de la mañana y parecía que llevábamos todo un día navegando. Mientras mirábamos el espléndido paisaje, acodados en la borda de la cubierta superior, Celestine me ha contado que el río tiene numerosas leyendas locales.
—Anoche pasamos por un lugar que llaman Mangengenge. Dicen que allí hay espíritus malignos y que, si no se les echan monedas, se tragan a los barcos. Lo que sucede es que allí se forma un remolino y la corriente es mucho más poderosa.
El sol lucía con fuerza y el río bajaba muy fuerte en el Canal, lo que obligaba al barco a marchar a menor velocidad.
—Son historias místicas —seguía Celestine—. También se dice que hay sirenas en estas aguas, las llaman Mami Wata, y seducen a los marineros y luego los ahogan. Se las considera demonios.
—Hay una antigua leyenda europea parecida —dije.
—Las historias antiguas son las mismas en muchos sitios. En Europa escuché varias que se repiten aquí. Quizá las trajeron los europeos. Pero algunas creo que sólo son de aquí. ¿Oyó hablar de los hombres-cocodrilo? En un lugar que se llama Luozi, donde hay muchos cocodrilos grandes, de los que atacan a los hombres, de cuando en cuando aparecen hombres-cocodrilos que también atacan a los hombres para devorarlos.
—Parece una manera elegante de vestir el canibalismo —dije.
—Eso creo yo.
El Canal se fue estrechando luego y las orillas eran mucho más boscosas. He bajado por primera vez a las barcazas, a media mañana, y las he recorrido de punta a rabo. La gente se ha mostrado muy hospitalaria conmigo, se han interesado por mi nacionalidad y me han pedido cigarrillos. Bajo los toldos que les protegen del fiero sol, se extienden, junto a las dos bordas, los pequeños tenderetes repletos de mercancías. En el centro de las barcazas las familias se organizan la vida entre sus equipajes, tienden las esteras donde duermen de noche, y hay niños desnudos, ancianos de rostro fatigado y muchachas que se arreglan el peinado unas a otras y me sonríen con coquetería. Bajo los toldos, se extienden cuerdas con ropa puesta a secar. Todo el espacio de las barcazas se aprovecha al milímetro. En las toilettes siempre hay cola de gente esperando.
Muchos preparan la comida. Las mujeres muelen la mandioca que luego cocerán en aceite de palma para hacer sakasaka, el plato nacional congoleño. En las pequeñas cocinas, en realidad latas de conserva donde arde el carbón y sobre las que se colocan las ollas y sartenes, hierve la yuca o se fríen buñuelos. En ocasiones, me ofrecen compartir la comida y casi todo el mundo acepta encantado que les fotografíe, incluso me lo piden de vez en cuando. «Qa va, le blanc?», repiten su saludo.
Hay muchas piraguas arrimadas al casco del A-My se comercia sin descanso a bordo. Los pescadores traen grandes ristras de peces ahumados y también algún que otro pescado grande que todavía colea en el fondo de la canoa. Uno es una especie de pez gato, de morro chato, bigotudo, feo como un demonio y de lomo oscuro y barriga blanca. Mboka, me dice un pescador indicándome el nombre del pez. Luego me pregunta en francés si quiero comprarlo y yo me excuso con una sonrisa.
Llegábamos a un nuevo puerto, Nkana. Pasamos despacio a unos cincuenta metros del poblado, que parece poco habitado en esta hora. De pronto, suenan ráfagas de disparos. Están tirando delante de la primera barcaza, desde la orilla. El comandante Sadiki grita en lingala y se para la marcha. Luego, ordena al piloto dirigir el barco a puerto. «Soldados, hay que parar», me dice con rostro serio. Me recomienda que me vaya al camarote de Carlos y permanezca allí hasta que zarpemos. «Baje por la borda de babor, que no le vean».
Desde la ventana del camarote, abriendo una rendija en las cortinas, he visto descender a tierra al comandante. Dos soldados le esperaban en la playa, armados de fusiles de asalto, vestidos ambos con pantalón de camuflaje, uno con camiseta amarilla y otro con una camisola roja. Han bajado a empujones a Sadiki de la canoa. El comandante se ha puesto de rodillas, suplicante, mientras los soldados le amenazaban con las culatas de sus fusiles. Le han llevado al fin a una choza sobre la que ondea la bandera azul con la estrella amarilla de la nueva república del Congo.
Durante dos horas, permanecimos en Nkana. Los militares inspeccionaron el barco, pero no entraron en el camarote de Carlos. Cuando al fin zarpamos, volví al puente de mando. El comandante Sadiki estaba todavía nervioso. «Me han amenazado con darme una paliza por intentar pasar de largo —me explicó—. Y he tenido que pagarles las balas que han empleado para que nos detuviésemos. “Las balas no son para desperdiciarlas, son para matar”, me ha dicho uno de ellos. Luego han pedido un peaje de cinco millones de zaires, pero he regateado y ha quedado en tres millones».
A Pius no le encuentro por ninguna parte. Me he enterado después que desembarcó en Maluku para regresar por tierra a casa. Ahora se ocupa de las cervezas un joven que bizquea y luce un bigote que es casi una pelusilla. Me dice que se llama Manuel y yo le digo que su nombre, en España, es Manolo. Le gusta: «Oui, Manolo, Manolo». Después me pide que le invite a una cerveza. Le contesto que tengo poco dinero. «Bien —responde resignado—, no me importa, era por si le sacaba algo».
He comprado pan a madame Jasmín, una mujer grandona que ocupa un camarote cerca del de Celestine y que vende pan congelado y algunas latas de conserva. Es miembro de la tripulación, ayuda a Carlos en funciones administrativas. También lleva, por su cuenta, telas para vender en Kisangani. Es viuda y madre de nueve hijos y tiene aspecto de mujer resuelta y brava. Como parece natural, dada su energía, luce algunos pelos en la barbilla.
He comido una lata de corned-beefe un poco de biltong, el tasajo surafricano hecho con carne de caza. Lo compré en Johannesburgo y aguanta muy bien en las bolsas de plástico cerradas al vacío. Es sabroso y muy rico en proteínas. Pero noto que estoy adelgazando, cosa que no me viene nada mal. Nadie vende a bordo ginebra o whisky, sólo la cerveza, un horrible vino de palma y un aguardiente de maíz de fabricación casera, el lotoko, que tiene setenta y cinco grados.
Vuelan sobre el Akongo-Mohela milanos negros que han aprendido a pescar en el río, como sus parientes del lago Victoria. En la orilla del otro Congo hay fuegos, tal vez provocados por los campesinos para desforestar y ganar terrenos de cultivo. Un maderero cruza río abajo, empujando enormes troncos. Sobre la balsa hay varias tiendas de campaña y muchas cabras y cerdos. Los pasajeros nos saludan agitando los brazos. Me siento invadido por una hermosa sensación de libertad sin compromisos. La belleza del río y de las orillas es tal que quiebra casi la mirada. Discurre a los lados del A-M plácido y amable. Pienso que viajar rejuvenece y que seguiré haciéndolo mientras me sostengan las piernas.
Hace calor a mediodía. Voy al puente de mando, donde se está más fresco. El capitán se guía ahora por una carta marina de los días de la colonia. Son hojas largas, azuladas y algo gastadas, donde se muestran los islotes, se marcan las distancias en kilómetros y se nominan los puertos y los ríos que vienen a desembocar en el Congo. También señala las piedras peligrosas, los remolinos y los tramos de poco fondo. La otra orilla del río se nombra en la carta como «lado francés».
Por la tarde, seguimos Canal arriba. Ahora el paisaje es monótono, agobiador, cegado por el sol. Los jacintos de agua forman en ocasiones una verdadera invasión vegetal sobre la superficie del agua. La fuerte corriente frena la marcha del barco, que remonta el río con lentitud. Una niña de alrededor de diez años y dos niños más pequeños juegan en cubierta con una cucaracha de buen tamaño: el bicho intenta huir como puede, pero los críos lo cercan, lo ponen patas arriba, lo vuelven a colocar derecho. Les hago unas fotos, y la niña toma el insecto y se lo acerca a la boca, como si fuera a comérselo. Pongo cara de asco y los pequeños se ríen divertidos. Luego juegan un rato conmigo a enseñarme frases en lingala y, ante mi torpe pronunciación, no paran de reír. La cucaracha ha logrado escapar en un despiste y se ha caído al agua cuando se colaba por una rendija de la borda. Tal vez ha decidido suicidarse antes de tener que seguir aguantando tanta tortura.
Charlo un rato con Celestine cuando muere la tarde. Echamos de nuevo cuentas con la calculadora. Celestine cree que, de seguir con los controles militares, llegar a Mbandaka puede llevarnos siete u ocho días más y a Kisangani casi un mes. Me habla luego de su familia. Es viudo de su primera mujer y está casado en segundas nupcias. Después conversamos sobre su vida en Europa.
—El problema de la gente en Europa —dice— es que tiene miedo, miedo de todo, y se refugia en sí misma y se hace individualista. El miedo produce egoísmo, monsieur Xavier, y el egoísmo nos hace enemigos de los otros, incluso de los seres que amamos.
El atardecer del río es dulce y sereno, sobre un paisaje de montañas suaves, selvas dormidas y aguas casi quietas. El sol ha perdido todo su poder y es posible mirarle de frente antes de que caiga desfallecido tras la loma de una colina. Siento que el Congo es el río de la vida. Y sé que nunca podré olvidarlo.
A la noche, vienen de nuevo las mariposas. Bajo al camarote. Carlos ha hecho sacar de las cámaras frigoríficas un par de chicharros de tamaño mediano para que cenemos algo que nos recuerde a nuestra tierra. Alphonse, su cocinero, nos los prepara a la plancha. Alphonse es muy delgado, y sufre malaria crónica.
Carlos adora España, dice que es un país con gran futuro. Es un hombre muy amable, que desprende una cierta melancolía, la saudade portuguesa pasada por las soledades africanas. Luego se lamenta de los inconvenientes del viaje.
—Entre los soldados, los robos a bordo y la pérdida de tiempo, vamos a tener un déficit de casi siete mil dólares sobre el presupuesto que hice al salir. Tengo que hacer este viaje rentable. Y para eso hay que estar encima de todo y de todos. La tripulación roba, mi ayudante, Mak, también; mi cocinero roba leche en polvo y aceite. Todos roban menos el ingeniero Celestine. Es el deporte nacional del Congo: robar. Y no hay manera de meterles en la cabeza que, si la compañía quiebra por los robos, ellos perderán su trabajo. La inteligencia, en el Congo, está en suspensión de pagos. Este país, más que Congo, tendría que llamarse Congolítico.
Carlos se fue a dormir al cuarto trasero y yo me quedé tomando notas y leyendo un rato a la luz de un candil. Luego me eché a dormir en el sofá. Mi nuevo alojamiento tenía la ventaja del aire acondicionado, que mantenía alejados a cucarachas y mosquitos. Pero el sofá era muy duro, formado con un armazón de hierros que trababan entre sí a los sillones. Hice una suerte de almohada con algunas ropas y me encogí en posición fetal, evitando en lo posible clavarme la férrea armadura en hombros y rodillas. Y al minuto me quedé dormido.
No recuerdo si tuve pesadillas, pero la realidad se tornó horas después mucho más hosca que cualquier sueño.
Madrugada del 28 de septiembre. Domingo. Río arriba
Me despertó un súbito meneo del barco que a punto estuvo de arrojarme del sofá al suelo. De inmediato, un golpe de luz me cegó los ojos. Y para rematarlo, un estampido de todos los demonios hizo temblar las paredes de la sala del camarote. Pensé si sería una bombardeo mientras mi cabeza iba colocando en su sitio las neuronas.
Era una tormenta de todos los diablos. Me levanté y caminé a oscuras hacia la ventana, sobre un suelo que no cesaba de moverse bajo mis pies. Otro relámpago iluminó la sala, con mayor claridad que la propia luz del día, y el trueno que siguió, menos de un segundo después, a poco me deja sordo. Descorrí la cortina. El cielo era negro y el foco del puente de mando se movía sin sentido de un lado a otro, alumbrando un paisaje de lonas que eran como las banderas airadas de una terrible batalla y un río que brincaba como un temporal marino, con violentos espumarajos, y olas que saltaban picudas a más de un metro sobre la superficie. Tenía la impresión de que íbamos a la deriva, pero no podía ver nada.
Salí a cubierta. Las gotas de la lluvia, empujadas por un viento vehemente, me golpearon el cuerpo como si fueran perdigonadas y quedé empapado en un instante. La puerta del camarote se cerró a mis espaldas con estrépito. El vendaval soplaba desde el lado de levante y azotaba el barco sobre la borda de estribor. Los espadazos de luz de los relámpagos iluminaban el río durante décimas de segundo y podía verse la selva de la orilla cercana como una súbita aparición, los árboles desmelenados, con sus cabelleras revueltas como el pelo de una mujer en un ataque de imprevista demencia durante una ceremonia de brujería. No se oía otra cosa que el grito furioso del viento, los hierros del barco rechinando, el golpear bronco de la lluvia sobre las cubiertas y los bramidos del trueno que seguían con voz estremecedora el estallido eléctrico de los cielos. Era un espectáculo soberbio, tan aterrador que no producía miedo, sino una inmensa y ciega fe en la naturaleza salvaje. Nunca he visto una tormenta así en mi vida, y mucho menos en Europa. Y me fascinaba.
En la borda de babor, al amparo del techo de la cubierta superior, podía protegerme de la lluvia. Hacía frío y estaba calado hasta los huesos. Pero me sentía hipnotizado. No podía ver a la gente de las barcazas. Temía por su vida. Cuando el foco de luz barría el Loriaga y el Ville de Bumba, contemplaba cómo el viento arrancaba los toldos de sus sujeciones, y la telas ondeaban como pañuelos en demanda de socorro. Tal vez se habrían oído gritos de terror si el ruido del temporal hubiese amainado. Pensé que, quizás, algunos de los pasajeros podían haber caído del barco arrastrados por las lenguas de agua que, en ocasiones, saltaban desde el río y corrían sobre las cubiertas. Me acordé de los niños desnudos, de los viejos fatigados y de las muchachas hermosas. Estaba helado, pero no era capaz de moverme de allí mientras me frotaba los brazos y los muslos con las manos. Asistía a la barbarie de la Naturaleza en guerra, la naturaleza peleándose consigo misma, para nada ajena a la locura. Allí, bajo la tormenta en la noche del río, nada había de equilibrio, ni de exactitud. Pensé que la Naturaleza es violenta, gratuita y en absoluto ingenua. El río Congo me lo mostraba en esa hora, lo exhibía en ese instante de furia, sin piedad para nadie ni para nada. Sentí en carne viva, viendo aquellas barcazas azotadas por la tormenta y en donde probablemente gritaban de pavor gentes aterradas, el alma brutal de la Naturaleza.
El viento amainó una hora más tarde, a eso de las cinco. Volví al camarote, me cambié de ropa y tomé unas pocas notas apresuradas. Luego, regresé a cubierta. La lluvia continuaba cayendo, mansa pero aún abundante, y el día comenzaba a despertar. Me di cuenta de que estábamos encallados en una isla por el lado de babor y que las dos barcazas formaban una especie de «uve» arrimadas a la playa.
No he visto a Carlos. Quizá ha seguido durmiendo. Es un hombre calmo y conoce bien el río.
Le encuentro, sin embargo, en el puente de mando, junto al comandante y el piloto. Me ha sonreído cuando he entrado.
—Casi nos hundimos —me dice.
—Nunca he visto una tormenta igual en mi vida —le respondo.
—Yo las he visto aún peores —añade.
Me cuenta que el súbito temporal hizo crecer el río y la corriente se volvió muy fuerte en el Canal. El comandante cometió el error de continuar la navegación, en lugar de buscar refugio en las orillas, y los motores del A-M no pudieron con la violencia del agua. Hemos tenido suerte, de todas formas: podíamos haber sido arrastrados contra un muro rocoso. En lugar de eso, el oleaje nos ha llevado a la otra orilla, a la del otro Congo, y nos ha depositado en la playa de un islote. No obstante, el cable de una de las barcazas, la Ville de Bumba, se ha soltado. Hay que rehacer el convoy cuando cese el temporal para poder seguir.
—Menos mal que el otro cable ha resistido —agrega Carlos—. Si se hubiera roto, hubiéramos tenido muchos muertos.
—¿Hay alguno?
—No, ninguno. Vamos abajo, Alphonse nos preparará un café.
Llovía con lentitud, pero sin tregua, y el cielo era negro. Los árboles de la orilla se agachaban entristecidos sobre el agua. Nos quedaban aún veinticinco kilómetros para salir del Canal.
El café me ha sabido a gloria y he tomado algo de miel y un par de galletas. A las seis y media la tripulación comienza a preparar de nuevo el barco en formación de flecha. Y a las ocho y media, con el río ya calmado, y bajo la lluvia mansa, seguimos viaje.
Una hora después ha dejado de caer agua, pero el cielo guarda un color turbio. Las cubiertas están llenas de mariposas ahogadas. He bajado a las barcazas. La gente se afana en colocar de nuevo los toldos. Los vendedores reorganizan sus tenderetes y las mujeres preparan sus pequeñas cocinas. Unos muchachos me cuentan que ha sido una noche espantosa para los pasajeros de las barcazas. Tuvieron que atar los equipajes para que no se los llevara el río y todos bajaron a refugiarse en las bodegas. «Dios nos ha protegido —dice uno—, nadie ha muerto».
Una bella muchacha me dice que está resfriada y me pide medicinas. Su tos no me parece un resfriado. Tal vez sea tuberculosis. Se llama Louise y es tan hermosa como delgada y frágil. Recuerdo ahora que, en Matadi, el doctor Sanz Gadea me dijo que la tuberculosis se ha asociado en el Congo estrechamente con el sida.
Llevo a Louise a mi camarote y le doy unas aspirinas. Mira mi pequeño botiquín:
—¿No me das de las otras medicinas?
—Las otras no te sirven para nada.
Señala mi muñeca:
—¿Me das el reloj?
—Lo siento, me hace falta.
Me quedé un rato en el camarote, hojeando El corazón de las tinieblas. El río no había cambiado nada desde que Conrad lo navegó un siglo antes. En sus descripciones tenía la prueba: «Eramos vagabundos en medio de una tierra prehistórica, de una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido… La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado. Pero allí…, allí podía vérsela como algo terrible y libre. Era algo no terrenal…».
Más tarde, el Canal se ha ensanchado y el río recupera su apariencia de ser inofensivo. Crece la vegetación en las orillas, poco a poco entramos en el denso reino de la selva tropical. «Árboles, árboles, millones de árboles —escribía Conrad—, masas inmensas de ellos elevándose hacia las alturas; y a sus pies, navegando junto a la ribera, contra la corriente, se deslizaba aquel vapor lisiado, como se arrastra un escarabajo perezoso sobre el suelo de un elevado pórtico… Aquellas grandes extensiones se abrían ante nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera puesto poco a poco un pie en el agua para cortarnos la retirada en el momento del regreso. Penetrábamos más y más en la espesura del corazón de las tinieblas».
Mis amigos los niños han venido a buscarme, y en la cubierta he jugado un rato con ellos. Luego, Celestine y yo volvemos a nuestros cálculos. Hemos perdido muchas horas. Mi amigo se lamenta de que no podamos llegar a tiempo al poblado siguiente para poder oír misa. Es un fervoroso católico.
A las diez comenzamos a acercarnos a la desembocadura del Kasai, el primero de los grandes ríos que engulle el Congo en su viaje hacia Kisangani. Carlos me llama al camarote. Hay que parar en un puesto militar, en Kwamouth, antes de cruzar el Kasai. No conviene que los soldados me vean.
El Akongo-Mohela se arrima a tierra. Oímos disparos, varias ráfagas de fusilería. Carlos mira tras la cortinilla.
—No parece que sea un problema nuestro —dice.
Mientras permanecemos atracados, Carlos me cuenta que la corrupción sigue en el Congo a pesar del fin del mobutismo.
—Ya lo estás viendo. Pero no es sólo por los controles del río. Imagínate, sólo en Kinshasa hay novecientos ochenta impuestos que todas las empresas deben pagar. ¡Novecientos ochenta!, lo has oído bien. Primero, los de los ministerios, veinte o treinta por cada ministerio; luego los de la municipalidad, cincuenta o sesenta, y después los de las comunas. ¿Qué empresa puede resistirlo?
Le cuento a Carlos que mi tiempo corre y que tal vez tenga que dejar el barco en Mbandaka.
—Es que debes hacerlo de todos modos —advierte—. El río va siendo más peligroso conforme lo subes. Los militares piensan que los blancos que lo navegan están investigando las matanzas de hutus en las selvas del río. Pueden matarte por una leve sospecha. Hace unas semanas, los soldados apalearon en Mbandaka a un francés hasta casi acabar con él. No son días para que los blancos recorran el río.
—¿Y tú? —pregunto.
—Es mi trabajo, yo estoy obligado a hacerlo —me responde con saudade—. Pero tú debes descender en Mbandaka y volar a Kinshasa.
—Tengo vuelos los sábados y los miércoles.
—Con suerte, estaremos el sábado en Mbandaka…, si los militares no nos retienen mucho tiempo. Nos quedan todavía unos quinientos kilómetros, pero hay seis días por delante.
—¿Siempre ha sido así el río?
—No. En los días de Mobutu pagabas a la policía en Kinshasa y el barco ya no paraba hasta Kisangani. No había controles. Era una corrupción con normas que conocíamos todos. En cierta manera, puede decirse que el sistema funcionaba. Ahora no entiendes nada de lo que pasa y todo cambia de un día para otro.
A la una y media partimos de Kwamouth para cruzar el delta del río Kasai. Es necesario arrimarse al lado del Congo-Brazzaville, para evitar la fuerte corriente que llega del Kasai, y luego, en diagonal, dejando atrás la desembocadura, regresar a nuestra orilla. Desde la baranda de cubierta admiro la belleza del ancho estuario y el espeso bosque que lo rodea. El aire es muy fresco, pero las nubes que ahora cruzan el cielo no parecen amenazar con nuevas lluvias.
Almuerzo con Carlos. Alphonse nos ha preparado un plato de bacalao, importado de Noruega, con arroz blanco. Carlos habla en portugués y yo en español, es una decisión que hemos tomado de común acuerdo: nos entendemos muy bien y él disfruta hablando su lengua. «El bacalao nos gusta mucho en Portugal y en España, ¿verdad?», dice feliz. Me cuenta que los disparos de la mañana iban dirigidos contra un barco maderero: «El comandante debía de estar harto de pagar peajes, o quizá ya no le quedaba dinero. Ha soltado la balsa de la madera y ha escapado con el remolcador. Ha tenido suerte de que los militares de Kwamouth no tengan lanchas. Pero le han disparado. Quizás hayan herido a alguien. Nosotros hemos pagado cinco millones de zaires».
Dejamos ya el Canal. Hemos recorrido unos doscientos kilómetros desde Kinshasa y me parece que llevara en el A-M un largo período de mi vida. El Congo se va abriendo en una ancha piscina sembrada de islotes. Las aguas son oscuras y metálicas, como si fuera un río de lavado de carbón.
Vienen muchas piraguas de pescadores a arrimarse a nuestra borda. Surgen como fantasmas desde las orillas de la espesura. Traen peces muy grandes. Desde la baranda, Carlos me señala algunos de ellos.
—Muchos son deliciosos. Hay uno que tiene huevas casi tan exquisitas como el caviar, lo llaman mkonga, y otro, el manguso, que sabe igual que la merluza. Esos que venden en esa piragua son ngolos: no hay que comerlos, tienen filaría.
La cultura de Carlos sobre el río es inmensa.
—¿Te imaginas si este fuera un país en paz? Fíjate qué hermoso río: selvas, islotes, playas, animales salvajes, pescados, frutos… Sería un lugar incomparable para el turismo. Yo compraría una isla: haría en ella un aeropuerto, un buen hotel y una piscina. Y llevaría a los turistas a navegar el río y de safari a algunos lugares del interior donde hay muchos animales: búfalos, elefantes, leones, leopardos, hipopótamos…, de todo. Sería un gran negocio.
El bosque se espesa, los árboles son cada vez más altos, la selva se adueña de la tierra. Viajamos más cerca de la orilla. A veces, hay pequeñas aldeas de pescadores, no más de cinco o seis chozas, levantadas como palafitos.
Doy otra vuelta por las barcazas. La vida se ha reorganizado a bordo tras el temporal de la noche. Pero la gente sigue contándome lo mal que lo ha pasado. «Teníamos que agarrarnos a lo que podíamos para que no nos llevara el viento —me cuenta un vendedor a quien compro cigarrillos—, y los niños lloraban aterrados… Menos mal que hay bodegas. El río nos hubiera ahogado si no nos refugiamos abajo». Recorriendo las barcazas, veo un muchacho que viste una camiseta del Barca Fútbol Club. Lleva en la espalda el número ocho y el nombre del futbolista Stoitchkov. Me acerco a él y le pregunto. Ni sabe qué es el Barca ni quién es el futbolista cuyo nombre anuncia. Me dice que compró la prenda en un mercado de Kinshasa. Otros jóvenes lucen camisetas de los Chicago Bulls o de Los Angeles Lakers, de los boxeadores Mike Tyson o Evander Hollyfield, y hay uno que va disfrazado con la bandera americana, la camisa y los pantalones sembrados de barras y estrellas.
A la noche, tras un atardecer de nuevo esplendoroso, el aire es agradable en cubierta. El Congo desciende tranquilo, con sus aguas mansas bajo el cielo estrellado. Huele a yerbas de arroyos lozanos. Navegamos a muy buena marcha en el ancho río de lenta corriente. El sonoro coro del croar de cientos de ranas se alza desde el agua y levanta un eco poderoso en la campana del cielo: viajan ocultas en los racimos de jacintos que invaden el curso del Congo. Cuando el foco del puente se enciende, las mariposas vuelven por miles a revolotear en la franja de luz.
Ceno con Carlos, de nuevo chicharros asados. Él se va a dormir cuando termina de comer. Yo escribo junto a la vela las últimas notas del día. Luego, leo durante una hora el libro de Talón sobre el Congo. Resulta estremecedor su relato sobre la guerra del 64, las atrocidades cometidas por los simbas de Mulele en Stanleyville, el actual Kisangani, y también por los mercenarios de Hoare y Dénart. Talón habla de los mercenarios españoles en la contienda, muchos de los cuales fueron ejecutados por orden de Mobutu, entre ellos su comandante, Martínez de Velasco. Me estremece leer que los simbas obligaban en ocasiones a sus prisioneros a comerse sus propios ojos antes de matarlos. Es una página del más deprimente horror humano, es la historia de este sufriente Congo.
29 DE SEPTIEMBRE. LUNES. RÍO ARRIBA
He dormido un buen puñado de horas y me levanto poco antes del amanecer. Tomo mermelada, miel y galletas. Salgo a cubierta a ver el amanecer. Antes de asomar el sol, ya se clarea el día. La luz plateada invade el río y la selva de las orillas, que es todavía de una apariencia tenebrosa. La mañana nace azul, el cielo es azul, el curso del agua es azul, el bosque azul y el aire azul.
La vida ya ha despertado en las barcazas. Las gentes sacan agua verdosa del río con sus cubos, arden algunas cocinas y casi todos parecen haberse puesto de acuerdo para andar de un lado a otro cepillándose los dientes. Se diría que los pasajeros de las barcazas tienen una fogosa pasión por el aseo. Por mi parte, me doy una larga y estupenda ducha en los servicios del A-M.
Vamos rumbo a Bolobo, un poblado a trescientos treinta kilómetros de Kinshasa. Todavía quedan, desde allí, otros trescientos cincuenta hasta Mbandaka y mil quinientos a Kisangani. He bajado a dar una vuelta por las barcazas. Varios pasajeros me dan los buenos días y repiten el saludo de otras veces: «Qa va, le blanc?». Conforme remontamos el río, hay mayor número de piraguas que se acercan al barco. Ahora, amarradas a su banda de estribor, puede haber más de veinte canoas. Sus tripulantes traen mandioca, plátanos, mangos, caña de azúcar y muchos peces. Uno ofrece los cuartos traseros de un antílope, metidos en una especie de bolsa apañada con la piel sanguinolenta del animal. A veces vienen familias enteras en las barquichuelas, incluso con niños de pecho. Y compran cerillas, medicamentos, jabón, café, cuchillas de afeitar, preservativos y herramientas. El precio de todos los artículos se regatea en este mercado ambulante que sube el río.
Me he herido la pierna con un hierro oxidado que sobresalía como un cuchillo en la cubierta de una barcaza. Estoy vacunado contra el tétanos, pero la herida sangra en abundancia y muchos pasajeros se interesan por saber qué me ha pasado mientras regreso al camarote para aplicarme un desinfectante. Son cálidos.
Chantal es una bonita chica de dieciséis años que trabaja para la tripulación, lavando ropa y ayudando a preparar las comidas. Tiene un hijo de meses que carga sobre la espalda. Es coquetilla y simpática. Le pido que me lave unas camisas y un par de mudas y dice que eso cuesta cíen mil zaires, menos de un dólar al cambio. Le doy el doble y sonríe feliz.
El día es muy luminoso y navegamos en medio de la inmensa selva tropical, donde la escasa presencia humana se concentra en las orillas del río, en las pequeñas aldeas de los pescadores. El cielo es ahora celeste, jaspeado por nubes de formas afiladas. La selva refulge desde los palmerales y los bosques de altísimas ceibas, y forma un inexpugnable muro vegetal de apariencia pétrea.
Carlos se ha despertado, ha enviado a Alphonse a buscarme y hemos charlado un rato y tomado un buen café en la sala del camarote. Carlos me cuenta que ha habido algunos robos. «Todos los de la tripulación roban, ya te digo, menos el ingeniero. Luego, cuando les pillas, te piden perdón. Les perdonas, dicen que no volverán a hacerlo, y al día siguiente te roban otra vez. No hay manera».
A media mañana, mientras seguíamos a buena marcha hacia Bolobo, Mak, el ayudante de Carlos, se me acercó en cubierta. Es un hombre joven, muy educado y de trato agradable. Le pedí que me hiciera una foto.
Luego me señaló un islote en mitad de la corriente, un pedazo de tierra de unos trescientos metros de largo y treinta de ancho, alto, de paredes escarpadas y arenosas, cubierto por una espesa cabellera de árboles.
—Le llaman la Isla de las Brujas, y está deshabitada —me explica Mak—. Nadie atraca allí si puede evitarlo. Pero los marineros que han tenido que arrimarse a ella para protegerse de una tormenta cuentan que, durante las noches, se oyen aullidos y gritos, aunque no se ve a nadie. Es una isla donde viven espíritus.
—¿Usted lo cree, Mak?
—No creo en supersticiones, pero no me fío del río.
Cada vez se ensancha más y más el Congo y hay numerosas islas. Hemos cruzado junto a la desembocadura del Tshumbiri, un curso ancho de aguas con poca profundidad. En sus orillas, largas extensiones de yerba alta dejan ver, en ocasiones, lagunas formadas por las crecidas. Mak me dice que, a partir del mes próximo, con la llegada de las lluvias, el río cubrirá todas esas feraces praderas.
El día transcurre plácido y dulce. Pero ya he aprendido que no hay que descuidarse con este río engañoso. En cualquier momento puede jugártela.
30 DE SEPTIEMBRE. MARTES. DOS Y MEDIA DE LA MADRUGADA. BOLOBO
Desvelado, escribo estas notas con prisa, para no olvidar ningún detalle de mi noche más terrible. Cayendo la tarde, atracamos en Bolobo, trescientos treinta kilómetros río arriba, y me quedé encerrado en el camarote para evitar problemas con los militares. A eso de las seis y media, ya de noche, tomaba notas en este cuaderno, junto a la leve llama de una bujía, cuando la luz de una linterna comenzó a moverse al otro lado de una de las ventanas. Luego sonaron recios golpes contra la chapa de metal del camarote.
Me levanté y fui a la ventana. El fogonazo de la linterna me apuntó a los ojos y escuché una voz airada que me conminaba a abrir. Cuando la luz se retiró, distinguí la figura de un soldado. Le indiqué que debería dar la vuelta para poder entrar, atravesando la pequeña cocina de la banda de estribor.
El soldado vestía una camiseta amarilla, sin mangas, y un pantalón de camuflaje. Llevaba un kaláshnikov y una ristra de granadas de mano en el cinturón. Su cara era redonda, la cabeza tocada por una pequeña gorra verde de lona con visera. Sus ojos nadaban en un fondo de humedad amarillenta. Era un hombre joven.
Entró, sonrió mostrando sus dientes separados bajo la pelusa del bigote y me tendió la mano blanda y mojada.
—Bonjour, monsieur, bonjour —dijo. El tono de su voz me hizo pensar que estaba ebrio o drogado. Sus gestos me recordaban las películas americanas donde los bandidos mexicanos, por lo general medio borrachos, adoptan primero, ante el gringo protagonista, una actitud cortés, para transformarse al poco en brutales asesinos.
Se sentó junto a la mesa y me indicó que ocupara la silla frente a él. Cuando lo hice, dejó el fusil delante de él, sobre la mesa, con el cañón apuntándome. Siguió hablando en francés, arrastrando las palabras, con un acento que me costaba trabajo comprender.
—Y bien, monsieur, ¿qué hace en el Congo?
—Soy turista —respondí.
—Sí, monsieur, claro, turista. ¿Puedo ver su pasaporte?
Me levanté, busqué mi bolsa y regresé a la mesa con el documento. Él lo estudió despacio, hoja por hoja. Miró mi foto, miró mi rostro y luego otra vez mi foto. Me devolvió el pasaporte y yo lo guardé en el bolsillo de mi pantalón.
—Turista, claro, turista. ¿Y cuál es su profesión?
—Comerciante.
—¿Comerciante de qué, monsieur?
—De vinos.
—¿Trae vino con usted?
—No, estoy en viaje de turismo.
—Turismo. Sí, monsieur.
Sonrió otra vez y repitió:
—Sí, monsieur, sí…, turista.
De inmediato, la sonrisa se borró de sus labios. Posó la mano derecha sobre el fusil. Intuí que llegábamos a la segunda parte de la película de mexicanos.
—No, no, monsieur, usted no es un turista; usted es un espía y un enemigo del Congo.
Me miraba a los ojos con fijeza sin separar la mano del fusil. Yo desvié la mirada. Dije:
—Sólo soy turista.
—¡Mírame, mírame de frente, perro blanco! —ordenó—. Escucha bien lo que voy a decirte: tu vida vale doscientos dólares, doscientos dólares.
Le miré en silencio.
—¿Lo has oído? —insistió.
—Sí —dije—, pero no tengo dinero.
Había tomado la decisión en un par de segundos. Pensé que si le daba el dinero, probablemente me mataría después de cogerlo. Y decidí ganar el tiempo que pudiera.
—Claro que tienes, salopard. Si no me das el dinero ahora mismo, te bajo al río y te mato de un tiro en la cabeza. Los cocodrilos se ocuparán de lo que quede de ti.
—No tengo dólares —repetí.
En ese instante se abrió la puerta. Sentí un hondo alivio. Carlos y Mak entraron en el camarote. El soldado los miró y volvió a sonreír. Les tendió la mano sin levantarse. Carlos tomó una silla y se sentó entre los dos. Mak se acomodó en el sofá donde yo dormía, a mi izquierda.
El soldado y Carlos intercambiaron algunas frases en lingala. Luego, siguieron en francés. Carlos le explicaba su viaje y después el mío. Insistía en que yo era un turista y que llevaba todos mis papeles en regla. El soldado no abandonaba su sonrisa y negaba con la cabeza.
—No es un turista, y su salvoconducto no me sirve.
—Y bien, ¿qué es lo que quiere? —dijo el portugués con suave voz.
—Doscientos dólares.
—No tengo dinero —insistí.
—¡Calla, salopard! —me gritó. Se volvió a Carlos—. Entonces me los tendrá que dar usted. Si no me los da, mato al perro.
—Es mucho dinero —dijo Carlos.
—Busque el dinero o le mato.
Carlos se levantó con calma y se dirigió a la puerta.
—Veré a ver qué puedo hacer —dijo.
Mak salió tras él. El soldado y yo quedamos de nuevo solos. Me miró a los ojos.
—Mírame bien, cerdo, mírame de frente como los hombres. Los blancos no valéis nada.
Yo aguantaba su mirada un instante y luego la desviaba.
—Si tu amigo no me trae el dinero, te bajo a la playa y te mato. Él sabe que lo haré.
Carlos regresó y volvió a sentarse. Mak no venía con él. Tendió un billete de cien dólares al soldado.
—Es todo lo que tengo —dijo.
El soldado tiró el billete al suelo. Carlos se agachó y lo recogió.
—No tengo más dólares, es verdad —añadió mientras le daba de nuevo el dinero.
El soldado lo dejó caer de nuevo y Carlos volvió a recogerlo.
Por tercera vez, puso los dólares en manos del soldado.
—Es cierto que no tengo más.
La mano del otro se cerró ahora sobre el billete.
—Bien —dijo—, si no tienes más dólares, dame dos millones de zaires.
Carlos buscó en sus bolsillos, sacó un grueso fajo de billetes congoleños y se los entregó.
—Hay más que eso —dijo—, unos tres millones.
El soldado se recostó en la silla. Volvió a sonreír.
—Bien, bien.
De nuevo me miró.
—Acabas de salvar la vida, perro blanco, aunque no te lo merezcas.
Siguió hablando en lingala con Carlos. Después, de nuevo en francés.
—Dame un whisky —pidió.
—No hay whisky en el barco —respondió el portugués.
—Entonces una cerveza.
Carlos se levantó y, desde la puerta, llamó al cocinero y le ordenó que trajera la bebida. Alphonse regresó al poco con la botella. El soldado bebió un largo trago.
—Bueno —se dirigía a Carlos, yo parecía haber dejado de existir—. Os haré un salvoconducto. Coge papel y lápiz.
Carlos le hizo un gesto a Alphonse y el cocinero buscó en las estanterías.
—Escríbelo tú, yo dicto —dijo el soldado.
—No sé escribir lingala —contestó Carlos.
—Entonces que lo escriba él —añadió el otro, señalando a Alphonse.
Parecía rezar mientras dictaba su texto en lingala, interrumpiéndose para beber largos tragos de cerveza y largar algún que otro eructo. Yo miraba su rostro, sus ojos perdidos en la droga. Pensé que en aquel hombre no había un solo rastro de humanidad, que era peor que un animal salvaje, un ser sin normas, viviendo tan sólo para beber alcohol, fumar marihuana, robar y matar.
Cuando concluyó, tomó el papel, trazó un garabato debajo del texto y, con gesto desdeñoso, lo echó hacia mí. La luz de una linterna alumbró entonces en la ventana. El soldado alzó su mirada dormida y sus ojos parecieron avivarse de pronto.
—¡Guárdate el salvoconducto! —me gritó. Luego se dirigió a Carlos, moviendo su fusil sobre la mesa—. Si dices algo de lo que ha pasado, os mato aquí mismo a los dos.
Mak entraba precediendo a dos oficiales. Llevaban revólveres al cinto. Uno vestía uniforme de camuflaje y otro un pantalón verde, botas altas, camiseta oscura sin mangas y una boina roja. Tras ellos, asomó en el camarote el ingeniero Celestine. El soldado se levantó, tomó su fusil y se echó a un lado.
Nos saludaron corteses. Uno de ellos, el de camuflaje, se sentó en el lugar que había ocupado el soldado borracho. Carlos y yo seguimos donde estábamos. Los otros ocuparon el sofá. Tras algunas frases de cortesía, el oficial vestido de camuflaje preguntó a Carlos qué había sucedido. Yo miré al portugués. Él no dudó. Con suavidad, sin alterarse, comenzó a señalar que tan sólo habíamos tenido una conversación amistosa con el soldado y tomado unas cervezas juntos. El otro oficial, el de la boina roja, era muy alto, de rasgos nilóticos, y miraba atentamente a Carlos mientras este hablaba. A mí nadie me hacía el menor caso.
Volvieron a insistir a Carlos, preguntando si el soldado había pedido dinero. El portugués se mantenía en su decisión de mentir y repitió su primera explicación. Yo paseé la mirada por los rostros de los que ocupaban el sofá. Me daba confianza el oficial alto, que hablaba un francés algo torpe; veía el gesto algo alterado de Celestine, el nerviosismo de Mak, que se mordía los labios para no hablar, y la sonrisa beoda del soldado, seguro de sí, dominando la situación, con el fusil sostenido sobre las rodillas.
Luego hablamos de la guerra, del nuevo Congo, de las esperanzas que despertaba el nuevo presidente Kabila. Al fin, los oficiales se levantaron y se despidieron. El de camuflaje le dijo algo al soldado en lingala y el otro se levantó a su vez. Se fueron. El soldado salió el último del camarote, después de dirigirnos una mirada estúpida y chulesca.
Mak se mostraba muy irritado. «Le ha vencido a usted el miedo, ha tenido miedo», le decía a Carlos. Luego explicó que había ido en busca de los oficiales, y que les había contado que nos estaban amenazando y robando.
—Ellos me dijeron que, si usted lo confirmaba —aseguraba Mak a su jefe—, bajarían al soldado al río y le pegarían un tiro. Ha tenido usted miedo, monsieur Carlos.
—No, Mak, no —se defendía el portugués con voz suave—. Tú eres joven y también impulsivo. Él tenía un fusil. Nos habría matado si digo la verdad. Y tal vez los oficiales son cómplices suyos y se han repartido el dinero.
—Le hubieran matado a él. No eran sus cómplices. El alto era tutsi, un tutsi ruandés.
Celestine nos contó que el soldado, antes de entrar en el camarote, había recorrido las barcazas y robado a un vendedor una caja de linternas y a otro una camiseta, la que llevaba puesta, de color amarillo. También había intentado llevarse con él a una chica joven y bonita, pero entre varios pasajeros habían logrado disuadirle.
—Ese volverá —dijo Celestine con fatalismo.
—No, ingeniero —tranquilizó el portugués—. Tiene ya lo que quería.
—Querrá mucho más —respondió Celestine.
Eran las ocho y media. Carlos y yo nos quedamos solos. El portugués llamó a Alphonse y le pidió que nos trajera unas cervezas. «Hoy rompo el régimen», dijo. Luego ordenó al cocinero que nos preparase dos chicharros para cenar. «Si hubiera whisky a bordo —le dije—, esta noche me tomaría una botella».
—Así es el río, ya lo has visto. No tiene lógica ninguna, es el Neolítico, el Congolítico —dijo Carlos.
—Te debo la vida. Y cien dólares que voy a darte ahora mismo.
—La vida tal vez me la debas; los cien dólares, no.
Insistí en pagarle. Sonreía.
—No, no, ni hablar. Guárdalos para viajar, los necesitas.
Continué insistiendo y él negando.
—Prefiero que me debas la vida a que me debas cien dólares —bromeó.
Cenamos los chicharros y seguimos tomando cerveza y charlando. Estábamos nerviosos, no teníamos sueño. Carlos me contaba que, en los treinta años que llevaba en el Congo, le habían intentado matar dos veces, durante los saqueos de Kinshasa ordenados por Mobutu a sus soldados.
—En el Congo —siguió—, la vida siempre pende de un hilo. Hoy has tenido suerte. Ya ves que lo más prudente es que te bajes en Mbandaka y tomes el avión a Kinshasa. No vale la pena arriesgar la vida por un libro.
—¿Cómo sabes que voy a escribir sobre esto? —pregunté sorprendido.
—Los comerciantes de vino no están todo el día tomando notas ni llevan en su equipaje tantos libros. Y tú preguntas mucho, te fijas en casi todo y no cesas de tomar notas. No hay que ser adivino para darse cuenta de que vas a contar esto, no sé si en un libro o en un periódico.
—En un libro —dije.
—Acerté —rio Carlos—. Te insisto en que es mejor que te bajes en Mbandaka, ya tienes material de sobra para escribir. Y no sería nada bueno que, en algún puesto militar, encuentren tus cuadernos de notas y tus carretes fotográficos. Creerían que vienes al río a espiar.
Carlos subió luego un rato al puente de mando. Yo cavilaba sobre lo que había dicho Celestine: que el soldado volvería. Decidí organizar mis cosas. Distribuí los libros y los víveres en las bolsas de plástico, y las puse a la vista, en una estantería junto al sofá. Me quité el pantalón corto y guardé mis dólares en uno de los bolsillos ocultos, y el pasaporte en el bolsillo trasero, y lo dejé en un armario, junto al resto de mis ropas. Me puse un traje de baño. En la pequeña mochila metí las dos cámaras fotográficas y todo el dinero que llevaba en moneda zaireña, algo más de cuatro millones de zaires, unos cuarenta dólares al cambio, y la dejé sobre el sofá. Oculté mis cuadernos de notas en una estantería, junto a otros papeles de Carlos.
El portugués regresó y pedimos otro par de cervezas a Alphonse. Eran las once en la noche de Bolobo. No nos dio tiempo a beberías. Acabábamos de abrir las botellas cuando se escuchó ruido en cubierta. De inmediato nos alumbró desde la ventana el golpe de luz de varias linternas. La puerta se abrió y el soldado entró en el camarote precediendo a otros cuatro, uno de ellos casi un niño. Venían armados de fusiles. Nuestro soldado estaba aún más borracho.
Carlos y yo nos levantamos. El soldado actuaba con brusquedad. Nos empujó a un lado.
—¿Dónde está el whisky?
—No hay whisky a bordo —respondió el portugués.
—Tú también vas a morir, cerdo, si no me dais todo el dinero que llevéis.
Luego ordenó algo en lingala a dos de los que venían con él y ellos se llevaron a Carlos hacia su dormitorio. Me quedé en la sala con aquel animal y sus otros dos compañeros.
—Dame todos los dólares o te mato —dijo mirándome a los ojos.
—No tengo —respondí—, los dejé en mi embajada en Kinshasa.
—Sí tienes, perro.
Los soldados revolvían las estanterías. Decidí tomar la iniciativa, pensando que la borrachera del aquel bruto tal vez jugara en mi favor. Le acerqué las bolsas de plástico de la estantería. Miró los alimentos y los libros y las tiró a un lado.
—Sólo tengo algunos zaires —dije.
Y tomé la mochila del sofá y saqué el fajo de billetes. Él me los arrebató y los guardó sin mirarlos en el interior del pantalón, a la altura del pubis. Luego, me arrebató la bolsa, revolvió dentro y se echó mi pequeña cámara fotográfica al bolsillo trasero.
—¡Dame tu pasaporte!
Era el peor momento. Maldije haber metido en el pantalón mis documentos, en la misma prenda que los dólares. Si los descubría, me mataría.
Abrí el armario, revolví entre las ropas, tomé el pantalón, cogí el pasaporte y arrojé de nuevo el pantalón en el interior del armario. El soldado me quitó el documento de la mano y se lo guardó en un bolsillo. En ese instante, entró de nuevo Carlos seguido por los dos soldados. Vi el rostro lívido del portugués.
Uno de los soldados traía en dos modernos transformadores de luz, dos placas cuadradas y estrechas de metal, del tamaño de un libro mediano, de los que sobresalían sendos cables con dos apliques en el extremo.
—¡Ah! —sonrió satisfecho—, aquí están las radios de los espías. Vamos a ver al comandante del puesto. Esta noche seréis fusilados.
Nos sacaron a empujones del camarote. Era una noche oscura y cerrada, de cielo limpio y zurcido de estrellas. Desde las orillas cubiertas de juncos, el poderoso croar de cientos de ranas formaba una sinfonía salvaje y hermosa, grandiosa y bárbara.
Descendimos a la cubierta baja, donde nos esperaba una larga piragua con un remero. Yo me acomodé en la popa, con Carlos sentado delante de mí. La canoa se movió con suavidad sobre las aguas tranquilas del Congo. Nadie hablaba. Sólo se escuchaban los leves golpes del remo, mientras crecía en la orilla el clamor de los invisibles anfibios. Olía a yerbas dulces. Me pregunté si estaría viviendo los últimos minutos de mi vida y recordé a los míos. Puse mi mano sobre el hombro de Carlos y lo apreté. Él volvió el rostro, que se iluminó bajo la luz que llegaba del barco, y me miró perplejo, sin decir nada.
Llegamos a tierra y desembarcamos uno a uno en una playita entre los juncos. Comenzamos a ascender una senda estrecha, camino de una casa, alzada unos cincuenta metros más arriba y cuyas lucecitas apenas se distinguían en la penumbra. Yo iba el último. Aquel salvaje se retrasó y se situó a mi lado. Me habló al oído mientras me palpaba las nalgas y los genitales en busca de dinero. «Si no me das ahora mismo mil dólares, te mato». Pensé que, además de bruto, era un necio.
Entramos en la casa. Era una sala estrecha, con una mesa pequeña de forma cuadrada en el centro y algunas sillas alrededor. Olía a humedad. Había dos mujeres sentadas en un rincón y un hombre de paisano. El bruto se sentó junto a la mesa y nos ordenó a Carlos y a mi ocupar las sillas que estaban frente a él. Pidió una cerveza al paisano. Encendió un cigarrillo liado que le tendió una mujer y de inmediato rae llegó el olor dulzón de la marihuana. Luego, colocó uno de los transformadores sobre la mesa, delante de mí, bajo la llama de una vela, la única luz que iluminaba la estancia. Se quitó el cinturón y lo dejó a un lado del transformador.
Se dirigió a mí. Ahora Carlos parecía no existir: se sentaba con la cabeza agachada, con aire abatido.
—Bien, perro blanco, vas a enseñarme cómo funcionan tus aparatos de espía. Desármalo.
Era un transformador hermético, supongo que imposible de desarmar si no se hacía con herramientas especiales. Entre mis escasas virtudes, además, no se cuenta la habilidad manual. La situación resultaba absurda, e incluso patéticamente cómica.
—¡Ábrelo! —gritó mientras tomaba el cinturón y me mostraba la hebilla—. Si no lo haces, te daré una paliza, salopard.
Comencé a darle vueltas al aparato. No se me ocurría qué hacer con aquello. El soldado fumaba, bebía, hablaba a los otros en lingala y provocaba coros de carcajadas. Carlos no se movía ni decía nada.
Pedí un destornillador y él me ordenó callar y abrir el transformador con mis manos. «Sabes cómo hacerlo, cerdo», dijo aireando la correa.
No sé calcular el tiempo que duró aquella situación tan estúpida como terrible. El soldado estaba cada vez más drogado y borracho. Apenas entendía su francés cuando me hablaba.
En una ocasión me dijo algo confuso y yo entendí: «mangez vous». Por mi cabeza pasó el recuerdo del libro de Talón sobre los horrores del Congo. ¿Quería que me comiese el transformador, de la misma forma que los guerreros simbas obligaban a comerse sus ojos y sus genitales a los prisioneros antes de matarlos? Dije que no entendía. La voz suave de Carlos surgió a mi lado: «Ha dicho amenagez vous». Por unas décimas de segundos me dieron ganas de soltar una carcajada. Y pensé que morir a manos de un imbécil es la peor y más macabra broma que puede gastarte el destino.
Alguien entró a nuestras espaldas. Le oí hablar en lingala. Los soldados se levantaron, y Carlos y yo también. Vi que el recién llegado era otro soldado. «Vamos a ver al comandante, cerdo», me dijo el bruto agitando delante de mis narices la hebilla del cinturón. Luego me cacheó otra vez todo el cuerpo.
Caminábamos siguiendo una senda entre las altas yerbas. Abajo de la cuesta, los juncos ocultaban el río. La sonora orquesta de las ranas crecía como un coro magnífico bajo el cielo punteado de luces. Andando sobre mis chancletas, pensaba que podría morderme una serpiente si encontraba alguna en mi camino. Pero no me importaba, tal vez era mejor manera de morir. Nos adentrábamos en la selva, sin rastro alguno de viviendas a nuestro alrededor, e imaginaba que en cualquier momento podrían fusilarnos. Deseé que hubiera un Dios a quien poder rezar y pedirle que no me torturasen antes de disparar. Supliqué a Dios que existiera.
Me pregunto ahora por qué no sentí temor, o al menos un miedo atroz. Creo que no es una cuestión de coraje personal. El miedo te elige, no eres tú quien decides. Y yo no podía permitirme, en aquella hora, el lujo de tenerlo. Debía pensar rápido, controlar lo que hacía en cada segundo. No era valor, era la necesidad de no hundirme en el terror lo que me mantenía en un estado de tensa vigilancia. He sentido pavor corriendo los toros en un encierro pueblerino, lo he sentido en una pelea infantil contra un chico más fuerte que yo, y también una tarde tumbado bajo un soportal durante un bombardeo en Sarajevo. Lo he sentido muchas veces en mi vida. Pero no lo tenía ahora. Puede ser también que, en las situaciones límite, todo lo que nos rodea adquiere un carácter de irrealidad que nos consuela.
Mientras caminábamos en la oscuridad, imaginaba cosas absurdas. Veía la cuesta que bajaba al río y pensaba en lo que hubieran hecho los héroes de las películas, al estilo de Indiana Jones: echar a correr, por ejemplo, rodar entre los juncos, ganar el río y nadar. Pero yo no tenía el físico ni la buena estrella de Indiana Jones, y aquellos jóvenes armados me habrían cazado como a un conejo antes de llegar al agua. Y en caso de alcanzar el río, y pese a que soy un buen nadador, ¿adónde iría? Allá abajo sólo había cocodrilos y una corriente poderosa que no llevaba a ningún lugar salvador.
Recordaba a mi mujer, y nuestra rutina placentera de los fines de semana: comprar el pan, leer el periódico en un café… Y pensaba en mis hijos, a quienes animo siempre a viajar. Ahora me parecía un mal consejo.
¿Cuándo nos ordenarían detenernos para matarnos? Me tranquilizaba el que no nos obligasen a Carlos y a mí a caminar delante, sino mezclados con ellos. Aunque me inquietaba su alboroto cuando reían las gracias del salvaje, que marchaba al final del grupo. En un instante de nuestra caminata, el soldado que había llegado el último a la casa se acercó a Carlos y le dijo algo. Luego, se volvió hacia mí y susurró: «Esté tranquilo, no va a pasar nada». Me alivió aquella frase amable en la noche terrible.
De súbito distinguí el brillo difuso de unas lucecitas. Luego, vi un coche militar al lado de la senda. Y un poco más allá, unos barracones. En la puerta del más grande de ellos, alumbrados por la débil luz que salía del interior, había algunos militares y otros hombres que no llevaban uniforme.
Uno de los que vestían de paisano nos estrechó la mano. Se presentó como segundo comandante del puesto militar de Bolobo. Un soldado nos cacheó a Carlos y a mí, y luego nos ofrecieron un par de sillas.
—El primer comandante vendrá ahora, ya le han avisado —nos informó el segundo.
El salvaje decía algo en lingala al oficial y todos los otros reían. Unos minutos después, vimos una sombra que llegaba desde detrás de la barraca. El primer comandante vestía también de paisano y era un hombre delgado, de gestos reposados. Resultó ser angoleño e intercambió algunas frases en portugués con Carlos. Se sentó en una silla junto a nosotros.
El bruto echó al suelo, a los pies del comandante, los dos transformadores. Nos tachó de espías, enemigos del Congo y afirmó que viajábamos sin papeles y que habíamos querido sobornarle. El comandante observó los transformadores. Carlos le explicó en portugués lo que eran. El comandante asintió. Luego nos pidió la documentación.
—La tengo en el barco, no me han dado tiempo a cogerla —respondió en portugués.
—¿Y la suya? —me preguntó el angoleño.
Sin dudarlo, señalé al bruto:
—La tiene en su bolsillo.
Y el otro, demostrando ser un perfecto necio, sacó mi pasaporte del pantalón y se lo tendió al segundo comandante.
El oficial estudió despacio el documento y el salvoconducto. Luego me lo devolvió.
—Está en orden —dijo a su jefe.
Después, el segundo nos hizo pasar a Carlos y a mí al interior del barracón. Era un galpón vacío, sin otro mueble que una larga mesa y unas sillas en el extremo del fondo, alumbradas por la luz de una lámpara de gasóleo. Había hombres durmiendo en el suelo y dos o tres soldaderas arrimadas a ellos. Sobre la mesa dormitaba un soldado.
El oficial despertó al durmiente, tirándolo de la mesa con un golpe, y abofeteándole, lo empujó a un rincón, donde el otro se echó a dormir su borrachera. Luego, se sentó y nos ordenó acomodamos en dos sillas frente a él. Colocó un pequeño transmisor sobre la mesa y conectó con el primer comandante, que permaneció fuera con el resto de los soldados que nos habían conducido hasta el puesto militar.
Con cortesía, el oficial preguntó a Carlos qué había sucedido. Carlos, hablando con suavidad, insistió en que nada grave, que todo iba bien. Insistía el militar. Yo calculaba el riesgo: si nos enviaban de nuevo al barco con el bruto y los suyos, nos robaría y nos mataría. Si los oficiales eran sus cómplices, nos matarían también. Pero ¿a qué entonces todo aquel teatro? Sólo quedaba decir la verdad.
—Uno no puede decir la verdad —concluyó Carlos con voz débil ante la insistencia del oficial— cuando tiene un fusil apuntándole.
Luego me señaló.
—Pregunte al turista.
El militar me miró. No tuve dudas:
—El soldado que nos ha traído me ha amenazado varias veces de muerte, me ha dicho que yo era un enemigo del Congo y un espía, y me ha robado dinero y una cámara de fotos.
El oficial dijo algo en el transmisor. Al instante, el primer comandante entró con varios soldados. Entre ellos, el bruto, ahora desarmado.
Cuando llegaron a la mesa, el segundo se levantó y escupió en el rostro del salvaje. Luego, le abofeteó con dureza. El otro gritaba diciendo que yo mentía.
—¿Cuánto le ha robado? —me preguntó el segundo.
—Cinco millones de zaires y una cámara de fotos.
—¡Mentira! —bramó el necio—, fueron cuatro millones, no cinco.
Entre dos soldados le registraron. Salieron fajos de billetes de sus pantalones. El bruto dijo que le había dado parte del dinero a uno de los compañeros que vinieron con él a sacarnos del barco. Le señaló con la mano y el aludido depositó otro puñado de zaires sobre la mesa. El segundo comandante hizo un gesto y un soldado con galones en la hombrera, tal vez un cabo, le quitó el arma.
—Cuéntelo —me ordenó el oficial, señalando los billetes.
Había cerca de seis millones de zaires, más de lo que me habían robado.
—Está bien —dije repartiendo el dinero en los bolsillos de mi bañador y mi camisa.
La cámara no aparecía entre las ropas del soldado.
—La buscaremos, no se preocupe —dijo el militar—. La tendrá antes de que salga su barco.
El bruto, sujeto entre dos hombres, me insultaba y gritaba afirmando que me iba a matar en cuanto le soltaran. Los otros soldados se reían de su borrachera.
—Les llevarán al barco hombres de confianza —dijo el angoleño.
—Comandante —intervine—, le agradezco todo, pero tengo miedo. Si ese hombre queda libre, me buscará para matarme.
—No se preocupe. Va a ser encarcelado ahora mismo. Le garantizo que no les sucederá nada.
Dos soldados nos acompañaron de regreso al Akongo-Mohela. Ahora los cantos de los grillos se incorporaban al concierto de las ranas. En la más hermosa de las noches del río, un sonoro clamor acompañaba mi nacimiento.
Mak, Celestine, el comandante Sadiki, madame Jasmine y algunos otros miembros de la tripulación nos esperaban en el camarote. Estaban alegres y nerviosos. Relatamos lo sucedido. Mak nos dijo que había ido a buscar, por segunda vez, al comandante militar para alertarle. Sentí deseos de abrazar a aquel joven valeroso.
—Un grupo de pasajeros de las barcazas querían ir en su busca cuando les bajaron del barco —me dijo Celestine—. Le han tomado afecto, monsieur Xavier.
Me quedé solo, emocionado y tomando notas. Carlos se sentía muy fatigado y se fue a dormir. Pero yo no las tenía todas conmigo sobre lo que podía suceder en las siguientes horas. Decidí no dormir y buscar alguna suerte de arma con que defenderme. Había en las estanterías un botellón de whisky vacío, de cinco litros, un poderoso mazo de cristal. Lo coloqué junto a la puerta de entrada, resuelto a romperlo en la cabeza del soldado salvaje si aparecía de nuevo, y pensando que, si otros soldados venían con él, mejor era que me matasen de un tiro a soportar una previsible tortura.
Termino de escribir estas notas, cerca ya de la madrugada, incapaz de reflexionar sobre cuanto ha sucedido. Siento que algo se ha roto dentro de mí y también que algo se ha construido. Sólo se me ocurre buscar en mis bolsas y tomar, de entre las páginas del libro donde las guardo, las fotos de mi mujer y mis hijos. Y contemplo un rato sus rostros sonrientes a la luz de la vela.
30 DE SEPTIEMBRE. MARTES. RÍO ARRIBA
Ha amanecido con el cielo iluminado por una dura luz. Es una mañana más fresca de lo común. El río nunca es igual a sí mismo de un día para otro, es como un ente voluble, y como todos los seres imprevisibles, peligroso. Una turbia nube pasó temprano sobre Bolobo y dejó caer algunas gotas de lluvia, un leve chaparrón. El viento se volvió más frío en unos minutos y el río se cubrió de rizos de espuma. Olas verdosas golpeaban el casco del Akongo-Mohela.
Carlos y yo desayunábamos un café cuando Alphonse entró a decirle que dos oficiales querían verle. Me quedé solo en el camarote. Cuando regresó, media hora más tarde, se le veía satisfecho.
—Traían con ellos al soldado, esposado —me explicó—. Tengo la impresión de que le han pegado una paliza esta noche. Querían saber si deseaba recuperar mis cien dólares. Les he dicho que no. Quizá ya los han repartido entre los oficiales. Ellos no cobran, ¿sabes? Y hoy es día de mercado. Mejor dejarlo como está.
—¿Por qué traían al soldado?
—Tal vez para mostrarme que mis cien dólares tienen una recompensa: lo van a llevar a Kinshasa en el primer barco que descienda, a él y al otro soldado con el que repartió el dinero que te quitaron. Allí los juzgarán y es probable que antes del domingo próximo los fusilen a los dos.
—¿Lo crees probable?
—Es casi seguro. Los juicios son muy rápidos en el ejército, acaban de salir de la guerra. Un oficial escucha la acusación y, sin oír al encausado, decide la pena. Y la pena, en estos casos, es siempre el fusilamiento. Pero si no hay barco en un par de días, lo más probable es que los maten aquí mismo.
—¿Cómo estaba el tipo?
—Humillado y abatido. No habló.
Pienso que, por primera vez en mi vida, no lamento demasiado que alguien sea ejecutado. No por venganza, sino porque lo más probable es que el bruto hubiera matado a alguien en los próximos días de seguir libre. Es mejor que muera él a que mueran otros.
El barco ha puesto en marcha sus motores a eso de las diez. Nos vamos de Bolobo. Pero antes de que el A-M se despegara del puerto, Mak se ha asomado al camarote con gesto alegre y me ha dado la cámara fotográfica que me robaron anoche. Él mismo se ha ocupado de ir a buscarla. El bruto se la había cambiado al tabernero de Bolobo por diez botellas de cervezas. Echo cuentas: cinco dólares por una cámara que vale cerca de doscientos.
Le digo a Mak que nunca olvidaré lo que ha hecho por mí y que haré por él cuanto me pida. Sonríe feliz.
—Me gustaría ir a Europa, tengo un hermano que una vez viajó a Italia. Le gustó mucho una ciudad que se llama Venecia.
Le anoto mi dirección.
—Cuando puedas ir, me escribes. Te enviaré el billete de avión y buscaré la forma para que te den permiso de entrada.
—¿Es difícil para un africano entrar en su país?
—Muy difícil.
—Pero los blancos entran aquí cuando quieren, ¿no?
No he sabido bien qué responderle al hombre que me ha salvado la vida hace unas horas.
Son las diez y media y el barco se aleja de Bolobo. Salgo a cubierta. El poblado maldito se va quedando atrás, hundido entre la selva, con los juncos de la orilla agitados por el viento feo de la mañana. Quiero guardar en mi memoria la imagen de este lugar perverso.
He bajado más tarde a las barcazas. Muchos pasajeros se han acercado a saludarme. Todos se interesaban por lo que me ha sucedido. Son cálidos y amables, un gran pueblo sufriente. Una guapa muchacha me ha saludado con voz dulce: «£a va, le blanc?». Me he encontrado rodeado por un numeroso grupo mientras contaba la historia de lo que sucedió anoche. Y viendo sus rostros, alterados unas veces, otras sonrientes, se me ha hecho un nudo en la garganta.
He preguntado por el hombre al que robaron la caja de linternas. Tenía intención de pagarle todo lo que ha perdido. Pero no está ya en el barco. Se quedó sin nada, las linternas eran todo cuanto poseía, y se ha bajado en Bolobo a esperar un barco que le lleve de regreso a Kinshasa. Siento una pena honda por él y una cierta sensación de justicia por el hecho de que vayan a fusilar al bruto. Mis ideas contra la pena de muerte chocan con mis sentimientos de hoy.
Navegamos sobre un río de oleaje gris verdoso, bajo un cielo cargado de torvas nubes. El bosque nos mira oscuro desde las orillas. Ahora percibo el miedo, el pavor que no sentí anoche, y las piernas me tiemblan. He entrado en el camarote para protegerme del frío y para que la gente no vea el temor en mi rostro, y leo a Conrad de nuevo: «Había momentos en que el pasado volvía a aparecer, pero aparecía en forma de un sueño intranquilo y estruendoso, recordado con asombro en medio de la realidad abrumadora de aquel mundo extraño de plantas, de agua, y silencio. Y aquella inmovilidad de vida no se parecía de ninguna manera a la tranquilidad… Por suerte, la verdad más íntima se oculta. Por suerte. Pero yo la sentía durante todo el tiempo. Sentía con frecuencia aquella inmovilidad misteriosa que me contemplaba».
Mientras leía, he pensado que tal vez estaba penetrando en el secreto de la gran novela conradiana. «Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. No había ninguna alegría en el resplandor del sol. Aquel camino de agua corría desierto, en la penumbra de las grandes extensiones».
Tiritaba, pero no de frío, sino a causa de mis sensaciones de temor y las que me producía la lectura del libro: «Y por un momento me pareció que yo estaba también enterrado en una amplia tumba llena de secretos indecibles. Sentí un peso intolerable que oprimía mi pecho, el olor de la tierra húmeda, la presencia invisible de la corrupción victoriosa, las tinieblas…».
Leía sin orden, saltando páginas de adelante hacia atrás y también en sentido inverso, leyendo mis propios subrayados de otro tiempo. Y hube de cerrar al fin el libro y salir a cubierta, a pesar del frío, con las últimas palabras del escritor prendidas aún en mi cabeza: «… vivir en medio de lo incomprensible, que también detestas. Y hay en todo ello una fascinación…, la fascinación de lo abominable».
Poco después del mediodía, se han ido las nubes y el frío. El cielo es luminoso y el aire caliente y grasiento. He bajado a la popa de la cubierta inferior a tomar una ducha. Cuando he salido de la cabina, Mak y otros dos tripulantes estaban matando un cerdo. Era un bicho negro, con las patas atadas, que chillaba presintiendo su muerte. Mak y otro hombre le han sujetado con fuerza la cabeza, y el tercero, usando un gran cuchillo, le ha rebanado el pescuezo lentamente. La sangre ha corrido como un riachuelo sobre la cubierta. Mis amigos los niños asistían alegres al sacrificio. Creo que, en otro lugar, me hubiera repelido la escena, pero aquí no he sentido ninguna emoción y he contemplado la muerte del animal sin perder detalle.
Después, la bonita Chantal se ha acercado con mi ropa, limpia y planchada. Habla muy bien francés y me dice que le gustaría que le enseñara algo de inglés. Nos hemos sentado un rato en la segunda cubierta. Aprende rápido. En apenas media hora, ya sabía de memoria seis o siete frases, con bastante buen acento. «Quisiera saber correctamente tres o cuatro idiomas y buscar un buen trabajo», me dice. Luego se despide, tiene que dar de comer a su pequeño hijo: «What time is it?», me dice sonriente.
Carlos y yo hemos comido chuleta del cerdo sacrificado y arroz blanco. Me dice que, bajo ningún concepto, puedo seguir más allá de Mbandaka. Por su parte, irá a ver al gobernador de la ciudad y le pedirá escolta militar para remontar el río hasta Kisangani. Trae una carta de presentación del Ministerio del Interior. «Si no me dan escolta —dice—, yo también tomaré el avión a Kinshasa. Seguir el río es como jugar a la ruleta rusa. Y ya sólo queda un turno para apretar el gatillo y la bala está en el tambor».
Luego, Carlos se ha ido a dormir y yo he regresado a cubierta. Celestine se me acerca con aire amable. Me comenta que ha echado cuentas con su calculadora.
—Si no hay retrasos, creo que podremos estar en Mbandaka en la madrugada del sábado y usted podrá tomar su avión de regreso.
—Le parecerá extraño, ingeniero, pero no siento ningún deseo de dejar el rio. Al contrario, mi sensación más honda es que quisiera seguir siempre en este barco.
—Monsieur Xavier, usted está alterado, es comprensible. Pero debe pensar en su familia.
Luego, Celestine ha vuelto el rostro hacia la popa y ha señalado la corriente que desciende hacia Bolobo.
—Olvide lo de ayer, monsieur Xavier. Ya ha pasado. Y el río se lo lleva todo, incluso los malos momentos.
Islas y más islas solitarias, minúsculas aldeas de pescadores en la orilla, abrumadas bajo la presencia inhóspita de la selva, como breves restos de vida en el río de la muerte. En ocasiones, cruzamos junto a antiguas estaciones comerciales belgas ya abandonadas y vencidas por el bosque.
Por la tarde vienen muchas piraguas a arrimarse al barco. Salen de las bocas de la selva, de lugares invisibles. Los tripulantes de las canoas venden grandes pescados, y ristras de pequeñas serpientes asadas, y he visto a uno que traía un mono vivo, de pelaje pardo y cara negra, con la larga cola amarrada al cuello. El animal chilla, incapaz de liberarse de su incómoda atadura, mientras el dueño lo ofrece a la venta alzando el brazo, sujetándolo por el rabo como quien sostiene una cesta.
La noche es bellísima y serena. Veo nubes de mosquitos cuando se enciende el foco del Akongo-Mohela. Largas melenas de jacintos bajan junto al barco, cual sombras espectrales. Seguimos el luminoso rastro de la Vía Láctea, como si nos guiara. Sin embargo, a veces tengo la sensación de que vamos perdidos. El foco busca balizas señalizadoras, pero hay muy pocas. Navegamos entre islotes de densa y oscura arboleda. Las aguas son muy poco profundas y, en ocasiones, la panza del buque roza el fondo, lo sientes como si lo rozaran tus propios pies. Carlos me ha dicho que el lecho del río es aquí arenoso y cambiante. Cada año, la profundidad varía a causa de la corriente. No hay cartas de navegación seguras. Los capitanes de los barcos deben solicitar la ayuda de los pescadores. Se navega buscando sendas invisibles en el cauce del río. Lo escribió Conrad: «Era tan fácil perderse en aquel rio como en un desierto, y tratando de encontrar el rumbo se chocaba todo el tiempo contra bancos de arena, hasta que uno llegaba a tener la sensación de estar embrujado, lejos de todas las cosas conocidas… en alguna parte… lejos de todo… tal vez en otra existencia… Imaginad a un hombre con los ojos vendados obligado a conducir un vehículo por un mal camino».
Me siento eufórico, y no entiendo bien la razón. Tal vez por haber salvado la vida; pero creo que es algo más que eso, algo más profundo, y no soy capaz de analizarlo. Puede que sea la enorme libertad de que disfruto, quizás, en presencia de invisibles peligros. Quisiera continuar hasta Kisangani, aunque sé que no debo hacerlo. Me produce una honda tristeza la idea de abandonar el barco, de dejar de ver para siempre a mis amigos de este temible río. Es como si traicionara su afecto. Creo que nunca más en mi vida volveré a escuchar algo tan dulce y hermoso como ese «Ca va, le blanc?» con que una linda chica de las barcazas me saludó esta mañana. Ni olvidaré los rostros ávidos de noticias que me escuchaban mientras narraba mi historia de la noche terrible, ni las sonrisas de alivio cuando concluí de contarla.
1 DE OCTUBRE. MIÉRCOLES. RÍO ARRIBA
El amanecer comenzó tiñendo el cielo de un rosa intenso que luego se transformó en malva y, al fin, en un azul celeste. Ha sido una mañana luminosa y alegre, con el río calmo, rodeados por una selva jugosa, para nada maligna, de altos árboles ceñidos por las enredaderas, oyendo el canto, a veces grave, otras atiplado, de los pájaros del bosque. Numerosos ríos de cauce estrecho venían a desembocar en el gran Congo. Y los milanos negros seguían desde el cielo nuestro rumbo. Las aguas eran profundas y el barco navegaba mejor.
Hay más y más piraguas conforme seguimos río arriba. El Akongo-Mohela, si pudiera contemplarse desde lo alto, parecería un barco atacado por decenas de pequeñas canoas, como un enjambre de garrapatas que vinieran a chupar la sangre del gran mamífero. Hubo un momento que conté más de treinta canoas, formando filas amarradas al casco del buque.
Pero la placidez no dura mucho en este río. A eso de las once, un murallón de nubes negras ha asomado frente a la proa y pronto ha devorado todo el espacio del cielo. Yo estaba en las barcazas cuando ha comenzado a soplar un súbito ventarrón. Los pasajeros se han apresurado a recoger sus pertenencias, a reforzar los nudos de las sogas que sujetan los toldos. He vuelto a la cubierta superior del remolcador mientras el soplo del viento se hacía más vehemente. Y en pocos minutos ha comenzado la tormenta.
Nos hemos arrimado a un islote para protegernos del temporal. El oleaje es de una violencia tal que nos ha empujado contra la isla y las ramas de los árboles se han metido en las cubiertas y en las barcazas, crujiendo, echándonos encima una lluvia de hojas y amenazando con destrozar los toldos y romper los cristales de las ventanas de los camarotes. Algunos tripulantes y varios pasajeros han tomado hachas y cortan los gruesos brazos arbolados que invaden el barco. Yo he cogido una y ayudo en la tarea. Cuando logró tronchar una rama, decenas de hormigas trepan por mi cuerpo.
Llueve a mares, el cielo es de plomo, las aguas saltan rizadas y anárquicas, el viento sopla frío. En las barcazas, los pasajeros tiritan, arrimándose al lado de babor, bajo la protección de las ramas de los árboles.
Por fortuna, la tormenta ha amainado un par de horas después. Seguía lloviendo, pero el viento había parado, la corriente era más débil y podíamos seguir. La maniobra de salida fue lenta y complicada. El comandante ordenó soltar el cabo de amarre, meter después la reductora para que el barco se dejase ir río abajo, hasta colocarse en posición bajo el impulso de su propia deriva, y dar de nuevo avante una vez recuperada la formación en flecha.
Almuerzo con Carlos. Otra vez cerdo. Me cuenta que ha navegado el río al menos veinte veces y que ningún viaje ha sido igual a otro. «Todos los días sucede algo distinto en este río —dice—. Y cada día aprendemos algo nuevo sobre él y nunca sabemos nada. Es como nuestra vida: aprender para no saber. El río no tiene lógica».
A la tarde hace mucho frío y la gente se pone ropa de abrigo. El cielo está cubierto, pero no llueve. Chantal viene un rato a tomar su clase de inglés, con su niño colgado a la espalda. Al abrigo de babor de la segunda cubierta, le enseño una canción, una balada irlandesa, «Molly Malone», y nos reímos cantando en un rincón perdido de África. No sé muy bien cómo explicarle la letra, pero ella pronuncia bien y a los dos nos gusta cantar. Luego, se arriman mis amigos los niños, y corean con buen oído una suerte de tralala siguiendo el estribillo.
Llegaremos al atardecer a Lukolela, el penúltimo puerto y el penúltimo control militar antes de alcanzar Mbandaka. Quedan aún ciento diez kilómetros de río hasta allí. La lluvia ha dejado un brillo plateado en los palmerales que pueblan las orillas y en los lomos de los islotes.
2 DE OCTUBRE. JUEVES. RÍO ARRIBA
A las seis de la tarde, casi de anochecida, llegamos al poblado de Lukolela, quinientos veinte kilómetros río arriba desde Kinshasa. Carlos y yo permanecimos encerrados en el camarote toda la noche, sin prender las luces ni encender velas para no ser vistos por los militares, como dos prisioneros. Pero no subieron soldados al barco. Sólo exigieron el peaje de cinco millones de zaires antes de ordenar al comandante que no navegase de noche. De todas formas, hemos perdido casi doce horas, porque el A-M tuvo que quedar fondeado en el puerto hasta el amanecer.
A las cinco y media partimos con la primera claridad del día. La mañana era fría, con una niebla gris cayendo sobre el río y la selva, tan densa que ocultaba los árboles de las orillas. Olía a ceniza. Pienso que la bruma, estés donde estés, huele siempre a ceniza. El sol era como un rescoldo opaco de tristeza, clavado entre la neblina como una gastada piedra de ámbar viejo.
Al salir del puerto, mientras nos despegábamos de la orilla, he visto a través de la ventana una barcaza que, atracada al puerto, comenzaba a hundirse. Lo hacía con lentitud, mientras los pasajeros descendían a tierra llevando sus bolsas y maletas sobre los hombros, con los pies hundidos en el agua. Navegábamos hacia el centro del río. En la otra orilla, la cortina espesa de la bruma hacía invisible el horizonte.
Luego, cuando la niebla se retiró y asomó el río azul y brillante, entre las orillas sembradas de un verde que parecía inventado por un loco pintor, nos acercamos de nuevo a la ribera meridional. Otra vez se oían los cantos de los pájaros y olía a flores silvestres. Estábamos tan cerca de tierra que, en ocasiones, podían verse a los monos saltando en las copas de los altos árboles. Las piraguas de los pescadores acudían otra vez hacia las bordas como insectos apremiados por la gazuza. Descubrí en las miradas de sus tripulantes, en los hombres, las mujeres y los niños que subían al Akongo-Mohela a vender sus humildes mercancías, las mismas señas de desesperanza que había visto en tantos mercados de África. Y sobre todo, esos ojos de angustia de quien intenta vender algo cuando los trenes paran durante un par de minutos en las pequeñas estaciones ferroviarias africanas. Son ojos que parecen saltar de las órbitas.
Me han dicho que hay algunos enfermos de malaria a bordo. Y Carlos reparte quinina a discreción. «Sólo es un preventivo y sirve de poco. Tal vez algún pasajero muera dentro de unos cuantos días, quizás en el viaje. Pero las pastillas consuelan en el río tanto como Dios», me dice el portugués con una voz inundada de saudade.
Hemos navegado entre canales estrechos, bordeando islotes boscosos, y otras veces a través de un ancho curso de agua que parece un mar. No soplaba el aire, pegaba el calor y el río parecía una gran laguna de aguas quietas. Y siempre, alrededor, selva opresiva, agobiadora, un bosque que parece mirarnos.
A las dos y media hay que detenerse en Ngumbe, el último control militar antes de Mbandaka, quinientos ochenta kilómetros río arriba. Carlos y yo permanecemos encerrados en el camarote mientras afuera, en el puerto, se oyen disparos de fusil automático. Son ráfagas regulares, rítmicas, un compás que suena igual que el de los bombos de los estadios de fútbol europeos, algo así como «ta ta, ta ta ta, tatata, ta ta». En dos ocasiones, han golpeado la ventana soldados armados. Carlos me ha hecho señas para que me estuviese quieto y callado. Por suerte, no han intentado entrar. Entretanto, los disparos de las orillas seguían escuchándose con la misma cadencia.
Dos horas más tarde los motores del barco han arrancado. Siento un profundo alivio. Pero vuelven a apagarse y permanecen así durante otra media hora, mientras las ráfagas de los fusiles suenan de nuevo. El miedo va y viene a mi corazón. Y veo en la mirada de Carlos que le sucede lo mismo, aunque ninguno de los dos hablamos de ello.
Al fin, el barco se separa del puerto y busca el río libre. Alphonse, el cocinero, nos explica el retraso y nos cuenta que, una vez que el comandante obtuvo el permiso para partir, tras pagar cinco millones de zaires, surgió un incidente imprevisto: un pasajero, que llevaba escondida una escopeta de caza, ha echado a correr y los militares le han detenido. Tuvo un ataque de pánico, quizá porque había burlado demasiados controles con un exceso de suerte y estaba histérico. Iban a registrar el barco, pero el comandante del puesto, que estaba ya borracho, accedió a que partiésemos a cambio de otros dos millones de zaires. El hombre de la escopeta se ha quedado en tierra, y Alphonse dice que lo más probable es que lo fusilen.
Cruzamos junto a la desembocadura del gran río Ubangui, tributario del Congo. A partir de aquí, las dos orillas pertenecen ya a la república del Congo, mientras que el Ubangui se interna en el otro Congo, el que fuera colonia francesa. Hasta aquí llegó André Gide en su navegación, siguiendo luego Ubangui arriba para alcanzar Centro África.
Durante la tarde, he dado un largo paseo por las barcazas. Me gusta bajar allí y charlar con la gente, con hombres y mujeres que ya me son familiares aunque ignore su nombre, y con la sensación de ser amigo de muchos de ellos. Creo que me consideran un exótico compañero de viaje, y que eso les complace. El albino que viaja en la barcaza Ville de Bumba, cuyo nombre desconozco, me da una palmada en el hombro. «Todos nos alegramos de que salvara ayer la vida», dice. Luego me pide un cigarrillo. Y yo se lo doy.
Celestine cumple hoy cincuenta y cinco años. Y Carlos le ha invitado a cenar con nosotros. Tenemos cerdo y arroz. Yo aporto una lata de corned-beefe invito a las cervezas. Brindamos después de abrir las botellas. Celestine nos habla sobre su familia y su vida. Luego nos cuenta que nadie, entre los pasajeros, ha dicho a los militares, durante el atraque en el puerto de Ngumbe, que había blancos a bordo. Y se vuelve hacia mí:
—Monsieur Xavier, ellos le aprecian.
—¿Por qué, ingeniero?
—Usted baja a las barcazas y habla con ellos.
—¿Basta con eso para que te aprecien?
—En el Congo, los blancos nunca hablaron con nosotros.
Callé, conmovido, pensando en los hombres que han sabido convertirse, a pesar de la tristeza, del dolor y de tantas luchas sin victoria, en hombres enteros: hombres sin rencor, optimistas pese a sus derrotas incontables y la pobreza de sus vidas, hombres con una pasión irrenunciable por la dignidad y la libertad, hombres capaces de sobreponerse a la amargura que les proponía el sufrimiento, hombres que han trabajado en la humillación y que sin embargo sonríen alegres, hombres con una esperanza y un optimismo alzados sobre la desolación. ¿Tienen color esos hombres?, ¿son blancos o son negros?
Celestine Katoto tiene cincuenta y cinco años y viaja a Bumba para lograr, al fin, trabajar como ingeniero agrícola, la profesión que ama y para la que se ha preparado durante toda su vida. Viaja ilusionado y lleno de coraje para enfrentarse al futuro. Es un hombre de una pieza. El corazón de los hombres, al contrario que su piel, no tiene diferentes colores. O tiene grandeza o no la tiene, nada más.
—Dios me ayudará pronto —dice, al fin, en el día de su cumpleaños, con el rostro iluminado por una luz que parece surgir de su interior.
La noche ha caído sobre el río y la selva. Y navegamos bajo la Vía Láctea, ahora un camino que trazan millones de estrellas convertidas en un curso de agua dorada. Abajo de la cubierta, el gran Congo desciende oscuro y lamiendo meloso el casco del barco, como si quisiera engañarnos y mostrarnos su rostro más amable. En las barcazas, las gentes alzan un coro de voces, entonando un canto alegre.
3 DE OCTUBRE. VIERNES. RÍO ARRIBA
Los inconvenientes no terminan nunca en el río, sino que se suceden los unos a los otros. Al despertarme, he notado que navegábamos más despacio. Carlos me ha dicho mientras desayunábamos que uno de los motores se ha averiado. El mecánico se hartó anoche de marihuana y se olvidó de ponerle agua. Están intentando repararlo. Y hay un problema más: el otro motor tiene el delco estropeado, lo que supone que no carga batería. Quiere decirse que no hay que apagarlo hasta que lleguemos a Mbandaka, porque no volvería a arrancar. Por fortuna, no hay más controles militares hasta allí, aunque nos quedan cien kilómetros de río por delante. Carlos opina que, si no hay nuevos inconvenientes, llegaremos en la madrugada del sábado, con tiempo de sobra para coger mi avión.
Es una mañana de luz acerada, de altas nubes que tapan el sol, pero de cielo luminoso y aire fresco y limpio. Anoche soñé con mi familia. Durante estos días, muchas veces, cuando estoy solo, me he sorprendido hablando en voz alta con ellos. Las fotos me ayudan a recordarlos.
Carlos sigue quejándose de los robos. Falta aceite, falta leche en polvo del bote, falta azúcar y el segundo comandante se ha quedado con la mitad del dinero de unas compras que Carlos le encargó hacer en Bolobo. «Incluso los mejores roban. La gente es buena, simpática, pero el robo está en su plasma sanguíneo. Sólo me puedo fiar del ingeniero, no parece congoleño».
He bajado otra vez a las barcazas a media mañana. Hay abundancia de canoas arrimadas al casco del A-M. Los pasajeros se lamentan del retraso que llevamos, su dinero y sus víveres se agotan. «Tenemos hambre», me dice una mujer. Un grupo de niños me canta una canción repitiendo la palabra móndele, «hombre blanco» en lingala.
En una de las piraguas, un vendedor trae un cocodrilo vivo hasta la borda de la barcaza Loringe. El animal medirá un par de metros. Va atado de una forma curiosa: un grueso palo de su mismo tamaño sobre el espinazo al que se amarran varias cuerdas que le traban la boca, las patas delanteras y la cola. Me acerco y le pregunto al dueño el precio. Tres millones de zaires, unos veintiocho dólares. Le digo que es caro y de inmediato baja a la mitad. Insiste en que me lo lleve y yo sonrío declinando la oferta. «Pero es un buen precio, casi un regalo», me dice airado. Pienso que tiene razón en enfadarse, pero yo no he descubierto aún el sistema de meter un cocodrilo en un avión para llevármelo a Europa, aunque cueste dos mil doscientas pesetas, casi un regalo.
En la popa de la barcaza Ville de Bumba un predicador evangélico, subido sobre el techo de las cabinas de aseo, arenga con su verbo encendido a una docena de pasajeros mientras agita en su mano una Biblia. Habla del Apocalipsis y dice que hay que pensar más en Dios y menos en el dinero. Cuando termina su prédica, pide un donativo para su iglesia. Dios siempre sale caro.
Cruza junto a nosotros, en dirección contraria, un maderero de imponentes troncos. La balsa va repleta de cerdos. Los pasajeros nos saludan alegres, moviendo los brazos como aspas.
Carlos me ha dicho que el único motor que funciona pierde fuerza. Navegamos a dos kilómetros y medio por hora. Si seguimos así, no llegaremos a Mbandaka hasta las cuatro o cinco de la tarde de mañana. Corro el riesgo de perder el avión y tener que esperar en la ciudad hasta el miércoles próximo. Carlos cree, de todas formas, que hacia las tres podría estar arreglado el otro motor, lo que nos daría fuerza para navegar a unos seis o siete kilómetros por hora. En ese caso, estaríamos en Mbandaka poco después del amanecer de mañana. «Tenga fe en Dios», me dice Celestine con su calculadora en la mano.
A las dos, un viento huracanado se arroja sobre el río. Hierve de nuevo el agua y el A-M, con sólo un motor a medio gas, no puede con el vigor de la corriente. El barco desfallece y el río lo arrastra mientras comienza a caer la lluvia. El piloto maniobra para intentar aproximarlo a una isla que asoma a nuestra izquierda.
Crece la violencia del temporal. La lluvia viene de lado, golpeando las cubiertas y las barcazas. Otra vez ondean como banderas los toldos de colores. Poco antes de alcanzar el islote, los cables de sujeción del Ville de Bumba se rompen y la barcaza es arrastrada por la corriente. Hay peligro de que el río se la lleve y la hunda en su deriva sin gobierno. Pero la suerte ha querido que el agua la empuje hacia el islote. Allí queda, arrimada a los árboles, mientras el resto del convoy llega a su lado. De nuevo las ramas se meten en las cubiertas y echamos mano de las hachas. Otra vez suben hormigas por mis brazos y piernas y algunas me dan picotazos fastidiosos. Salto para quitármelas de encima y Chantal, que anda por ahí cerca, se troncha de risa ante el baile torpe del móndele. A todos nos empapa la lluvia.
Un pasajero, golpeado por la rama de un árbol, ha caído al agua, desde el Ville de Bumba, cuando la barcaza embarrancaba en la orilla del islote. Y un muchacho de la misma barcaza se tira al río y consigue sacarlo. El pasajero tiene una herida en la cabeza, pero no es grave. Lo traen para que lo cure madame Jasmine.
El viento es muy fuerte. Carlos me dice que viene desde el lago Tumba, a una veintena de kilómetros en el interior de la selva. Allí se producen, al parecer, tornados de todos los demonios que alcanzan al río y lo enloquecen. Cuando amaine el temporal, tendremos que dedicar dos o tres horas a amarrar nuevos cables y reorganizar el convoy. El retraso es imponente. Pienso que no llegaré a tiempo a Mbandaka. Y no me importa, sino que me invade una sensación de amable fatalismo.
Desde el Ville de Bumba la gente nos mira desolada. El albino tiene humor, sin embargo. «No esperaba usted este turismo», me dice riendo. Los broncos golpes de la lluvia sobre el A-M producen un ruido de tambores salvajes.
Me acerco al muchacho que salvó al pasajero caído al agua. Se llama Yombe y se cubre con una boina negra con tres chapas de adorno: dos de Pepsi-Cola y una de cerveza Primus. Es un tipo jovial. «Estas son historias para que las cuente a su mujer y sus hijos cuando vuelva a su país», dice con una ancha sonrisa recorriendo su cara. «Es lo que haré —respondo—, por eso tomo notas, para no olvidar ningún detalle». «A mí me gusta mucho viajar —añade Yombe—, es lo que más me gusta. Sólo he viajado a Angola fuera del Congo; pero si tuviera dinero, haría como usted. ¿Viaja mucho?», pregunta. «Todo lo que puedo», contesto. «¿Y cuántos países conoce?», agrega. «No sé bien…, sesenta o setenta. O quizá más». Yombe lanza un silbido admirativo. «Lo mejor de viajar es que uno se hace solidario de los otros —dice—. Porque cuando viajas, la gente te ayuda, y aprendes que debes ayudar a los extranjeros que vienen a tu país. Los que no viajan tienen la cabeza cerrada y el corazón seco. Pueden ser más ricos, pero son más egoístas y menos inteligentes. Ricos, si; pero tontos». Mira satisfecho a su alrededor, es el héroe del día. Y sin duda merece unos minutos de admiración.
Me cuentan que una mujer está pariendo en la barcaza Loringe. Madame Jasmine, la administradora del A-M, ha acudido a oficiar de comadrona. Pienso que todo cuando sucede en este barco es una suerte de libro de aventuras, un libro infantil. Tengo el corazón alegre como un niño. Siempre quise vivir algo así.
A las cuatro, el viento parece calmarse. Han conseguido arreglar el motor que no funcionaba y vamos a intentar seguir nuestro rumbo. Las olas han perdido fuerza, pero no podemos navegar en flecha. Las dos barcazas se amarran a los costados del A-M.
Carlos me dice que, si conseguimos una marcha de cuatro kilómetros por hora, podremos estar en Mbandaka hacia las diez de la mañana.
A las cuatro y veinte veo más allá de la proa una especie de raya trazada sobre el río que avanza hacia nosotros. Cruza unos instantes después sobre el barco y el agua, y ya no hay viento. Contemplo la línea mientras se aleja llevándose las olas río abajo. Creo que es la primera vez en mi vida que he visto el viento. Luego, las nubes corren también hacia el sur y el cielo se abre.
La noche es hermosa, muy estrellada, y el río plácido. Vamos a buena marcha. Ceno la última bolsa de biltong surafricano y una cerveza Primus.
A las siete y media, el barco se detiene. Una red de pescadores se ha enredado en las aspas de un motor y hay que liberarlas. Perdemos media hora.
A las ocho y media, las nubes vuelven a cegar el cielo. El foco es nuestra única luz, alumbra en ocasiones la corriente, y la orilla tenebrosa, y las largas trenzas de jacintos que arrastra el río. No acabo de entender cómo se puede navegar así, casi siempre a oscuras. Es como caminar a tientas en las tinieblas.
A las nueve y cuarenta y cinco embarrancamos en un fondo de arena. El maquinista debe meter la reductora de los motores a toda su potencia. La barriga del barco gime con estrépito mientras se arrastra sobre el arenal.
No tengo sueño en mi última noche del río. Me invaden sensaciones de futuras nostalgias. Tengo la plena certeza de que, durante toda mi vida, añoraré este gran curso de agua y los rostros y las voces de las gentes del barco.
Alterno mis paseos por cubierta con la lectura en el camarote. Creo que ahora entiendo al personaje Kurtz de El corazón de las tinieblas, el hombre perdido en la remota estación de la selva en cuya búsqueda parte el vapor en que viaja Marlow, narrador del libro.
Saltando páginas, leo cómo Conrad va desvelando el alma del enigmático Kurtz: «El blanco solitario que de pronto le daba la espalda a las oficinas, al descanso, tal vez a la idea del hogar, y volvía en cambio el rostro hacia lo más profundo de la selva, hacia su campamento vacío y desolado… Él era una voz, poco más que una voz… Lo importante era saber a quién pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo reclamaban como suyo… ¿Cómo poder imaginar a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducirle sus pies a un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe la policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso?… Por supuesto, uno puede ser demasiado estúpido para desviarse, demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas… Aquel hombre sufría demasiado. Odiaba todo esto y sin embargo no podía marcharse… Se olvidaba de sí mismo cuando estaba entre esas gentes… La selva había logrado poseerlo pronto… Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía ni idea hasta que se sintió aconsejado por esa gran soledad… Le vi abrir la boca, lo que le dio un aspecto indeciblemente voraz, como si hubiera querido devorar todo el aire, toda la tierra, y a todos los hombres que tenía ante sí… ¡Qué voz, qué voz!»
«Era grave, profunda y vibrante, a pesar de que el hombre no parecía emitir más que un murmullo… No había nada ni por encima ni por debajo de él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra… El hecho es que su inteligencia seguía siendo perfectamente lúcida… Pero su alma estaba loca… Yo tuve que pasar la prueba de mirar también dentro de ella… Vi el misterio inconcebible de un alma que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que había luchado, sin embargo, ciegamente contra sí misma… Afirmo que Kurtz era un hombre notable. Él tenía algo que decir… Había resumido, había juzgado al decir: "¡El horror!"… Había una nota vibrante de rebeldía en su murmullo, el aspecto terrible de una verdad apenas entrevista…, una extraña mezcla de deseos y de odio… Cierto que él había dado el último paso, había transpuesto el borde, mientras que a mí me había sido permitido volver sobre mis pasos… Ese inapreciable momento en que atravesamos el umbral de lo invisible».
Cierro el libro, fatigado por la intensidad de las palabras del escritor. «El umbral de lo invisible…». ¿Es eso lo que ata mi corazón al río?
Vuelvo a cubierta, a respirar hondo el aire húmedo que viene cargado de aromas irreconocibles. La noche abraza al Akongo-Mohela, un pequeño barco indefenso que se dirige al corazón de las tinieblas. Me pregunto si no será el nuestro, el de los hombres, y no la selva, el verdadero corazón de tinieblas. Eso es lo que sintió Conrad cuando navegó el Congo.
4 DE OCTUBRE. SÁBADO. PUERTO DE MBANDAKA
Escribo mis notas en el camarote, a las siete de la mañana, mientras nos acercamos al puerto de Mbandaka, a menos de tres kilómetros de distancia. Carlos y Celestine bajarán a entrevistarse con el gobernador y pedirle una escolta militar que viaje como protección a bordo del Akongo-Mohela hasta Kisangani. A mí me acompañará Mak a comprar el billete de avión.
Hemos navegado bien el resto de la noche. Amaneció a las cinco y media y a esa hora ya se veían construcciones sólidas en las orillas, los aledaños de esta ciudad que los belgas llamaron Coquilhatville y que se sitúa justo en la línea del Ecuador. Hay más barcos y canoas en el río. Y poblados con numerosas chozas.
Organizo mis ropas y papeles. Ayer por la tarde he repartido entre los amigos mis últimos víveres y todas las medicinas. A Mak le he regalado el sombrero que compré en Zimbabue: le gustaba. Y a Celestine el mejor bolígrafo que llevo conmigo y un cuaderno de notas que me ha sobrado. Son casi las ocho cuando el Akongo-Mohela enfila hacia el puerto, una ancha bocana del río. Hay mucha gente en los muelles. Algunos edificios, entre ellos la torre de una iglesia de ladrillo rojo, dibujan el perfil colonial de Mbandaka. Parece una bonita ciudad atacada por la decrepitud.