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LA FINCA DE UN REY CANALLA

En Matadi desembarcó Joseph Conrad el 13 de junio de 1890, nueve años antes de sentarse a escribir El corazón de las tinieblas, y es probable que sin imaginar entonces que su experiencia en el Congo le serviría para crear el gran libro. Tenía treinta y tres años y había navegado durante más de una década, como marino al servicio de varias compañías mercantes británicas, el océano Pacífico y el Atlántico. Pero había decidido convertirse en escritor y quería experiencias nuevas. Sus lecturas infantiles, sobre todo los textos del explorador escocés Mungo Park, el primer europeo que remontó el río Níger, le impulsaban a ir a África. En tres de los libros que escribió, dos de memorias y El corazón de las tinieblas, cuenta la misma anécdota: cómo, siendo todavía un niño, señalaba con el dedo el centro de África en un globo terráqueo que había en su casa, mientras se decía: «cuando crezca, iré allí». Era, pues, una obsesión que ahora cumplía. En su maleta llevaba un manuscrito con el comienzo de su primera novela, La locura de A Imayer, un texto que estuvo a punto de perder después de enfermar de malaria y disentería mientras remontaba el río Congo. A Conrad le había costado muchos esfuerzos ser contratado como capitán de un barco que navegara el gran río africano. Nacido en Polonia, en el seno de una familia de la alta sociedad nacionalista, emigró con diecisiete años a Inglaterra, desde donde siguió manteniendo importantes relaciones con la aristocracia polaca en el exilio, en tanto que lograba el título de marino mercante. Más tarde, y harto de recorrer los mares del Sur, movió a todos sus amigos y parientes para conseguir el contrato del Congo. Y gracias a Margarita Poradowska, escritora y viuda de un influyente negociante polaco asentado en Bruselas, pudo entrevistarse en noviembre de 1889 con Albert Thys, el gerente de la empresa que explotaba las riquezas del Estado Libre del Congo, propiedad particular, por aquel entonces, del rey Leopoldo II de Bélgica. Aquel llamado Estado Libre era tan sólo una especie de gigantesca finca, destinada al enriquecimiento sin límites del astuto monarca Leopoldo, cuyo nombre figura con letras de oro en el friso de la Historia Universal de la Infamia. Bajo el pomposo nombre de Sociedad Anónima Belga para el Comercio del Alto Congo, con la que el joven Conrad firmó su contrato, tan sólo se escondía la empresa de un pirata.

Conrad embarcó en Burdeos, rumbo al Congo, el 10 de mayo de 1890, lleno de entusiasmo aventurero y con el propósito de permanecer en África al menos durante tres años. Su barco, el Ville de Maceio, de pabellón francés, hizo escalas en Tenerife, Dakar, Conakry, Freetown, Grand Bassam, Grand Popo, Libreville y Banana, antes de llegar a Boma, ya dentro del río, para desembarcar al fin en Matadi. Durante la larga travesía, que duró treinta y tres días, el entusiasmo del experimentado marino y principiante escritor fue disminuyendo. Pero mantenía viva la sed de aventura. En una carta fechada en Freetown, escribía a una amiga suya polaca que vivía en Londres: «Me inquieta saber que el sesenta por ciento de los empleados de mi compañía regresan a Europa antes de cumplir los seis meses de contrato. ¡Fiebres y disentería!… ¡Dios nos asista! En una palabra, parece que sólo el siete por ciento pueden cumplir los tres años de servicio… Me consuelo pensando —fiel a nuestras tradiciones nacionales— que fui yo solo, y libremente, quien escogió este trabajo».

Llegado ya al ancho estuario del río y tras pasar un día en Boma, por entonces la sede del gobierno colonial belga, Conrad alcanzó Matadi, unos pocos kilómetros antes del lugar donde salta la primera de las grandes cataratas que interrumpen la navegación del Congo. El joven marino permaneció allí diez días. Matadi era entonces un importante centro comercial y el puerto de destino de todos los barcos que llegaban desde Europa, una ciudad donde, en aquel tiempo, vivían casi doscientos europeos. A Conrad no le gustaron en absoluto Boma y Matadi. Empezaba a despertarse su repulsa hacia el colonialismo.

En su Diario del Congo, un breve cuaderno donde Conrad anotó sus peripecias desde que desembarcó en Matadi hasta que alcanzó, tras una penosa marcha a pie, la ciudad de Leopoldville (hoy Kinshasa), dice de Matadi: «Siento dudas acerca del futuro. Pienso que mi vida no sería nada cómoda entre las gentes (los blancos) que viven aquí, e intento no hacer amistades». Luego, añadió: «La principal característica de la vida social en este lugar es que todo el mundo se dedica a hablar mal de todo el mundo». En El corazón de las tinieblas, su álter ego Marlow, narrador de la historia, añade este juicio: «Me sentía feliz pensando que mi trabajo comenzaría a más de trescientos veinte kilómetros de aquel lugar. No podía soportar la comedia de las luces en la puerta de las tinieblas».

Conrad no vio sólo eso: vio también las penosas condiciones en que trabajaban los nativos africanos en la construcción de la línea del ferrocarril. En su Diario del Congo apenas hay algunos apuntes sobre el asunto, pero en la novela lo dejó muy claro: «Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo con visible esfuerzo el sendero. Caminaban lentamente, el rostro erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de tierra sobre sus cabezas. Aquel sonido se acompasaba con sus pasos. Llevaban trapos negros atados alrededor de las cabezas y las puntas se movían hacia delante y hacia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las costillas; las uniones de sus miembros eran como los nudos de una cuerda. Cada uno llevaba rodeando el cuello un collar de hierro, y estaban atados entre ellos por una cadena cuyos eslabones colgaban y producían un rítmico sonido». Luego añade: «Eran considerados criminales… Sus pechos jadeaban al unísono, se estremecían las aletas violentamente dilatadas de sus narices, mientras sus ojos contemplaban impávidos la colina».

Pese a su intención de no hacer amistades en Matadi, Conrad conoció allí a un trágico personaje sobre el que escribió en su diario y luego en sus cartas: Roger Casement, por entonces empleado en la compañía encargada de la construcción del tren y más tarde asignado como diplomático al consulado británico en el Congo. Casement era un radical opositor a los métodos que la Administración colonial belga empleaba en el Estado Libre. Sus denuncias contra el rey belga hicieron cambiar el curso de la historia de aquellos territorios. Y también dejaron un hondo poso en la mentalidad del marino Conrad, transformando al joven deseoso de aventuras en un escritor que flageló el colonialismo antes que nadie en su novela africana.

En su viaje desde Matadi a Leopoldville, recorrió en una penosa marcha a pie trescientos cincuenta kilómetros, «por una estrecha senda entre las colinas, cruzando cortadas de rocas que se abrían sobre profundas gargantas, atravesando violentas corrientes de agua, trepando cerros y marchando sobre inmensas explanadas de arena». En el camino encontró cadáveres pestilentes de negros asesinados: «Vi otro muerto al lado de la senda, en actitud de reposo, como si meditara», escribió en su diario el día 4 de julio.

Llegó a Leopoldville el 2 de agosto, donde le esperaba el barco para remontar el río. Fue un viaje aún más penoso que el anterior y en el que casi pierde la vida. Pero allí recogió los materiales que darían pie, nueve años más tarde, a su monumental El corazón de las tinieblas.

Algunos historiadores africanos y los etnógrafos europeos del indigenismo, han acusado a Conrad de escritor racista y colonialista. Tan sólo porque habló de los caníbales del río, que por cierto existían y todavía existen. George Orwell, sin embargo, un autor nada sospechoso para los críticos del colonialismo, escribió sobre Conrad: «Es difícil pensar que un nativo inglés pudiera tener el entendimiento de la política que él tuvo en su tiempo». Y añadió: «Conrad es uno de los pocos verdaderos novelistas que posee Inglaterra».

Por su parte, Conrad confesó, en el prólogo de 1902 con que se abre el libro, que su novela era una «experiencia llevada un poco, y solamente un poco, más allá de los hechos reales, con el propósito perfectamente legítimo, creo yo, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores. Había que dar a este tema sombrío una siniestra resonancia, una tonalidad propia, una continua vibración que quedara —eso pretendía— suspendida en el aire y que permaneciera grabada en el oído después de que hubiera sonado la última nota».

Esa última nota suena aún, como un canto eterno, bello y terrible al mismo tiempo, en los oídos de quienes saben escuchar el ritmo de las aguas del Congo, el río de la vida y de la muerte.

Los tres días que permanecí en Matadi me alojé, gracias a una gestión del embajador Bordallo, en casa del doctor Sanz Gadea, un español perdido en uno de los rincones más lejanos de la geografía africana. Era un hombre entristecido y recio, siete veces candidato al premio Príncipe de Asturias y diez al premio Nobel de la Paz. Vivía para redondear su intensa biografía y, al mismo tiempo, fortalecido por su inmensa soledad, aliviada por la compañía de un hijo mulato. Era un hombre difícil de entender, un hombre seguro de sí mismo, que se bañaba día tras día en una espantosa desesperanza y que, a pesar de todo, seguía en pie y sobrevivía esperando el momento exacto de su gloria merecida. Reflexiono aún, mientras escribo, sobre aquel hombre hospitalario y amable que conocí en Matadi, y todavía me siento incapaz de comprenderlo.

Gadea llegó al Congo en 1962, dos años después de proclamarse la independencia, y se quedó allí para siempre. Era un testigo excepcional de la historia del país. Fundó hospitales y orfanatos, operó a miles de personas, permaneció salvando vidas en Stanleyville (hoy Kisangani) durante la ocupación de la ciudad por los feroces simbas, de la etnia mai-mai, en el 64, en plena guerra civil. Gadea se jugó la vida por sus pacientes y, cuando concluía la guerra, fue secuestrado por el jefe mercenario Bob Dénart y obligado a viajar con él en avión hasta Rodesia (hoy Zimbabue) para asistir durante el vuelo a los mercenarios heridos. Gadea era un aventurero sin querer que, además, publicó un gran libro, Un médico en el Zaire, escrito con garra y en un estilo lleno de frescura.

Durante el día, paseaba por Matadi, una ciudad de faz envejecida, de edificios corroídos por el tiempo y la humedad del río, con abundancia de puestecillos callejeros de venta de chucherías y numerosos cambistas que ofrecían zaires a mejor precio que el oficial para obtener divisas. Al atardecer charlaba con Gadea en la terraza de su casa. A esa hora comenzaba ya a refrescar y el vaho del río, invisible desde la terraza, se levantaba y cegaba la visión de las colinas. El río extendía en esa hora su presencia húmeda por todo Matadi, una ciudad alzada sobre cerros empinados.

En nuestras largas pláticas, Gadea me hizo comprender muchas cosas sobre el Congo. Pensaba que el país tan sólo podría arreglarse si llegaba una «lluvia de blancos». «Hay que europeizar el Congo —decía— y el África negra en general. Eso no supone una nueva colonización, se trata de ayuda técnica y formativa. Pregunte a ellos, a los congoleños, ellos mismos dicen que no hay otra solución, que una sociedad sin blancos se hunde. Tienen que aprender nuevas técnicas, formarse en el trabajo, y comprender también que hay que desterrar para siempre el hábito del robo si quieren que el país salga del agujero en el que está hundido».

En Matadi vivían media docena de blancos, Gadea incluido. No era por aquellos días «la comedia de las luces» de que hablaba Conrad cuando la visitó, sino una ciudad entristecida, la puerta del Congo y también «la puerta de las tinieblas». Las gentes empobrecidas vagaban por sus rotas y empinadas calles buscando sobrevivir en el día a día. Abajo, el poderoso río se abría paso hacia el mar, rotundo y ciego.

Y cuando la luz del día se agotaba, el hijo de Gadea regresaba del colegio. Gadea entonces nos preparaba la cena, casi siempre una tortilla o un plato tradicional de mandioca en homenaje a mí. Luego, ayudaba a su hijo en los trabajos escolares. «Es aplicado y muy inteligente», me decía del chico con un gesto de orgullo alegre.

Fue no muy lejos de Matadi, entre el puesto de Vivi y el Isangila, a poco más de trescientos kilómetros de Stanley Pool, donde tuvo lugar un encuentro histórico el 7 de noviembre de 1880. Sus protagonistas fueron dos exploradores: Stanley, que remontaba el río abriéndose camino a golpes de dinamita, y Brazza, que descendía hacia el mar después de haber plantado la bandera francesa en la orilla norte de Stanley Pool. El explorador angloamericano realizaba su segundo viaje al Congo, esta vez contratado por el rey Leopoldo II para firmar tratados con los jefes locales y anexionarse los inmensos y ricos territorios que rodean el río en nombre del monarca belga. El italofrancés Brazza, por su parte, se había adelantado y logrado acuerdos por los que se cedían a Francia los derechos a ocupar y explotar las regiones del norte del río Congo hasta su confluencia con el Ubangui, setecientos kilómetros corriente arriba. Era una carrera entre los dos exploradores que, a la postre, se resolvería con un empate.

Stanley y Brazza eran hombres muy distintos. Primero, por clase social. Henry Morrón Stanley, nacido en una humilde aldea galesa, había crecido pobre y abandonado por sus padres, y emigró muy joven a Estados Unidos, donde logró abrirse camino en la vida con enormes dificultades antes de lograr fama y dinero. En cuanto a Pietro Paolo Francesco Camillo Savorgnan di Brazza, nacido en Roma en un palacio cercano a la Fontana di Trevi, era un aristócrata, séptimo hijo del conde Di Brazza, descendiente en línea directa del emperador Severo.

Y eran más diferentes aún por carácter y convicciones morales. Stanley se sentía maltratado por la vida y guardaba un rencor profundo hacia sus semejantes. «Aquellos en los que, cuando estaba en la edad de confiar —escribió—, llegué a depositar la esperanzas y los intereses secretos de mi corazón, invariablemente me traicionaron». Y en otra ocasión, cuando tenía cuarenta y cuatro años, anotó: «No he hallado un solo hombre —y he recorrido más de 750.000 kilómetros de este globo— que se privara de decir algo desagradable sobre mí apenas le daba la espalda». Ese rencor profundo de Stanley hacia el género humano le convirtió en un hombre implacable. Buscaba su propio éxito, su fama y su gloria. Y pasaba por encima de todo y de todos para lograrlo. A sus hombres los trataba con extrema dureza, llegando incluso a ejecutar a los desertores, y sus expediciones eran mortíferas, no dudando en exterminar a cañonazos cuanta tribu hostil encontraba en su camino. Ganó más enemigos que amigos a lo largo de su vida y los pocos escrúpulos que mostró como explorador le cerraron la puerta del panteón de los hombres ilustres de la Abadía de Westminster. Sólo respetó y admiró en vida a David Livingstone, a quien consideraba como una especie de padre.

Pietro di Brazza era todo lo contrario. Criado como un príncipe, tenía sentido del humor, era cultivado, amable con sus hombres, y en extremo respetuoso con los nativos. Su lema era: «Duro conmigo, nunca con los otros». Amaba África sobre todas las cosas y amaba también a los africanos. No buscaba tan sólo la conquista, sino que disfrutaba con el mero hecho de vivir en los territorios salvajes, tomando notas sobre botánica y aprendiendo las lenguas de los pueblos que encontraba en su camino. «Probablemente —escribe su biógrafo Richard West— ningún hombre blanco ha logrado tanta confianza y amor de los africanos como Brazza». Y Mary Kingsley, la exploradora inglesa, dijo de él: «Es el más grande de todos los exploradores de África Occidental». Los africanos de las orillas del río Congo bautizaron a Brazza en lengua lingala como Rocamambo, que quiere decir algo así como «el mejor comandante». De aquellos días, según recoge Richard West en su libro sobre Brazza, nos ha llegado la letra de una canción africana muy significativa sobre el modo en que los nativos veían a los dos exploradores.

Dice el primer solo:

Bula Matan (Stanley) lejano a nosotros.
Es un blanco muy malo,
los negros no le queremos.

Remata el coro:

¡Blanco malo, blanco malo!

Continúa el solo:

Rocamambo (Brazza) cercano a nosotros,
los negros amigos de los blancos,
los blancos amigos de los negros.

Coro:

¡Grandes blancos, grandes blancos!

Y coro final:

Rocamambo (Brazza) cercano a nosotros,
los negros amigos de los blancos,
los blancos amigos de los negros.
¡Buenos blancos, buenos blancos!

Stanley y Brazza tan sólo se parecían en que ambos eran dos determinados y valerosos hombres de acción. Y en un hecho curioso: los dos habían buscado una patria de adopción y una nueva nacionalidad, Stanley renunciando a ser británico para convertirse en americano, y Brazza transformándose de italiano en francés.

La «carrera del Congo» comenzó en el verano de 1879. De un lado, Stanley, que contratado por el rey Leopoldo II de Bélgica alcanzó la desembocadura del río en agosto y comenzó a subir desde Matadi a pie, por la orilla norte, para establecer tratados con todos los jefes locales que rodeaban el Stanley Pool y lograr para su real patrón la explotación de aquellos ricos e inmensos territorios. Era su segundo viaje por aquellas regiones, tras su épica expedición de 1874-77, en la que cruzó África de costa a costa, circunnavegó los lagos Victoria y Tanganica, ascendió el río Congo desde las cercanías de Zambia, sorteó sus cataratas, lo navegó río abajo desde la actual Kisangani hasta Kinshasa y bautizó con su nombre, como Stanley Pool, la gran laguna que se abre entre las dos capitales de los dos Congos, antes de llegar al mar en la desembocadura del río. Fue un viaje de mil días que contó en su estupendo libro A través del oscuro continente, un best seller en aquellos años tanto en Inglaterra como en Estados Unidos.

Ahora, en su ascensión del río, Stanley iba abriendo a golpes de dinamita la ruta para el tendido del futuro ferrocarril. Era una marcha lenta y difícil, pero el rey Leopoldo había puesto a su disposición todos los hombres y el material que el explorador había exigido. Nada ni nadie parecían capaces de oponerse a su determinación.

Brazza, por su parte, había tenido serios problemas para financiar su expedición y salió de Francia en diciembre del 79, con mucho retraso con respecto a Stanley y con bastantes menos hombres y armas que su rival. Pretendía llegar a la desembocadura del río Ogowé, en el sur del actual Gabón, navegarlo hacia el interior y cruzar hasta el río Alima, que va a morir en el curso del Alto Congo. Brazza había explorado unos años antes la ruta hasta el Alima y dejado estaciones en el camino. Desde el Alima, al sudoeste de la actual Mbandaka, iría asegurándose acuerdos con los jefes locales hasta alcanzar las orillas septentrionales de Stanley Pool. Brazza, por otro lado, contaba con un menor respaldo político que Stanley, ya que el gobierno francés no parecía demasiado interesado en añadir nuevos territorios a su dilatado imperio colonial. Y tenía prisa.

Ligero de material y con pocos hombres en su expedición, logró viajar más rápido que su adversario y recuperar la ventaja que le sacaba Stanley, que había salido de Europa casi cuatro meses antes que él. Remontó el río Ogowé, se internó en las selvas, alcanzó el río Alima y, en agosto de 1880, llegaba a las orillas del gran curso del Congo, unos quinientos kilómetros al norte de Stanley Pool. Entretanto, su rival ascendía lentamente el río desde Matadi, dale que te pego a la dinamita.

Brazza permaneció durante dos meses en el Alto Congo. Era un negociador paciente, quería convencer antes que vencer, y no desdeñaba echar mano de algunas tretas cuando venían al caso. En lugar de cañones ligeros y fusiles, un material indispensable para Stanley en sus expediciones, Brazza llevaba fuegos de artificio, que dejaban pasmados a los jefes nativos. Con paciencia, fuegos artificiales y unos cuantos trucos, logró convencer al jefe Makoko, que dominaba una larga franja de los territorios del norte del río Congo, para que firmara un tratado con Francia. Y cuando tuvo el documento en su poder, en el mes de septiembre, envió a uno de sus hombres de regreso a París con el tratado, antes de que Stanley lograra firmar los suyos.

Luego, descendió sin prisas el río, plantó la bandera francesa en el actual Brazzaville, en la orilla norte de Stanley Pool, dejó a un sargento senegalés a cargo del puesto y continuó río abajo. El 7 de noviembre de 1880, no muy lejos de Matadi, alcanzó el campamento de Stanley, que seguía allá abajo empeñado en romper piedras para abrirle una línea ferroviaria a Leopoldo II.

Stanley relata el encuentro: «El caballero es alto, de cutis muy moreno y parece sumamente fatigado. Le doy la bienvenida y lo invito al interior de la tienda, se prepara un déjeuner para él y se le invita. Yo hablo un francés abominable, y su inglés no es el mejor, pero a pesar de todo intentamos entendernos».

Brazza no dijo nada a Stanley sobre los tratados que había firmado con el jefe Makoko. Y cuando se despidió, dos días después, siguiendo camino hacia la desembocadura del río, ideó un truco para entretener al vanidoso Stanley: señalando un enorme montañón que había frente al camino que iba abriendo Bula Matari con su dinamita, dijo: «Necesitará seis meses para romper esa montaña». Stanley recogió el reto: «No necesito tanto tiempo», respondió.

Se despidieron. Y mientras Brazza corría cual alma que lleva el diablo para convencer al gobierno de París de que ratificase el tratado firmado con el jefe Makoko, Bula Matari gastó siete semanas barrenando aquella montaña para demostrarse a sí mismo que era un dios invencible. Los aristócratas han sabido siempre, por la cosa de la cuna, cómo pillarle la tecla del orgullo a los advenedizos.

El Congo es un país fatigoso, que abruma y deprime. Pero aquellos que amen África, deben pasar por el Congo, sufrir el impacto de su hermosura y también de su dureza. Sin ir al Congo, nadie puede decir de una manera justa que conoce África. El Congo forma parte de la esencia de África, está en su médula y en su corazón. Es un territorio de dolor, no es el África de los safaris luminosos y las tiendas de campaña al aire libre. No es el África de los rugidos mayestáticos del león en las praderas infinitas. Es un África opresiva, agobiadora, que entra en tu alma como una puñalada de realidad sufriente y de belleza incomprensible. No hay que ir allí si uno quiere pasar la vida entre sonrisas. Pero quien busque la verdad de África, y quién sabe si del mundo, debería intentar hacer una parada en el Congo.

Y el Congo es sobre todo su gran río, un curso de agua tan poderoso que llega a espantarte. Es tan hermoso como temible, tan dulce como salvaje. Es un río humano, un río con alma, el río que más se parece al corazón de los hombres, porque alberga en sus aguas las fuerzas de lo maligno junto a los latidos de la ternura. Es tan humano que da miedo. Y un hombre que quiera conocerse a sí mismo pateando los confines de la Tierra, no debe ahorrar en su camino la navegación del Congo.

Aquel día en que viajaba en el Express de regreso a Kinshasa, sólo sentía urgencia. En la megafonía, el maquinista presentaba a un famoso cantante que, por suerte para todos nosotros, según dijo, viajaba aquel día en el tren. Saludaba el artista en lingala a los pasajeros desde los altavoces y todos aplaudíamos. Luego, regaló una canción que acompañó el maquinista a voz en grito y fuera de tono. Y la segunda clase en pleno hizo los coros.

Todos cantaban menos yo, y eso que el estribillo era fácil, y que me gusta cantar y no tengo mal oído. Pero en aquella hora sólo pensaba en el barco, mi obsesión crecía imaginando el gran río que, no importa cómo, debía navegar.

Hay veces, cuando viajas o emprendes una tarea creativa, en las que te preguntas si el destino existe. Es una cuestión boba que no está de moda en estos tiempos de realidades matemáticas y de hombres seguros de su ciencia. Pero yo creo que existe. Y que es uno mismo quien lo propicia.

Conrad, según confesó en una de sus cartas, dejó de ser un animal para convertirse en un escritor navegando el río Congo. Y el Congo le mostró hasta qué punto los administradores belgas al servicio del rey Leopoldo habían dejado de ser hombres para convertirse en animales.

De regreso a Europa, Stanley y Brazza se encontraron de nuevo como rivales, esta vez sobre el terreno diplomático. Stanley intentó por todos los medios convencer a la opinión pública y a los gobiernos europeos de que Brazza había engañado al jefe Makoko y que sus tratados no tenían validez. Brazza, por su parte, trataba de empujar a las autoridades políticas francesas para que ratificasen los acuerdos firmados por él. Sin embargo, el gobierno de París, por la mencionada falta de interés en los nuevos territorios, le daba largas y Stanley llevaba todas las de ganar.

Pero Brazza no era un hombre fácil de vencer. Aprovechando la gran popularidad que le habían dado sus expediciones africanas, llevó a cabo una verdadera campaña de prensa reivindicando un Congo francés y preparó un golpe de efecto. Enterado de que se organizaba un gran banquete en París en honor de Stanley, al que asistirían notables personalidades norteamericanas, y que sin duda tendría una gran resonancia en la prensa europea y americana, Brazza preparó un discurso en inglés, lo aprendió de memoria, ensayó durante varios días ante el espejo, mejoró su acento y se presentó de improviso en el banquete, la noche del 20 de octubre de 1882, justo cuando Stanley acababa de terminar su virulento parlamento en el que desacreditaba al explorador italofrancés y le acusaba de «haber llevado una diplomacia inmoral a un continente virgen». Brazza fue invitado a hablar, y en lugar de atacar a Stanley, exaltó el papel de los países europeos en la tarea de desarrollar África. Su discurso terminó así: «Caballeros, soy un oficial naval francés que quiere brindar por la civilización de África mediante un simultáneo esfuerzo de todas las naciones, cada una bajo su propia bandera».

La prensa francesa publicó entusiasmadas crónicas sobre la victoria de su hombre en el debate con el famoso explorador angloamericano. Y tan sólo dos meses después, el Parlamento galo votaba la ratificación del tratado firmado por Brazza con el jefe Makoko, al tiempo que aprobaba un generoso presupuesto para una nueva expedición de Brazza al Congo.

Los dos rivales regresaron al Congo a establecer nuevas estaciones en las dos orillas del rio y poner en pie sendas Administraciones coloniales. En 1885, la Conferencia de Berlín, que dibujó el reparto de África entre las potencias europeas, reconoció las fronteras de los dos Congos. Francia tomó posesión oficial de la orilla norte del río hasta la confluencia con el Ubangui, en tanto que el resto del territorio, una vasta región cubierta de selvas, tomaba el nombre de Estado Libre del Congo, una manera pomposa de llamar a lo que en realidad iba a ser, durante veintitrés años, un territorio destinado a cubrir el ansia de riqueza del rey Leopoldo II de Bélgica.

Brazza fue nombrado gobernador de la nueva colonia, cuya capital tomó el nombre de Brazzaville, y el gobierno le condecoró con la Legión de Honor. Murió el 14 de septiembre de 1905, en Dakar, atacado de malaria cuando regresaba en barco hacia Francia desde Gabón, adonde había viajado para investigar unos crímenes cometidos por las autoridades coloniales. En cuanto a Stanley, regresó a Europa en 1885, y en 1887 organizó una nueva e imponente expedición, la última de su vida, para rescatar a Emin Pasha, un funcionario al servicio del gobierno británico perdido en las selvas del nordeste del Congo. Murió en Londres, cargado de honores, el 9 de mayo de 1905. Sus últimas palabras, según relató su mujer, fueron: «¡Quiero ser libre! ¡Quiero ir a los bosques! ¡Ser libre!».

El Congo conquistado por Stanley pasó a formar parte del patrimonio personal de Leopoldo II y el Parlamento belga aceptó la coronación de su rey como soberano del Estado Libre. Luego, se desentendió del asunto y el monarca comenzó a ejercer su autoridad sobre los nuevos territorios sin control parlamentario de ninguna clase. Formó una Administración general en Bruselas, con tres departamentos: finanzas, asuntos exteriores e interior. Creó una sociedad para la explotación de las riquezas del rio, una policía para controlar a los nativos y comenzó a enviar agentes comerciales encargados de conseguir el marfil y organizar la producción del caucho.

Leopoldo tenía prisa por recoger los beneficios de su finca. Poner en marcha una nueva colonia suponía un enorme gasto antes de que comenzara a ser rentable. Y el bolsillo real empezó a resentirse. De modo que Leopoldo urgió a sus empleados a que utilizaran la mano de obra nativa, en las condiciones que fueran, para hacer productiva cuanto antes la colonia. Y en consecuencia se establecieron una serie de normas de una inhumanidad inédita hasta entonces en África: los antiguos esclavistas árabes fueron contratados como capataces, se obligó a todos los habitantes varones del Estado Libre a trabajar sin salario por un período obligatorio de siete años, se prohibió el comercio entre nativos si no era a través de los agentes de la Administración colonial, se establecieron cupos obligados en la producción de caucho para cada pueblo y distrito, y lo mismo se hizo con el marfil en las regiones donde había elefantes. La mayoría de los congoleños obligados a trabajos forzados, lo hacían encadenados como esclavos. Cuando no producían la cantidad establecida por las autoridades, los policías debían matarles y cortarles las manos para llevarlas luego al comisario, de modo que este pudiera contarlas y comprobar que sus hombres no habían desperdiciado o robado munición. En muchas aldeas, las cabezas cortadas de los trabajadores no rentables se clavaban en estacas y permanecían allí hasta que se pudrían como advertencia para los vivos. En las más apartadas regiones, los administradores del rey reclutaron tropas entre las tribus caníbales, y puede imaginarse qué es lo que hacían esas tropas con los trabajadores poco productivos.

Las gentes huyeron masivamente de los territorios del Estado Libre. Se calcula que, al tomar Leopoldo posesión del Congo, lo habitaban unos veinte millones de personas. Cuando el gobierno belga, en 1908, se hizo cargo de la colonia, ante el escándalo mundial que desataron las denuncias de periodistas, misioneros y algunos funcionarios británicos, quedaban en el Congo menos de ocho millones de habitantes nativos. En lengua lingala, Leopoldo II quedó para siempre bautizado como Panga Ngunda, que significa «el destructor de la tierra».

Roger Casement, un irlandés que trabajaba en Matadi, y E. D. Morel, un periodista inglés de ideas socialistas, publicaron dos estremecedores informes relatando con detalle las atrocidades del Congo en los años de final del siglo. En toda Europa surgieron asociaciones de defensa de los derechos de los nativos y de condena al rey Leopoldo. El Parlamento británico se hizo eco de las protestas. Y toda la prensa europea se volcó en la denuncia de la Administración colonial impuesta en el Congo por el monarca belga. Casement, el gran flagelador de Leopoldo, fue una figura idealista y trágica. Partidario irreductible de una Irlanda libre y funcionario durante varios años en África a las órdenes del gobierno de Londres, se sumó al alzamiento de los nacionalistas irlandeses y, en 1916, en plena Gran Guerra, viajó a Berlín para conseguir ayuda militar para su causa. Fue detenido por los ingleses a su regreso, juzgado por alta traición y ahorcado.

Cuando Conrad desembarcó en Matadi en 1890 conoció a Casement, al que cita en su Diario del Congo, y los dos hombres simpatizaron. Casement despertó la conciencia de Conrad sobre las atrocidades del Congo. Y poco después, el escritor pudo ver con sus propios ojos la realidad del horror colonial. El Congo era el mismísimo «corazón de las tinieblas».

En la primera parte de su novela, cuando llega a Matadi el personaje álter ego del novelista y narrador de la historia, el marino Marlow, Conrad traza en su voz el retrato de los horrores en breves pinceladas. «La alegre danza de la muerte y el comercio —escribe— continuaba desenvolviéndose en una atmósfera tranquila y terrenal, como en una catacumba ardiente… Era como un fatigoso peregrinar en medio de visiones de pesadilla». Y más adelante, refiriéndose a los trabajadores nativos que enfermaban, dice: «Morían lentamente…, eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa». Marlow, como muy probablemente le sucedió a Conrad, no puede evitar ironizar sobre si mismo y sentirse cómplice de aquella inhumana situación vestida de empresa civilizadora por los agentes de Leopoldo: «Después de todo, también yo era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y justos procedimientos».

Es curioso anotar que el título de su libro se debe al principal responsable de las atrocidades, el rey Leopoldo, que al tomar posesión de los nuevos territorios señaló que su propósito era llevar allí civilización europea y romper «las tinieblas». Nunca un canalla ha donado a la literatura un título tan exacto.

La novela de Conrad tiene dos protagonistas: el narrador, Marlow, que navega el Congo desde Leopoldville, y el hombre al que va a buscar, casi a rescatar, en la más remota de las estaciones comerciales, el enigmático agente Kurtz. Conforme el vapor en que viaja Marlow se adentra en la oscuridad del bosque primitivo, la selva va dejando de ser un espacio físico para ganar el valor de un símbolo. Y esa selva se convierte en algo vivo, una entidad maligna, en tanto que el río se transforma en un camino de perversión. Esa selva y ese río, cuando aparece Kurtz al final de la novela, se funden con el corazón del agente comercial, un hombre inteligente, cultivado y adornado de altos valores morales, que ha sucumoido finalmente al poder de las tinieblas, a la «fascinación de lo abominable» y que participa en la explotación del hombre negro y en las atrocidades del Estado de Leopoldo. Kurtz sigue siendo un hombre lúcido cuando Marlow lo encuentra y queda impresionado por su personalidad. «Pero su alma estaba loca», precisa el narrador. Kurtz pasa a representar, en ese momento, la unión que puede producirse entre las fuerzas tenebrosas que nos abruman, la sinrazón y la barbarie exteriores, con ese lado oscuro del alma del hombre que tanto interesaba a Joseph Conrad. Kurtz no ha perdido sus principios morales ante esas fuerzas oscuras, pero su alma no es capaz de soportar el peso del «horror» que él, como un infeliz privilegiado, ha alcanzado a avistar, y en el que se ha sumergido conscientemente y del que pasa a formar parte.

Por eso, quizá, el título que el escritor dio a su libro es ambiguo. Conrad lo llamó en inglés Heart of Darkness, cuya traducción literal sería «Corazón de tinieblas». ¿Qué corazón?, ¿el de la selva, el de Kurtz, el del ser humano, el del atroz Estado Libre del Congo? Tal vez todos ellos reunidos en uno solo.

Muchos estudiosos de Conrad se han preguntado, dado el carácter casi autobiográfico de la novela, quién era Kurtz, en qué modelo real se inspiró el escritor para crear su personaje. En su navegación del río Congo, la misión del barco en que viajaba, el vapor Roi des Belges, era recoger a uno de los agentes comerciales de la compañía propiedad de Leopoldo II, un hombre llamado Klein, que había enfermado y corría peligro de morir en la lejana estación de la selva. Klein, en alemán, quiere decir «pequeño», y Kurtz, «corto». En el primer manuscrito de la novela, además, el personaje de Conrad se llamaba Klein, y no Kurtz. No obstante, todas esas similitudes no convencen a los especialistas en Conrad, quienes destacan que Klein era un hombre muy corriente, en nada semejante al «satánico y misterioso Kurtz», como lo califica Henryk Zins en su libro Joseph Conrad en África.

Se ha señalado en alguna ocasión que el escritor pudo inspirarse para construir la trama de su libro en la historia del rescate de Emin Pasha por Henry Stanley, un hecho que se produjo en 1889, el año anterior del viaje de Conrad al Congo. Y se han querido ver en el carácter de Kurtz rasgos del doctor Leander Starr Jameson, el lugarteniente de Cecil Rhodes, un hombre que era tan cultivado como cruel. Pero la mayoría de los especialistas conradianos coinciden en señalar que el modelo de Kurtz pudo ser Arthur Eugene Constant Hodister, un brillante agente comercial de la compañía explotadora de las riquezas del Estado Libre de Leopoldo II. Hodister vivía solo en el interior de las selvas del Congo, hablaba árabe y swahili, poseía una dilatada cultura y era también explorador y cazador. Detestaba la esclavitud y, al contrario que otros agentes, no maltrataba a sus servidores, quienes sentían por él gran admiración. Vestía de blanco, siempre se tocaba con un turbante, y montaba un airoso caballo árabe. Dice de él Thomas Pakenham: «Para los sencillos africanos, su piel blanca y su bien cortada barba negra le daban el aire de un dios».

Los métodos humanitarios de Hodister en el trato con los nativos despertaban la desconfianza del rey Leopoldo y los directivos de la compañía. Pero Hodister era el agente que mayor cantidad de marfil lograba cada año, como el Kurtz de Conrad, y eso frenaba al monarca a la hora de actuar contra él. Su fuerte personalidad le había hecho ganarse tantos admiradores como enemigos, y su fama, rodeada de un aura aventurera, le hizo muy popular incluso en la metrópoli. Era temido y respetado, y vivía en las profundidades de África, cautivado por la selva, sin querer saber nada de la civilización europea. Crecido sobre la moral y las ideas de su tiempo, se había apartado de su espacio natural. Y estaba solo, rodeado por las tinieblas.

Conrad nunca llegó a encontrarse con Hodister, aunque durante los meses que permaneció en el Congo escuchó innumerables historias y leyendas sobre él. Y quizá tampoco llegó a tener noticias sobre su trágico destino. El Kurtz de la novela muere enfermo en el viaje de regreso, tras su rescate, delirando en los brazos de Marlow y repitiendo sus famosas últimas palabras: «¡Ah, el horror! ¡El horror!». El desdichado Hodister, por su parte, fue asesinado en 1892 por esclavistas árabes, en el curso de una suerte de «guerra del marfil», como la bautiza el historiador Pakenham, que los belgas desataron contra los negreros bajo un pretexto humanitarista, y que en realidad les sirvió para hacerse con una imponente cantidad de colmillos de elefante que los árabes almacenaban en las selvas del alto Congo. Hodister murió alcanzado por un disparo cuando se acercaba confiado a parlamentar con una partida de negreros. Después, su cabeza cortada fue enviada a Nserara —una estación de esclavistas—, donde permaneció clavada en un vallado hasta que la pudrió el sol. Su cuerpo se lo comieron los esclavos caníbales que viajaban con los árabes que dispararon contra él.

¿Fue Hodister el modelo de Kurtz? Zins cree que el personaje conradiano no era, tal vez, más que una mezcla de tipos, una suma de varios de los hombres que conoció en África, o de los que oyó hablar o sobre los que leyó. Por aquellos días de expansión del imperialismo, personajes parecidos a Kurtz debían de abundar en las colonias del continente. La escritora marxista Hannah Arendt, que veía el modelo de Kurtz en Karl Peters, el explorador alemán que ganó los enormes territorios de Tanganica para el kaiser, señalaba que aquellos agentes comerciales europeos eran la representación de la intelligentsia transformada en despotismo. «Ya no podían regresar a su patria —escribe—, se habían convertido en seres peligrosos». Y añade: «Como el Kurtz de Conrad, se hallaban vacíos hasta la médula. No creían en nada ni nada podía inducirles a creer en algo. Los mejor dotados, eran encarnaciones vivientes del resentimiento». Y finaliza señalando que este tipo de hombres, apartados de su patria, vivían «una existencia espectral».

Fuese quien fuese Kurtz, su valor literario estriba en el retrato estremecedor de nuestro lado oscuro que nos ofrece como personaje. «¡Ah, el horror!», musitó antes de morir: el horror de la conciencia noble que sabe que se ha implicado en el mal, que ha saltado al abismo de lo abominable, que ha dado el paso fatal hacia las tinieblas.

El río hizo de Conrad un novelista. «Su viaje al Congo —señala David Garnett, el editor de sus cartas— fue el punto de transformación de su mente, y sus efectos determinaron su cambio de marino a escritor».

No había barco de la ONATRA ni se sabía cuándo iba a haberlo, me informaron al día siguiente de mi regreso a Kinshasa. Recorrí el puerto de muelle en muelle, en busca de cualquier buque que navegara el río, sin éxito ninguno. El embajador Bordallo hizo cuantas gestiones pudo para encontrarme un barco, también sin suerte. Me parecía increíble estar allí, en las orillas del Congo, y no poder navegado.

Ese día estaba invitado a comer en la residencia del embajador Santiago Rodríguez, un padre blanco riojano que llevaba años en el Congo. Me invitó a ir esa noche a su misión, en las afueras de Kinshasa, y recorrer la siguiente mañana el arrabal donde todos los días visitaba enfermos y ayudaba como buenamente podía a las familias miserables. Acepté y, a bordo de su pequeño todoterreno, cruzamos la desastrada ciudad en dirección al sur. Las calles hervían de desheredados. Santiago me hablaba de su trabajo: «No hago tarea pastoral ninguna ni quiero ser párroco. Pedí a la Orden permiso para dedicarme tan sólo a los enfermos y a los pobres y me lo han concedido. Muchas veces me digo si servirá de algo lo que hago. Otras, si no estaré tan sólo lavando mi mala conciencia. Lo que hace falta en África es un cambio de mentalidad: cultura, en una palabra».

Ascendíamos una colina. Arriba se alzaban los sólidos edificios del campus universitario, levantado por los belgas durante los días de la colonia: cientos de estudiantes iban de un lado a otro en las praderas y jardines que rodeaban las facultades. «Hay decenas de miles de estudiantes universitarios en el Congo —me explicaba Santiago—, pero no hay libros y los profesores no cobran salario, viven de lo que les dan los alumnos. Siempre hay exámenes, constantemente hay exámenes, no se sabe de qué, ni tampoco se sabe nunca cuándo son las vacaciones. Los profesores escriben su lección en la pizarra y los alumnos toman apuntes, ese es el sistema. Hay miles de licenciados universitarios en el Congo que no saben una palabra de nada».

Cruzamos junto a un coche averiado; tres hombres se afanaban en reparar el motor atando piezas con cuerdas.

—Los africanos son capaces de arreglar cualquier cosa —dije.

Santiago rio:

—Hay un gracioso dicho de la época de los belgas: no hay nada que estropee un europeo que no pueda reparar un africano, y no hay nada que construya un europeo que no pueda destruir un africano.

Entrábamos en el barrio de Kinsense, entre colinas amarillas, caminos destruidos y grandes zanjas abiertas por la erosión de la tierra. En ocasiones, las humildes viviendas del arrabal parecían colgar sobre las barrancadas. «Todo el suelo es de arena aquí en Kinsense —me explicaba Santiago— y cuando llueve, las tierras se derrumban, los caminos se convierten de un día para otro en barrancos y algunas casas se hunden en el barrizal o se quedan, como esas, casi colgando en el vacío».

Cenamos aquella noche en la parroquia de Saint-Étienne, con otros dos padres blancos franceses y unos amigos congoleños. Los africanos criticaban el nuevo régimen surgido tras la guerra, se quejaban de las promesas incumplidas de Kabila. «Aquí siempre se vive al límite», dijo el más joven de los curas franceses. Luego, se habló del proyecto de construir una iglesia más grande en la parroquia. «Por muy grande que sea —comentó Santiago— siempre se llena. Es todo lo que tiene la gente: Dios, alguien que imaginan que se ocupa de ellos». Dormí en una habitación sencilla y limpia, acunado por el bramido de las explosiones que llegaban desde Brazzaville.

La mañana amaneció fea y gris sobre Kinsense. Tomamos una taza de café y algo de fruta antes de iniciar el recorrido. Santiago vestía unos tejanos con los bajos remangados y unas zapatillas de tenis. «No es muy agradable lo que vas a ver», me dijo cuando abandonábamos el recinto de la misión.

Los niños saludaban a Santiago, llamándole dango, dango, que significa «padre» en lengua lingala. A mí me decían móndele, «hombre blanco». Algunas de las chabolas tenían un poco de terreno alrededor y pequeños huertos. Un peluquero arreglaba el cabello de su clientela al aire libre y un grupo de jóvenes jugaban en una mesa de futbolín plantada en mitad de un camino.

Íbamos a visitar primero a Mamá Godelir, enferma de sida ya terminal, en una humilde vivienda construida con bloques de cemento y techo de hojalata. La habitación era limpia, muy pequeña, iluminada por la escasa luz que entraba por el ventanuco. En un jergón, tapada por una liviana colcha de colores vivos, reposaba de lado Mamá Godelir, su cabeza asomando apenas bajo el borde de la frazada. Era el de la mujer un rostro muy delgado, de pómulos salientes, pelo crespo y ojos mortecinos. Al lado del camastro había dos vasos de plástico y un cepillo de dientes. Mamá Godelir giró un poco la cabeza cuando Santiago se sentó en el borde de la colchoneta y, alzando un poco la colcha, tomó su frágil mano. Me presentó y ella me dirigió una mirada perdida. Luego, Santiago comenzó a hablarle con voz dulce en lingala, mientras acariciaba sus dedos. Ella contestaba en ocasiones con un hilo de voz. A veces, cerraba los ojos y callaba. Santiago continuaba mimándola, acariciando sus mejillas y besando su mano. Después, improvisó una oración en francés, un dulce rezo en el que hablaba a la mujer de un Dios tierno y bondadoso que estaba con ella para cuidarla.

Me sentía profundamente emocionado cuando salimos. Santiago charló un rato con la hija de Mamá Godelir y seguimos camino.

—Dentro de todo, esta mujer tiene suerte —dijo—, la cuidan bien. A otros enfermos, cuando están ya en proceso terminal como ella, la familia deja de cuidarles. He visto decenas de ellos morir rodeados por sus propios excrementos. Mamá Godelir es una persona muy agradable y es un caso especial. La mayoría de los enfermos de sida ocultan su enfermedad, sienten una enorme vergüenza. Ella, sin embargo, me lo dijo el primer día. Hace poco me preguntó: «¿Adónde me lleva Dios?». Y yo no supe qué contestarle.

—Inventaste una oración para ella, ¿no?

—Sí, creo que una oración es buena para los enfermos; pero también pienso que una caricia es mejor.

Entramos en otra vivienda cercana que ocupaban una mujer y su hijo, un muchacho joven y fornido. Santiago le animó a trabajar, a que reparase la puerta de la casa y a que plantase un pequeño huerto. Luego, cuando continuamos camino, Santiago me explicó que la mujer estaba separada y que el hijo era un vago.

—Muchos como él lo único que hacen es pedirte dinero. Pero aquí no puedes ni debes ejercer de Papá Noel. Lo que hay que hacer es empujarles a que sean ellos quienes se echen adelante y puedan arreglárselas por ellos mismos.

—Veo muy pocos hombres en el barrio.

—Bajan temprano a la ciudad a buscarse la vida, casi ninguno tiene trabajo.

En los caminos había puestecillos donde vendían alubias, cacahuetes, pan y cigarrillos sueltos. En la puerta de algunas chabolas, niños desnudos se bañaban con el agua de grandes baldes de metal. Algunas madres despiojaban con minuciosidad a sus hijos.

En una casa al pie de un terraplén, una mujer tejía esteras de paja y, al lado, apoyada en la pared de adobe amarillo, Pauline, una enferma mental, se sentaba recogida sobre sí misma, la barbilla hundida y la frente baja, los ojos clavados en el suelo. Santiago se agachó a su lado. Le habló un rato, pero ella apenas se movió un momento para dirigirle una velada mirada.

—Su familia no hace mucho por ella —me explicó luego Santiago—, la consideran un caso perdido. Y tal vez tengan razón. Llevo meses visitándola y no logro arrancarle una palabra. Todo lo más, una mirada. En Kinshasa hay muchos casos de locura. Puedes imaginar por qué.

Alphonse era paralítico, como resultado de un accidente de tráfico. Estaba tendido sobre una colchoneta en una habitación donde olía fuertemente a suciedad. Me mostró las piernas, dos palos delgados cubiertos por una piel cuarteada, como si fuera corcho. Tenía una pequeña cara delgada y ojos tristes.

—Lo de Alphonse ha sido un verdadero drama para mí —me explicó Santiago cuando salimos—. Moviendo amistades, logré que le operaran tras el accidente. Y le dejaron peor. No sé qué decirle, pero él no me reprocha nada.

Santiago me llevó al dispensario de Kikalakasa, en el centro de Kinsense, y me lo mostró con orgullo.

—Es un magnífico dispensario, y hemos tenido mucho éxito en la lucha contra la tuberculosis, que aquí es una plaga. Se curan el noventa por ciento de los casos. Y también hay un programa para niños con problemas de nutrición. Les damos una pócima a base de soja y harina de maíz y se recuperan a una velocidad increíble. Lo malo es que muchos, cuando salen de aquí, dejan de tomarla y al poco tiempo recaen. Kikalakasa es esencial en el barrio, pero Kinsense es demasiado grande, hay más de setenta mil personas aquí y este pequeño dispensario no es bastante.

En otra humilde casucha, Ángela yacía en su jergón, inmovilizada por una parálisis total. Era una muchacha alegre y nos recibió con una ancha sonrisa. Balbucía palabras que apenas podían entenderse, pero su hija, una despabilada niña de cinco años, traducía para nosotros en francés. Dijo Ángela que quería mucho a Santiago y luego me pidió que le hiciera una foto junto al sacerdote. Santiago la alzó en sus brazos y ella sonrió feliz a la cámara. Luego, dijo algo a la niña y la chiquilla corrió a traernos un álbum de fotos, con varias imágenes de una Ángela joven y sana.

—Nadie sabe lo que tiene —me explicó Santiago—, es incurable. Pero ya ves la alegría de esta mujer, es una persona magnífica.

Visitamos unos cuantos enfermos más y nuevos hogares de gentes miserables. Y regresábamos a la misión después de cuatro horas de aquel recorrido por las llagas abiertas de África.

—No me pregunto ya nada sobre nada, me da igual —me decía Santiago—. No sé si lo que hago sirve para algo. Pero da sentido a mi vida. A lo mejor es egoísta, pero es así. Me basta con que unas palabras de ánimo o una caricia les sirvan de consuelo. La labor pastoral ya no me interesa. Si puedo en ocasiones salvar una vida, pues tanto mejor. Aunque aquí tengo la sensación de que todo retrocede de año en año, de que vamos a peor, en una cuesta abajo irremediable.

—¿Estás en contra de los preservativos? —le pregunté de sopetón.

Santiago me dirigió una sonrisa burlona:

—Lo único que tengo en contra de los preservativos es que son muy caros.

A la tarde, de regreso a Kinshasa, di una nueva vuelta por los muelles, otra vez sin conseguir encontrar un barco que remontara el río. Sin embargo, y pese a que mi tiempo y mi dinero se acortaban, estaba seguro de que lo navegaría. La tonta fe en el destino, supongo.

En la residencia, Bordallo esperaba una visita. Tomamos una copa entretanto y le relaté mi recorrido por el arrabal de Kinsense y la honda impresión que me había causado Santiago.

—La mayoría de los misioneros y misioneras españolas que hay en el Congo —me dijo el embajador— son como Santiago. Les interesa tan sólo ayudar y consolar a los que sufren, se han olvidado de catequesis y de toda tarea de tipo pastoral. Si regresaran a su tierra, ya no se encontrarían a sí mismos en una iglesia tal y como se concibe en Europa.

Llegó monsieur Bruno, un rico hombre de negocios congoleño, orondo, jovial y bien trajeado, y orgullosamente armado de un teléfono móvil. Me fui a tomar notas a mi habitación. Cuando regresé a la sala, monsieur Bruno seguía allí. El embajador se excusó unos instantes y yo me senté junto al congoleño.

—¿Y qué le trae al Congo, monsieur? —me preguntó.

—Quería navegar el río, pero no logro encontrar un barco.

—¿No encuentra barco?

Sonrió feliz, tomó su móvil y marcó un número. Habló en lingala con alguien. Luego, sin interrumpir la comunicación, se dirigió a mí:

—¿Se embarcaría mañana por la tarde? —me preguntó.

—Desde luego.

Dijo algo más a su interlocutor y cortó.

—Bien, monsieur, ya tiene barco. Vendré mañana temprano a recogerle en mi coche para llevarle a comprar el billete al puerto.

Quedé mudo y me recosté en el sillón. Donde hay un deseo hay un camino.