15

EL FULGOR DEL FUEGO PRIMITIVO

El río Congo nace a más de mil quinientos kilómetros al sur del Ecuador y a similar distancia de las costas atlánticas del continente, a una altitud de mil doscientos metros sobre el nivel del mar y trazando un recorrido de tres mil kilómetros desde sus fuentes hasta el mar. Es el quinto curso de agua más largo de la Tierra y el segundo, tras el Amazonas, en caudal, arrojando al océano treinta y cinco millones de metros cúbicos de agua por segundo. En su largo viaje desde Zambia, al sur del lago Tanganica, cruza por dos veces la línea del Ecuador y recibe tres nombres: Lualaba, Luvua y por fin Congo. Su corriente recoge en el camino decenas de grandes ríos tributarios, todos ellos navegables, y centenares de afluentes de menor caudal, muchos de ellos también navegables. Los habitantes de sus riberas, antes de la llegada de los hombres blancos, lo bautizaron en lengua kikongo como Nezere, palabra que luego evolucionó hasta convertirse en Zaire, que quiere decir algo tan poético como «el río que se bebe todos los ríos». Los portugueses, primeros europeos en llegar a su desembocadura, lo llamaron al principio O Grande río y luego Congo.

El río, desde su nacimiento, es navegable en muchos tramos antes de llegar a Kisangani, en el nordeste de la República Democrática del Congo (antiguo Zaire), y se rompe en frecuentes cataratas en su camino. Entre Kisangani y Stanley Pool, la ancha laguna en cuyas orillas se encuentran las ciudades de Brazzaville, al norte, y Kinshasa, al sur, hay mil setecientos kilómetros de navegación ininterrumpida, con cientos de islas, canales, pequeños poblados de pescadores y algunas urbes relativamente importantes, como Bumba, Lisala y Mbandaka. Es un curso ancho y soberbio el de ese gran tramo del Congo, rodeado de selvas muchas veces impenetrables, el reino de las serpientes, los cocodrilos, los hipopótamos, los elefantes de jungla y los leopardos. Y también el reino de la malaria, la fiebre amarilla, la fiebre negra del agua, la filaría, la disentería, el cólera y una enfermedad que llaman allí «ceguera del río». Cerca de sus orillas, en el corazón del bosque, se forman algunos lagos de buen tamaño, como el Tumba, donde se producen vientos de una violencia inusitada que desatan repentinas e imponentes tormentas sobre el río.

Entre Kisangani y Mbandaka, el Congo discurre por el territorio de la República Democrática del mismo nombre. Desde el lugar donde el tributario Ubangui desemboca en el Congo, al sur de Mbandaka, hasta Stanley Pool y a lo largo de algo más de setecientos kilómetros, sus aguas marcan la frontera entre los dos Congos, la República Democrática y la República Popular. Kinshasa y Brazzaville, capitales respectivas de ambos estados, separadas por el ancho Stanley Pool en una distancia de pocos kilómetros, son las dos capitales del mundo más cercanas entre sí.

A partir de Stanley Pool, el río se fractura en treinta y dos cataratas, algunas de ellas imponentes, a lo largo de trescientos cincuenta kilómetros y es imposible su navegación. Esos imponentes saltos de agua, sumados a los del primer tramo del río entre Zambia y Kisangani, podrían nutrir de energía eléctrica a toda África y parte del sur de Europa. Las cataratas terminan en la ciudad de Matadi, donde el río se abre ya en un manso y largo estuario que va ensanchándose hasta alcanzar el Atlántico, poco más allá de la ciudad de Boma.

Las dificultades que opone una Naturaleza casi virgen en sus orillas, las frecuentes guerras, la carencia de carreteras o pistas en el interior de las selvas que lo rodean, hacen del río una vía de comunicación esencial en la región. Hay algunos pequeños aeropuertos en las ciudades principales, como Kisangani, Bumba y Mbandaka, pero apenas son utilizados. No existe el teléfono fuera de las pequeñas redes locales de Mbandaka y Kisangani, y la transmisión de mensajes se lleva a cabo por radio o por tamtam. Cuando los exploradores Stanley y Brazza lo navegaron a finales del pasado siglo, muchas de las tribus que habitaban sus bosques eran caníbales. Aún hoy, los casos de canibalismo siguen siendo frecuentes entre algunas pequeñas etnias del río tributario Kasai e, incluso, en poblaciones mucho más cercanas a Kinshasa y Brazzaville, donde el hombre-cocodrilo, una persona que entra en trance, se convierte en un terrible saurio y devora a sus semejantes, es una figura común en las tradiciones populares. Hace pocos años, en un hospital de Mbandaka, un médico ordenó hacer una radiografía de tórax a un enfermo; cuando al hombre le explicaron en qué consistía la exploración, «mirarle el interior del cuerpo», el paciente preguntó aterrado: «¿Y van a verse los hombres que me he comido?».

En El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad describió el río a finales de siglo «como una inmensa serpiente enroscada, con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante a lo largo de una amplia región y la cola hundida en las profundidades del territorio». Más adelante, añadía: «Remontarlo era como volver a los inicios de la creación, cuando la vegetación estalló sobre la faz de la Tierra y los árboles se convirtieron en reyes».

Alberto Moravia, en sus Paseos africanos, describía así la región: «Una naturaleza que no está sometida ni domesticada como en Europa, sino que es y será aún durante no sé cuánto tiempo la naturaleza temible… Este monstruo geográfico, en el sentido positivo de que está fuera de toda regla, da la impresión de haber sido hasta ahora apenas arañado por la civilización industrial».

André Gide, cuando lo navegó en 1925, escribió exaltado en su diario de viaje: «¡África! Repetí la palabra y la pronuncié lleno de terrores, de horror y expectación; y mi mirada se hundió en la noche tentadora hacia una vaga promesa ceñida de relámpagos».

Los escritores africanos, por su parte, lo han visto de otra forma: «El fulgor primitivo del fuego de nuestros orígenes», dijo el poeta congoleño Enmanuel Dongela.

En cualquier caso, el Congo es un río literario, quizás el más literario de todos los ríos. Mientras lo navegaba, días después de mi llegada a Kinshasa, anoté en mi cuaderno: «Su serenidad es, en ocasiones, tan inquietante y misteriosa, que te produce pavor; y cuando se encrespa y brama durante las tormentas, su fuerza es tan temible que te despierta en el alma una honda tranquilidad, tal vez la definitiva reconciliación con la idea de la muerte».

Llegar al aeropuerto de Kinshasa fue un buen aperitivo para prepararme ante lo que me esperaba en el Congo. La guerra contra Mobutu había terminado unos meses antes, y aunque las nuevas autoridades trataban de imponer un cierto orden en sus fronteras, el aeropuerto seguía siendo una guarida de ladrones. Por lo pronto, el policía de la aduana me indicó que recogiera mi equipaje y volviera luego a por el pasaporte. Después, ante la cinta que traía las bolsas y maletas de los pasajeros, dos tipos me mostraron sendas credenciales con sus fotografías, presentándose como miembros de «servicio de protocolo», dispuestos a facilitarme todos los trámites aduaneros y ocuparse de mi equipaje. Pillaron mi bolsa al vuelo cuando llegó en la cinta e insistieron en que me encontrarían el mejor taxi, por el módico precio de cincuenta dólares, y que me olvidara del pasaporte, que ellos me darían un recibo y podría luego recogerlo en la ciudad, en una oficina del Ministerio del Interior.

Aferrado a un asa de mi bolsa y arrastrando detrás de mí a los dos fulanos, regresé a la garita de aduana, rescaté a gritos mi pasaporte, salí a la explanada donde decenas de taxistas ofrecían chillando sus servicios con la credencial oficial en la mano, me metí en un cochambroso automóvil después de negociar el viaje con su propietario por veinte dólares, logré que los de protocolo soltaran el asa de mi bolsa que sujetaban con garra de buitre, y los dejé allí con dos sonrisas heladas en la boca mientras mi taxi arrancaba renqueante camino de la ciudad.

Más tarde, varios de los buenos amigos que hice en aquellos días del Congo, y que llevaban largos años residiendo en Kinshasa, me contaron que el aeropuerto era mucho peor en los tiempos del régimen de Mobutu, antes de la guerra del 97. Todavía no soy capaz de imaginar en qué podía ser peor. Por suerte, al viajar aprendes que, en los lugares que no conoces, no debes fiarte nada más que de tu instinto. Supe después que, entre otros muchos negocios fantasmas, en Kinshasa florece desde hace años una pequeña industria de falsificación de credenciales.

Mientras el taxista iba dándome la murga, insistiendo en que sus servicios eran esmerados y que debía darle algo más de dinero del acordado, yo hacía oídos sordos y contemplaba el paisaje de la carretera que llevaba a Kinshasa. Parecía que unos días antes hubiera soplado un tifón sobre los arrabales de la ciudad. Si África es, como decía Moravia, una zambullida en la Prehistoria, el Congo confirma esa imagen mucho mejor que ningún otro lugar del continente. A lo largo del camino, se ofrecía impúdico el retrato del África degradada, deprimida, devastada y sórdida. A un lado y a otro de la ancha avenida mordida por los socavones, las legiones de miserables se arrimaban a los mercadillos donde no había apenas nada que comprar y nada que vender. Centenares de personas iban de acá para allá, sin que se supiera muy bien hacia dónde, y otras se arrimaban a los fuegos que ardían entre los coches abandonados y comidos por el óxido. Bajo el cielo turbio y la luz mortecina de la tarde, se mostraba el retrato de la pobreza: tierras quemadas, calvos desmontes, baldíos descampados, montañas de basura, niños descalzos y vestidos con harapos, mujeres de mirada desierta de horizontes, y hombres de ojos opacos como la ceniza. No había semáforos en la recta e interminable carretera; y un ejército de camiones, autobuses y taxis, que parecían salidos de un cementerio de automóviles, transitaba entre bocinazos, berreo de motores caducos y humaredas negras que empañaban el aire con olor a gasolina quemada. Una valla publicitaria anunciaba Coca-Cola y, algo más allá, otra mostraba el rostro sonriente y bonachón de Laurent Kabila, el vencedor de la reciente guerra.

Entrábamos en la ciudad. Junto al imponente estadio de fútbol, algunas familias habían levantado sus miserables chabolas o encontrado alojamiento en las carrocerías de camiones y autobuses abandonados. Olía a rescoldos de fuego, mezclados con un aroma dulzón de cloacas y un hedor de pocilgas. No había árboles en flor en la desmoronada Kinshasa.

La larga y amplia avenida 30 de junio, orgullo de los belgas en los días de la colonia, avanzaba recta entre anchas aceras polvorientas y edificios pétreos, sucios y oscuros, muchos de los cuales parecían deshabitados, sin cristales en las ventanas, con fachadas que eran como rostros de ojos vacíos. Seguían las riadas de miserables marchando hacia ninguna parte, los pordioseros tirados en las aceras, los impedidos demandando limosna en las esquinas, los niños solitarios y las mujeres desesperanzadas, y los locos a cuyo paso la gente dejaba una temerosa distancia de prevención. El cielo era arisco sobre la ciudad, en aquel recodo del África desventurada.

Y el aire temblaba bajo los ecos de las explosiones que llegaban del otro lado del río. En Brazzaville bramaban los cañones: el otro Congo estaba en guerra por aquellos días del final del verano. En las orillas del río, a lo largo de las riberas de Stanley Pool, cabalgaban desbocados los Cuatro Jinetes que más temores despiertan en el alma del hombre.

Graham Greene escribió una vez que África tiene la forma de un corazón humano. Es un corazón que, cuando sangra, la herida hay que buscarla casi siempre en el Congo.

La historia del Congo, ese inmenso y riquísimo país de África, es una crónica de desdichas sin cuento. Hay países que parecen haber sido maldecidos por un dios maligno, y el Congo es uno de ellos, quizás el caso más grave. Dueño de imponentes recursos agrícolas y madereros, cuenta además con inmensos yacimientos de oro, plata, diamantes, carbón, petróleo, gas natural, estaño, uranio, cobre y cobalto. Y pese a ello, es un infierno: su deuda exterior supera los siete billones de dólares, el 80 por ciento de la población carece de empleo retribuido, el poder adquisitivo de sus cuarenta y cinco millones de habitantes cae cada año un 4 por ciento con respecto al anterior desde los días de la independencia, la esperanza media de vida es de cincuenta y dos años, y un tercio de los niños que nacen en el país muere antes de haber cumplido los cinco años. El Hambre, la Guerra, la Peste del sida forman, junto al índice de mortalidad, un paisaje apocalíptico en la vida cotidiana de los congoleños.

Tal desastre se lo deben, en gran medida, al hombre que gobernó el país como un tirano durante treinta y dos años: el mariscal Mobutu, creador de un sistema original de poder, la «cleptocracia», el gobierno de los ladrones. Él mismo, en cierta ocasión, aconsejó a su pueblo en un acto público: «Si robáis, hacedlo poco a poco». Fue famoso también un discurso suyo en Kisangani, cuando dijo: «Sé que las cosas van mal para todos vosotros. Por eso, creo que convendría añadir un artículo nuevo a la Constitución, el artículo quince: arregláoslas como podáis». Y los congoleños se las arreglan como pueden: el suyo es un país donde robar es un hábito, una forma de cultura y de vida, desde los más altos escalones de la sociedad hasta los más humildes. Quien no roba es que es tonto. Y los tontos mueren pronto en el Congo.

El gran tirano nació en 1930 en una remota aldea de la selva y fue bautizado como Joseph Desiré Mobutu. Más tarde, cuando alcanzó el poder supremo del país, cambió su nombre y se hizo llamar Mobutu Sese Seko Kuku wa za Banga, cuya traducción es más o menos el todopoderoso guerrero que, gracias a su firme voluntad de victoria, marcha de, conquista en conquista dejando el fuego a sus espaldas. Fue ciertamente todopoderoso hasta la primavera del 97, y a fe que dejó detrás de él un país abrasado.

Mobutu nació muy pobre y quedó huérfano de padre a los ocho años. Su madre consiguió que fuera educado en una misión católica, y allí aprendió a hablar y escribir un excelente francés. Pero era un muchacho violento y con una excesiva disposición al robo, por lo que fue expulsado muy pronto de la misión, yendo a parar a la cárcel, en donde pasó seis meses antes de ser enrolado en el ejército colonial, como castigo, por un período de siete años. El castigo, sin embargo, se convirtió en un premio: en poco tiempo alcanzaba el rango de sargento mayor, el máximo que podían conseguir los soldados nativos en el ejército belga.

A finales de los años cincuenta, Mobutu cambió de oficio y se hizo periodista. Viajó a Bélgica, y durante su estancia en la metrópoli colonial, se relacionó con los movimientos independentistas congoleños. También en Bruselas, en 1959, conoció a Lawrence Devlin, un alto cargo de la CÍA norteamericana. A su regreso al Congo, entabló amistad con el carismático líder Patricio Lumumba.

Tras la independencia, en 1960, con Lumumba convertido en primer ministro, Mobutu ingresó en el ejército de la nueva república y pronto fue nombrado jefe del Estado Mayor. El país entró en un período de caos político y Lumumba comenzó a acercarse a Moscú. Los timbres de alarma sonaron en Washington. Lawrence Devlin, destinado ahora en Kinshasa y en estrecho contacto con Mobutu, alertó del peligro de que se produjera una nueva Cuba en uno de los países más ricos de África. Había que eliminar a Lumumba y entronizar a Mobutu. Y Lumumba fue asesinado en enero de 1961, en circunstancias que siguen siendo un secreto de Estado.

Continuó el caos, la región de Katanga se declaró independiente, estalló luego la guerra civil en el oriente del país, cientos de blancos fueron asesinados por los guerreros simba o mai-mai, llegaron los mercenarios de Mike Hoare y Bob Dénart, el Congo ardió y, al fin, en 1965, Mobutu alcanzó el poder. Europa Occidental y Estados Unidos respiraron aliviados: el gigante africano se había librado del peligro comunista. Y Mobutu comenzó a construir su Congo y a abrir cuentas corrientes personales en los bancos suizos.

Una vez en el poder, supo moverse con astucia. Rehabilitó la memoria de Lumumba, en cuyo asesinato había participado, y lo convirtió en héroe nacional, al tiempo que utilizaba una fachada de ideas socialistas para levantar su Estado. El modelo de partido único le venía que ni pintado, así que nominó el suyo como MPR (Movimiento Popular de la Revolución), que pronto fue rebautizado por los congoleños como Morir Para Nada. El MPR se convirtió en «la expresión de la nación políticamente organizada» y todo ciudadano del país, desde el momento de nacer, era ya miembro del partido. Mobutu utilizó, para asegurar su poder, una fórmula simple: garante de los intereses del capitalismo europeo y bastión del anticomunismo en el exterior, aplicó en el interior las tradicionales recetas del poder totalitario, entre ellas el culto a la personalidad y el encuadramiento y vigilancia de la población. Fuera del MPR, ninguna opción política existía; lejos del Guía Supremo, no había otra verdad.

Millones de congoleños vistieron camisolas con la efigie del gran líder en el pecho y la espalda, su fotografía con gorro de piel de leopardo pasó a presidir los despachos de todas las oficinas públicas y privadas y el comedor de miles de hogares, los medios de comunicación le nombraban Padre de la Patria e, incluso, Mesías, y su madre, Mama Yerno, fue comparada con la Virgen María. Un anuncio de la televisión le mostraba descendiendo como un dios entre las nubes. El periodista norteamericano Blaine Harden recoge en su libro África: crónicas de un frágil continente las siguientes palabras de un ministro de Mobutu en los años setenta: «En todas las religiones y en todos los tiempos, hay profetas. ¿Por qué no hoy? Dios ha enviado un gran profeta, nuestro prestigioso Guía Mobutu. Este profeta es nuestro liberador y nuestro Mesías. Nuestra iglesia es el MPR. Su jefe es Mobutu y debemos respetarle como se respeta al Papa. Nuestro evangelio es el mobutismo. Es por ello que los crucifijos deben ser reemplazados por la imagen de nuestro Mesías. Y a su lado deberá ser colocada su gloriosa madre, Mama Yerno, que dio a luz tan gran hijo».

Como todos los tiranos, Mobutu era buen amigo de la demagogia, y así decidió rematar la faena con su propia revolución cultural, la zairización, que emprendió en el año 1974. Alimentando los rencores anticoloniales, se presentó ante su pueblo como campeón indiscutible de la africanización. El Congo pasó a denominarse Zaire. También el río se convirtió en Zaire y el mismo nombre se le dio a la moneda. Leopoldville, la capital, se transformó en Kinshasa, Stanleyville en Kisangani y Coquilhatville en Mbandaka. El lago Eduardo, fronterizo con Uganda, quedó como Mobutu Sese Seko, mientras que otro lago de la frontera, el Alberto, se rebautizó como su colega Idi Amín Dada, que emprendía en Uganda su propia africanización. Los nombres cristianos fueron reemplazados por nombres tradicionales, pese a las protestas de la Iglesia católica. Se trataba de emprender la «descolonización mental» en nombre de la «autenticidad», y así, los trajes europeos fueron sustituidos por una versión local de la vestimenta de Mao Tsetung, los abacots, mandilones con dibujos de luminosos colores. En las comidas oficiales se impusieron los platos tradicionales, no importaba si tenían menor poder alimenticio. Y donde no se encontraba tradición a la que remitirse, Mobutu y sus consejeros inventaban la «autenticidad». La fiebre anticolonial y el regreso a los orígenes encendían el ánimo patriótico de los congoleños, en tanto que Mobutu era el escudo protector en África Central de los intereses de las antiguas colonias. Los cuadros europeos que quedaban en el país fueron sustituidos en los puestos de responsabilidad por congoleños. En los hospitales, por ejemplo, los enfermeros pasaron por decreto a ejercer de médicos, y es famosa la tétrica historia de uno de los nuevos galenos que, preparado para operar a un paciente, le aplicó como anestesia el contenido de una bombona de butano. Consiguió, por supuesto, su objetivo de dormirle, aunque fuera para siempre.

Aquel período de zairización hizo muy popular a Mobutu entre los suyos, lo que le sirvió para liquidar por completo cualquier intento de oposición interior. Blaine Harden definió así al Mobutu de aquellos años: «Una mezcla carismática de George Washington, Martin Luther King y Al Capone». Mobutu, por su parte, se veía a sí mismo de otra manera: «Yo no estoy en deuda con mi pueblo, es mi pueblo quien está en deuda conmigo», declaró.

Entre la barbarie y la payasada, la corrupción se convirtió en norma y Mobutu se transformó en pocos años en uno de los hombres más ricos del mundo. Los beneficios de las minas del país iban a parar derechos a sus cuentas de Suiza, lo mismo que los cientos de millones de dólares que llegaban cada año desde Occidente para la ayuda al desarrollo del país.

Todo orden social, cualquier estructura económica, u organismo de Estado, se desmoronaron. Las carreteras fueron cegadas por la selva, quedaron abandonadas la mayoría de las líneas de ferrocarril, Air Congo se convirtió en un puñado de aviones destinados al servicio personal del gran Guía, se desguazaron por falta de cuidados la mayoría de los barcos que navegaban el río Congo y las minas bajaron su producción en casi un 80 por ciento. Dejaron de pagarse los salarios a los funcionarios y a los soldados. Los profesores universitarios vendían los títulos y los bedeles cobraban por dejar copiar en los exámenes, con lo que el Congo de hoy está lleno de legiones de titulados que no saben una sola palabra de su profesión. Cuando, por dos veces, ya en los años noventa, los soldados amenazaron con amotinarse si no cobraban sus sueldos, Mobutu les animó a echarse a las calles y dedicarse al pillaje, y las grandes ciudades fueron saqueadas y el país se descapitalizó aún más. De esa forma, la mentalidad del soldado congoleño sigue siendo la de un ejército de ocupación en busca de botín. Robando y animando a todos a «robar poco a poco», el Verbo ladrón del Mesías se hizo carne de golfo en el Congo. Y así, el país más rico de África era en 1997 el quinto país más pobre de la Tierra, con una renta per cápita anual que no superaba los 150 dólares.

Sostenido por Estados Unidos, Francia y Bélgica, Mobutu y más tarde el mobutismo se hubieran perpetuado largos años en la historia sobre las miserias de su pueblo. Pero la guerra de Ruanda de 1994 despertó el interés norteamericano por la región. Y pasados los años de la guerra fría, liquidado el comunismo, Mobutu ya no era bastión contra nadie. De modo que sobraba. Cuando los tutsis del oriente del Congo, los banyamulengues, se rebelaron contra Mobutu, encontraron enseguida el respaldo de Uganda y Ruanda, fíeles aliados de Washington, y emprendieron el camino hacia Kinshasa en octubre del 96, conquistándola en mayo del 97. Iban guiados por un nuevo, misterioso y apenas conocido líder: Laurent Kabila, antiguo comunista e histórico colaborador del Che Guevara. La tortilla se daba la vuelta y la CÍA echaba mano de sus viejos enemigos para derrotar a sus viejos amigos. La guerra duró apenas unos meses, y el poder omnímodo del Guía se derrumbó como un castillo de naipes.

Pero detrás dejaba un país devastado, cuya capital, la mezquina Kinshasa que yo recorría en un taxi desvencijado aquella tarde de finales de verano, ofrecía la impresión de haber sido arrasada por un pavoroso bombardeo, el peor de todos los bombardeos, el de su propia historia desdichada.

Durante las dos horas siguientes a mi llegada a Kinshasa, me harté de buscar habitación, sin éxito, en los hoteles de precio asequible para mi bolsillo. Todas sus habitaciones estaban ocupadas por oficiales y jefes del ejército vencedor de la guerra, mientras que aquellos hoteles que aceptaban tarjeta de crédito, tan sólo dos, imponían precios desorbitados. Unos meses antes de comenzar mi viaje, había logrado hablar desde Madrid por radio con el embajador español, José Antonio Bordallo, quien me había ofrecido alojarme en su residencia, si finalmente lograba llegar al Congo. No pretendía usar de su gentileza, pero no me quedaba otra alternativa. Atardecía cuando llegué al barrio diplomático de la ciudad y despedí al suplicante y lastimero taxista, que se empeñaba en robarme a toda prisa y no despacio. Le añadí un plus de un par de dólares al precio acordado.

Bordallo ocupaba él solo aquella magnífica residencia, pues las condiciones de vida en Kinshasa y la guerra de Brazzaville obligaban a su familia a permanecer en España. Le debo haber podido navegar el río.

Durante las semanas que permanecí en el Congo, la residencia del embajador me sirvió de base para mis desplazamientos por el país. Y en aquellos días de soledad y bombardeos en el triste y terrible Congo, Bordallo y yo nos hicimos grandes amigos. Fueron muchas las noches de charla sobre literatura y vida, al arrimo de un vaso de vino y con las paredes de la residencia temblando por el eco de los cañonazos que llegaban desde el otro lado del río. Bordallo resultó ser un gran lector de Historia y de buena literatura, y también una suerte de diplomático todoterreno: antes del Congo, había permanecido destinado durante años, y en períodos de crisis aguda, en lugares como Guatemala y Yugoslavia, países que yo conocía bien. «El último análisis posible de la Historia es pensar que el mundo está loco —decía Bordallo en ocasiones—. Y lo terrible es que, en sitios como el Congo o Yugoslavia, te acostumbras a la naturalidad del horror, a convivir con el espanto». Luego bromeaba: «No sé adonde me llevará la vida, pero estoy seguro de una cosa: seré un estupendo abuelo, tendré mil batallitas que contar a mis nietos».

Aquella residencia de Kinshasa era una lujosa mansión de dos plantas, rodeada por un hermoso jardín de árboles y flores tropicales, atendida por diez esmerados sirvientes y con un bello martín pescador que venía cada mañana a darse unos chapuzones en la piscina. Era un engañoso islote de paz en medio de un mundo miserable. O como decía Bordallo: «Una cárcel de barrotes de oro alzada en mitad del infierno».

La ONATRA (Organización Nacional de Transportes) era la compañía congoleña encargada de la gestión de ferrocarriles y barcos propiedad del Estado. Durante años, tres de sus buques aseguraron el transporte en el río, entre Kinshasa y Kisangani, una navegación vital para la economía y la comunicación del centro del país. Pero antes de la guerra de 1997, con el país disolviéndose en el agua corrupta del mobutismo, ya sólo quedaba un barco en condiciones de navegar. Y al concluir la guerra, ninguno. Cuando llegué a Kinshasa a finales del verano, los directivos y técnicos de ONATRA se afanaban en reparar uno de los tres buques para poder reiniciar la navegación. Es cierto que otros barcos de transporte seguían recorriendo el río Congo, pero eran demasiado pequeños, muchos de ellos primitivos madereros que bajaban desde las selvas hasta la capital los grandes árboles talados, y convertidos en balsas, con muy escasa capacidad para llevar a bordo pasajeros. Los tres navíos de ONATRA podían albergar entre mil y cinco mil personas, hacinados en cubiertas añadidas al casco principal del buque, y el Congo salido de la guerra del 97 los necesitaba como se necesita del aire.

Aquella mañana, la primera de mi estancia en la ciudad, me acerqué a los muelles de Kinshasa en busca de un pasaje para navegar el río. Los muelles eran un lugar inhóspito y caótico, con las riberas repletas de barcos desguazados y cientos de refugiados que, cruzando en frágiles canoas, habían huido de la guerra de Brazzaville, visible al otro lado de Stanley Pool, y que aguardaban allí, durmiendo y cocinando al raso, en espera de quién sabe qué milagro que les permitiera regresar a sus hogares. El río, remansado en aquella ancha piscina y oscurecido por un cielo gris que cerraban sucias nubes, descendía apático y tenebroso, arrastrando racimos de plantas acuáticas y troncos de árboles desgajados. Enfrente del puerto, un islote guardaba restos de barcos encallados. Más allá, en la otra orilla, el perfil de Brazzaville se dibujaba en edificios altos y en humaredas provocadas por los incendios de la guerra. De cuando en cuando, el eco de la explosión de un obús llegaba hasta la orilla donde me hallaba.

Me costó encontrar al responsable de la venta de pasajes de la compañía ONATRA. Y cuando por fin di con él, me informó de que ONATRA continuaba afanándose en reparar uno de los barcos para poder recomenzar la navegación del río. «¿Cuándo estará listo?», pregunté ingenuo. «En una semana, seguro», respondió con firmeza. «¿Puedo comprar ya el billete?», insistí. «Mejor llame dentro de cuatro o cinco días, sabremos algo entonces». Y me despidió dándome su tarjeta y con una sonrisa de ejecutivo eficaz que sabe muy bien lo que se trae entre manos.

Decidí dar un garbeo por la ciudad mientras cavilaba sobre qué hacer durante aquellos días de obligada espera. Mi amigo el embajador había intentado la noche antes encontrarme pasaje en un barco maderero propiedad de un congoleño conocido suyo, pero los militares habían disparado sobre el buque días atrás y el armador había decidido, con buen juicio, suspender por un tiempo el negocio. «Los militares de los puertos del río están nerviosos —me dijo Bordallo—, hay bandas de rebeldes hutus ruandeses en la selva. Se dice que están exterminándolos y no quieren testigos. No es buen momento para navegar».

Pero antes de echarme a caminar por la decrépita y dolorida Kinshasa, me quedé un rato frente al río. Ardían a mi alrededor las fogatas de los refugiados del otro Congo, y olía a guisos de grasa rancia, mientras que el cielo de Brazzaville se cubría de humaredas negras y de rastros de obuses que cruzaban el cielo como flechas de fuego. Resonaban las explosiones de la guerra, pero mi emoción a la vista del ancho cauce de agua superaba otras sensaciones.

Al fin había llegado a sus orillas. No hay emoción más intensa para un hombre que la que produce el cumplimiento de un propósito y, después de tantas semanas de vagabundo en África, estaba junto a las aguas del río Congo.

Pero no resultaba dulce la visión que aquel inmenso curso de agua ofrecía a mis ojos. Los hierros rotos de los buques desguazados se alzaban en la playa como los brazos quebrados del mejor de todos los sueños, que es el sueño de navegar. Las gentes escapadas del otro lado, del horror de la guerra, se sentaban en sus orillas mirando hacia Brazzaville, conscientes de que nadie podía ni deseaba ayudarles. Paseé entre ellos, temerosas gentes sin patria, intentando comprender hasta qué punto se puede estar solo y sin esperanza. No eran agresivos, porque nadie es agresivo cuando está abandonado y lejos de su hogar. Eran almas temerosas y frágiles, los hijos inocentes de la guerra, del miedo, del exilio y del hambre.

Y el agua del río bajaba turbia, sin brillo, teñida de un arisco color de tierra parda, arrastrando maderas negras y plantas verdosas arrancadas de las selvas lejanas. Era un río feo que enviaba signos malignos. Recordé lo que dijo, ante la visión del Congo, Arthur Jephson, uno de los europeos que acompañaron a Henry Stanley en su última expedición africana: «Es peculiar qué sentimientos de odio despierta el río. Uno lo odia como si fuera una cosa viva; es tan traicionero y astuto, tan abrumador e implacable por su fuerza y su intensidad irresistible… El dios del río Congo es perverso, de eso estoy convencido».

Siempre, en todos los grandes viajes y en los libros que quieres escribir, hay una hora en que tu sentido común y tu corazón te aconsejan rendirte, cuando nada se parece a lo que has imaginado ni a lo que te han dicho o has leído, y también cuando tu propio sueño se desmorona ante la realidad de tu poco valor y tu escaso talento. Incluso cuando te das cuenta de que nada es seguro y que puedes encontrarte de bruces con lo que no imaginas. Pero es ese el momento en el que debes vencer y en el que debes decirte que hay que seguir, porque luego comprendes que se trata del mejor instante de tu vida. Mirando aquella corriente de aguas inciertas y ruines orillas, pensé que al fin estaba allí y que tenía a mi alcance la ocasión de navegar el río sobre el que tanto había leído, y que probablemente nunca más se me presentaría esa oportunidad. Y decidí que lo haría, pese a los signos contrarios y las dificultades. No sé bien la razón, pero también supe que iba a conseguirlo, aunque en ese momento no tenía ni idea de cómo ni cuándo. Y me animé recordando el refrán swahili que escuché en Kilwa semanas antes, en una noche sin luna y sembrada de estrellas que herían con mordiscos de tibia luz el recio azul del cielo: «Donde hay un deseo, hay un camino».

Eran días inciertos en el Congo los del verano del 97. Durante la guerra de Ruanda de 1994, Mobutu y los caciques del oriente del Zaire habían apoyado la causa de los genocidas hutus. Cuando los tutsis los derrotaron en julio de aquel año, más de un millón de refugiados cruzaron la frontera y se instalaron en campamentos en el interior del Zaire. Con ellos viajaban el ejército hutu y las terribles milicias Interahamwe. Como ha escrito Ryszard Kapuscinski, «era un ejército derrotado, pero no liquidado». Y que estallara una nueva guerra era tan sólo cuestión de tiempo.

Un país como el Congo, donde conviven doscientas etnias, es y ha sido siempre una olla a presión a punto de reventar. En el oriente del Congo vivían miles de banyamulengues, una etnia de sangre tutsi a la que los caciques locales y el propio Mobutu negaban los derechos de ciudadanía zaireña. Cuando el derrotado ejército hutu entró en Zaire en el verano del 94, los caciques zaireños vieron la ocasión de expulsar a los banyamulengues y ampliar su poder, llevando la guerra de nuevo a los territorios de Ruanda. No contaban con que, enfrente de ellos, tenían dos ejércitos pequeños pero muy profesionalizados: el de Ruanda y el de Uganda. Los banyamulengues se alzaron en armas contra las autoridades del Zaire y pronto encontraron el respaldo de ruandeses y ugandeses. Los tutsis de Ruanda tenían ahora el pretexto para cruzar la frontera y exterminar a los contingentes militares hutus y a los genocidas Interahamwe. Y la CÍA contemplaba el conflicto como una buena ocasión para extender la influencia americana en una rica región del mundo.

En las selvas del sudeste, un hombre orondo, sonriente y extraño venía resistiendo al mobutismo desde décadas atrás. Se llamaba Laurent Kabila, un antiguo comunista discípulo de Lumumba, miembro de la etnia luba, que había tratado con el Che Guevara durante la estancia del legendario guerrillero cubano en el Congo. Kabila tenía excelentes relaciones con los tutsis, los tanzanos y los ugandeses, todos ellos interesados en el derrocamiento de Mobutu. Y Kabila fue escogido para encabezar la rebelión, al mando de un ejército singular integrado por tropas ruandesas, algunos regimientos ugandeses y rebeldes banyamulengues, a los que pronto se unieron guerreros mai-mai y contingentes de soldados angoleños. No era la de Kabila una fuerza militar congoleña, sino una suma de intereses en ocasiones mercenarios. Kabila era más bien un hombre de paja colocado en el pináculo del poder militar rebelde por gente más poderosa que él en la región de los Grandes Lagos, y con la sonrisa cómplice de Washington en la trastienda.

Frente a ellos, Mobutu sólo contaba con los hutus atrincherados en los campos de refugiados, un ejército propio que no cobraba desde años atrás y cuyo único entrenamiento militar era el pillaje, y el apoyo de algunos batallones de rebeldes angoleños. La guerra duró poco más de ocho meses. La resistencia de las tropas de Kinshasa y sus aliados fue en la práctica nula. Las ciudades fueron cayendo una tras otra en manos de los rebeldes, apenas sin lucha, y eso sí: siendo puntualmente saqueadas todas ellas por las tropas de Mobutu antes de emprender la huida.

Los refugiados hutus regresaron en su mayoría a Ruanda cuando los campos fueron conquistados por los tutsis. El ejército hutu y los Interahamwe se perdieron en las selvas del río, huyendo de la venganza tutsi. En mayo del 97, las tropas de Kabila entraban en Kinshasa sin disparar un tiro. Todo el mundo celebró la caída del tirano, a excepción de Francia, cuyas maniobras diplomáticas para detener la guerra y el avance rebelde fueron desmontadas una tras otra por Washington. Con aire de guerrillero romántico, Kabila entró en Kinshasa pocos días después de que lo hicieran sus tropas y prometió el restablecimiento de la democracia y la reconstrucción de la nación, proclamándose de inmediato presidente y devolviendo el nombre de Congo al país en lugar de Zaire. Mobutu se exilió a Marruecos y murió pocos meses después, afectado de cáncer de próstata.

Pero, a finales del verano del 97, ni había fechas para elecciones libres ni se había dado un paso en la reconstrucción del país. Kabila perdía crédito entre la población que le aclamó en mayo y todos los periodistas críticos con el nuevo régimen ingresaban uno tras otro en prisión. Más de cuarenta mil soldados de Mobutu se hacinaban en las cárceles de «reeducación», muriendo por centenares cada semana de disentería y diarrea roja. Otros miles de soldados, huidos al otro Congo, combatían como mercenarios en los dos bandos de la nueva guerra desatada en la orilla contraria del río. Sujetos tan sólo al mando de sus propios jefes, los tutsis controlaban la navegación del Congo, se apoderaban de empresas y vehículos con los derechos que les daba su condición de ejército victorioso de ocupación, y sobre todo, rastreaban las selvas cumpliendo sin escrúpulo su venganza contra los restos del ejército hutu y los refugiados que les acompañaban. Kinshasa era un hervidero de rumores sobre las matanzas de hutus en las selvas del río. Y a las organizaciones internacionales no les salían las cuentas sobre el número de refugiados hutus en el Congo, y se ignoraba el paradero de unos doscientos mil.

Kinshasa, entretanto, continuaba siendo el caos que siempre fue. Con una salvedad: había descendido el índice de delincuencia ciudadana. Pero no a causa de la energía de las nuevas autoridades, sino porque los propios congoleños decidieron ocuparse del asunto. Y de una manera pavorosa: cuando un ladrón era sorprendido robando, las gentes se agrupaban para detenerle, luego le ataban de pies y manos, le colocaban un neumático viejo alrededor del cuerpo, lo rociaban de gasolina y le prendían fuego. Las cámaras de la televisión local recogían a menudo estas ejecuciones con toda suerte de detalles, moralizando sobre la necesidad de que se acabase de una vez por todas con el robo.

Ese era el paisaje del Congo que encontré a mi llegada: ladronzuelos ardiendo en las calles, hutus perdidos en las selvas y huyendo como animales hambrientos y aterrados, tutsis sedientos de venganza y seguros de su poder, la población empobrecida como siempre y harta de escuchar promesas que no se cumplían, la prensa en la cárcel, el enemigo muriendo en las prisiones, la guerra sin cuartel en el otro lado del río, un presidente que era poco más que el rehén de un ejército extranjero y un Estado que no era tal, carente de estructuras políticas y judiciales, y sobre todo, sin ningún proyecto de reconstrucción a la vista.

Miles de congoleños vestían ahora camisolas con la efigie de Kabila en el pecho y en la espalda. Y los precios de la corrupción, tras un breve período de estancamiento, comenzaban a subir.

Tenía cuatro días por delante en espera de un hipotético barco y resolví viajar a Matadi, cerca de la desembocadura del río. Hasta esa ciudad, desde Kinshasa, hay trescientos cincuenta kilómetros, y como el río no es navegable a causa de las imponentes cataratas que quiebran su curso, hay que ir hasta allá por carretera o en tren. Opté por el tren, ya que la carretera, jamás reparada durante las tres últimas décadas, se había convertido en una pista atroz donde los baches podían llegar a tener el tamaño de un autobús.

El tendido que une Kinshasa con Matadi es una de las pocas líneas férreas congoleñas que han sobrevivido en condiciones aceptables a la plaga devastadora del mobutismo. Fue el explorador Stanley quien abrió paso a la línea del ferrocarril, a finales del pasado siglo, entre enormes roquedales y espesas selvas vírgenes. Lo hizo a golpes de dinamita, y así ganó el apodo del que se sintió tan orgulloso durante su vida: Bula Matari, le llamaron sus hombres, el «Rompedor de Piedras» en lengua swahili.

Hay dos trenes que hacen el recorrido. Uno, el popular, al que se conoce como Kibolabola, es poco más que un convoy para el transporte del ganado, y la gente viaja hacinada en los vagones de carga, sin ventanas, sin asientos, con sólo unos agujeros en el suelo a modo de váter. El recorrido de trescientos cincuenta kilómetros puede llevar un día y medio y en ocasiones hasta dos, pues el Kibolabola se detiene en todas las estaciones y apeaderos durante horas, para recoger y soltar pasajeros y para que sus viajeros comercien con los habitantes de las aldeas del camino. El billete costaba por aquellos días ciento quince mil nuevos zaires, esto es, un dólar.

El otro tren, el Express, viaja tres veces por semana en los dos sentidos. Tiene clase de lujo, primera clase y segunda clase, y todos los asientos son numerados. Tarda siete horas en hacer el trayecto, aunque a veces pueden ser ocho e incluso nueve. Es un tren extrañamente caro en un país tan pobre, pero el Congo, como cualquier infierno de la Tierra, tiene su economía sumergida, a causa sobre todo del contrabando de diamantes y de oro. La clase de lujo costaba en el verano del 97 cien dólares, cuarenta la primera y veinte la segunda. De modo que compré un billete de segunda.

Era confortable, pese a todo, aquella segunda clase del Express atendida por azafatas que vestían uniforme de blusa azul y falda roja. En la megafonía, al arrancar el tren, el maquinista se presentó con nombres y apellidos y luego dio la lista completa de todo el equipo que formaba la tripulación, azafatas incluidas. Cruzábamos, temprano en la mañana, junto a arrabales miserables, hondonadas oscuras y campos quemados. Al poco, un pastor evangélico comenzó a rezar en lengua lingala por la megafonía y los viajeros coreaban con fervor sus aleluyas. Luego, su discurso cambió al francés. Con verbo apocalíptico, el pastor recomendaba a los pasajeros que estuvieran preparados para lo peor y siguieran firmes en el amor a Dios. «¿Y si os asomáis a una plataforma y caéis del tren a un barranco? ¿Y si el tren descarrila? ¿Y si choca con otro? Por si acaso, hay que estar en paz con Dios, vivir en su fe y confiar en el perdón de nuestros pecados. ¡Aleluya!», terminó entre los aplausos aliviados de los viajeros.

Crecía el calor conforme el día avanzaba. Marchábamos en paralelo al curso del río Congo, unos pocos kilómetros al sur, y por tanto sin poder verlo, entre colinas grises, tramos de selva y rocas graníticas. No era un bonito paisaje. Y el vagón se convertía en un verdadero horno cuando se hacía necesario cerrar las ventanillas para protegerse de las nubes de polvo que cegaban el paso del tren.

Me fui al vagón del bar, donde había ventiladores y algo más de fresco. Acodado en uno de los mostradores de los lados del coche, pedí una cerveza a la azafata. Me la trajo y entabló charla conmigo de inmediato. Se llamaba Bijoux (Joya) y había nacido en Kinshasa. «Mi vocación verdadera es ser azafata de vuelo —dijo—, pero como en el Congo no hay casi aviones, me he quedado en azafata de tren. Por lo menos tengo un salario fijo». «¿Cuánto?», pregunté. «Diez dólares al mes, no crea que es poco en el Congo».

A Bijoux le dio el relevo Yusuf, un hombre joven de rasgos europeos, piel muy negra y ojos claros. Era hijo de belga y congoleña y de religión musulmana. «Trabajo en Alemania, estoy casado con una alemana, y he venido a ver a mi familia unas semanas. Hacía cinco años que no venía al Congo». Hablaba un buen francés, y también inglés y alemán. Le resumí mi largo viaje cuando me preguntó qué hacía allí. «¿Y le gusta África?», añadió. «Sí, me gusta a pesar de todo». Se encogió de hombros. «A mí me gusta más Europa —dijo—, allí hay trabajo y hay calma. Cambiaría todo África por una pequeña ciudad europea. No se imagina lo que es vivir en un lugar como el Congo». «Creo que tengo una idea aproximada», respondí.

Durante el resto del viaje, trabé conversación con diez o doce pasajeros más. Los congoleños son abiertos, curiosos y hospitalarios. Son un gran pueblo alegre al que han gobernado siempre colonos europeos sin alma, tiranos ladrones y déspotas asesinos.

Ocho horas después de haber salido de Kinshasa, el tren giró hacia el norte y asomó el poderoso río, ancho y sereno, abriéndose camino sin esfuerzo entre orillas de piedra dura. Eran las tres y media en la miserable estación de Matadi, repleta de vagones y locomotoras desguazadas, y de vías muertas destruidas por la corrosión del tiempo. En el andén, el polvo se alzaba sobre el gentío que esperaba la llegada del tren. Y los viajeros, asomándose a las ventanillas, gritaban saludando a los suyos, felices como los soldados que regresan de una sangrienta guerra. O de la infeliz Kinshasa.