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UN PAÍS DE OJOS TRISTES

Llegué al aeropuerto de Mwanza una hora y media antes de la anunciada para el vuelo a Kigali. El edificio era poco más que un galpón, chaparro y mugriento, con un mercado en la explanada delantera de la terminal de pasajeros, donde vendían peces gato ahumados, feos como murciélagos carbonizados. Gasté media hora larga en pasar los trámites de aduana: hube de mostrar al menos cuatro veces mi pasaporte a los oficiales de aquel chamizo. En Tanzania, el desempleo no tiene lógica: siempre hay cinco o seis personas para hacer el trabajo de una.

Luego, me hicieron sentarme en una sala de espera donde había apenas veinte pasajeros. Y tres cuartos de hora antes de la salida del vuelo, apareció una azafata, nos contó y dijo: «Muy bien, están todos; vámonos».

Despegamos con media hora de adelanto sobre el horario previsto. Sumé las cabezas de los viajeros: éramos dieciocho. Cuando la azafata pasó repartiendo latas de cerveza dije:

—Vamos adelantados, ¿no?

—Sí, claro. Pero como ya estaban todos allí, ¿para qué esperar?

—¿Cuánto tardamos hasta Kigali? —pregunté.

Se quedó pensativa unos segundos antes de responder:

—Hummm, unos cuarenta y cinco minutos.

Llegamos en diez, tras un hermoso vuelo sobre los lagos, los bosques, los ríos azules y las montañas luminosas de la dolorida Ruanda. Air May Be seguía siendo fiel a sí misma.

Era una ciudad callada y desperdigada entre colinas. Si no fuera por el color de la piel de sus habitantes, cualquiera podría pensar que no se encontraba en África. No había griterío en sus mercados, ni tráfico agobiador, ni radiocasetes de música ruidosa y alegre. Había un silencio pesado que caía desde el cielo sobre los hombros abrumados de las gentes. O puede que fuese la espesa melancolía de los hombres, los niños y las mujeres de Kigali lo que empañaba el aire de tristeza. Se dice que los tutsis son los alemanes de África, un pueblo ordenado y mucho menos amigo de la bulla que sus vecinos. Pero a mí me pareció que era otra cosa: una ciudad que se sentía en estado de sitio, grave y enlutada, sobrevolada por buitres y milanos. Los tutsis ruandeses aún seguían en el verano del 97 contando los muertos de aquellos trágicos días de la primavera y el verano del 94. Y la guerra no había terminado todavía, porque los hutus habían vuelto a alzarse en armas. No era oportuno reír, gritar y cantar en la callada Kigali, capital del dolor en la región de los Grandes Lagos de Sangre, como la bautizó un periodista.

No es necesario extenderse mucho para hablar de la historia de la tragedia ruandesa. Todos fuimos testigos, sentados en los sillones de nuestras casas ante la pantalla de televisión, de aquellas terribles matanzas del 94, de aquel genocidio que, en pocas semanas, provocó la muerte de cerca de un millón de tutsis y hutus moderados, la mayoría de ellos sacrificados a golpe de machete por los radicales hutus, las bandas de Interahamwe, que significa «los que matan juntos».

Pero sí que parece importante dejar una cosa clara. Como ha dicho ese gran periodista y escritor que es el polaco Ryszard Kapuscinski, el conflicto que se desató en Ruanda no fue «étnico, racial ni tribal, y aquellos que definen a hutus y tutsis como dos tribus, dos etnias enfrentadas, no saben lo que dicen».

Tutsis y hutus llevaban siglos conviviendo, mezclando sus sangres, sus culturas y sus lenguas hasta haberse convertido en un único pueblo en el que las diferencias las marcaban tan sólo razones de índole social y económica. Cuando los belgas se ocuparon de la administración de Ruanda al concluir la Primera Guerra Mundial, tras la derrota de Alemania y el fin de su Imperio colonial, encontraron en el país una sociedad estructurada, organizada como un estado feudal. Arriba de la pirámide se sentaba el rey, sostenido por una corte de aristócratas, los abatware, que eran los grandes propietarios de tierras y vacadas. Nadie les llamaba tutsis o hutus, eran simplemente los ricos.

Fueron los administradores belgas y las jerarquías de la Iglesia católica quienes decidieron establecer la división. Para gobernar aquellos nuevos territorios, lo más sencillo era apoyarse en las bases de gobierno que existían antes de su llegada. De modo que dejaron al rey Musinga en su trono y a los ricos con sus privilegios. En 1929, las autoridades coloniales decidieron elaborar un censo y clasificar en dos grupos a la población. El criterio no pudo ser más simple: en un grupo estarían aquellos que poseían más de diez vacas, y en el segundo los que tenían menos de ese número. A unos se les llamaría tutsis y a otros hutus. A los primeros se les daría educación, para crear una prestigiosa élite de cuadros, la Indatwa, sobre la que apoyar el poder de la Administración colonial, y los segundos serían empleados como mano de obra barata sin derecho ninguno a la educación. Como resultado de ese censo, un 15 por ciento de los habitantes de Ruanda fueron denominados tutsis y el resto hutus. La barrera quedó trazada sin remedio: incluso los hermanos de las mismas familias fueron separados en función del número de cabezas de ganado que poseían.

Al rey Musinga no le gustó en exceso esta política, y los belgas, sin pensárselo dos veces, le depusieron del trono en 1930 y colocaron en su lugar a su hijo Mutara. Dos décadas después, en 1959, el nuevo soberano se convirtió en el líder del movimiento de independencia de su país, al tiempo que comenzaba a abolir todas las leyes discriminatorios contra los hutus y a desmontar el sistema feudal de poder tan del gusto de la metrópoli. Bruselas tampoco dudó esta vez: un médico belga encargado de vacunar al monarca, le inyectó veneno en las venas. Y se acabó el problema. Los belgas, en la época en que eran una potencia colonial en África de primer orden, superaban en crueldad a todos sus competidores europeos, tanto a alemanes, como a ingleses y franceses. Fueron el foxterrier del colonialismo: pequeños y matones.

Durante los años que siguieron al censo de 1929, una minoría de hutus lograron acceder a la educación, sobre todo en las misiones y seminarios católicos donde había sacerdotes europeos que no aceptaban la política de élites de la autoridad eclesiástica. Fueron estos cuadros los que, en 1959, cuando los tutsis se enfrentaron a los belgas, pasaron a ocupar los puestos de la Administración y la jerarquía locales. Y fueron estos cuadros, apoyados por Bruselas, los que crearon más tarde el partido Parmehutu (Partido para la emancipación de los hutus), cuyo objetivo era desplazar de los puestos de la Administración a todos los tutsis. Ese objetivo se alimentó en la Iglesia católica de base como una filosofía de lucha de etnia oprimida contra etnia opresora, y dio origen a los argumentos que servirían de justificación a los carniceros hutus del 94.

Con la independencia, la persecución y eliminación física de los cuadros tutsis se desató en todo el país. Miles de ellos hubieron de exiliarse en países vecinos, sobre todo en Uganda. Y formaron un movimiento armado, el Frente Patriótico de Ruanda, cuyo sueño era volver a la patria y recuperar el poder perdido. Algunos de sus mejores cuadros recibieron educación militar en Estados Unidos.

En 1985, los tutsis de Uganda se unieron al movimiento de oposición al presidente Milton Obote, ayudando con las armas a Yoweri Museveni, cuya madre era tutsi, a ganar la guerra. Su experiencia militar y el apoyo que ahora tenían en Uganda, les animó a intentar la invasión de Ruanda en 1990 para reconquistar su antiguo poder. Y lo hubieran logrado de no ser por el respaldo militar que Francia prestó a los hutus, que contaron también con el beneplácito político de Bélgica. Los tutsis no fueron derrotados, tan sólo detenidos en su avance; pero el país quedó fracturado en dos, una parte controlada por el Frente Patriótico tutsi, y la otra por el régimen hutu de Juvenal Habyarimana, que gobernaba en la capital Kigali. Desde ese instante, los hutus comenzaron a elaborar listas detalladas con los nombres y domicilios de los tutsis que deberían ser eliminados cuando se diese la señal para la gran masacre, ya no sólo de cuadros dirigentes, sino de cualquier tutsi, por pobre que fuese, que habitara en su territorio. Francia se ocupó de entrenar los escuadrones de la muerte que se harían tristemente célebres con el nombre de Interahamwe, los que matan juntos. Entretanto, Estados Unidos, interesados por primera vez en su historia en las riquezas del continente africano, alentaba desde la sombra las reivindicaciones tutsis. En diciembre de 1993, un editorial del periódico radical hutu, el Kangura, proclamaba: «Es el tiempo del machete, llega la hora de la victoria absoluta».

A finales de ese año y comienzos de 1994, un acuerdo de paz auspiciado por la ONU, parecía todavía posible, y representantes de partidos moderados hutus y los tutsis del Frente Patriótico se habían reunido en Arusha (Tanzania), logrando establecer las bases de un posible tratado. Pero los hutus radicales, organizados y armados, con listas completas de toda la población tutsi que vivía en territorio bajo control hutu, preparaban la Operación Golondrina: la liquidación del «enemigo interior». Sólo faltaba un detonante para desatar la matanza.

Y el detonante sonó el 6 de abril de 1994. Esa mañana, el presidente Habyarimana tomó su avión, un Mystere Fahon 50, para volar hasta Dar es Salaam, donde se iba a celebrar una cumbre de jefes de Estado de la región sobre el conflicto de Burundi. En el vuelo de regreso, cuando el avión descendía ya hacia el aeropuerto de Kigali, dos misiles alcanzaron al aparato, que se precipitó envuelto en llamas contra el suelo. No hubo ningún superviviente. Y aún sigue sin aclararse quién disparó sobre el avión.

Esa misma noche, el coronel Sagatwa, comandante de la Guardia Presidencial hutu, dio la orden de iniciar la Operación Golondrina. Pero no fueron bellos e inofensivos pájaros los que salieron a volar sobre las calles de Kigali y todas las ciudades y aldeas del territorio controlado por los hutus. Eran bandos de carroñeros, los Interahamwe, que acompañaban a los soldados mostrándoles las viviendas donde habitaban familias tutsis y participando con saña en las matanzas. Mientras tanto, la emisora oficial, la Radio de las Mil Colinas, difundía cantos de guerra hutus y eslóganes convocando al genocidio. Según las cifras que parecen más ajustadas a la realidad, unos ochocientos mil tutsis y hutus moderados perecieron a machete en las semanas que siguieron. La golondrina se transformó en vampiro y se empachó de sangre.

Lo triste no es el carácter de los pueblos, sino su Historia. Y la historia pesaba con dureza sobre la ciudad que encontré a mi llegada, tres años después de las masacres.

Quería estar en Kigali muy poco tiempo, pues mi calendario corría muy aprisa y mi dinero de bolsillo volaba. Tenía, sobre todo, interés en visitar la iglesia de Nyamata, a unos treinta kilómetros de la capital, una suerte de monumento al Holocausto ruandés, una iglesia en donde más de cinco mil tutsis perecieron bajo los machetes Interahamwe. Y decidí acortar más aún mi estancia en la ciudad cuando, tras dar una vuelta por algunos hoteles de precio medio, en uno tras otro me informaron de que no aceptaban tarjeta de crédito, sino dinero contante y sonante. No me quedó otro remedio que alojarme en el más caro de todos, el único donde admitían pago con tarjeta, el lujoso Hotel de las Mil Colinas.

Di una vuelta por la ciudad antes de que atardeciera. Soldados tutsis, armados y alerta, protegían los edificios oficiales y patrullaban en vehículos militares las calles y avenidas. Era Kigali en aquellos días una ciudad ordenada, pero tensa. Las milicias hutus, rearmadas tras su derrota en la guerra que siguió al genocidio, habían realizado varios atentados en la capital y comenzaban a hacerse fuertes en algunos puntos de la frontera con el Congo, desde donde organizaban ataques por sorpresa contra pequeñas poblaciones y vías de comunicación. Ruanda estaba de nuevo en guerra. En sus calles se veían también muchos vehículos todoterreno de organizaciones internacionales y de ayuda humanitaria. Y niños solitarios, decenas de niños vagabundos, los desolados huérfanos del 94.

Traía desde Madrid algunos teléfonos en mi libreta de contactos y por la noche llamé a Lola Castro, una vivaz canaria que trabajaba como funcionaría de la FAO en un programa alimentario. Me quitó enseguida de la cabeza la idea de irme por tierra al Congo: todos los días se producían ataques hutus en la carretera que iba desde Kigali a la ciudad congoleña de Goma, y viajar por ella era jugarse la vida. Tal vez, si esperaba unos días, podría conseguirme plaza gratuita en un avión de la ONU hasta Kisangani, el lugar donde yo pensaba tomar el barco para navegar el Congo río abajo, en la dirección que siguieron Brazza y Stanley. Pero mis reservas económicas no me permitían esperar un tiempo impredecible en aquel hotel que devoraba mis bolsillos como una termita hambrienta. Así que tendría que buscar un avión de línea regular para viajar a Kinshasa. Navegaría el Congo corriente arriba, como hicieron Conrad y Gide. Me consolé pensando que estos dos grandes escritores recorrieron el Congo contra corriente, mientras que los conquistadores y exploradores lo hicieron río abajo. Parece que un buen escritor suele ir casi siempre contra corriente.

Quedé con Lola para cenar al día siguiente, tomé un bocadillo en el solitario restaurante de la piscina y luego me subí al bar a echar la última copa. Había poca clientela en el Hotel de las Mil Colinas y menos aún en el bar. Tan sólo dos prostitutas cuyas ofertas decliné con cortesía, un par de japoneses borrachos como cubas y un africano bien trajeado que bebía en solitario acodado en el mostrador. Cuando me acomodé en una banqueta, no muy lejos de él, alzó su vaso y me dedicó un brindis. Siempre he pensado que a la noche, en un bar perdido del mundo y con alguien a quien le guste beber un trago, se terminan todos los infames racismos y nacionalismos. Lo decía Bogart-Ricky cuando una nazi le preguntaba en Casablanca su nacionalidad: «Soy borracho», contestó Ricky.

Se llamaba Athos y era abogado.

—Como el de Los tres mosqueteros, sí —dijo—. Un tío mío había estado en Bélgica, vio la película y le gustó tanto que le dijo a mi padre que pusiera los nombres de los mosqueteros a sus hijos. El mayor se llama D’Artagnan, y le seguimos Athos, Portos y Aramis. Para el quinto hijo hubo un problema, porque ya no quedaban mosqueteros, y mi padre lo resolvió llamándole Scaramouche, también a sugerencia de mi tío, que había visto muchas películas en Bélgica. A mi tío le gustaban mucho los espadachines, le parecían elegantes.

—¿Tiene hermanas?

—Sí, pero ellas llevan nombres de flores, es más delicado.

Le hablé a Athos de mi propósito de ir a la iglesia mártir de Nyamata.

—Es un triste lugar para nosotros los tutsis. Allí murieron mis abuelos, un primo y una cuñada. Yo no quiero visitarlo, me produciría mucho dolor. Y eso que tuve suerte, a mí el genocidio me pilló en Zaire; pero mi familia sí lo vivió y lo sufrió. Muchos de los míos murieron.

—¿Y cómo ve las cosas ahora, Athos?

—Difíciles, muy difíciles. Yo soy cristiano, creo en Jesús, que me hizo distinto al animal y porque con Él aprendí a distinguir entre lo bueno y lo malo, cosa que no sabe el animal. Yo puedo perdonar porque creo en Jesús. Pero muy pocos me entienden entre los míos. Mis hermanos me dicen que perdonar me costará un día la vida. Y no crea que no les falta razón: yo he hablado con alguno de los verdugos en la cárcel, por cuestiones de mi trabajo, y ellos me han despreciado. Los verdugos no olvidan nunca. Acuérdese de cómo actuaron los nazis alemanes en los juicios: despreciaban a sus víctimas y despreciaban a los jueces.

—¿Cree entonces que los tutsis podrán perdonar algún día?

—Yo puedo perdonar, pero no estoy seguro de que puedan hacerlo los tutsis. Además, ustedes los occidentales, discúlpeme, no entienden nada, y quieren que olvidemos todo de golpe. ¿Han olvidado los judíos el Holocausto? No: hace más de cincuenta años de aquello y todavía no olvidan. ¿Cómo quieren que nosotros olvidemos en tan sólo tres años? Yo puedo hacerlo, quizá porque estaba en el Congo cuando las matanzas; pero la mayoría de los míos no pueden. Y les entiendo.

—¿Conoce el río Congo? Pretendo navegarlo.

—Cuidado con ese río. Usted es blanco y aquello es salvaje. Además, por aquellas selvas andan las milicias Interahamwe. Son bestias inhumanas, como hienas. No vaya al río.

—Tengo que ir.

Athos bebió un sorbo de su whisky antes de seguir:

—Bueno, lo más probable es que lo haga y le salga bien. Si usted quiere hacerlo, lo hará. Porque todos acabamos por hacer lo que queremos hacer. Pero hágame caso: busque un amigo en el río, un protector, una persona de respeto, alguien que se cuidé de usted durante el viaje. A los africanos nos gusta la verdad y usted parece hombre de verdad. Encontrará quien le proteja y navegará el río. ¿Me acepta que le invite a una copa?

—No, Athos, el que invita soy yo, le debo un buen consejo.

—De acuerdo. Pero respóndame a una cosa, Martin: ¿en España han olvidado su guerra civil?

—Sabe usted mucho de Europa, Athos.

—Soy un hombre educado, y siempre me ha gustado leer historia contemporánea. Pero no me ha contestado: ¿han olvidado ustedes su guerra civil?

—Yo creo que sí.

—¿Y por qué?

—Quizá porque ya ha pasado medio siglo de aquella barbaridad, supongo.

—No es por eso. Es porque ya murieron los verdugos y porque ustedes son un país católico, de gente que sabe perdonar. Cuando los infames verdugos pierden la guerra, a los hombres frágiles no nos queda otra alternativa que confiar nuestro corazón al perdón. Lo mejor del alma humana es la piedad, amigo Martin; nunca el asesinato. Mi familia no me cree cuando digo esto, y muchas veces pienso que es probable que sean ellos quienes tienen razón.

Regresé a mi cuarto a dormir. Ahora, al escribir, recuerdo el rostro de Athos, una faz negra de rasgos afilados y mirada encendida. ¿Por qué, en todos los bares del mundo y en las carreteras de la vida, encuentras a menudo hombres como Athos que están siempre inevitablemente solos? ¿Y por qué te dicen de cuando en cuando algo que nunca olvidas?

Para saber un poco más sobre el corazón humano, quería ir a visitar el lugar del gran asesinato, la iglesia de Nyamata, el rincón más infeliz de Ruanda. En sólo dos días, los Interahamwe ejecutaron allí, a golpe de machete, a más de cinco mil tutsis que intentaban protegerse junto a la imagen de un Cristo crucificado que presidía el altar. Pero los dos sacerdotes italianos responsables de la misión habían escapado unas horas antes y un dios de madera no protege a nadie. A los hutus les dolían los brazos y las manos de tanto machetazo, según contó uno de los asesinos detenidos semanas después por el ejército victorioso de los tutsis: «Pesaba tanto el brazo que apenas podías golpear con fuerza sobre los cráneos y tenías que dar varios golpes más antes de que murieran. No es tan sencillo matar, la mayor parte de la gente se resiste a morir. Y gritan tanto que llegan a dolerte los oídos». Sin duda es duro el oficio de verdugo.

Iba pisando huesos, que chascaban bajo mis pies como huevos vacíos. Creo que me temblaban las manos y mis notas de aquel día parecen los garabatos de un niño. La iglesia de Nyamata era un sencillo edificio rectangular de ladrillo. En sus muros se leían aún las huellas de los balazos del 94. Ahora, tres años después de la matanza, todo estaba allí dentro tal cual lo dejaron los Interahamwe. El paso del tiempo y las ratas habían devorado la carne de los muertos, pero quedaban las calaveras de los adultos y los niños, los costillares, los fémures, las tibias, montones de huesos en desorden y cubiertos por restos de ropa; y libros de oraciones comidos por la polilla, zapatos, vasijas de plástico, cestos de mujeres, bastones de ancianos, la muñeca de una niña. Los bancos habían desaparecido, pero quedaban los tablones que sirvieron de reclinatorios, y opté por caminar sobre ellos para evitar el atroz sonido de los huesos bajo mis pisadas. Olía a cuero viejo, áspero y seco. Lagartos de cola roja corrían a esconderse a mi paso en las guaridas que ofrecía aquel osario. Sobre el ara, cuatro calaveras miraban hacia la nave, una de ellas con el cráneo partido por un machetazo, otra atravesada por un largo punzón de acero que entraba por un ojo y salía por la nuca. No había Cruz ni imágenes sagradas, y la modesta vidriera que cerraba la cabecera del templo dejaba entrar tibios rayos de luz sobre los muertos. Cristo se había ido de la iglesia de Nyamata, como se fueron los curas italianos cuando llegaron los verdugos, y allí sólo reinaba la realidad pavorosa del crimen, del humano crimen.

Salí al aire. Soplaba un viento vivificador desde la colina cubierta de coníferas, bajo la campana inmensa del cielo africano. Lágrimas de la dulce África en la terrible iglesia de Nyamata.

Pero en los ojos de Christine Mukaluyengi, la guardesa de aquel tremebundo mausoleo, no había lágrimas, sino una mirada perdida en el peor rincón de la angustia: la incomprensión. Christine había sobrevivido a la matanza. Cayó debajo de otros cuerpos mientras los Interahamwe disparaban sus fusiles automáticos y no fue descubierta cuando los asesinos completaban su tarea rematando a machete a los heridos. Christine perdió en Nyamata a su marido, nueve hijos y a sus padres. Mientras me narraba la historia se tocó el vientre:

—Sólo me quedó un hijo, lo llevaba aquí dentro.

Me pregunté por qué aquella mujer seguía allí, por qué la víctima se había convertido en celosa guardiana del horror. Quizá para contarlo a quienes íbamos hasta allí y perpetuar la memoria, tal vez para que el crimen no fuera olvidado.

Le pedí permiso para fotografiarla. Dudó un instante. Después se encogió de hombros y se arrimó a la soleada pared de la iglesia. Mientras preparaba mi cámara, ella se arregló el pelo en un último rastro de coquetería. Era delgada y alta. Me sonrió mientras la enfocaba. Y su sonrisa fue más triste aún que su mirada perdida.

Luego señaló hacia dos pequeños edificios que había en lo alto de la colina.

—Eran la escuela para niños y la escuela de alfabetización de adultos. Están también llenos de huesos. ¿Quiere verlos?

—Gracias, creo que no.

En la caseta de entrada del recinto, firmé en el libro de visitantes que Christine abrió delante de mí. Hacía el número 4560. Ella me pidió que pusiera una opinión junto a mi rúbrica. Sólo se me ocurrió escribir, con mano temblorosa, «never more», sabiendo que, quizá, era una inútil petición dirigida al vacío.

Regresamos en silencio. Cyrille, el taxista que me había llevado hasta Nyamata, parecía menos afectado que yo, más sereno. La pista atravesaba campos feraces cubiertos de maíz, entre colinas curvadas y riachuelos alegres. A veces, hatos de ganado impedían el paso, Cyrille detenía el coche y las vacas cruzaban a nuestro lado echándonos una desdeñosa ojeada. Olía a yerbas húmedas, y el cielo era limpio y el aire dulce. Verde y azul, luz y olores carnosos: un pedazo del Paraíso que tres años antes había descendido a los Infiernos.

Cyrille se detuvo unos kilómetros más adelante y me mostró un paisaje de centenares de cruces, alineadas junto a un maizal, en un orden de hileras semejante al de los cementerios militares.

—Hay muchos como ese en todo el país.

Bajé y leí algunos de los nombres escritos en los maderos. Todos habían muerto en la primavera del 94.

Seguimos hacia Kigali, dejando detrás del vehículo una roja polvareda.

—¿Usted es tutsi, Cyrille?

Me sonrió.

—Es una pregunta que aquí en Ruanda no debe hacerse. Pero le contestaré: sí, soy tutsi. Toda mi familia, menos dos hermanos y yo, fue asesinada en Kigali, en los primeros días del genocidio. Yo trabajaba en una fábrica de soldaduras y entraba muy temprano, en el turno de madrugada. Eso me salvó. El día que comenzaron las matanzas, mi jefe, que era hutu, vino a avisarme: «Huye cuanto antes, tienen tu nombre y quieren matarte», me dijo. Los Interahamwe le mataron al día siguiente, acusado de colaborar con los tutsis. Yo escapé de la fábrica y me refugié en el hotel donde usted se aloja, el Mil Colinas. Pero éramos muchos los que habíamos buscado refugio allí y no había protección ninguna. Iban a venir a por nosotros. Un amigo hutu me escondió en su casa: allí permanecí hasta que llegaron los soldados del Frente Patriótico y liberaron la ciudad.

Entramos en Kigali, derramada sobre las colinas. No pude probar bocado aquel mediodía. Y el olor a cuero amargo de la iglesia de Nyamata regresa a mi olfato ahora, mientras escribo sobre aquello y trato de eludir los adjetivos fáciles.

La mañana del 7 de abril de 1994, los gendarmes de la Guardia Presidencial, los hombres de las Fuerzas Armadas Ruandesas (FAR) y sobre todo las milicias Interahamwe, sabían bien qué hacer. Toda Kigali amaneció sembrada de barreras y controles militares. La máquina exterminadora se puso en marcha y los tutsis no pudieron huir. En las primeras horas del día fueron asesinados los dirigentes hutus más moderados, entre ellos el primer ministro y el presidente del Tribunal Constitucional. La Radio de las Mil Colinas, «la Radio de la Muerte», ordenaba a los habitantes de la ciudad que no salieran de sus casas, en tanto que los Interahamwe y los soldados recorrían los barrios, asesinando y saqueando. Eran todavía matanzas selectivas, cuadros tutsis y sus familias que estaban en las listas elaboradas durante los años anteriores. El día 8, eliminados casi todos los políticos moderados hutus, se formó un gobierno provisional dirigido por los radicales, con Jean Kambanda como primer ministro y Théodore Sindikubwabo como presidente. Ese mismo día las masacres comenzaron a extenderse a otras ciudades del país y a las áreas rurales. «Soldados y milicianos —cuenta Nataribi Kamanzi en su libro Ruanda, del genocidio a la derrota— se desplegaron como enjambres de abejas, matando y dándose al pillaje». Decenas de miles de personas, por todo el país, se refugiaron en iglesias, escuelas y misiones buscando la protección de los religiosos: no eran sólo tutsis, sino también hutus aterrados ante el furor de la carnicería.

Las primeras decisiones del gobierno fueron terminantes: matar a todos los tutsis, a todos sin distinción, y no sólo a los que figuraban en las listas. Los Interahamwe y los soldados rodearon los centros religiosos y las escuelas donde se refugiaban las gentes espantadas e indefensas. Lanzaron un ultimátum: todos los hutus deberían salir en las horas siguientes y regresar a sus casas; en caso contrario, serían considerados «cómplices del enemigo interior». Cuando los hutus abandonaron los lugares de encierro, estos fueron asaltados con una misma técnica de ataque: lanzamiento de bombas de mano en el interior, entrada de los soldados con sus fusiles automáticos para hacer la primera carnicería, y paso libre a las milicias para completar el trabajo a machete. El fin de semana del 9 y 10 de abril fue uno de los más sangrientos del genocidio, sobre todo en Kigali y Kibungo.

Una nueva reunión del gobierno el día 11 proclamó la necesidad de matar, no sólo a todos los tutsis, sino también a cualquier hutu que no se uniera a la política de exterminio. Había que derrotar al enemigo interior antes de derrotar en campo abierto al Frente Patriótico Ruandés de los tutsis (FPR). Esa era la estrategia de la guerra. Las listas se renovaban y se ampliaban a cada hora, las bandas de asesinos saqueaban las casas, violaban, mataban y robaban cuanto encontraban de valor.

Ese mismo día 11, Paul Kagame, comandante en jefe del ejército tutsi del FPR, dio la orden de atacar desde todos los frentes a sus hombres. Y en la misma tarde, tropas tutsis comenzaron a progresar hacia las alturas estratégicas del monte Rebero, una de las colinas que dominan Kigali. El gobierno hutu decidió en la mañana del 12 abandonar Kigali y establecer su sede en Gitarama, sesenta kilómetros al sur. Desde allí, lanzó nuevas consignas: que no quede ningún tutsi vivo para poder contar la historia, exterminación total. La Operación Golondrina cambió de nombre. Ahora iba a llamarse Operación Insecticida. En la tarde del día 12 las tropas del FPR conquistaban la colina de Rebero y sus piezas de artillería podían ya alcanzar objetivos militares hutus de Kigali.

A finales de abril, cientos de miles de tutsis habían muerto y cientos de miles de hutus huían en un éxodo masivo de las regiones conquistadas por el FPR, dejando tras ellas centenares de fosas comunas repletas de cadáveres tutsis. Los Interahamwe y los soldados de las FAR se replegaban con las columnas de civiles que huían, utilizándolos como un escudo protector.

En mayo y junio prosiguió el avance del FPR, en tanto que los Interahamwe que retrocedían dejaban tras de sí un rastro de desolación y tragedia. Francia, que había sostenido la causa hutu e, incluso, entrenado «escuadrones de la muerte», decidió intervenir para evitar la victoria total del FPR. Y el gobierno de París, con el beneplácito del presidente Mitterrand, puso en marcha la Operación Turquesa: bajo la cobertura de una intervención humanitaria, se trataba de apoyar al ejército hutu para contener primero al enemigo y luego recuperar las posiciones perdidas y ganar la guerra. Tropas francesas llegadas desde el Zaire entraron en territorio mandes por el sur y el oeste, mientras «la Radio de la Muerte» hacía sonar una y otra vez «La Marsellesa».

Pero era ya tarde. El ejército hutu no existía como una tropa de combate, estaba sólo entrenado para matar civiles. Además, en una de las primeras escaramuzas, las tropas del FPR hicieron prisioneros a los paracaidistas de una patrulla francesa. París decidió cambiar el signo de la Operación Turquesa, limitándose a cubrir en su retirada a los restos de las FAR y a los Interahamwe, que arrastraban con ellos cientos de miles de civiles hutus, aterrados ante la posibilidad de una implacable venganza tutsi. A comienzos de julio, las tropas de Paul Kagame entraban en Kigali, capital del dolor en la tragedia ruandesa, y las últimas riadas de refugiados hutus cruzaban la frontera zaireña con los restos del ejército genocida.

Ochocientos mil tutsis y hutus moderados habían sido asesinados en apenas cuatro meses. El horror en los Grandes Lagos de la Sangre se unía a la vergüenza de Bélgica y de Francia. Y también a la vergüenza de una parte de la Iglesia católica, que contempló impávida, y en algunos casos contados incluso empuñando un arma, la orgía de sangre del 94.

Pero la guerra no había terminado. Poco después, comenzaría un nuevo conflicto en el Zaire de Mobutu, donde los Interahamwe habían encontrado cobijo, escudados tras los refugiados hutus escapados de sus tierras. Los tutsis iban a vengarse.

Delante de una taza de café, sin hambre y sin ganas de mirar las hermosas colinas que rodean Kigali, me hacía preguntas infantiles: ¿Por qué esa interminable espiral de sangre en los territorios más hermosos de la Tierra? ¿Por qué los asesinos buscan bellos y sonoros nombres, como Golondrina o Turquesa, para sus siniestras operaciones militares? ¿Por qué todo eso sucede en África, un continente de gentes amables y hospitalarias, y también capaces de traspasar la raya del horror en apenas unas horas? ¿O no es África? ¿O es tan sólo el hombre, ese agresivo simio que camina sobre dos patas y cuyos antepasados nacieron en África y que sigue encontrando el espejo de su alma tenebrosa en la hermosa África?

«Todo ángel es terrible», escribió Rilke en sus Elegías del Duino. Creo que aquel mediodía en el hotel de Kigali, comprendía mejor que nunca esos enigmáticos versos sobre el alma sórdida del hombre. Y creía comprender también hasta qué punto las tinieblas rodean el corazón de todos nosotros. Porque el hombre sostiene muchas veces, bajo las enseñas de la nobleza y la verdad, la justificación última del asesinato. Los hutus del genocidio creían tener razón en el empeño de ajustar cuentas con la historia, mientras que los tutsis combatían por sobrevivir. Meses después, siguieron luchando mientras empuñaban la espada de la venganza.

Las golondrinas ignoran todo sobre estos misterios que esconde la virulenta alma humana, en tanto que los hombres no merecemos colgarnos una bella turquesa en nuestros cuellos sin gloria.

Poco después del mediodía, me eché de nuevo a las calles de Kigali. Lucía un sol de hierro al rojo sobre la ciudad. Crucé junto a los muros de la Gereza ya Kigali, la prisión donde más de treinta mil hutus genocidas esperaban todavía a ser juzgados tres años después de las matanzas, hacinados en un presidio con capacidad para tres mil reclusos. Luego, seguí hacia el mercado central, lleno a rebosar de gentes en aquella primera hora de la tarde, pero silencioso y grave, como cualquier calle o cualquier rincón de la capital ruandesa.

Merodeó un grupo de chavales. Pedían dinero, cigarrillos y chicle.

Sentí un golpecito en la nuca y, al volver el rostro, un roce en el bolsillo de mi camisa. Es un viejo truco para robar en el que siempre picas. Giré la cara con rapidez, a tiempo de ver a uno de los chicos esconderse entre el grupo. Palpé mi bolsillo: me faltaban las gafas, unos de esos lentes baratos de medición estándar para la vista cansada.

—Chico —dije acercándome al que se escondía—, venga, dámelas, no seas tonto.

Él me las tendió con los ojos bajos y se alejó hacia el interior del mercado.

Los otros volvían a rodearme y a pedirme dinero. Eran maibobos, como llaman en Kigali a los miles de chicos huérfanos de la guerra que vagan por la ciudad y sobreviven como raterillos. Uno de ellos, delgado y bizco, comenzó a enfrentárseles. Era evidente que estaba de mi parte. Luego, se acercaron algunos adultos y la panda de ladronzuelos se esfumó.

—¿Cómo te llamas? —pregunté al que había salido en mi defensa.

—Pasya Nbatabaye.

Seguía andando a mi lado.

—¿Y cuántos años tienes?

—He cumplido diecisiete.

Hablaba un francés algo torpe, pero se hacía entender. Le pregunté sobre su vida.

—Yo no quiero ser un ladrón. Me gustaría estudiar idiomas, aprender bien el francés y también el inglés, y estudiar mecánica y electricidad. Pero no encuentro trabajo porque no tengo oficio, y no puedo tener oficio porque no tengo dinero para pagarme estudios. ¿Hay trabajo en Europa? Yo me iría a su país a trabajar y estudiar, pero no tengo dinero para pagarme el pasaporte y el billete de avión.

—En Europa tampoco hay trabajo, Pasya, y no bastan un pasaporte y un billete de avión para poder entrar.

—Pero Europa es rica.

—Rica y egoísta. ¿No tienes familia?

—Soy huérfano de padre. Mi madre es zaireña, nos fuimos todos al Zaire cuando empezó el genocidio. Pero mi padre se empeñó en volver, no sé por qué lo hizo, y le mataron. Mi madre perdió el comercio que tenía y ahora no gana suficiente para que podamos vivir mis dos hermanos y yo. Tengo que salir todos los días a la calle a buscar lo que pueda. Pero no quiero ser ladrón.

Le invité a un refresco y él continuó a mi lado, camino del hotel, protegiéndome de nuevos maibobos que se acercaban a nosotros.

—Quieren robarle la cámara —dijo Pasya—. ¿Aviso a un policía o a un soldado?

—No hace falta, Pasya.

Coches militares recorrían la ciudad. Los árboles refulgían con flores moradas y amarillas. De algún comercio, brotaba una melodía de melancólico jazz.

Llegamos al hotel. Pasya me esperó en el vestíbulo y regresé para regalarle unos bolígrafos y una camiseta. Le di también algo de dinero. Él anotó, con letra torpe, su dirección en mi cuaderno de notas.

—Si viene algún amigo suyo de Europa, ¿cree que podrá darme trabajo? Haría cualquier cosa: lavacoches, jardinero, lo que fuese. Con un sueldo de cincuenta dólares podría dar de comer a mi familia y pagarme estudios.

Le dije que fuese a la oficina de la Unicef o a una misión religiosa y preguntase por cursos de formación para huérfanos.

—¿Cree que resultará? —me dijo mirándome con sus ojos extraviados.

—No lo sé, Pasya; pero creo que debes intentarlo todo.

—Tendré que empezar a robar si no encuentro nada…

Se alejó. Me quedé mirándole mientras ascendía la cuesta hacia la salida del recinto del hotel. Volaban cuervos en el atardecer de Kigali. No era la primera vez en África que sentía deseos de llevarme conmigo a España a un chico o a una chica hambrientos. Pero como tantas otras veces, hice oídos sordos a lo que pedía mi alma.

Aquella noche cené en casa de Lola Castro. La compartía con Mónica, una muchacha italiana, y un perro al que llamaban Kabila. Había otros cuatro invitados: un americano con su novia ruandesa, un noruego y un suizo. Todos eran funcionarios de diversas organizaciones internacionales. Fue una cena agradable, con pasta italiana y vino tinto surafricano. Lola era una chica estupenda: enérgica, inteligente y un culo de mal asiento. Había trabajado antes en Malaui y Mozambique, llevaba un año en Ruanda y ya había pedido el traslado a Sudán.

Alternando el inglés y el francés, la cena transcurrió entre bromas y anécdotas sobre la vida de los funcionarios occidentales en Kigali. Me explicaron que, cuando hablaban entre ellos sobre tutsis y hutus delante de ruandeses, llamaban a los primeros tailandeses y a los segundos holandeses, para evitar despertar suspicacias. Lola me contó que había más de ciento veinte mil presos en el país, acusados de genocidas y esperando ser juzgados. Todos coincidían en señalar el carácter militarista del nuevo régimen. «Es un país en armas —dijo el noruego— y aquí nadie cree que la guerra haya terminado todavía».

Lola me recogió la siguiente mañana en el hotel: se había empeñado en llevarme al aeropuerto y yo le agradecí el ahorro de dinero. Quedamos en vernos algún día en Sudán. Luego, esperé en la sala internacional la llegada del avión de Cameroon Airlines. Era una especie de autobús que salía de Nairobi y hacía escalas en Kigali y Kinshasa, para terminar su recorrido en la ciudad camerunesa de Duala, junto al Atlántico. La sala del aeropuerto era ancha, soleada y limpia. En las grandes cristaleras seguían los agujeros de los balazos del 94.

Despegamos a las 12.10 del mediodía. Tenía por delante un vuelo de dos horas y media hasta Kinshasa. El avión se elevó entre jirones de nubes. Poco después, allá abajo, brillaba entre las colinas el curso del río Nyababongo. Dormí un rato y cuando desperté, volábamos ya sobre las selvas oscuras del Congo, una suerte de mancha casi negra, un abismo de la tierra que nos observaba desde allá abajo con ojos invisibles. No resultaba bella aquella visión primera de la selva desde lo alto, en todo caso era inquietante.

Y poco más tarde, mientras nos acercábamos a Kinshasa, a la derecha del avión asomó rotundo y teñido de una leve luz ocre, bajo el cielo cubierto de nubes, el lomo del gigante, la espalda poderosa del río con el que tanto había soñado. Era grande como un mar, una especie de invencible animal que se abría paso en el bosque, sin esfuerzo, apático, como si viajara durmiendo entre la densa vegetación. Me acordé de un magnífico verso de Leopold Senghor: «Oh, Congo, tendido sobre tu lecho de selvas, rey de África sometida». ¿Sometido? Yo tenía la impresión, contemplando el vigor de aquel gigante, que nadie podría jamás rendir al río Congo. Lo creo con mayor convicción después de haberlo navegado.