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UN TREN HACIA EL VICTORIA

Los trenes tanzanos se diferencian de los aviones tanzanos en que los primeros salen siempre en punto y cumplen el recorrido anunciado, mientras que los segundos nunca salen a su hora y algunas veces cambian de destino en pleno vuelo. Pero los trenes y los aviones tanzanos se parecen en que jamás llegan a su destino a la hora anunciada. A favor de los aviones de la compañía Air May Be (Air Puede Ser), como llaman los viajeros a Air Tanzania, está el hecho de que en muchas ocasiones te sorprenden con cambios insospechados en pleno vuelo y puedes aterrizar a una hora insólita en un lugar al que no esperabas ir nunca. A favor de los trenes, cabe decir que en ellos se palpa la carne viva de África, que destilan humanidad, alegría y también dolor. Ir a bordo de un tren recorriendo África, y más aún Tanzania, conserva todavía el sabor de los antiguos viajes, produce esa sensación de que vas muy lejos, hacia lugares desconocidos, la emoción de la aventura, en suma, la más intensa de las emociones que puede empapar el corazón de un hombre. Mi tren al lago Victoria me proponía un viaje de dos días con sus correspondientes noches.

Llegué veinte minutos antes de la hora a la estación de Dar y los pasajeros ya se amontonaban ante las verjas cerradas del andén, como los anhelantes espectadores que abarrotan las entradas de los estadios de fútbol, pero cargados de bultos y maletones. No veía otra piel blanca que la mía por los alrededores y la carne de África me rodeaba con sus olores ácidos, mientras a mis oídos llegaban los sonidos mezclados de varios radiocasetes que lanzaban a todo volumen su música a los vientos. Hay que sentirse alegre en esos minutos previos a la partida y ese era mi caso. Cuando la verja se abrió, todos entramos en apretado pelotón, como ganado al corral.

Alcancé el vagón de la clase de lujo, colocado en mitad de aquel largo tren que formaban unos treinta coches. El lujo de mi compartimiento consistía, tan sólo, en que lo ocupábamos dos personas en lugar de seis, como la primera clase. Por lo demás, las literas eran de forro de plástico con algunas rajas, las sábanas de áspero paño, y las mantas una suerte de recio trapo comido por la polilla.

Unos minutos antes de la hora de salida, asomó en el compartimiento mi compañero de viaje. Se presentó como mister Kiko y dijo ser inspector de la propia compañía ferroviaria. Era un hombre educado y de aspecto limpio. Pensé que había tenido suerte.

—Siéntase libre, es usted mi huésped en este viaje.

Luego, me cedió con gentileza la litera de abajo y me dio algunos consejos.

—Mi trabajo de inspector me impedirá estar mucho tiempo en el compartimiento, así que tome algunas precauciones cuando paremos en las estaciones. Si se asoma a la ventanilla, cierre la puerta, para que no le roben el equipaje mientras está de espaldas. Y si sale al pasillo, cierre la ventanilla, para que nadie se cuele por ella a robarle.

—¿Hay mucho ladrón?

—Hay mucha pobreza. Y ya sabe lo que sucede en todas partes del mundo cuando hay hambre.

Dieron las cinco en el reloj del hangar, sonó el pito del jefe de estación y el convoy emprendió marcha hacia el Victoria. En el andén flameaban los pañuelos, las ventanillas se plagaron de brazos que se agitaban al aire y el griterío de las despedidas crecía por encima de los quejidos de los ejes y las ruedas del tren.

Atravesábamos los arrabales de Dar, barrios miserables, casas descascarilladas, chabolas y escombreras, olor a polvo y humo de gasolina quemada, y gentes por decenas que corrían al paso del tren y saludaban a los viajeros con alegría y aire festivo. Luego, la ciudad se fue quedando atrás y las aldeas iban escaseando más y más sobre los campos verdes. Al fin, se abrieron las tierras libres y sin cultivos, los altivos palmerales, el África de horizontes acuosos destilados por el sol de la tarde.

La primera parada fue en Mpiji, una hora después de la partida. Una multitud de niños andrajosos rodeó los costados del tren, gritando con ansiedad mientras ofrecían productos para la venta: frutas, tomates, mazorcas de maíz y botellas de agua mineral. Algunos viajeros compraban desde las ventanillas y los niños que no lograban vender corrían ávidos siguiendo la línea de vagones y desgañitándose. La parada duró apenas un par de minutos. Cuando el tren retomó la marcha, varios de aquellos niños se subieron a los pescantes, viajando un rato entre risas, y al fin se dejaron caer cuando ya íbamos a buena velocidad. Daba pavor verlos, pero sin duda eran experimentados en aquel arriesgado deporte. Supongo que el vencedor del juego sería el último de todos ellos en bajarse en marcha.

Cayó la noche. Cené en el atestado vagón-restaurante un plato de pollo con arroz y una cerveza caliente. El tren se detenía a menudo en las pequeñas estaciones y alrededor de los coches se organizaba la inevitable algarabía de los niños y las mujeres vendedores. En la oscuridad, semejaban un griterío de pájaros nocturnos que volaban como sombras anhelantes.

El tren siguió luego a través de una noche de intensa negrura, trayendo el olor de las yerbas húmedas desde las riberas invisibles de los ríos. Nos detuvimos algo más de una hora en Morogoro, la primera ciudad grande después de Dar. Subieron más viajeros. Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, preparé mi litera y me eché a descansar. El tren siguió deteniéndose con frecuencia, siempre entre un clamor de gritos. Pero logré descansar bien unas cuantas horas. Por fortuna, mi gentil compañero mister Kiko no roncaba.

Al amanecer, sol azafranado que enrojece la tierra, largas extensiones de sabana vacía, arbustos, roquedales y cauces de ríos secos. La vía del tren sigue la ruta exacta de las antiguas caravanas de esclavos. Viajamos sobre un triste campo tachonado de cadáveres que ha devorado la Historia.

En Dodoma a las 7.20. Larga parada en la extensa y chata ciudad, rodeada de campos baldíos. Hatos de ganado en las proximidades de la estación. Olor de establos. Mendigos que alargan vasos de plástico a los pasajeros en demanda de monedas y ciegos limosneros guiados por lazarillos. También, leprosos y gentes mutiladas. Una dolorida estación en el corazón de la Tanzania sufriente.

Luego, tierras calizas y calvas, y sol cegador sobre el paisaje. Primeros baobabs, hincados como espectros en las anchas planicies. Y también árboles candelabro, lámparas de insultante verdor en medio del desierto sin vida. Al fondo, montañas del color de la ceniza. La visión del África inclemente.

Leí un par de horas el libro de Pakenham sobre la guerra bóer. Después mister Kiko vino a sentarse un rato a mi lado y charlarnos. Me preguntó sobre mis planes de viaje.

—Desde Mwanza, quiero pasar el lago hasta Bukoba en transbordador. Y de allí, seguir por carretera a Ngara, cruzar la frontera y llegar hasta Kigali, en Ruanda.

—¿Para qué le interesa Ruanda?

—Quiero ver el escenario del gran genocidio del noventa y cuatro.

—No debe de ser muy agradable.

—Creo que no lo es.

—Ni se le ocurra ir por carretera a Ngara. Hay muchos bandidos y guerrillas de hutus. Los bandidos asaltan los autobuses, apalean a los viajeros, les roban todo lo que tienen y se llevan algunas mujeres con ellos. El último asalto fue hace sólo tres días, vino en la prensa. ¿No lo vio? No cruce por allí ni tampoco por Burundi, en Burundi hay guerra. ¿O.K., mister Martin?

—O.K., mister Kiko. ¿Por dónde me aconseja cruzar?

—Lo más seguro es subir hasta Kampala, en Uganda, y bajar por la carretera general que llega a Kigali.

—Lo intentaré así —dije mientras pensaba que los mejores consejos en un viaje no están en las guías de turismo, sino en la voz de los hombres que encuentras en el camino.

Seguíamos deteniéndonos, siempre durante unos pocos minutos, en las incontables estaciones. El mismo escenario se repetía una y otra vez: mujeres de ojos tristes ofreciendo su bandeja de productos a los viajeros, niños de rostros ansiosos chillando sus pobres mercancías. Pensaba que todos aquellos seres agobiados tenían sólo dos oportunidades al día para vender algo y poder comer: cuando pasaba el tren hacia los lagos y cuando cruzaba el que hacía el camino hacia Dar. Ellos solos eran una buena razón para detener el tren en las insignificantes estaciones donde no bajaban ni subían viajeros. Al arrancar de nuevo, tras la breve parada, detrás de nosotros quedaba un paisaje de miradas desoladas.

En Kigwe vendían tomates y pájaros enjaulados; en Bahi, esteras y cestos; en Makutupura, juguetes de madera…, y así continuaba mi tren hacia el Victoria, en tropel de gentes surgidas de la nada que ofrecían huevos duros, jabón, zapatos usados, gallos vivos, silbatos de madera, peines y dentífricos. Un viejo cantaba chai, chai, alzando ante los vagones la tetera humeante; las mujeres gritaban ¡asari, asari!, mostrando botellas de miel. En Saranda, entre la histeria de los vendedores, un niño se sentaba sobre una vagoneta abandonada al lado de la vía: tocaba un instrumento de una sola cuerda y canturreaba, sin mirar a nada y a nadie, sin ofrecer ni pedir ninguna cosa. Era la suya una imagen digna y patética.

Sol duro y hostil sobre el África de corazón desesperanzado.

A las 7.40 de la tarde, ya de noche, entrábamos en Tabora, la encrucijada ferroviaria del centro de Tanzania y, durante el pasado siglo, cuartel general de los esclavistas árabes en el interior. De Tabora salen dos ramales del ferrocarril: uno sigue en línea recta hacia el oeste, hasta alcanzar Kigoma, en las orillas del lago Tanganica; y el otro que toma rumbo al norte, hacia Mwanza, en el gran lago Victoria, padre del Nilo. La parada en Tabora suponía varias horas, puesto que era necesario añadir más vagones para los nuevos pasajeros. No había luces en aquella larga estación, y más de un centenar de personas descansaban sentadas sobre sus bultos, o echadas a dormir sobre esteras, en espera de otros trenes. Eran campesinos llegados del interior tras fatigosas caminatas.

Mister Kiko se quedó en el compartimiento vigilando nuestros equipajes. Bajé a estirar las piernas y caminé entre los grupos que aguardaban su tren con resignación y paciencia infinitas. Un fortachón muchacho blanco, cargado de una voluminosa mochila, se acercó a mí. Se llamaba Rainer y era austríaco.

—¿Sabe a qué hora sale el tren? —preguntó.

—Ni idea. ¿Vas a Mwanza?

—Sí, tengo un billete de segunda clase, pero no han puesto aún mi vagón.

Charlamos un rato. Rainer era estudiante y todos los veranos hacía un largo viaje estirando hasta donde podía sus ahorros. Venía de Mozambique y Malaui, quería cruzar el Victoria hasta la isla Ukewere, y pasar el canal hasta Musoma, para seguir por carretera al gran Serengeti y el cráter del Ngorongoro.

—Pero tal vez me desvíe de esa ruta, he cambiado ya tres veces de itinerario. Eso es lo mejor de los viajes. Lo único que no puedo cambiar es el billete de regreso desde Nairobi.

—En cualquier caso, no dejes de ir al Ngorongoro.

—Desde luego que no.

Nos despedimos.

—Bueno —dije—, nos veremos en Mwanza mañana o pasado. En Tanzania todo el mundo se encuentra una o dos veces después de la primera.

—¿Lo dice en serio?

—Ya lo verás.

—Ahora que lo pienso, puede que tenga usted razón. Ya me ha sucedido con algunas personas.

Subí a cenar algo en el vagón-restaurante. Estaba atestado de viajeros e invadido por el humo de los cigarrillos. En un radiocasete atronaba un ritmo salsero de bolingo-bolingo congoleño. Quedaba un solo asiento en una de las mesas. Me acomodé junto a los tres hombres que la ocupaban y pedí de comer al camarero: sólo había pollo, arroz y cerveza. El tipo que se sentaba frente a mí me pidió un cigarrillo. Charlamos mientras yo cenaba. Me dijo que le llamaban Mocha, un apelativo familiar, y que era de Moshi, la ciudad que se tiende al pie del monte Kilimanjaro.

—¿Es usted chagga? —pregunté.

—Sí, chagga. Pero en Tanzania nos importa muy poco cuál es nuestra tribu. Somos tanzanos, sobre todo. Verá, mister Martin, en Kenia, ahí al lado, hay muchas personas que no hablan swahili, aunque sea el idioma oficial. La mayoría sólo saben masai, o kikuyu, o cualquier otra lengua. En Tanzania todos hablamos swahili. El swahili nos ha unido. Mucho más que la política. Luego, que cada uno tenga sus costumbres, eso no desune.

—¿A qué se dedica, Mocha?

—Antes era camarero, ahora no tengo trabajo. Voy a Mwanza a ver cómo están las cosas. Casi todo el mundo vive así en Tanzania, una temporada trabajando y luego nada. De todas formas, no hay que preocuparse mucho. En Moshi decimos que el tiempo es dinero, pero que la mayor parte de las veces toma mucho tiempo conseguir un poco de dinero o ninguno en absoluto. Así es la vida, y lo que hay que hacer es aprovechar las oportunidades.

Hablamos algo de política. Mocha era escéptico.

—Mi abuelo decía: si te conviertes en líder tendrás problemas, porque la gente considera igual a los líderes que a los ladrones; los líderes porque les obligan a hacer cosas que no quieren durante el día y los ladrones porque les obligan a estar vigilantes durante la noche. Total, que un político viene a ser igual que un ladrón.

Partimos de Tabora alrededor de las once. En los rincones de la noche de África ardían hogueras en rojas llamaradas.

Despertó el día entre campos verdes. El tren ascendía en zigzag las colinas, cruzando huertos de árboles de mango, bananos, papayas y palmas de aceite. Briosos roquedales graníticos se alzaban sobre las tierras de cultivo, una lluvia de pedruscos pulidos y acerados caídos allí en los días de la formación del mundo. Había charcas de aguas oscuras y bandos de garzas blancas y desgalichados marabúes que picoteaban en el barro en busca de lombrices y de insectos.

A eso de las ocho, el tren entraba cansino en Mwanza. Eché los cálculos: treinta y nueve horas de viaje, tres más de las previstas. La lengua azul del Victoria asomó a la izquierda, lamida por el recio sol de la mañana y refulgente como una gema. Sobre la ciudad planeaban decenas de milanos negros. En las orillas del lago descansaban los esqueletos de algunos barcos desguazados, con sus armazones roídos por el óxido.

Por mucho que le llaman lago, el Victoria es un mar, un error de la Naturaleza, que llenó este enorme agujero del corazón de África con agua dulce y lo aprisionó entre muros de hoscas selvas, rocas siderales y fértiles sabanas de horizonte azulado. Si acaso, el Victoria se consuela de su encierro vomitando el inmenso Nilo, arrojándolo a borbotones desde su garganta camino del lejano Mediterráneo. El largo río es el hilo de nostalgia que une al Victoria con ese mar que debiera haber sido y que no logró por ahora llegar a ser.

Si tienen razón los geólogos, África se partirá un día en dos por esa falla de la tierra que traza el valle del Rift, a la altura de la herida que abren hoy los Grandes Lagos. Eso sucederá en unos cuantos millones de años, una insignificancia en el pavoroso reloj del Tiempo, y el Victoria cumplirá su sueño de ser al fin un mar que separará los territorios de África Oriental del resto del continente.

El lago es bello hasta romperte los ojos. Y terrible hasta el punto de que puede matarte. Como la mar. En 1996, el transbordador Bukoba, que unía Mwanza, en Tanzania, con Port Bell, en Uganda, se hundió. Entre seiscientos y mil pasajeros se ahogaron aquel día, no muy lejos del puerto de Mwanza. Había una tormenta mediana. Pero ese no era el problema.

El problema estaba en que aquel barco tenía capacidad para unas trescientas personas y llevaba sobrecarga, alrededor de mil doscientos pasajeros. Un golpe de mar le dio la vuelta. Y ese día se acabó un tráfico interlacustre, entre las orillas ugandesas y las tanzanas, que había costado reanudar con interminables reuniones políticas después de más de treinta años de incomunicación. El Victoria se tragó al Bukoba y terminó la comunicación entre las dos riberas del norte y del sur del lago: no porque lo impida la política, sino simplemente porque ya no hay barco.

De eso me enteré mi primera mañana en Mwanza, cuando fui al puerto para informarme sobre los transbordadores que, según mi guía de viaje, comunican las orillas de los tres estados que son soberanos del lago. Otra vez mi guía hacía agua, esta vez en las orillas de un imponente vaso de agua.

Así que no podía cruzar a Uganda desde Mwanza por barco. Si navegaba hasta Bukoba, en la orilla occidental del lago, tendría que viajar a Ruanda por una carretera infestada de bandidos y guerrillas, jugándome la vida. Nunca he viajado para jugarme la vida y contarlo a la vuelta como un héroe de película de Hollywood. Y en consecuencia, no tenía más remedio que tomar un avión. Compré un billete para un trayecto de Mwanza a Kigali que salía dos días después. Como el vuelo era de la compañía Air May Be, me pregunté, mientras pagaba el importe del pasaje, en qué impensado rincón de África acabaría por aterrizar.

Mi alojamiento en Mwanza costaba diez dólares diarios y se titulaba sin rubor Hotel de Luxe. Sin pretenderlo, convertí mi humilde hotel en un centro de reunión de tanzanos emprendedores que veían en un blanco europeo una fuente de inversiones para sus proyectos de progreso económico y ascenso social. Uno quiso hacerme socio en la explotación de una mina de oro recién descubierta, y otros dos trataron de animarme a ser un armador de barcos destinados a capitalizar la riqueza pesquera del lago Victoria.

El caso es que el Hotel de Luxe, en el centro de Mwanza, era en parte hotel, en parte prostíbulo y en parte sala de fiestas nocturna. No puede exigirse más por diez dólares al día. Me dieron habitación en el último piso, al final de una empinada y larga escalera. Durante las noches que permanecí allí, compartí mi cuarto con una familia de lustrosas cucarachas y una tribu de puñeteros mosquitos. Desde la ventana, veía los tejados de la urbe, el esbelto minarete de la mezquita, las colinas rocosas donde colgaban centenares de humildes viviendas y el planeo elegante de los milanos. No había otro pájaro en el cielo de la ciudad, ni buitres ni marabúes: el aire era patrimonio de aquellas aves de presa que, en Mwanza, se habían transformado en carroñeras.

Después de acomodar mi equipaje y tomar una ducha, salí a informarme sobre los transbordadores del lago. No sé de dónde vendría el autor de mi guía de viaje cuando escribió sobre Mwanza, tal vez del infierno, porque la calificaba de «bonita ciudad», y Mwanza puede ser muchas cosas, pero bonita no. A excepción de la avenida principal, Nyerere Road, las calles apenas guardan rastros del antiguo asfalto. Son vías agujereadas, con hoyos profundos dejados por las riadas del invierno. Imaginé lo que sería Mwanza en la estación de lluvias: un lodazal intransitable. Ahora, finalizando la época seca, era un lecho de polvo.

Las tiendas que se abrían en el centro de Mwanza, bajo los soportales de edificios de estilo colonial, tenían sin excepción propietarios indios, y una buena parte de ellas se dedicaban al comercio de repuestos de automóviles, sobre todo neumáticos. Viendo el estado de las calles, uno entendía muy bien por qué. Toda la ciudad era un gran mercado, con tenderetes en cualquier esquina y en cualquier hueco. Los sastres, a la sombra de los pórticos, confeccionaban trajes o cosían remiendos con sus máquinas de patente china Butterfly. Los peluqueros trabajaban al aire libre: les bastaba una silla y un cartel colgando de un árbol en el que se mostraban, con graciosos dibujos, los tipos de rapado que ofrecían a la clientela. Mwanza registraba un intenso tráfico y el polvo levantado por los vehículos producía escozor en los ojos y en las fosas nasales. Abundaban los autobuses colectivos, que en Mwanza llaman express y no matatu, todos bautizados con nombres tan faltos de complejos como Sexto batallón, Nacido para sufrir, Sólo pienso en ti o Voces de la selva.

Comí un cordero massala en un restaurante indio conquistado por las moscas y regresé al hotel a echarme una larga siesta. Después, cuando volví a salir, me topé dos calles más allá con Rainer, el estudiante austríaco que había conocido en la estación de Tabora. Nos estrechamos la mano.

Dijo sonriente:

—Tenía usted razón. Anotaré eso en mi diario: que todo el mundo vuelve a encontrarse al menos una vez en Tanzania.

—Incluso tres —dije.

Paseamos juntos un rato por el centro de la ciudad. Había algunas librerías en Mwanza, pero la mayoría de los volúmenes eran textos religiosos. Compré un folleto titulado «No queremos su religión de blancos». Lo firmaba Bruce Britten, un americano blanco nacido en Wisconsin que llevaba dieciséis años enseñando religión en Suazilandia.

Luego, invité a Rainer a un par de cervezas en el bar de mi hotel. Algunas rameras intentaron sentarse con nosotros, pero declinamos sus ofertas amablemente. Rainer me contaba que sus padres no comprendían por qué viajaba:

—No entienden que no ahorre para comprarme una buena casa que tenga una buena televisión y una buena lavadora. No entienden que no tenga intención de casarme. ¿Sabe?, para un viajero es difícil casarse, no creo que muchas mujeres aceptaran la fiebre de viajar.

—Cásese con una que tenga esa fiebre. Eso hice yo y me fue bien.

—No se viaja igual con una mujer, y que conste que yo no soy machista. Pero en algunos países, llevar una mujer blanca al lado es como llevar un collar de brillantes en un barrio miserable. Y además, el buen viajero debe viajar solo. Cuando vas solo, eres un hombre abierto a todo. Si vas en pareja, eres un círculo cerrado al mundo.

—Tiene razón.

—Algún día quizás escriba sobre todo esto, cuando haya terminado mi carrera.

Rainer se fue y yo pedí un bocadillo a la camarera. Hubo un corte de luz poco después y el bar del hotel quedó en penumbra, alumbrado por las velas. Un tipo se acercó a mí. Iba bien trajeado y con corbata. Tenía una gran nariz y gafas de miope.

—¿Puedo sentarme un momento con usted? —dijo cuando ya estaba sentado frente a mí.

No tenía ganas de estar con nadie, así que no respondí.

—Me llamo Moses y soy un buen cristiano —añadió tendiéndome la mano.

—Martin —contesté al fin.

—Oh, es magnífico haberle encontrado, creo que Dios le ha enviado.

Mister Martin, yo presido una asociación de protección de niños huérfanos, tengo a mi cargo treinta y cinco infelices niños.

—Si va a pedirme dinero, lo siento mucho, mister Moses, pero ando con la cantidad justa y tengo un largo viaje por delante.

Se reía constantemente, con exagerada jovialidad.

—No, no, no es eso. Dios le ha enviado, estoy seguro. ¿Sabe?, cerca del orfanato hay una mina de oro. Pero no tenemos la tecnología adecuada para explotarla. Es una mina riquísima. Si consiguiera un inversor extranjero, iríamos al cincuenta por ciento: la mitad para el inversor y la otra mitad para el orfanato. ¿Le parece justo?

El tipo me cargaba.

—Me parece muy justo. Pero no soy inversor y, además, carezco de la tecnología adecuada para sacar oro. Toda mi tecnología la dedico a escribir, y con eso no se saca mucho oro.

—Bien, bien, pero habrá gente en su país a la que le interese el oro.

—En mi país eso es lo que más le interesa a la gente, no piensan en otra cosa.

—¿Lo ve? Dios le ha enviado, usted es mi hombre. ¿Cuál es su país?

—Soy español.

—Ah, entonces es católico, como yo. Dios le ha enviado. ¿Puede encontrarme un inversor en España?

—No suelo moverme entre inversores. Pero a mi regreso lo intentaré, se lo prometo.

Me levanté, no veía otra manera de quitarme de encima a aquel chiflado.

—Ah, mister Martin, es como un milagro haberle encontrado. Mañana volveré a verle y le daré mi dirección y le mostraré en un mapa el lugar donde está la mina.

—No sé a qué hora estaré aquí, tengo cosas que hacer.

—Le esperaré todo el tiempo que haga falta.

Pedí una vela a la recepcionista y subí a mi habitación. Bajo la tenue llama, eché una ojeada al libro que había comprado por la tarde. Uno de sus capítulos estaba dedicado al color de la piel de Jesús. «Consideremos brevemente la cuestión —escribía Bruce Britten—, ¿de qué color era Cristo? El hecho es que no era blanco. La gente piensa que lo era porque los blancos que pintan a Jesús lo pintan como blanco, en tanto que a Satán se le pinta de color negro y con rasgos africanos. Además, hay muchas películas sobre Jesús producidas en Europa y en América y los actores que interpretan a Cristo siempre son blancos. Pero Jesús no había nacido en Europa, sino en Canaán, y era judío. Y los judíos no eran ni blancos ni negros, sino broncíneos y con el pelo oscuro. Por eso, podemos decir con toda seguridad que Jesús no era ni blanco ni negro, sino que estaba en medio, era más claro que un negro y más oscuro que un europeo. Alguien dijo: "Si metiésemos a todas las razas humanas en un cazo y las fundiésemos en una, el color que saldría en la mezcla sería el de Jesús". Y tenía razón».

Volvió la luz eléctrica y en el piso bajo se armó la marimorena. Mi habitación retumbaba con la música ensordecedora que llegaba desde el night club. En el Hotel de Luxe no había quien durmiera. Pero el cansancio me vencía, pese a todo. En el duermevela imaginaba que tenía un kaláshnikov y bajaba a ametrallar a todos cuantos se encontrasen bailando en aquella ruidosa sala de fiestas.

Como debería haber imaginado, el pelma de mister Moses me esperaba cuando bajé de mi habitación la mañana siguiente.

—Voy a desayunar —dije fastidiado.

—Con gusto tomaré un café con usted, me encanta el café, lo tomo a todas horas —respondió jovial.

En el Hotel de Luxe sólo daban té, pero mister Moses era capaz de vencer cualquier dificultad que se le pusiera por delante. Pidió agua caliente y, sonriéndome ufano, sacó un sobrecillo de café instantáneo del bolsillo. Después de eso, supe que me sería casi imposible quitármelo de encima.

Desplegó un mapa delante de mí y me mostró el lugar de la mina, al oeste de Mwanza. Luego me enseñó unas fotos en las que aparecía rodeado por los niños de su orfanato.

—¿Ve usted? Si conseguimos el oro, les haremos felices.

Me tendió un papel con su dirección.

—Cuando encuentre un inversor, escríbame, mister Martin.

—Se lo prometo —dije guardándome el papel.

—Dios lo envió a mí.

Pensé que podía escapar. Y me levanté de la mesa.

—¿Dónde va usted ahora? —preguntó mientras me acompañaba a la calle.

—Quiero ir a ver a un sacerdote español, creo que en una parroquia de las afueras.

Traía de Madrid la dirección de una misión de Padres Blancos en las cercanías de Mwanza.

—¿Qué parroquia? —insistió mister Moses.

—Se llama Nyakato.

—¡Ah, Nyakato! Ya sé, el padre Joseph. Sí, sí, le conozco bien. Voy a misa allí algunas veces. ¡Oh, qué alegría le va a dar encontrarse con un compatriota! Pensará que le ha enviado Dios. Le acompaño a Nyakato, mister Martin.

No hubo manera de disuadirle. Tenía el día libre, insistió, y yo podría perderme si no encontraba Nyakato. Y allá íbamos, enlatados en un express, un autobús colectivo, sudando por todos los poros de la piel, tragando el polvo rojo del camino y comprobando una vez más que, en los transportes públicos de África, donde caben veinte caben ochenta, lo mismo que donde comen cuatro africanos pueden matar el hambre otros cinco y donde duermen dos hay sitio para que duerman seis. Es una de las grandezas del humilde África.

Mientras volábamos sobre los baches, mister Moses, pegado a mí como una anchoa a otra anchoa, no cesaba de darme la murga sobre la mina de oro y su orfanato y el milagro de que Dios me hubiera enviado hasta él. El aliento le olía a cebollas crudas.

Cristo era negro, pero que muy negro, en las bonitas pinturas que engalanaban el altar y el vía crucis de la sencilla iglesia de Nyakato. Al magnífico artista que creó los frescos del templo le importaba un bledo la exactitud histórica: la Virgen María vestía un kanga de luminosos colores, María Magdalena lucía un peinado afro, un apóstol usaba zapatos y otro modernos pantalones, y Cristo aparecía en cada pintura con rostros diferentes. Charles Ngede, que tal era el nombre del pintor, es un creador tan libre como lo fueron Picasso o Bacon.

Era una jornada de especial actividad en la parroquia de Nyakato. Dos días antes había muerto, a causa de un cáncer de hígado, Maiko Washe, un importante jefe local convertido al catolicismo. Lo iban a enterrar unas horas después de mi llegada, y los padres José Sotillo y John Slinger andaban apurados de tiempo organizando un funeral por todo lo alto. En la peluquería Sarajevo, había cola de hombres arreglándose el cabello para tan fausta ocasión. El Supermarket Hillary Clinton había cerrado en señal de luto.

Sotillo era un extremeño delgado, asmático, hincha del Atlético de Madrid y veterano misionero en África. Antes de llegar a Mwanza, había vivido durante largos años en Mozambique y Zaire. John Slinger, fuerte y reidor, era de Liverpool: hincha del Everton, silbaba como un hooligan para saludar desde lejos a los chavales de la parroquia. Tenían ambos alrededor de sesenta años y parecían felices en Nyakato. A pesar de las prisas, me acogieron hospitalarios en la sencilla y pulcra misión. Creo que se apiadaron de mí al verme llegar en compañía de mister Moses, a quien conocían bien.

Fue una misa de casi dos horas, dicha en swahili y llena de emoción y de hermosos cantos. Sotillo fue a recoger el féretro en su todoterreno y Slinger ofició la ceremonia. Cuando el sacerdote inglés daba el tono de un nuevo himno, con un oído en verdad pecaminoso, los coros crecían en voces armoniosas y sonoras. Las mujeres ocupaban las bancadas de la izquierda; frente al altar, y los hombres las de la derecha. Las misas en África, largas y alegres, se viven por parte de los creyentes con un mayor sentimiento de fe y esperanza que en Europa. Son más que un acontecimiento social, casi una suerte de catarsis. Por eso, quizá, los sacerdotes europeos en África son hombres felices, joviales como los niños que disfrutan de su juguete favorito.

Casi dos centenares de personas caminamos luego detrás del féretro durante un par de kilómetros, siguiendo la senda polvorienta que llevaba al cementerio. La caja viajaba a marcha lenta en el todoterreno de Sotillo, escoltado por tres monaguillos y adornado con flores y guirnaldas confeccionadas con papel higiénico de color rosa. Mister Moses no se despegaba de mi lado. Había sacado un crucifijo del bolsillo, lo besaba con cierta frecuencia y hablaba al mismo tiempo conmigo y con Dios. «Señor, danos tu paz y el eterno descanso. ¿Se cansa de la caminata, mister Martin?».

Junto a la fosa de tierra roja, abrieron el ataúd. Algunos atribulados parientes tomaron las últimas fotografías del jefe Maiko Washe, un rostro seco y arrugado con gesto de niño. Después hubo llantos, cayó al hoyo la caja, ya cerrada, con un golpe perfectamente serio y, uno por uno, los hombres desfilaron echando sobre el féretro paladas de tierra color de sangre. Las mujeres, retiradas a un lado, entonaron un canto fúnebre. Mister Moses alzó los brazos al cielo y gritó enardecido: «Oh, Señor, acógelo en tu seno».

Más tarde, Sotillo y Slinger nos llevaron a Moses y a mí a la terraza de un bar cercano a la misión. Sonaba la alegre música africana y el luto había terminado. El cura inglés mezcló cerveza negra con rubia.

—Así gana fuerza, la rubia es demasiado suave —dijo el de Liverpool alzando su vaso—. Cheers.

Levanté el mío.

—Salud, y veamos qué tal sabe el Slinger’s Cocktail.

Sotillo me preguntaba por asuntos de España: sobre todo, cuestiones de fútbol y política. Luego, me interesé por sus días del Congo.

—Vivía en el sur, en Katanga. Cuando la gente me preguntaba dónde se encontraba mi parroquia, yo decía: sigue la selva durante un mes y, cuando asomes a un claro, allí está. Yo tenía la sensación de vivir en el único claro que había en la enorme selva del Congo.

—¿Fue al río?

—No, nunca subí hasta allí. Pero es como la sangre de aquellas tierras.

Slinger y Sotillo me hablaron del sida.

—Es temblé, una verdadera plaga en Mwanza —decía el cura español—. Cada mes, mueren decenas, he enterrado centenares desde que estoy en Nyakato. Hago visitas a los enfermos todas las semanas. Muchos ocultan que lo tienen, les da vergüenza. Pero enseguida notas quiénes padecen sida: aquí, en esta zona, se les pone la tráquea en carne viva y adelgazan de pronto, brutalmente. Ya he aprendido a calcular a ojo el tiempo que les queda para morir.

—Lo peor son los niños —añadió Slinger—. Muchos están contaminados desde que nacen.

—¿Qué dicen ustedes a la gente sobre los preservativos? —pregunté a los dos sacerdotes.

Se miraron entre ellos antes de responder.

—Nosotros no podemos aconsejarlos, el Vaticano los prohíbe —dijo Sotillo—; pero no decimos nada en contra.

—Cuando ves tantos cientos de muertos —añadió Slinger—, te tienes que callar.

—Oh, Señor —intervino de súbito mister Moses—, ten piedad de nosotros y perdónanos nuestras deudas.

Los dos sacerdotes miraron con infinita tristeza a mi compañero de viaje. Yo me pregunté cuál es la deuda que tenemos los hombres con el Cielo. ¿Y cuál es la deuda de África? Tal vez que, con su belleza indestructible, despertó los celos de Dios.

Me quedaban dos días de estancia en Mwanza, en espera de mi avión a Ruanda. Era sábado y aquella mañana salía un transbordador de ida y vuelta a la isla de Ukewere. Al llegar al puerto, vi un muchacho blanco que bebía un botellón de agua mineral y se sentaba sobre su mochila.

Rainer me mostró sonriente tres dedos de su mano. Seguía su rumbo, hacia el Serengeti, en tanto que yo iba a darme un garbeo turístico por el Victoria. Bueno, nuestros destinos coincidían otra vez durante unas pocas horas, así que compramos dos billetes de tercera clase y embarcamos en el Ciarías, un viejo paquebote de larga proa descubierta y tres pisos en popa. Como es natural en estos casos, y como es de pura lógica en Tanzania, el barco zarpó una hora después de la anunciada, el tiempo que llevó cargar un centenar de colchonetas forradas con telas de colores chillones y unas cuantas decenas de sacos de azúcar importado desde México.

—¿Por qué traen azúcar de México cuando aquí sobra? —preguntaba Rainer, acodados los dos en la baranda del puente de mando, mirando a los estibadores echar sin orden colchonetas y sacos en la cubierta de proa.

—Tanzania tiene una lógica propia, Rainer —respondí.

Sonrió el muchacho:

—Debería hacer algún día una tesis doctoral sobre este país, amigo Martin —dijo.

—Estoy en ello, chico.

—Insisto entonces: ¿por qué azúcar mexicana en un país que exporta azúcar?

—Se me ocurren miles de razones. Pero estoy convencido de que la principal es que el saco de tela plastificada donde empaquetan el producto tiene luego otras utilidades. Sirve de toldo con que protegerse del sol y también es posible usarlo como manta. Y se puede vender. Las he visto iguales en muchos mercados, incluso con la marca de las organizaciones humanitarias. En África no se desperdicia nada.

—Ni siquiera el tiempo —dijo Rainer, perdiendo la vista sobre el lago—. Aquí lo dilatan, mientras que en Europa nos lo comemos.

Envidié su juventud y su inteligencia precoz. Pensé que, a su edad, yo era mucho menos valiente y menos libre. Y pensé que, cuando viajas, aprendes incluso de los más jóvenes.

Y en los viajes, también, se desnudan las almas en pocos minutos. Conoces a alguien, simpatizáis, y el otro pone su vida ante ti mientras tú haces lo mismo con la tuya delante de él. Y luego os despedís para no volver a veros nunca más. Navegando el Victoria, Rainer me habló de sus dudas y yo a él de las mías.

Pero éramos tan sólo dos gotas de humana insignificancia sobre aquel mar prisionero. El Victoria se abrió cuando dejamos atrás los islotes de piedra del puerto de Mwanza, rocas caídas sobre el lago como los salvajes excrementos de algún dios de otro tiempo.

Era un día calmo, de poco viento y aguas mansas. Tres horas después de haber zarpado, el barco atracaba en Nansio, capital y puerto principal de la isla de Ukewere. Era un poblachón desangelado, una larga calle polvorienta con algunos humildes comercios y unos pocos edificios de aire colonial, abandonados y en estado ruinoso. Me despedí de Rainer. Se fue en busca de un alojamiento donde pasar la noche y yo me di un garbeo por Nansio antes de embarcarme de nuevo. Grupos de niños nadaban cerca de los muelles, ignorantes de que las aguas del Victoria están infestadas de filaría.

Al regreso, el Ciarías apenas transportaba carga y pasajeros. Fadhil, el jefe de máquinas, pegó hebra conmigo. Era un hombre pequeño y de ojos avispados. Había navegado las costas del índico y en una ocasión cruzó el canal de Suez enrolado en un petrolero y visitó Grecia. «Los marinos griegos me invitaron a sus casas. En una de ellas, un niño me frotaba el brazo para comprobar si era negro o si tenía suciedad en la piel».

Refrescaba conforme atardecía. Pequeños pesqueros de vela punteaban el horizonte. Volaban gaviotas y cormoranes sobre el paquebote y una pareja de milanos negros intentaban pescar, dejándose caer sobre la superficie del lago desde lo alto, como flechas y sin tocar el agua, cuando distinguían el brillo de un pez.

Fadhil había intervenido en un equipo de rescate de náufragos, el año anterior, cuando se hundió el Bukoba.

—Se dijo que murieron seiscientos, pero pudieron ser mil. Era un barco muy viejo y llevaba exceso de carga. Una ola le hizo inclinarse a babor, y luego a estribor. El agua entró en la sala de máquinas y en las cubiertas inferiores. Los pasajeros que iban arriba, cayeron todos al lago. Luego, en cosa de minutos, el barco se hundió y casi todos los que quedaban dentro se ahogaron. Había muchos niños. Sólo se salvaron los que sabían nadar, porque al hundirse el buque, salieron a flote todos los salvavidas. Había tres turistas blancos, y se salvaron también. A los mzungus les gusta navegar al aire libre: al caer, consiguieron enseguida salvavidas.

El cielo se anaranjaba sobre las aguas celestes del Victoria. Era una hermosa tarde.

—¿Y usted a qué se dedica, mister Martin?

—Soy escritor.

—Ah, escribe sobre la verdad. Es bueno que haya escritores para que los demás leamos y sepamos la verdad.

—No todos los escritores escriben sobre la verdad, Fadhil.

—Entonces no serán buenos escritores… En fin, me bajo al cuarto de máquinas, ya vamos a llegar.

Me quedé pensando sobre la verdad. ¿Por qué la gente respeta y ama una palabra tan peligrosa como esa?

El agua del lago se tornó gris metálico cuando, caído ya el sol, entrábamos en el puerto de Mwanza.

La última mañana en la ciudad me acerqué hasta el puerto pesquero. Era día festivo y los barcos estaban amarrados con las velas plegadas. Pero había mucha actividad en Mwloni. Las mujeres y los niños oreaban los dagaa, pescaditos del tamaño de pipas de girasol, que llegaban en centenares de sacos al puerto desde los secaderos. Los hombres abrían las percas en canal con anchos cuchillos, alistándolas para la salazón. En un extremo de la explanada, se ahumaban grandes peces gato. Los niños se acercaban a pedirme dinero y los jóvenes cigarrillos. Dos de ellos me acompañaron solícitos, ayudándome a que la gente consintiera en que los fotografiase. Dijeron que a la tarde pasarían a verme al hotel y yo les prometí invitarles a una cerveza.

Mister Moses me esperaba sonriente en la puerta del Hotel de Luxe cuando regresé poco antes del mediodía. Se me hacia insufrible su manera de reír.

—No iba a dejarle solo un domingo, mister Martin. ¿Ya fue a misa? Yo ya la he escuchado temprano, pero si usted no ha ido aún, no me importa acompañarle. Dos misas son mejor que una.

—La oí esta mañana, gracias. Y de verdad, no me importa estar solo en domingo. ¿Por qué no acompaña a su familia? El domingo es un día familiar en todo el mundo.

—Oh, no importa, mi familia sabe que estoy atendiéndole a usted.

—Me voy a comer.

—Voy con usted.

—No puedo invitarle, tengo el dinero justo.

—Tomaré un café. Es triste comer solo.

—A mí no me entristece.

Y se sentó frente a mí mientras yo tomaba un pollo al curry, sorbiendo sonoramente su café y hablando sin parar sobre sus huérfanos y su oro y la bondad de Dios por haber hecho posible que nos encontrásemos.

Me lo quité de encima con el pretexto de la siesta y permanecí toda la tarde en mi habitación, leyendo y tomando notas.

Cuando bajé, ya anochecido, los dos muchachos del puerto pesquero me estaban esperando. Tomamos unas cervezas en el bar. Sin muchos preámbulos, me animaron a convertirme en su socio en un espléndido negocio de pesca. Era muy sencillo: si yo invertía trece mil dólares en comprar una barca con buen un motor, ellos podrían lograr tres o cuatro veces más capturas que cualquier otro pescador. Iríamos al cincuenta por ciento y nos haríamos ricos en menos de un año. Me mostraron su estudio en un papel cuidadosamente caligrafiado. No tuve más remedio que aceptar pensarlo a mi regreso a España y contestar por carta a su ofrecimiento. Antes de irse, dieron gracias a Dios por haberme puesto en su camino.

Salí al aire de la noche entristecida de Mwanza y me senté en el alto bordillo, a la puerta del hotel. Y entonces vi la imagen más desoladora de África. Aquel muchacho tendría quizá dieciocho o veinte años, pero su mirada brillante y loca podía contener todas las edades. Su vestimenta consistía en una larga camiseta raída y negra que le llegaba hasta poco más arriba de las rodillas. Iba descalzo y, con voz apagada, recitaba una letanía, una suerte de lamento sin fin, mientras recogía del suelo colillas de cigarrillos y restos de comida. Cuando me miró, yo retiré la vista. Él se acercó sin dejar su murmullo dolorido. Se detuvo ante el halo de luz del hotel, frente a mí. Y entonces se alzó la camiseta. No tenía pene, tan sólo una enorme cicatriz oscura sobre los testículos.

Sentí una honda repugnancia. No piedad, sino pavor. Y me levanté con brusquedad. El chico dio un salto hacia atrás, asustado, y dejó caer el faldón de la camiseta. Pero siguió con su lamento. Sin mirarle, le tiré todas las monedas que tenía en los bolsillos, me di la vuelta y a paso rápido gané la puerta del hotel.

Aquella noche, mientras dormía, el lamento de aquel mendigo se repetía pertinaz en mis oídos. Aún no he olvidado su soniquete.