LOS JARDINES DE LA ETERNIDAD
De nuevo, la tortura de la infame carretera. Era de noche aún cuando salí de Kilwa Masoko y el día asomó al principio tibio y cansino; pero cuando el sol se aupó más arriba de la cintura de montañas que cerraban el paisaje, la tierra pareció convertirse en una plancha de asar chuletas. Peor era el polvo, sin embargo, y a tal punto se alzaba a mi alrededor, que en ocasiones hubiera creído que volaba a través de una nube rojiza, de no ser por los baches y los brincos del todoterreno, que afirmaban la presencia de la dura tierra bajo mi molido trasero.
Alcancé de nuevo el Rufiji y tardé más de una hora en cruzarlo, pues hube de esperar dos turnos del transbordador. Luego, ya a bordo, mi coche quedó encajado entre dos grandes camiones. El de atrás lucía sobre el cristal del parabrisas el nombre de City Boy, y el conductor, que no se bajó de su asiento mientras duró la travesía, llevaba un lorito verde sobre el hombro.
Dos policías vestidos con uniforme blanco me detuvieron unos kilómetros antes de llegar a Kibiti.
—No tiene el cinturón puesto —dijo uno de ellos cuando asomé la cabeza por la ventanilla.
—Se me olvidó, lo siento.
—Puedo multarle. Pero también puedo perdonarle si nos lleva hasta Kibiti.
Subieron.
—No es bueno viajar solo —dijo el que se sentaba a mi lado—. ¿Por qué no lleva con usted a un amigo? ¿O a una mujer? Es más seguro ir con un amigo y más agradable ir con una mujer.
—Me gusta viajar solo.
—Usted verá, eso no es delito. Pero no es bueno.
Llegamos a Kibiti. Dejé a los dos agentes en la estación de policía. ¿Cuántos más iba a encontrarme aún y todos empeñados en que no viajase solo? La carretera se partía en dos: al frente, hacia Dar es Salaam; a la izquierda, rumbo a Selous. Ya no había dudas. Paré en la gasolinera de Kibiti, la última antes de alcanzar Selous según mi libro-guía, y llené el tanque y los bidones. El empleado servía el gasóleo a manivela. Luego, compré unos plátanos en el mercado y continué viaje hacia el oeste.
El camino se estrechaba, rodeado por un bosque seco y agobiante que cerraba los dos lados. Marchaba sobre una pista arenosa y herida por baches invisibles. El polvo era blanco ahora y el cielo de un tono calizo. «La selva es fúnebre, tétrica, muda y vacía», escribía Moravia. Y así me parecía en ese momento. Nada había de hermoso en la naturaleza hosca y uniforme que atravesaba mi vehículo. La ruta era de una monotonía abrumadora. Tenía la sensación de viajar hacia la nada en medio de un territorio estéril. Aquella selva no producía temor, sino una sensación de claustrofobia parecida a la que sientes en los ascensores abarrotados. Me animaba pensando en que cumplía un propósito antiguo: ser un vagabundo. Recordaba a Conrad: «Yo era un marino —decía Marlow al comienzo de El corazón de las tinieblas—, pero también un vagabundo».
Y en ese momento, una de las ruedas traseras del vehículo pinchó.
Bravo, no era el mejor lugar del mundo ni el momento más oportuno. Bajé y busqué las herramientas, pero al colocar el gato para izar el pesado todoterreno, descubrí que mis desdichas no habían hecho más que empezar: el gato no funcionaba. Y me acordé de una de esas frases que he odiado toda mi vida porque alguien la dice siempre en los momentos menos oportunos: lo barato es caro.
Sólo cabía sentarse a la sombra y esperar a que pasase alguien por allí. Si había pista, podía suponer que a veces había vehículos. Deduje también que, si había selva, era previsible que hubiera en los alrededores animales salvajes. De manera que no me aparté demasiado del vehículo. Intenté darme ánimos pensando que, en Tanzania, todo lo que es irresoluble acaba por resolverse, mientras que lo que es fácilmente reparable jamás tiene arreglo. Lo mío era difícil, con lo cual era prácticamente seguro que acabaría por tener solución.
Tal vez un cuarto de hora después, viniendo en la misma dirección que yo traía, asomó al fondo de la pista un autobús de color azul, rodeado de polvo blanco. Hice señas. Conforme se acercaba aquel matatu de apariencia más que vetusta, vi que iba atestado de pasajeros, con una veintena de hombres subidos en la vaca, entre montones de bultos y maletones, y decenas de rostros que se asomaban por las ventanillas.
Paró. Le dije al conductor que necesitaba un gato y mi petición tuvo un efecto semejante al que se produce cuando sacudes con un palo a una colmena. Por todas partes descendieron pasajeros, riendo a coro con el tono de un zumbido de abejas. Uno se enfundó el mono de trabajo y se tumbó bajo mi coche, otro trajo el gato y un tercero nuevas herramientas. Los niños formaron corro alrededor del vehículo y un viejo me pidió un cigarrillo. Saqué el paquete y, en unos segundos, media docena de manos ávidas cayeron sobre la mía y los cigarrillos se esfumaron del paquete.
Minutos después, el conductor gritó algo en swahili, los pasajeros volvieron al autobús y tan sólo se quedó conmigo el hombre del mono, afanado en cambiar la rueda. Mitad por señas y mitad en un rústico inglés, me informó que viajaría conmigo hasta el siguiente poblado.
Se llamaba Rubén, era alto y tenía una cara simpática. Y con gentileza me indicó, cuando la rueda ya estaba en su sitio y el coche listo, que iba a conducir él. Así que me encontré con un chófer imprevisto en medio de la selva y camino del parque más salvaje de África. Le dije a Rubén que iba hasta Selous. Su rostro se animó. Él viajaba hasta la entrada misma del parque, y vendría conmigo encantado.
La verdad es que conducía bastante mejor que yo por aquellos caminos del diablo. Parecía saberse de memoria los baches y se le veía feliz de manejar un todoterreno. Paramos un minuto en el pueblo, donde le esperaba el autobús, Rubén tomó su bolsa de viaje y devolvió el gato. El conductor y los pasajeros nos despidieron con júbilo e incluso algunos aplausos. Y seguimos viaje. La suerte me había puesto en el camino un buen chófer que, además, sabía cambiar ruedas. Lo único malo era que, según él mismo me dijo, no había por allí ni un solo taller donde reparar el pinchazo. Tendría que intentarlo en alguno de los lodges del interior de Selous.
Pero a la guerra como en la guerra y a la selva como en la selva. La pista continuaba rodeada por el bosque. Rubén me pedía perdón cada vez que un invisible bache me hacía botar en el asiento. Cuando llegábamos a un pequeño poblado, detenía el coche, llamaba a algún amigo, le saludaba y presumía ufano del vehículo que conducía.
Y otra vez a la selva.
—¿Hay leones por aquí, Rubén?
—Claro, mister Martin, y son demasiados. El gobierno se empeña en conservarlos para dar gusto a los turistas mientras que nosotros tenemos que vérnoslas con ellos. Nadie nos paga las cabras que se comen. Y también se comen algún vecino de vez en cuando. África es un fastidio para los africanos, señor Martin. ¿No sabrá de algún trabajo en Europa? Me iría con gusto.
—Si fuese rico, le contrataría como mi chófer, Rubén.
—Pues intente hacerse rico pronto, mister Martin. Con que me envíe un telegrama y el billete de avión, me planto en su país en dos días.
—¿No le gusta África?
—La verdad, creo que a muy pocos africanos nos gusta África. Para ustedes está bien; para nosotros es una penitencia.
Nos despedimos en Mloka, diez kilómetros antes de la entrada en Selous.
—Bueno, yo me quedo aquí, mister Martin.
Le di cuatro mil chelines, dos de mis camisas y una gorra de propaganda de una marca de cuchillas de afeitar.
Continué solo y unos pocos kilómetros después cruzaba la entrada de Selous, la reserva más extensa de África, tan grande como Suiza, y también la más solitaria. Desde la altura, veía la línea azul del río Rufiji, sus orillas de arena amarillenta, los lomos oscuros y húmedos de los hipopótamos, y las narices de los cocodrilos asomando en la superficie de aguas calmas, como periscopios de submarinos que navegasen despacio en busca de una ingenua presa.
Pensé que lo primero era buscar un lodge donde alojarme aquella noche y arreglar la rueda. Más allá del río, la inmensidad de las llanuras cubiertas de bosque corría hacia el corazón del más hermoso continente de la Tierra. Recordé lo que dijo Moravia: «África es una zambullida en la prehistoria». Creo que es algo mejor que eso: es algo así como echarle un vistazo a la eternidad.
El parque de Selous, llamado de esa manera en recuerdo del cazador blanco Frederick Courtenay Selous, muerto aquí en una batalla durante la Gran Guerra, cubre un territorio de cincuenta mil kilómetros cuadrados y es el santuario de vida animal más salvaje e intocado de África. A pesar de su enorme extensión, tan sólo hay tres lodges y un par de lugares de supuesta acampada, todos ellos situados en una estrecha franja de la orilla norte del río Rufiji. Cuenta también en esa área con tres pequeñas pistas de aterrizaje para uso de los pocos turistas que lo visitan cada año, pues llegar hasta allí por carretera es poco menos que infernal. Durante la estación de lluvias, la reserva se cierra al público, ya que los alrededores de los ríos se convierten en una ciénaga. Abundan los elefantes, las manadas de búfalos, hipopótamos, grandes cocodrilos, felinos y toda suerte de antílopes. Los rinocerontes han sido exterminados casi por completo por los furtivos, una verdadera plaga para Selous. Al sur del Rufiji, no hay construcciones ni poblados. Es un territorio de caza que controlan las autoridades tanzanas, donde quien quiera cobrar un buen trofeo tiene que pagar un dineral.
Guiándome con un rústico mapa que había comprado en Dar, me dirigí al lodge más cercano, marcado en el plano como Rufiji River, no demasiado alejado de la entrada. La tarde comenzaba a declinar y tenía ganas de una buena ducha, una cerveza fresca, una cena caliente y una cama blanda. Los lodges de Selous son insultantemente caros, pero en los viajes largos hay que darse de cuando en cuando una alegría. Sabía que allí podía pagarse con tarjeta de crédito, por lo que mis ajustadas reservas en dinero efectivo no iban a sufrir en absoluto. Ya me llevaría el disgusto a mi regreso a España, cuando llegasen las notas del banco.
Unos kilómetros más adelante, entraba en el recinto del lodge. En la explanada de la derecha, antes de llegar a la fila de tiendas para el alojamiento de los turistas, varios servidores africanos revisaban los todoterreno. Fui hacia ellos. No había ningún problema en arreglar mi rueda, pero lo del alojamiento tendría que consultarlo con el «jefe». Se llamaba Luigi, era italiano y suponían que debía de andar en el bar.
El bar era un búngalo abierto en el centro de una bonita terraza que miraba al río. Luigi me echó una ojeada de arriba abajo mientras caminaba hacia él. Era un hombre menudo y fibroso, cercano a los sesenta años, y no precisamente simpático. Para ser más exactos, era un hijo de perra.
—No hay ninguna tienda libre, espero un grupo de turistas dentro de media hora —dijo con sequedad.
—¿Puede venderme gasóleo?
—Esto no es una gasolinera, es un lodge.
—Bien, ¿puede servirme una cerveza fría?
—No está usted en un bar, este es un establecimiento para uso exclusivo de los clientes. Y usted no es cliente.
No suelo sentir con frecuencia ganas de darle a alguien un puñetazo. Pero mi ánimo se encontraba en esos momentos en una situación infrecuente.
—¿Sabe lo que pienso de usted? —dije.
—Imagino que me estará llamando de todo, pero me importa un bledo.
—Vayase al infierno.
—Y usted lárguese de mi lodge.
La presencia de dos fornidos camareros que seguían nuestra conversación me hizo desistir de largarle un guantazo. Les compadecí por tener que servir a aquel hijo de perra que me sonreía con ese gesto que suelen usar algunos tipos para indicarte que te consideran un necio.
Volví bufando a mi coche, recogí mi rueda, solté una propina generosa y me largué del Rufiji River Lodge, un paraíso gobernado por un canalla. Uno de los servidores africanos me indicó que, a la entrada del parque, había un camping. No recordaba haberlo visto a mi llegada.
Regresé. El pretendido camping no era otra cosa que una explanada entre unos baobabs y con restos de algunas fogatas. Allí no había nada ni nadie, y los únicos sonidos eran el viento y los gruñidos de los hipopótamos que llegaban roncos desde el río cercano. Miré otra vez el cutre mapa: el siguiente lodge quedaba a más de treinta kilómetros. No llegaría con luz. Mi única alternativa en aquella hora consistía en dormir en el coche. Decidí hacer unos cuantos kilómetros de pista hacia el interior del parque y detenerme en algún lugar que me gustara.
Aparqué media hora después, bajo la luz cansada de la tarde y junto a una laguna de orillas verdosas y aguas añiles. Cené una lata de sardinas, galletas y un zumo de mango. El cielo se iluminó de una luz azafranada y el día se preparó para morir. Me encerré en el coche, acomodándome en el asiento trasero y echándome encima la ligera manta que había robado en un avión en previsión de situaciones de emergencia.
Dejé ranuras en las ventanillas para que corriera el aire y entrasen libres los sonidos de las tierras vírgenes. Y comenzó una de las noches más hermosas de mi vida.
Le debo mi noche más hermosa a un ruin italiano con alma de hampón. Primero sopló el viento con fuerza, agitando las cabelleras de los árboles. No se oía otro rumor, como si aquella fuera una tierra casi vacía, habitada tan sólo por mudos seres vegetales, propiedad de la yerba, de los vientos, de los cielos y del agua, en la que un intruso como yo podía alojarse una noche, tan sólo una noche, y luego irse con su música a otra parte antes de que decidieran acabar con él las fuerzas impías de la oscuridad. Luego escuché un trote, parecido al de los caballos, y entre las sombras imaginé figuras que se acercaban a la laguna. ¿Cebras, ñúes, antílopes? No pude saberlo. Durante largos minutos permanecieron allí, bajo la noche sin luz en la que asomaba el gajo débil de una luna creciente: podían oírse entre la negrura sus breves trotes y bufidos. Después, alertados por algún peligro ignorado, huyeron al galope. Pero nada vino a ocupar su sitio. Siguió el viento y yo entré en un candoroso duermevela.
Los gritos histéricos de una hiena me despertaron más tarde. Corría alrededor del coche, como si quisiera que aquel inmóvil monstruo desconocido le mostrase de una vez que era un ser vivo. Luego, el rugido cercano de un león acalló los chillidos de la hiena. Mi corazón latía con fuerza. El pedazo de luna había trepado más alto en el cielo, pero no poseía la luz suficiente como para vencer sobre las tinieblas. Creía ver sombras entre la oscuridad. ¿Leones? Quizás eran sólo los árboles zarandeados por el viento. Me trasladé al asiento del conductor, preparado para encender los faros del coche si distinguía una sombra cercana. El león volvió a rugir. Era tal la potencia de su llamada que creía tenerlo justo al lado derecho del todoterreno. Pero no podía ver nada.
Esperé así largos minutos, quieto y procurando no hacer ruido. Al rato, algo se movió delante. Prendí las luces largas. Un magnífico leopardo miraba hacia mí, a no más de cinco o seis metros de distancia, en el centro del haz luminoso que trazaban los faros. Sus ojos encendidos no parecían temer aquella llamarada de luz. Permaneció quieto unos segundos, observando con mirada retadora a aquel extraño ser que le alumbraba. Luego, con calma, seguro de sí, se dio la vuelta con el rabo alzado, me mostró desdeñoso el trasero y se alejó hasta perderse en la noche. Apagué las luces y encendí un cigarrillo. Pensé que los animales salvajes de África, conscientes de su impotencia ante la superioridad humana, te dejan ver su desprecio hacia ti con una humillante forma de desdén: mostrándote el ojo del culo. Sean vigorosos felinos o frágiles gacelas, todos lo hacen.
Regresé al asiento de atrás y traté de dormir. Entre sueños, escuché de nuevo al león, volvió la hiena con su griterío de vieja cascarrabias y oí también algo parecido a los ladridos de un perro salvaje. La luz comenzó a traspasar las ventanillas del coche horas después. Me levanté. Allí delante, más o menos a una treintena de metros, una familia de elefantes bebía en la laguna. La formaban un gran macho de vigorosos colmillos, algunas hembras y machos jóvenes, y una bonita cría que no se despegaba del trasero protector de su madre. Los contemplé embelesado durante más de quince minutos, antes de que, calmada su sed, decidieran alejarse, precedidos por el gran jefe, y hundirse en la espesura.
El sol recuperaba para la luz aquel perdido jardín de la eternidad, alejando las últimas sombras. El agua negra de la laguna tornaba a ser azul. El viento había cesado de soplar. El bullicio de la noche dejaba paso a una quietud absoluta y no se veía ningún animal en los alrededores del todoterreno. Me dije que era tiempo de estirar las piernas y comer algo.
Pero al abrir la puerta para saltar afuera, un gran jabalí verrugoso escapó de debajo del coche. Sobresaltado, cerré la puerta. No obstante, el facotero parecía más asustado que yo: huía con un trote ridículo a cuanta velocidad le permitían sus cortas patas, con el rabo alzado en vertical y, como era pertinente, mostrándome el redondo ojete.
Salí. El aire era fresco aún, la brisa dulzona traía olor de yerbas jóvenes. Se escuchaba el canto de algún pájaro en la lejanía. Mientras bebía mi último zumo de mango y tomaba unas cuantas galletas, me sentía feliz por el regalo de aquella noche vivida en el corazón de la jungla africana. Percibía el lugar como un rincón de paz y de equilibrio. Si hubiese sido capaz de seguir los dictados de mi corazón, habría plantado mi tienda en aquel Edén y habría permanecido allí el resto de los días de mi vida.
Pero no siempre hubo paz en el Paraíso. Todo el valle del Rufiji, que incluye una buena parte del parque Selous, fue escenario de una airada rebelión indígena contra la brutal administración colonial alemana a comienzos de este siglo. La revuelta, que se conoce con el nombre de Maji-Maji, tuvo su escenario en estas tierras, y sigue presente en las leyendas de las poblaciones que rodean el gran cazadero de Selous.
A raíz de los acuerdos de la Conferencia de Berlín, los territorios de la actual Tanzania, con la excepción de la isla de Zanzíbar, pasaron a formar parte del imperio colonial alemán. Para las potencias europeas, en aquellos tiempos de apogeo del imperialismo, las colonias eran una fuente de riquezas agrícolas y minerales, habitadas por pueblos que consideraban inferiores y a los que había que poner a trabajar y de los que se podía, de paso, obtener otros ingresos con una estricta política de impuestos. Para tener sujetos a los indígenas, bastaba con una buena policía, algunos contingentes militares por si las moscas y una pequeña administración civil. Europa había abolido la esclavitud, pero en la práctica tenía a sus súbditos de ultramar trabajando como esclavos.
El sudeste del África Oriental alemana, en el área de los valles del Rufiji y del Ruaha, era un terreno idóneo para el cultivo del algodón, según determinaron los técnicos enviados desde Berlín. Y el algodón era un buen negocio a comienzos de siglo. Así que unos pocos colonos alemanes obtuvieron del gobierno imperial concesiones de inmensas fincas y nacieron las grandes plantaciones de algodón en todo el sur y el oriente de Tanzania. A los nativos se les requisaron las tierras y se les obligó a trabajar para los blancos por salarios irrisorios y a punta de látigo. Una muchacha nativa, estudiante en una misión en Chiwata, escribió a finales de siglo: «Los negros no teníamos dinero y nuestra dieta consistía en grano, maíz, aceite y cocos. Ellos construyeron dos edificios: uno para la Corte de Justicia y otro como cárcel».
Para ejercer funciones de capataces sobre los nativos, los alemanes contrataron akidas, la mayoría de ellos entre jefes árabes que antes se habían dedicado al lucrativo negocio de la esclavitud. Estos antiguos negreros ejercían su particular justicia sobre el terreno, quedándose en la mayor parte de las ocasiones con los salarios que la administración colonial destinaba a los braceros. El látigo, las cadenas y la horca eran moneda de uso corriente contra aquellos que se rebelaban en las plantaciones del sudeste.
Las sociedades indígenas de la región se regían en aquellos años por clanes, no existía un sistema de poder centralizado ni había entre los grupos una estructura social o política que les diese cohesión. De modo que era casi imposible imaginar un brote de resistencia organizada entre aquellos «salvajes» cumplidamente explotados por la «civilización» germana.
Y sin embargo, la revuelta estalló por donde menos cabía esperarlo. En la pequeña aldea de Ngarambe, a orillas de un lago tributario del Rufiji, el hechicero Kinjikitile cayó una noche de 1904 en trance. Kinjikitile se retiró al lago al atardecer, pasó la noche solo entre fieras salvajes y, a la siguiente mañana, apareció en el pueblo cuando ya todos sus vecinos le daban por muerto. Había oído la voz de Hongo, la principal deidad del sudeste tanzano, que le había convertido esa noche en su profeta. Kinjikitile explicó que él expulsaría a los europeos de las tierras que ahora ocupaban. Reveló también, en nombre de Hongo, que tenía el secreto de una poción mágica, hecha a base de agua y granos de maíz y sorgo, que hacía a quienes la tomaban y juraban seguirle indemnes a las balas de los europeos. Esa poción se llamaba maji, «agua» en swahili, y dio nombre a la rebelión Maji-Maji. Creencias muy parecidas alentaron en su lucha otros movimientos de revuelta en África, como los del Mau-Mau en Kenia y los Mai-Mai del Congo.
Las noticias de la llegada de un profeta se extendieron por toda la región como una llama de esperanza. El njwiywila, el secreto, corría de boca en boca y en todas las aldeas del sudeste se bailaba ya el Likinda, la danza de la guerra. Los hombres acudían por cientos en peregrinaciones hasta la aldea de Ngarambe, donde Kinjikitele les iniciaba en el rito del maji, en ceremonias donde se cantaban himnos que llamaban a la revuelta. En todos los poblados del sur se organizaron batallones de guerreros y se almacenaron arcos, flechas, lanzas y viejas escopetas. A los europeos se les bautizó como warautumbuchere, algo así como los destripados, porque Kinjikitele determinó que, después de matarles, era preciso abrirles los estómagos y arrancar sus vísceras.
Los ritos de iniciación del maji provenían, al parecer, de parecidas ceremonias tradicionales del sur de Sudán. Lo de vaciarles las tripas a los enemigos era una tradición militar zulú, el antiguo «lavado de las lanzas» de los guerreros de Shaka.
Y desde luego que destriparon a unos cuantos blancos. La revuelta estalló una mañana del mes de julio de 1905 en Matumbi, y corrió como un reguero de gasolina incendiada por todo el sudeste de la colonia. En las semanas que siguieron, los guerreros del maji quemaron granjas y plantaciones, destriparon colonos y se llevaron por delante a un obispo, monseñor Speiss. Los alemanes, cogidos por sorpresa, tan sólo tenían guarniciones militares en el establecimiento costero de Kilwa, y en algunos puntos del interior, como Mahenge, Kilosa, Iringa o Songea. Mientras llegaban refuerzos, se fortificaron para resistir la oleada arrasadora de los maji.
Kinjikitele decidió que, para lograr la victoria, había que atacar y rendir las estaciones del interior. Y en agosto de 1905, un fuerte contingente de guerreros, dividido en dos columnas, atacó Mahenge. La mañana de ese día, los alemanes estaban entretenidos ahorcando a cinco jefes locales que consideraban cómplices de la revuelta. Las ejecuciones eran siempre públicas en el sudeste de la colonia, y a ellas debían asistir los niños, las mujeres y los ancianos del poblado donde se llevaban a cabo. El jefe alemán explicaba a la concurrencia los motivos por los que debían morir los condenados. Luego preguntaba en voz alta a los asistentes si estaban de acuerdo, y como es natural todos contestaban a coro que sí, no fuera que les subieran al patíbulo por disentir. A renglón seguido se procedía a colgar a los culpables del delito de no estar de acuerdo con el kaiser.
Los alemanes de Mahenge disfrutaban de la ceremonia cotidiana de la horca cuando los maji se les echaron encima. Por suerte para la guarnición germana, los guerreros avanzaban en cerradas formaciones y convencidos de que las balas europeas no podían entrar en sus cuerpos. En pocos minutos, las ametralladoras hicieron una verdadera carnicería, cientos de guerreros quedaron tendidos en el campo de batalla y los supervivientes huyeron espantados. Cuentan las crónicas de aquellos días que los maji gritaban mientras huían: «Kinjikitile, ¿por qué nos has engañado?».
En octubre de 1905, con la llegada de nuevas tropas, en especial nativos de las colonias de Papua y Melanesia, los alemanes tomaron la iniciativa. Ocuparon la mayoría de las aldeas y dictaron las condiciones de la rendición: todos los líderes de la revuelta y los hechiceros deberían entregarse; todas las armas serían confiscadas; además de los impuestos normales, todos los hombres deberían pagar una multa de tres rupias por daños de guerra o, en su lugar, trabajar gratis durante un tiempo determinado hasta cubrir el importe de la multa; los jefes de cada tribu rebelde deberían entregar contingentes de cientos de hombres para trabajos forzados durante un período entre tres y seis meses.
No eran, precisamente, condiciones muy fáciles de cumplir. Y los maji pasaron a oponer el tipo de lucha que emprende todo ejército derrotado y no dispuesto a rendirse: la guerrilla. Las granjas volvieron a arder y los colonos a perder las tripas. Y los militares alemanes no lograban vencer a su invisible adversario.
Pero todo está inventado. Cuando no puedes con un enemigo en la sombra, lo mejor es matar a los suyos y rendirlo por desesperación y por hambre. «Las acciones militares son una gota en el océano —escribió un oficial germano—. Desde mi punto de vista, sólo el hambre podrá someterlos». Y otro señaló: «Incluso habrá que prohibirles plantar. Es la única forma para lograr que se sientan enfermos de esta guerra». La esgrima no debía de ser el punto fuerte de estos dos grandes militares.
Así que se quemaron aldeas, cultivos y almacenes de grano. Las mujeres jóvenes eran entregadas a los soldados nativos integrados en los regimientos del kaiser y decenas de jóvenes morían ahorcados cada día a todo lo largo de la ribera de Rufiji y del Ruaha. Las gentes sólo podían comer insectos y ratas de selva, cuando lograban cazarlas. Sin chozas, desarmados, los habitantes del sudeste tanzano dormían por miles cada noche al aire libre, y los leones, las hienas y los leopardos tuvieron una dieta rica en proteínas y muy fácil de conseguir durante largos meses. Fueron tiempos de paz para los antílopes.
Entre 1906 y 1907, el sudeste del África Oriental alemana se despobló. Murieron centenares de miles de personas. Por hambre casi todos ellos. Los líderes de la revuelta, incluido el profeta Kinjikitele, pasaron por la horca. Todo para mayor gloria del kaiser. Tal vez, el parque de Selous le deba su virginidad y la riqueza de su vida salvaje a aquella terrible carnicería. El Paraíso siempre tiene un alto precio.
Guiado por el mapa, continué camino en busca del lodge de Mbuyu, donde esperaba lograr gasóleo. Me quedaban pocos litros en el tanque y sólo un bidón con diez más, combustible insuficiente para el regreso hasta Kibiti. Y tenía el gato roto. De manera que viajaba a lomos de la suerte. Toda mi confianza y mi fortuna quedaban en brazos de la imprevisible Tanzania. Crecían el calor y el polvo conforme avanzaba el día. Pero las incomodidades y las preocupaciones se desvanecían ante la hermosura del paisaje de Selous: campos de acacias de espino, bosques de árboles candelabro, súbitas barrancadas con cauces de riachuelos secos, praderas y densas selvas, las montañas azules de Beho Beho flotando allá lejos en el aire acuoso, lagunas doradas bajo el sol y, claro, ñúes, cebras, impalas, jirafas y elefantes, decenas de elefantes. Cerca de Mbuyu, un joven hipopótamo caminaba cansino hacia el sur, hacia el Rufiji. Sobre su lomo viajaban dos garzas blancas. Detuve el coche casi a su lado, y el animal aceleró el paso. Luego, se detuvo medio centenar de metros más allá. Jadeaba con fatiga. Sin duda se había alejado mucho del río durante la noche, en busca de yerba fresca. Ahora las piernas le temblaban. Calculé que todavía le quedaban dos o tres kilómetros para alcanzar el agua y que quizá, en aquel estado de cansancio, no lograría llegar antes de que el sol terminara por agotarle y derribarle. Tal vez yo le había condenado a muerte al obligarle a huir y gastar sus últimas fuerzas. Lo sentí de veras. Al poco, siguió caminando con pasos torpes, a trompicones casi, y se perdió en la espesura. Continué pesaroso mi camino y, menos de un kilómetro más adelante, vi dos hienas que llevaban la misma dirección que el hipopótamo. Olfateaban en el suelo, después alzaban la cabeza para oler el aire. Presentían sin duda un desayuno fácil.
Alcancé Mbuyu alrededor de las diez de la mañana. El lugar parecía desierto. En el centro del lodge, el mostrador del bar rodeaba un gigantesco baobab, que daba sombra a una terraza abierta sobre el Rufiji. A la derecha, dos hileras de lujosas tiendas de campaña seguían en paralelo el altozano que dominaba el río. Era un lugar muy bello aquel campamento.
Un alto sirviente negro asomó de las casetas del lado izquierdo.
—¿Podría tomar una cerveza? —pregunté.
—Desde luego, señor. ¿Tanzana o de importación?
—La que esté más fría —respondí acodándome en la barra y bendiciendo mentalmente la hospitalidad de aquel hombre.
—¿Tienen alojamiento para una noche?
—Sí, señor. Pero tendrá que esperar a que vengan el jefe y la jefa.
—¿Tardarán?
—No estarán aquí hasta el atardecer. Han ido de safari con un grupo de turistas.
Apuré la cerveza y pedí otra. Me caía como el maná.
—¿Puede usted venderme algo de gasóleo?
—Hay gasóleo, pero es cosa del jefe, a mí me está prohibido venderlo.
—¿Ni siquiera con una buena propina?
—Ni siquiera, el jefe controla los litros. Y además, yo soy masai, señor.
Me miraba con seriedad y aplomo.
—¿Es italiano el jefe?
—No, señor, es austríaco.
Lo más juicioso era quedarse allí. Pero quería salir al día siguiente hacia Dar y no deseaba perderme por nada del mundo un día recorriendo Selous.
—¿A qué distancia queda el lodge de Beho Beho?
—A unos cuarenta kilómetros.
—¿Hay gasóleo allí?
—Lo hay.
—Probaré suerte. ¿Es buena la pista?
—No está mal, pero es fácil perderse, apenas hay señales. Cuando encuentre cruces de caminos, tome siempre la pista más ancha, es la principal.
Pagué las cervezas y me dispuse a marcharme.
—¿Son también masai los empleados de Beho Beho?
—No, señor, creo que son chaggas.
—Entonces puede que me vendan gasóleo si no está el jefe.
Sonrió levemente:
—Puede —dijo.
El calor apretaba ya de firme. Las manadas de antílopes se refugiaban bajo la espesura. Conté por decenas las jirafas que salían a mi paso en la polvorienta pista. Ya no se veían elefantes, pero sí sus enormes excrementos oscuros sobre la tierra blanquecina.
Un par de horas más tarde me di cuenta de que viajaba hacia el norte, cuando debería ir hacia el oeste. Me había extraviado. Di la vuelta y detuve el coche. El marcador de combustible entraba en la zona de reserva. Cualquiera que lea estas líneas pensará sin duda que soy un necio. Y desde luego aquel día era un necio perdido en Selous. Bajé y llené el depósito con los últimos diez litros del bidón. Luego, me senté a fumar un cigarrillo mientras decidía qué hacer.
Pensaba que lo prudente era regresar a Mbuyu y esperar al «jefe». Al menos conocía el camino y aquella mañana había pasado con creces los límites de la prudencia. Llevaba más de un cuarto de hora sentado en aquellos parajes, ahora desiertos de vida, cuando vi acercarse un todoterreno desde el fondo de la pista.
Eran una patrulla de rangers, armados de modernos fusiles automáticos. Probablemente buscaban furtivos.
—¿Qué queda más cerca, Mbuyu o Beho Beho? —pregunté cuando el vehículo se detuvo a mi lado.
—Beho Beho no está lejos —respondió uno de los agentes, que llevaba en la hombrera galones de sargento.
—¿Cómo puedo llegar?
El ranger señaló hacia su espalda.
—Siempre hacia las montañas del fondo. Cuando llegue a una bifurcación en un lugar que hay mucha arena blanca, tome el camino de la derecha. Unos kilómetros después, encontrará una pista de aterrizaje. Al lado, arrimado a una loma, está el lodge. Calcule unos diecisiete o dieciocho kilómetros desde aquí.
Continué viaje. Selous parecía dormir, como si los animales se hubieran esfumado en el aire o se los hubiese comido la tierra.
Logré llegar a Beho Beho sin nuevos contratiempos. Aparqué el coche en una desbaratada explanada donde había varios todoterreno, un generador en marcha, montones de latas de aceite abandonadas y varias casetas en estado lamentable. Los excrementos de elefantes abundaban en aquel espacio. Junto a un árbol, había un grifo de agua. No se veía a nadie en los alrededores.
Me quité la camisa y me refresqué con el agua caldorra que brotaba de aquel grifo. Luego, abrí una lata de sardinas y una botella de Coca-Cola caliente. Permanecí allí una hora, solo, confiando en que, si había un generador en marcha, alguien vendría más tarde o más temprano.
Al fin aparecieron dos hombres, tal vez los chaggas de que me había hablado el masai de Mubuyu.
—Aquí no se puede estar —dijo uno de ellos cuando llegaron a mi altura.
—Necesito gasóleo, ¿pueden vendérmelo?
Se miraron.
—El jefe no está —dijo uno.
—Lo pagaré bien.
—¿A cuánto?
Dije un precio que excedía en más de un treinta por ciento el del precio del mercado.
—Podemos vendérselo —afirmó uno—, pero sin recibo.
—Sin recibo —convine.
—Pero antes tendrá que cambiar la rueda —dijo el otro señalando hacia el coche.
Había pinchado otra vez. Me llamé a mí mismo idiota cuatro veces seguidas.
—¿Lo pueden arreglar? Tengo el gato estropeado. Pagaré bien.
—Si se paga bien, todo tiene arreglo. Pero hay que llevar el coche hasta el lodge —dijo el hombre señalando hacia los árboles.
Esperé en el bar tomando cervezas frías. Los dos chaggas llenaron mi depósito y los bidones. Cambiaron la rueda, pero fueron incapaces de arreglar el pinchazo de la otra.
—Se ha estropeado la válvula, y no nos quedan válvulas nuevas.
—Probaré a regresar a Mbuyu.
—Allí tienen un buen taller.
Pagué lo acordado y agregué una buena propina.
—¿Cómo puedo encontrar la tumba de Selous? —dije antes de subir al coche—. Me han dicho que está cerca de aquí.
—Siga esa senda que va hacia el barranco —señaló uno—. Enseguida la verá. Pero asegúrese de que no hay leones antes de bajarse de su vehículo. Les gusta ese lugar.
La tumba del hombre sobre el que tanto había leído se ocultaba entre la espesura, al pie de un tamarindo. El lugar era de una soledad majestuosa, un digno rincón del «Paraíso de las eternas cacerías» con que soñaba Beau Geste. La sepultura del más famoso de los cazadores blancos la marcaba una sencilla losa de piedra sobre la que se leía una lacónica inscripción: «Capitán E C. Selous DSO (Orden de los Servicios Distinguidos). 25 regimiento de los Fusileros Reales. Muerto en acción el 4 de enero de 1917».
Permanecí unos minutos en el lugar, echando frecuentes ojeadas alrededor. Por si aparecían los leones. Selous había muerto cerca de allí, en una de las frecuentes batallas que enfrentaron a los británicos en su incesante y siempre fracasada persecución de las guerrillas alemanas que comandaba Von Lettow. El parque fue escenario de algunos de esos combates y, en uno de ellos, Selous fue alcanzado de un disparo en la cabeza, cuando dirigía un contingente de tropas británicas para tratar de rodear a los alemanes que ocupaban las colinas cercanas al Beho Beho. Murió al instante.
Uno de sus biógrafos, J. G. Millais, escribió luego estas encendidas líneas: «Selous descansa junto a otros gentiles camaradas que cayeron a su lado en el corazón de África, lejos de su hogar y de sus seres queridos. Parecía justo que reposara en la tierra de sus sueños, donde tanto trabajó y donde su nombre no será nunca olvidado. Ningún mausoleo registra sus proezas, sólo una simple cruz de madera lleva su nombre al pie de un tamarindo y en la densa selva, donde el canto del cuco anuncia el alba y el rugido del león entona su réquiem al anochecer».
Selous fue, sin duda, un acabado prototipo de la cultura imperial británica. Respetaba a los nativos, sin embargo, y en especial el valor de los zulúes. No obstante, a cambio de un salario imponente para la época, participó en la aventura de Rhodes en Matabeleland y ayudó a acabar con la independencia del pueblo ndebele. Era un aventurero de corazón romántico muy admirado en su tiempo, inspiró a Rider Haggard para crear su personaje de Alian Quatermain y él mismo escribió buenos libros sobre África. El novelista inglés Evelyn Waugh, que recorrió la colonia de Tanganica en 1958 para escribir Un turista en África, contaba que, en Salisbury, la actual Harare, aún vivía en esos días una nieta mestiza de Selous, ya que el gran cazador tuvo una novia negra antes de regresar a Europa para casarse con una noble inglesa. Todavía en Zimbabue, los descendientes de Selous explotan las ricas tierras que ganó por sus favores a Rhodes, y hay una marca de excelentes botas de caza, fabricadas con piel de búfalo, que llevan su segundo nombre: Courtenay.
Mirando su tumba, pensé que su biografía es de las que producen un sentimiento de envidia. Vivió en un tiempo único y encontró su sitio en ese tiempo. Y murió como debe morir toda leyenda: en un campo de batalla y con valor. Mientras la mayoría de los hombres cabalgamos sobre la vida a duras penas, zarandeados por la fortuna o la mala suerte, hay algunos, muy pocos, que saben diseñar su propia existencia. Selous fue uno de ellos, sin lugar a dudas.
Entré de nuevo en el campamento de Mbuyu cuando languidecía la tarde. La «jefa» se llamaba Eileen, una escocesa parlanchína y simpática. El «jefe» era Alfred, un grandullón austríaco, culto y aficionado a la caza. Había alojamiento de sobra, toda la cerveza fría que quisiera, whisky y ginebra, cigarrillos americanos e, incluso, vino tinto surafricano. Y claro que podían arreglarme la rueda, con gusto se ocuparía de ello uno de los boys, que era un manitas para la mecánica. Desde luego que podía pagar con tarjeta. Sí, ese Luigi, el italiano del otro lodge, era un canalla, no le gustaban los extraños en Selous y en cierta forma consideraba que el parque le pertenecía.
Bien, Eileen y Alfred se portaban como unos encantadores anfitriones. No podía esperar menos, ya que el nuevo huésped estaba dispuesto a pagar ciento noventa dólares por una sola noche en el lodge, eso sí: con la cena y el desayuno incluidos. Dormir confortablemente en el culo del mundo cuesta caro.
Eileen me llevó a ver el atardecer desde un mirador sobre el Rufiji, al final de la fila de tiendas de campaña. Era un espléndido rincón. Abajo, el río se abría manso entre islotes cubiertos de yerba y altas palmeras. Un grupo de elefantes bebía en las orillas y dos cocodrilos pugnaban por un pez que uno de ellos acababa de atrapar. Una pequeña ave de presa cruzó veloz ante el mirador y atrapó un pájaro en el aire. Cayeron al suelo debajo de nosotros y el pájaro chilló mientras agonizaba entre las garras del alcotán. Olía a riberas de agua dulce. A lo lejos, las montañas de Beho Beho recibían los fogonazos de un sol que se derrumbaba encendiendo furiosas llamaradas en el cielo. Lo escribió Moravia con justeza: «África es el mejor monumento que la naturaleza se ha hecho a si misma».
—¿Qué le parece? —dijo Eileen.
—Es un hermoso lugar, ¿le gusta vivir aquí? —pregunté.
—Creo que ya no podría vivir en otro sitio. De todas formas, cuando más me gusta es en la época de lluvias. Entonces cerramos el lodge, porque los caminos están intransitables. Pero Alfred y yo nos escapamos en alguna ocasión y venimos solos hasta aquí por unos días. Es maravilloso. Cuando vienen las lluvias, la naturaleza reina está en su apogeo, y nosotros somos unos intrusos, unos frágiles seres humanos aceptados a regañadientes por la vida salvaje. Es una sensación única, un privilegio en nuestros días.
Acomodé luego mis cosas en la tienda, me duché y me vestí con ropa limpia. La tienda era un amplio espacio rectangular, con la lona levantada sobre un basamento de piedra, esteras cubriendo el suelo de baldosas, dos anchas camas y un recinto en el fondo para el váter, la ducha y el lavabo. Había varias ventanas en los lados, con mosquiteros sobrepuestos. La terraza del exterior, en el frente de la tienda, miraba al río y a la selva que nacía en la otra orilla del Rufiji y se perdía en el hondo sur. Era un relajado refugio.
Durante la cena, y para regar la carne guisada de facotero, Eileen sirvió vino surafricano. Al pie del baobab, nos reunimos con Alfred y con ella los pocos huéspedes que había aquella noche en el lodge: un militar americano destinado en Arabia Saudí al que acompañaba su esposa canadiense, un matrimonio de profesores alemanes, un chino que vivía desde cuatro años antes en Dar es Salaam dedicado a los negocios y un español. Rugían los leones en los alrededores del campamento y chillaban las hienas. Desde el altavoz colgado del enorme árbol, nos llegaban los temas de la banda sonora de Memorias de África, la película de Sidney Pollack sobre el magnífico libro de Isak Dinesen. En fin, que era una noche de cine.
Mister Win, el chino, discutía con el alemán. El germano afirmaba que el ferrocarril que cruza el sur de Tanzania hasta Zambia, construido por decisión de Mao Tsetung, se había pagado en una buena parte con marfil, y que para ello el gobierno tanzano había hecho matar a más de cincuenta mil elefantes. Negaba mister Win: «No vimos ni un dólar. Mao decidió que era una empresa política que serviría para frenar el racismo de Rodesia y Suráfrica, y China corrió con todos los gastos». El americano y la canadiense se interesaban por la música de gaita escocesa y hablaban a propósito de ello con Eileen. Alfred y yo charlábamos sobre la caza en África, la historia de Von Lettow y del buque Kónigsberg, y sobre la vida de Selous y los buenos libros escritos a propósito de África. A Alfred le gustaba, entre todos ellos, la novela de Graham Greene Un caso acabado.
—Greene tiene la sutileza suficiente para hacerte reflexionar sobre cosas profundas sin necesidad de hablar demasiado explícitamente de ellas.
—¿Más que Conrad?
—Conrad es más evidente y, para mi gusto, demasiado frondoso. Aunque, claro, El corazón de las tinieblas es un gran libro. Supongo que ha influido mucho en otros escritores, y tal vez en la novela de Greene.
Le dije que iba a tratar de navegar el río Congo.
—Yo estuve allí hace años —señaló Alfred— y lo navegué durante casi dos semanas. Es fantástico, el corazón del África más salvaje. Viajé en un barco donde iban soldados. Te vendían balas. Y también te ofrecían sus kaláshnikov por cien dólares. Había que tener cuidado con ellos y supongo que no habrán cambiado mucho desde entonces. Un soldado congoleño siempre será un soldado congoleño, algo peor que una hiena hambrienta. Pero, en cualquier caso, no deje de navegar el río bajo ningún pretexto si logra llegar hasta allí. Sin ver ese río, no se sabe lo que es África.
Brindamos a los postres con cava catalán y, vencido por la fatiga, me retiré el primero. Dormí como un saco entre sábanas suaves, acunado por los sonidos de la jungla que llegaban desde el otro lado del río. No reparé aquella noche en el nuevo signo revelado por aquel grandullón y culto austríaco, por aquel privilegiado habitante del Paraíso y visitante, años atrás, del corazón de las tinieblas. Alfred conocía bien África, conocía su Infierno y conocía el Edén, había descendido hasta sus sombras y ascendido hasta sus luces. Por eso había algo parecido a una honda serenidad en su manera de mirar y de hablar.
Lo mejor de los viajes es ver paisajes que te hipnotizan y encontrar hombres que te sorprenden. Siempre hay paisajes insospechados que añorarás mientras vivas y siempre hay tipos de una pieza con los que te tropiezas en el camino, a los que no volverás a ver jamás y echarás de menos toda tu existencia. Aquella última mañana de Selous me despedí de un esplendoroso paisaje sobre el río, un paisaje de espigadas palmeras cubiertas por la neblina del amanecer y un aire azul sobre la bruma. Luego, fuera ya del parque y siguiendo la pista hacia Kibiti, en una pequeña aldea del camino el conductor de un autobús azul me hizo señas con sus luces para que me detuviese. Rubén saltó del vehículo cuando llegué a su altura. Vestía una de mis camisas y la gorra de propaganda que le había regalado dos días antes. Bajé de mi coche y nos abrazamos. El chófer del autobús me saludaba sonriendo desde su asiento. Y los pasajeros que atestaban el vehículo asomaban sus rostros curiosos desde la ventanilla.
—Voy a Dar —dije a Rubén—. Si quiere viajar conmigo, le dejo el volante.
—Lo siento, mister Martin, pero tengo algún trabajo que hacer por aquí. ¿Arregló su rueda?
—Todo fue bien.
Se echó la mano al bolsillo y me tendió un papel.
—Le escribí mi dirección —dijo—. Si encuentra un trabajo para mí en su país, envíeme una carta y el billete de avión. Estaré allí en menos de dos días.
—¿Había escrito la dirección antes de encontrarme?
—Bueno, en mi país la gente suele encontrarse una o dos veces después de la primera. Es lo normal. Sabía que iba a verle de nuevo.
—Alguien me dijo algo sobre eso, pero no le creí.
—Créame a mí, mister Martin.
Los dioses tanzanos me protegían y llegué a Dar bastantes horas más tarde, sin pinchar y sobrado de gasóleo. De nuevo me alojé en el Continental: era un hotel amable y los camareros del bar me saludaron como a un viejo amigo. Dormí mi agotamiento igual que los niños, sin sueños y sin conciencia, arrullado por la murga de los indios que, en el club privado de la trastienda del piso bajo, se excitaban contemplando los pies descalzos de las bailarinas.
Compré el billete de tren para Mwanza la mañana siguiente. Saldría a las cinco de esa misma tarde. Di un paseo por Dar para despedirme de mi querida ciudad. Cuando a la gente le preguntan cuál es su patria, algunos responden que su infancia y otros que sus amigos. Mi patria es un lugar lejano donde puedo querer a gente que no conozco y sin que ellos lo sepan: un sitio como Dar es Salaam, por ejemplo, quizá una ciudad cuya bondad existe tan sólo en mi imaginación.
Comí en el hotel después de organizar mi bolsa y me senté a descansar un rato en la terraza del bar antes de ir a la estación. Oí una voz a mis espaldas un poco después.
—¿Doctor Livingstone?
Era Mike, el cazador surafricano dedicado ahora a pasear turistas ricos por los parques de África.
—¿Lo ve? —empezó a decir.
—No lo diga —corté—, en Tanzania la gente se encuentra siempre dos o tres veces.
Rio y se sentó frente a mí.
—Ya entiende este país, amigo Livingstone. Bueno, ¿cómo le fue?
Le resumí mi viaje. Mike conocía Selous, conocía Kilwa, parecía conocer todo. Le hablé de Kon y Nills, sus compatriotas surafricanos con quienes me encontré en Kilwa.
—¿No me diga? Hace dos noches se alojaron aquí, en este mismo hotel… Sí, Kon y Nills, buenos tipos. Se han ido temprano ayer por la mañana. Estuve charlando con ellos un largo rato. Teníamos ideas algo distintas sobre África, pero nos entendimos bien. Después de todo, los blancos siempre nos entendemos con los blancos, incluso cuando pensamos diferente.
—Kon es un hombre notable: un paralítico que sigue recorriendo África con muletas y silla de ruedas.
—¿Sabe usted una cosa? Me lo dijo Nills: Kon está condenado a muerte, tiene menos de un año de vida. Un cáncer de huesos. Quizá viaja para ahuyentar al diablo de su alma. ¿Usted por qué viaja, Martin?
Me encogí de hombros.
—Supongo que por irme del lugar donde me aburro y para llegar a donde no imagino. Eso también ahuyenta al diablo de tu alma.