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DONDE HAY UN DESEO HAY UN CAMINO

En realidad no hay una Kilwa, sino tres: Kilwa Masoko, Kilwa Kisiwani y Kilwa Kivinje. La primera, Masoko, capital administrativa de la región, se tiende a los dos lados de una recta calle, en una pequeña loma sobre el mar, y es la más moderna de las tres; tiene dos hoteles humildes y limpios —uno de ellos se llama con pompa Hilton— y un par de modestos bares al aire libre. La segunda, Kisiwani, una isla al lado de Masoko separada de tierra por un estrecho canal, es la histórica, la sede de los antiguos palacios y mezquitas, la Kilwa de las leyendas cuya visión entusiasmó a los viajeros árabes El Mas’udi e Ibn Battuta y dejó pasmados a los portugueses cuando alcanzaron sus costas a comienzos del siglo XVI. La tercera, Kivinje, arrimada al índico veinte kilómetros al norte de Masoko, fue un importante mercado de esclavos, luego centro administrativo en la época colonial alemana y hoy un pueblo de pescadores sembrado de sólidos edificios coloniales construidos con piedra de coral y corroídos por el tiempo. Pese a su fealdad, no hay más remedio que alojarse en Masoko, una sosería de poblacho.

Las antiguas leyendas afirman que, hace dos mil quinientos años, las fabulosas minas de Ophir, en el interior de África, nutrían de tesoros al rey Salomón: «Hay una nave del rey en Tarsish —dicen las viejas crónicas— que una vez cada tres años trae oro y plata, marfil y frutas. De ese modo, la riqueza y sabiduría del rey Salomón exceden a las de todos los reyes de la tierra». Ophir se situaba lejos de las costas del índico y los datos ofrecidos por las leyendas no establecen un lugar concreto donde pudiera encontrarse el mítico reino: ¿el río Zambeze, el Gran Zimbabue, los reinos shonas de los alrededores de Harare?, ¿o Nigeria, o el sur del Congo?, ¿o el actual Transvaal? Oro había en el interior, desde luego, y en abundancia. Porque fue el comercio del oro lo que hizo poderosas a Kilwa Kisiwani y a otras ciudades de la costa swahili.

Desde el siglo V antes de Cristo, los griegos, y tras ellos los fenicios y los romanos, navegaron las costas del Indico africano hasta el actual Mozambique y el canal de Madagascar. Se sabe el nombre de uno de los primeros navegantes, el griego Scilax de Caryanda; pero el más antiguo relato sobre el litoral Zanj, o Zenj, data del siglo I (unos sesenta años después de Cristo), escrito por un griego probablemente asentado en Alejandría, y conocido con el nombre de El periplo del mar de Eritrea. En esa época, Alejandría y Roma contaban ya con cartas de navegación que detallaban la línea de la costa hasta el canal de Madagascar. Se piensa que fue a finales del siglo IX cuando emigrantes persas, huidos de las luchas religiosas desatadas en el mundo islámico, llegaron a Kilwa y establecieron en la isla una dinastía que reinaría hasta la llegada de los portugueses.

Antes de que concluyera el siglo X, algunos navegantes omaníes alcanzaron también la costa Zanj, empujados por los vientos monzones. Les aterraba la fuerza del océano en aquellos litorales, «ciegas olas que crecen como grandes montañas que abren profundas simas entre ellas». El más conocido de todos ellos se llamaba Abdul Hassan ibn Hussein Ali el Mas’udi, uno de los viajeros mejor informados del mundo medieval. El Mas’udi, que había nacido en Bagdad, viajó, estudió y escribió durante más de cuarenta años. Sólo se conocen dos de sus muchos trabajos literarios, uno de ellos llamado Praderas de oro y minas de diamantes, sin duda un fantástico título para un libro. El propósito de este viajero-escritor era lograr que sus textos «exciten con sus contenidos el deseo y la curiosidad del lector, y logren despertar su ansiedad por conocer la historia», sin duda un noble empeño. El Mas’udi recorrió las costas del índico hasta Sofala, la actual Beira, en Mozambique, y habló sobre una civilización, los waqlimi, que explotaban el oro y el hierro y que tenían su capital unos doscientos kilómetros hacia el interior, siguiendo desde Sofala en dirección al río Zambeze. Los waqlimi, según el cronista y navegante árabe, descendían de Canaán, eran grandes oradores, tallaban el metal y cazaban elefantes para comerciar con el marfil.

Aquellos viajeros árabes repararon ya en la presencia de porcelanas chinas y utensilios indios e indonesios en las costas de Zanj. El Idrisi, otro famoso navegante de aquel tiempo, hizo en el año 1154 una detallada descripción del litoral del índico africano que se publicó en Sicilia, y una de cuyas copias apareció en Almería en 1344. El Idrisi describía las costas como una suerte de Eldorado.

Pero la primera referencia a Kilwa se encuentra en las crónicas de otro gran viajero, Ibn Battuta, nacido en Tánger, que alcanzó a llegar a Kilwa Kisiwani en el año 1331, y que escribió: «Es la principal ciudad de la costa. Es una de las ciudades más bellas y mejor construidas del mundo. Todo allí es elegante. Llueve mucho, las casas son de madera y sus techos están fabricados con troncos de manglares». En el tiempo en que Ibn Battuta visitó Yilwa —él la llamó Kulwa en su relato— reinaba en la ciudad el sultán Abul-Muzaffar Hassan.

Kilwa Kisiwani era por entonces un pequeño reino independiente y rico que controlaba el comercio de una larga franja de la costa. Durante años, Sofala y Kilwa habían rivalizado por hacerse con el monopolio del comercio del oro y del marfil que llegaba del interior. Para Kilwa, finalmente, no fue difícil ganar la partida, pues las naves que venían desde Sofala con sus ricos cargamentos debían recorrer mil seiscientos kilómetros de costa desolada antes de llegar a Kilwa, donde estaban obligados a detenerse para proveerse de agua y alimentos. Incluso si no se detenían, los barcos del sultán de Kilwa podían capturarlos con facilidad. Desde mediados del siglo XIII, la ciudad-estado monopolizaba ya el comercio del oro y el marfil, y abrió su propia ruta hacia el interior, cruzando el lago Nyasa, en el actual Malaui, para facilitar la llegada de las caravanas directamente a la ciudad. Kilwa, como escribe el historiador Basil Davidson, era «una verdadera Venecia del Sur, con todos los poderes de un imperio, relaciones internacionales y un alto nivel de vida».

Los portugueses llegaron a sus costas justo al comienzo del siglo XVI. Y acabaron, gracias a su poderío militar, con aquel período de esplendor de la civilización swahili en las ciudades-estado del litoral índico. Duarte Barbosa, un comerciante luso, describió en sus crónicas viajeras la Kilwa que los portugueses encontraron a su llegada. Barbosa llamó Quiloa a la isla y la describió como una ciudad de casas muy bellas. «Hay mucho oro en esta ciudad —seguía—. Sus habitantes son moros, algunos negros y otros blancos; van muy bien vestidos con ropas de oro, seda y algodón, y las mujeres también visten muy bien y llevan cadenas y brazaletes de oro y plata en sus brazos, piernas y orejas. Estas gentes hablan árabe, tienen el libro del Corán y honran con gratitud al profeta Mohamed».

En 1505, el sultán de Kilwa rehusó, «movido por su arrogancia», como escribe Barbosa, la obediencia al rey de Portugal que le exigían los navegantes lusos. La obediencia, claro, iba acompañada de gravosos impuestos. Y los portugueses destruyeron la ciudad, saquearon todos sus tesoros y levantaron un fuerte con una torre de vigilancia. Sin embargo, en 1513, los nuevos invasores, que habían conquistado otras ciudades de la costa y levantado otros fuertes para controlar la ruta de las especias hasta la India, abandonaron Kilwa, no sin antes destruir el fuerte que habían levantado ocho años antes.

Kilwa comenzó a recuperarse lentamente del desastre, aunque nunca volvió a tener el poder de antaño. La ciudad fue reconstruida por los supervivientes del asalto lusitano y se reanudó el comercio de oro y marfil. Las alegrías, sin embargo, duraron poco: en 1588, la ciudad vivió uno de los períodos más funestos y macabros de su historia.

Quince mil guerreros de la tribu zimba, originaria de la región del Zambeze, habían iniciado unos años antes una peculiar expedición militar. Moviéndose desde el interior como una especie de marabunta asesina, los zimbas atacaban cuantos poblados encontraban a su paso, se apoderaban de sus riquezas y se comían a sus habitantes. Sólo descansaban en su marcha mientras les quedaban prisioneros que comerse, y luego seguían su camino arrasador. Supongo que era una emocionante manera de vivir. Llegados a la costa, los zimbas comenzaron a ascender hacia el norte merendándose cuantos swahilis encontraban a su paso. Y a comienzos de 1588 alcanzaron Kilwa.

Todos los habitantes de la ciudad se habían refugiado en la isla de Kisiwani, abandonando la pequeña franja de continente donde tenían su ganado y sus huertos. Los zimbas, detenidos por el canal, decidieron esperar con el cuchillo y el tenedor en la mano y la servilleta puesta. El asedio duró varios meses, hasta que un día, según relata el cronista portugués Joáo dos Santos, un árabe adversario del sultán de Kilwa se ofreció al jefe zimba para mostrarle un vado por donde podría cruzar a la isla. A cambio de ello le pidió compartir las riquezas del saqueo y la seguridad de que su vida y la de su familia serían respetadas. El jefe zimba aceptó y una noche sin luna, guiados por el árabe, sus guerreros pasaron a la isla. La matanza fue tremenda, sólo unos pocos de los habitantes de la isla pudieron escapar y esconderse en los bosques de manglares. Los zimbas arramplaron con todas las riquezas que encontraron en Kisiwani, se dieron una hartazón de comer con los centenares de muertos víctimas del asalto y permanecieron allí unos pocos meses más hasta que se les acabó la carne, esto es: los prisioneros. Luego siguieron hacia el norte.

Pero antes de partir de la destruida ciudad, el jefe zimba hizo llamar al árabe traidor, según refiere Joáo dos Santos. Le calificó de cobarde por haber engañado a sus compatriotas entregándolos a sus enemigos, y ordenó que fuera arrojado al mar, junto a toda su familia, con las manos atadas, para que los devorasen los tiburones. «Nadie de sangre tan innoble debe sobrevivir —añadió el caníbal—, y yo no tengo ganas de comérmelo, no sea que su carne esté envenenada». Incluso los tipos más salvajes tienen principios.

Los zimbas llegaron en 1589 a Mombasa y se dieron otro largo y fastuoso banquete con los habitantes de la ciudad. En los años siguientes se habrían zampado a todo lo que caminase sobre dos patas en el litoral si los portugueses, aliados con tribus locales, no los hubieran detenido en Malindi. Miles de guerreros zimbas murieron en la batalla. Desde allí, volvieron grupas hacia el Zambeze. Sólo cien llegaron con vida a su tierra de origen, derrotados y con el rabo entre las piernas, y probablemente ya en los huesos a pesar de tanta pitanza.

Kilwa Kisiwani ya no levantó cabeza tras la merendola zimba. Cuando los portugueses fueron arrojados de las costas del índico en el siglo XVIII por los omaníes, la ciudad pasó a depender del sultanato de Zanzíbar y el fuerte fue reconstruido. En la isla quedaron tan sólo unos pocos habitantes, dedicados a la pesca, y la actividad comercial se desplazó a Kilwa Kivinje, veinte kilómetros más al norte, donde floreció un importante mercado de esclavos. Las rutas hacia el interior se abrieron de nuevo, pero no para traer oro, sino hombres.

A finales del siglo pasado, los alemanes, que habían añadido los territorios de la actual Tanzania a su imperio colonial, establecieron la capital administrativa de la región en Kivinje. Kilwa Yivinje, entre 1905 y 1907, fue la base de las expediciones de castigo germanas durante la rebelión Maji-Maji. Y en el curso de la Primera Guerra Mundial, las guerrillas de Von Lettoy buscaron refugio en ocasiones en esta apartada zona del sur tanzano. Después, Kilwa quedó olvidada y nadie parece haberse vuelto a acordar de ella, ni siquiera las guías de turismo.

Quedaba algo menos de una hora para la puesta de sol. Antes de buscar hotel, decidí bajarme al puerto para averiguar de qué manera podría cruzar a Kisiwani. Algunos faluchos fondeaban en la rada, arrimados al alto espigón protector que hincaba sus patas de metal en la playa. El mar lucía glauco y calmo en el atardecer y al otro lado del canal la isla parecía un paraje deshabitado, con sus orillas ceñidas por los bosques de manglares y la vieja fortaleza militar pintada de un gris fantasmal.

Me acerqué hasta los faluchos. Un joven fuerte, barbado, de piel clara y rasgos mestizos, amarraba la vela de su dhow. Era un típico swahili. En el fondo de su barca coleteaban algunos peces de buen tamaño. Me sonrió mostrando una fila brillante y regular de grandes dientes y saltó al espigón.

—¿Busca un barco, amigo?

—Eso mismo. Quisiera cruzar mañana a Kisiwani. ¿Alquila su dhow?

—Desde luego, es mucho más rentable que pescar. ¿Cuánto tiempo quiere estar allí?

—Una hora y media o dos.

—¿Y a qué hora quiere salir?

—A los ocho, más o menos.

—Estupendo, me da tiempo a pescar antes: dos negocios en un mismo día son buena cosa. Le cobraré seis mil chelines por dos horas.

—Es caro.

—¿Cuánto ofrece?

—Tres mil.

Se encogió de hombros:

—De acuerdo, tres mil. ¿Va usted solo?

—Solo.

—Bien, a las ocho saldremos. Pero antes hay que pasar por la oficina de cultura, hay que inscribirse allí para cruzar a Kisiwani. Y si quiere guía, el delegado de Cultura puede venir con nosotros.

—Ya veremos.

—Pase por aquí un cuarto de hora antes para recogerme y le llevaré cor; el delegado para inscribirse.

Me tendió la mano:

—Soy el capitán Akbu, ¿cuál es su nombre?

—Me llamo Martin —dije. Ya había adoptado Martin como un nombre práctico para el resto del viaje.

—¿Me da un cigarrillo, señor Martin?

—Desde luego.

Regresé a mi coche y busqué hotel. Me preguntaba por qué en Tanzania las cosas más sencillas, como coger un avión, pueden ser tan complicadas, y por qué las cosas complicadas, como llegar a la remota Kilwa y cruzar a la olvidada Kisiwani, pueden ser tan sencillas.

El Mjaka Enterprise Guest amp; Hotel no presentaba un aspecto que respondiera a tan pretencioso nombre. Era poco más que un edificio en forma de garaje que acogía unas pocas habitaciones y un pequeño restaurante. Costaba tres mil chelines, unos cinco dólares, con taza de café incluida como único desayuno, y desde luego era limpio. Mi habitación tenía baño, aunque hube de ducharme con un cubo sobre el suelo de tierra. La ventana daba a un estrecho patio donde crecía un alto árbol de papaya. La cama carecía de somier y el colchón se apoyaba en una plancha de madera. Pero contaba con mosquitero, un elemento más que útil en la costa del índico, donde abunda el anofeles de la malaria.

No quedaba nada de cena porque no estaba previsto que viniera ningún huésped aquella tarde, de modo que tuve que echar mano de mis provisiones: una lata de carne y unas galletas. Para tomar una cerveza tenía que ir enfrente, a una suerte de bar que había al otro lado de la carretera. A mi regreso, ya había anochecido y el generador de luz de mi hotel rugía como el motor de un jet. En el porche se sentaban ahora dos hombres blancos.

Me acomodé en una silla junto a ellos a fumar un cigarrillo. Acababan de llegar en su todoterreno desde el sur, desde Lindi, en un viaje tan fatigoso o más que el mío. Venían desde Johannesburgo, recorriendo la costa del Indico, y su propósito era seguir hacia el norte e internarse luego desde Mombasa hasta las Tierras Altas y Etiopía. En total, calculaban que el viaje les llevaría cerca de seis meses.

Uno de ellos se llamaba Kon y aparentaba unos sesenta años de edad. En su silla se apoyaban dos muletas. Era muy pálido de piel, y hablaba con lentitud y una voz suave. Había nacido en Inglaterra, pero llevaba más de media vida en Suráfrica. El otro, Nills, un joven fuerte de largos cabellos castaños, tendría alrededor de treinta y cuatro o treinta y cinco años. Originario de J'oburg, su inglés sonaba gangoso y arrastrado, parecido al del sur de Estados Unidos, y se me hacía muy difícil de entender.

—África, esta África costera me fascina —decía Kon—. He recorrido casi todo el continente, pero no hay nada como este litoral. ¿Conoce Mozambique?

—No.

—Debe ir algún día. Nosotros venimos de allí. Es un país muy bello y la gente es muy hospitalaria.

—Iré algún día —dije.

—¿Conoce las Tierras Altas de Kenia? —preguntó Kon.

—Estuve hace unos años. Pero son más hermosas en el lado tanzano. El cráter de Ngorongoro es un lugar único en el mundo.

Hablamos un rato sobre Suráfrica y sobre España. Luego, le dije a Kon que pensaba navegar el río Congo.

—Yo lo navegué hace unos años —me contó—. No hay un río como ese en ninguna parte de la Tierra, creo que ni siquiera el Amazonas, aunque no he estado allí. El Congo es salvaje, está virgen, como en los primeros días de la Creación. Yo navegué en un barco que era como un mercado flotante, el Coronel Ebeya se llamaba. Iban miles de personas a bordo, comerciando con los pescadores que llegaban en sus canoas desde las orillas.

—¿Viajó río abajo o río arriba?

—Río abajo, de Kisangani a Kinshasa. Es más rápido: tardé nueve días. ¿Quiere un consejo?

—Desde luego —respondí.

—Algunos barcos del Congo tienen una o dos cabinas con aire acondicionado. Si consigue una, no apague nunca el aire acondicionado. Yo viajaba con un alemán y el tipo, que debía de tener carácter ahorrativo, lo apagó una noche. Ya no funcionó nunca más y nos moríamos de calor. ¿Y quiere otro consejo?

—Claro.

—Cierre siempre la cabina con llave cuando salga a dar una vuelta por cubierta. En el Congo, el robo es parte de la cultura nacional. Pero disfrutará mucho, ya verá. Aunque creo que las cosas están ahora muy difíciles allí, puede que la navegación del río esté suspendida o que sea muy peligrosa: la guerra acaba de terminar, dicen que hay guerrillas.

Kon y Nills querían cruzar a Kisiwani. Les dije que había alquilado un barco para la mañana siguiente.

—¿Le importa que vayamos con usted?

—Por supuesto que no, pero tendrán que negociar el precio de sus pasajes con el capitán del dhow.

Un camión cargado de cajas de Coca-Cola se había detenido delante del hotel. Kon rio y señaló el vehículo:

—He estado en lugares donde no había ni agua ni luz, pero siempre podías comprar una Coca-Cola.

Luego se despidieron. Kon se levantó con esfuerzo de su silla, ayudado por Nills. Tomó las muletas y se alejó con pasitos cortos. Su parálisis no era total, pero era evidente que le suponía un enorme trabajo caminar. Admiré la voluntad de aquel hombre enérgico y cortés, dispuesto a no dejarse vencer y determinado a seguir adelante, aunque hubiera de hacerlo arrastrando sus piernas.

Di un breve paseo por la carretera antes de irme a la cama. Rodeado de oscuridad, oía voces de niños que llegaban desde alguna vivienda cercana que no podía ver. En la noche sin luna, el cielo de Kilwa, tejido de estrellas, era el más grande que había visto nunca. Parecía que todas las constelaciones habían decidido aquella noche asomarse para echar un vistazo sobre nuestra Tierra mezquina.

A las ocho menos cuarto, el sol estaba ya alto y pegaba de firme. Akbu esperaba en el puerto. Le presenté a Kon y Nills. Regatearon.

—Cinco mil chelines cada uno —dijo Akbu.

—Tres mil —repuso Kon—, es el precio justo.

El swahili negaba:

—Son cinco mil, ni un chelín menos.

—A él le cobra tres mil —añadió el inglés señalándome.

—Pero él es mi amigo —concluyó Akbu mirándome y mostrando su marmórea sonrisa. Yo me sentí halagado.

Quedó en cinco mil para ellos y tres mil para mí.

Fuimos en busca del delegado de Cultura. Mister Chidoli era un tipo pequeño y de aire tristón. Nos hizo rellenar unos formularios y luego se ofreció a venir con nosotros como guía. Era evidente que toda aquella ceremonia no era más que una manera de buscar una propina. Kon me pidió opinión.

—Si a usted le parece interesante, acepte; pero es cosa suya —respondí. El delegado no me caía bien.

Mister Chidoli se unió a nosotros y volvimos al puerto. Akbu subió al inglés a bordo del dhow, cargándolo con sus poderosos brazos. Nills echó en cubierta una silla plegada de ruedas.

Nuestro capitán puso en marcha el motor.

—Creí que íbamos a navegar a vela —dije.

—En esta época soplan los monzones del sudeste y son incómodos. Además, para algo se han inventado los motores y a mí me costó mucho dinero comprarlo.

Nos alejábamos de la escollera. El mar apenas se movía y Kisiwani, a no mucho más de tres millas de distancia, refulgía con una luz verdosa. Se distinguían algunas casas bajas entre los huertos de frutales y las patéticas osamentas de algunos baobabs en las alturas de la isla. Kisiwani no parecía demasiado grande. El dhow apuntaba su proa hacia la ancha bahía lamida por lenguas de tierra y bosques de manglares. Mister Chidoli se me acercó y señaló mi cámara de fotos.

—Podría vendérmela, le ofrezco cien dólares.

—Lo siento, no quiero venderla. Y además, vale más de seiscientos dólares.

Me miró incrédulo.

—¿Seiscientos dólares? Usted trata de engañarme. Cien dólares es un buen precio.

—Ni le engaño, ni la vendo.

—Me engaña, estoy seguro. —Y se alejó irritado hacia popa.

El falucho se detuvo a un centenar de metros de la playa. Una canoa larga y ligera, gobernada por dos hombres que usaban altas pértigas para moverla haciendo fuerza sobre el fondo arenoso, vino en nuestra busca. Los dos remeros ayudaron a Kon a cambiar de barco, mientras Nills, el delegado, Akbu y yo nos acomodamos como pudimos en la estrecha canoa. Cuarenta o cincuenta metros antes de alcanzar tierra, la barca tocó fondo. Nos descalzamos y, con el agua hasta casi las rodillas, seguimos caminando hacia la playa. Akbu cargaba en brazos a Kon, y Nills la silla de ruedas. Un par de mujeres vestidas con luminosos kangas miraban con curiosidad la llegada de aquella extraña tropa de visitantes.

Lo que más asombra de Kisiwani no son sus viejas ruinas, sino la magnífica soledad de la isla, la sensualidad de su aire salino y la impresión de vigor y poder que transmite el océano, aun estando en calma como estaba aquel día. Pensé en las «ciegas olas» que espantaron a los marinos omaníes cuando llegaron a sus costas. La quietud del índico no infundía serenidad; por el contrario, despertaba un sentimiento de temor, como si se tratara de una fiera dormida a cuyo lado había que pasar con sigilo para no despertarla.

Kon se acomodó en la silla y ascendimos la pequeña cuesta hasta la antigua fortaleza, alzada justo encima de la ancha bahía. Construida en piedra de coral, sólida y fea, el paso del tiempo ha ennegrecido sus muros y parece que un incendio la hubiese atacado. En sus patios crecen los matorrales y las galerías están cegadas por yerbas altas y cascotes caídos de las murallas.

Mister Chidoli se acercó solícito. Parecía haberme perdonado.

—¿Quiere que le explique algunas cosas sobre la historia de Kisiwani? —se ofreció.

—Gracias, no es necesario. He leído los libros de Basil Davidson.

—¿Davidson?

—¿No lo conoce?

—Nunca he oído hablar de él.

—Pues le convendría para su trabajo, mister Chidoli, Davidson es uno de los principales especialistas sobre la historia de Kisiwani y de la civilización swahili.

Se alejó fastidiado a darle la tabarra a Kon, que al contrario que yo, escuchaba con interés a aquel pelmazo.

Seguimos recorriendo las ruinas: la gran mezquita, la mezquita privada del sultán, el palacio rodeado de centenarios baobabs y las antiguas murallas de la ciudad. Unos niños se acercaron a vendernos viejas monedas árabes. Compré unas pocas por unos cientos de chelines. Tomé algunas notas en mi cuaderno. Kon, por su parte, hablaba a su grabadora, reteniendo de viva voz sus impresiones sobre el lugar.

Sin terminar el recorrido de las ruinas de la antigua Kilwa, me aparté del grupo y caminé entre las casas del poblado de Kisiwani. Akbu me había dicho que la población de la isla no llegaba a las mil personas, y que vivían de la pesca; pero aquella mañana sólo se veían algunos niños y unas pocas mujeres. Los niños jugaban a esconderse a mi paso, luego me gritaban mzungu y, si me paraba a mirarles o a intentar hacerles una foto, huían divertidos. El pueblo era humilde y limpio, y la mayoría de las casas estaban construidas sobre una estructura de madera, que luego se rellenaba con argamasa de coral para formar muros, y techadas con tejados de ramas de palma. Había secaderos de pescado en las puertas de algunas viviendas, y huertos de tomates y pequeñas plantaciones de bananos y papayas. También, algún que otro árbol de mango y palmas de aceite. Kisiwani era un lugar hundido en el tiempo, sin luz, sin aparatos de televisión, sin antenas parabólicas ni cables de teléfono.

Regresamos en nuestro dhow un par de horas más tarde. El océano parecía rizarse levemente en el horizonte y el monzón soplaba con algo más de fuerza que a primera hora de la mañana. Al dejar atrás la isla, que de nuevo parecía dormir sobre el lecho del mar, Akbu me sonrió, apagó el motor y desplegó la vela. Era un tipo inteligente y sensible. Me ofreció tomar la caña del timón y, durante unos minutos, goberné aquel grácil falucho sobre el índico. Pensé que nada había cambiado esencialmente en Kilwa al paso de los siglos y que bien podíamos estar navegando en un tiempo pretérito.

Mister Chidoli volvió a acercarse a mí una vez llegados al puerto de Masoko. De nuevo me había perdonado.

—¿Reflexionó sobre mi oferta por la cámara?

—No hay nada que reflexionar, no la vendo.

—Cien dólares es mucho dinero, incluso para usted.

—En mi país me pagan cien dólares por una buena foto, mister Chidoli.

—Otra vez me engaña, señor.

—Crea lo que quiera.

—¿Me dará un poco de dinero por mis servicios?

—Lo siento. Si estuviera aquí Basil Davidson, se lo daría a él. —Señalé hacia Kon—. Pídale al caballero inglés, creo que le dará algo.

—Él sí es un caballero —respondió mientras me fulminaba con la mirada.

Invité a Akbu a una cerveza en el bar cercano al hotel. Se ofreció a llevarme a pescar si me quedaba un día más en Kilwa. Decliné la invitación.

—Me gustaría, pero tengo que irme mañana, Akbu, quiero pasar un par de días en el parque de Selous.

—Nunca he estado allí, pero dicen que es muy hermoso.

Comí en el hotel con Nills y Kon. Fue uno de los almuerzos más frugales que nunca he tomado: un poco de arroz blanco, un pedacito de pescado seco flotando en una salsa roja y una rodaja pequeña de papaya. Costaba medio dólar.

A la tarde, viajé hasta Kilwa Kivinje. Es un bello y animado pueblo, con un puerto de dos bocanas abiertas entre los manglares, casas swahilis tradicionales, mezcladas con edificios árabes y alemanes, y un monumento a los nativos muertos durante la rebelión Maji-Maji de 1905. Aún puede verse el edificio del antiguo mercado de subasta de esclavos. La Casa del Gobierno, un pétreo caserón alemán levantado en la explanada del puerto, guarda todavía la huella de los cañonazos con que los barcos ingleses obsequiaron a modo de saludo a Kivinje cuando cruzaron la costa buscando al Kónigsberg.

Los livianos dhows regresaban a esa hora de recoger sus redes, con las blancas velas latinas hinchadas por el viento, ágiles como golondrinas de mar. El aire era dulce y ligero. En la playa, algunos niños y mujeres limpiaban pescados. Y en la pequeña lonja se ofrecían a la venta unos pocos atunes y algunos sargos. Compré un sargo de un par de kilos por mil chelines, unas doscientas cincuenta pesetas al cambio, sin regatear el precio. Y regresé a Masoko acompañado por un violento atardecer de cielo sangrante.

El pescado frito en leche de coco nos alivió a Kon, a Nills y a mí de la hambruna del mediodía. Luego nos despedimos.

—Hasta cualquier día en cualquier sitio —dijo Kon mientras me estrechaba la mano—; después de todo, el mundo no es tan grande como parece.

—Buen viaje a Etiopía —dije.

—Buen viaje al río Congo. Y no se olvide, cuando esté en el barco, de cerrar la puerta de su cabina. Tampoco apague nunca el aire acondicionado.

—Le haré caso, Kon.

Se alejó despacio, apoyándose sobre sus muletas, y volví a admirarle.

Quedaba aún una hora larga para que apagaran el generador y el hotel quedase a oscuras. Crucé a beberme una cerveza en el bar del otro lado de la carretera. Me senté al aire libre de la terracita, bajo el cielo negro y las estrellas restallantes. Un gajillo de luna comenzaba a auparse en el espacio.

Un hombre grueso se acercó poco después desde las sombras y me pidió permiso para sentarse a mi lado. Se presentó como mister Masisi y era el dueño del bar. Reía mucho y palmeaba mientras hablábamos sobre las posibilidades turísticas de Kilwa.

—Hay mar, hay pesca, buenas playas, ruinas e, incluso, si viaja uno hacia el interior, todos los animales salvajes que quiera ver.

—¿Leones y leopardos?

—Claro, incluso algunas noches los leopardos llegan hasta Masoko a comer de las basuras. Y en la carretera a Kivinje no es raro encontrarse por la noche una familia de leones.

—¿Leopardos en Masoko?

—Como lo oye, no es bueno pasear de noche lejos del hotel.

—Anoche me di un paseo.

—Pues no lo haga hoy.

Me preguntó sobre mi viaje. Le hablé de mi propósito de llegar al río Congo.

—No sé si lo conseguiré —añadí—, la guerra acaba de terminar y quizá no se haya restablecido la navegación en el río.

—Pero usted desea ir.

—Es lo que más deseo.

—Entonces lo navegará. Donde hay un deseo, hay siempre un camino. Es un dicho swahili.

—Es un gran dicho, un buen regalo, mister Masisi. Muchas gracias.

—Lo logrará, ya verá.

Volví al hotel. Ahora tenía la certeza, aunque no supiera cómo, de que llegaría al río y lo navegaría. ¿O era sueño, imaginación pura de un cerebro, el mío, demasiado contaminado de lecturas? «Esa noción de ser capturados por lo increíble que es la naturaleza misma de los sueños —escribía Conrad en El corazón de las tinieblas—… Vivimos como soñamos».

No era imaginario, sin embargo, el refrán swahili. Yo tenía un deseo. Y sentía que acabaría por encontrar un camino, un camino que iba a llevarme, como le llevó a Conrad, al centro de las tinieblas.