LA ISLA MÁS REMOTA
«La selva había logrado poseerlo pronto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que él no tenía idea hasta que se sintió aconsejado por esa gran soledad». Ojeaba mi ejemplar subrayado de El corazón de las tinieblas mientras viajaba hacia Dar es Salaam en aquel avión atestado de pasajeros. Un grupo numeroso de surafricanos blancos, parloteando en afrikaans y libando cervezas, cubrían tres filas de asientos en los alrededores de donde yo me sentaba, y parecían pasarlo muy bien. Me sentía como una isla en medio de aquel jaleo. A mi lado viajaba un tipo grueso que bebía un gin-tonic tras otro a una buena velocidad de crucero. No era del grupo; era otra isla como yo, pero una isla recia y oronda que me obligaba a encogerme en mi asiento.
«Aconsejado por esa gran soledad…». Intentaba concentrarme en la lectura, calibrar el alcance de las palabras de Conrad cuando describía el alma de ese personaje enigmático e inquietante que es Kurtz, el agente comercial perdido en la lejana estación del río Congo, en la hondura de la selva. ¿Puede en verdad la selva trastornar el espíritu de un hombre? ¿Sería el río Congo un lugar tan tenebroso como lo describió el escritor? Mi libro-guía turística lo calificaba como «hermoso», que no es decir mucho, y «exótico», lo cual es mucho peor. De las guías no hay que fiarse demasiado. En pocas semanas pueden convertirse en un material prehistórico, en letra muerta; porque intentando referir el más mínimo detalle y el dato más concreto, limitan su valor. Olvidan que la vida cambia, como los sistemas de gobierno; que el tiempo avanza y los hombres y los pueblos son diferentes de un día para otro. Lo que no cambia, la sustancia de la vida, está en los libros de historia y en la literatura. Son esos los libros que hay que echar en la bolsa de viaje.
«La selva había logrado poseerlo pronto…». Un lector podría pensar que un texto así tiene una intención bellamente metafórica, y que está seducido por una cierta tentación de hipérbole. Y tal vez de todo eso hay en el libro de Conrad. No obstante, siempre que leo El corazón de las tinieblas, y lo he hecho varias veces en mi vida, encuentro que hay algo más, un fondo misterioso en el que el escritor se adentra casi a tientas. Lo que fascina es la aproximación de Conrad a ese rincón oculto del alma cuya cortina no nos atrevemos a descorrer. El personaje de Kurtz —como ha escrito Araceli García Ríos en su estupendo prólogo de una de las ediciones españolas del libro— «simboliza la fusión de las tinieblas de la selva con la oscuridad del interior del ser humano». Un gran escritor, y Conrad fue de los más grandes, es siempre un hombre valiente, alguien que se arriesga a dar ese último paso, el que otros no se atreven a dar, en el territorio de las sombras. «La selva le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía…».
Cerré el libro porque la panda de afrikáners estaban convirtiendo la parte trasera del avión en una batahola de risas y de gritos. No resulta gratificante leer buena literatura en medio de un imponente cachondeo.
Y es que, en la pantalla de vídeo, comenzaba la proyección de una película, uno de esos productos de Walt Disney que cuentan un argumento blandón de niños y de adultos. Por lo que pude entender, sin ponerme los cascos de audición, era la historia de un alto ejecutivo neoyorquino que se va a buscar a un chaval en un río que podía ser el Amazonas, se lo lleva con él de regreso a Nueva York, el niño le enseña a tirar con cerbatana y el ejecutivo intenta aprender y a la primera se pega un flechazo en un pie (algarabía de afrikáners). Luego, el ejecutivo, que está muy disgustado con su vida, comienza a fascinarse con el niño y empieza a lanzar flechas a sus jefes (risotadas convulsivas de afrikáners). Y al final decide olvidarse de sus ambiciones profesionales y se larga con el chico a la selva para vivir en taparrabos y tirando con la cerbatana, como un especialista consumado, a los monos y a los pájaros (lágrimas enternecidas de los afrikáners).
Pensé que al bobo ejecutivo del filme también había acabado por poseerle la selva. Mi grueso compañero de asiento, entretanto, dormía despatarrado poseído por la ginebra.
Nunca he sabido explicar bien por qué me gusta Dar es Salaam y creo que más de uno ha pensado que estoy algo majara cuando lo he dicho en voz alta. Me gusta por sus habitantes, desde luego, pero gentes simpáticas y hospitalarias las hay en otros sitios mucho más hermosos que Dar, por ejemplo en la bella isla de Lamu. Su aire es carnoso y sensual, pero eso sucede también en otros lugares más bellos, como Zanzíbar. Es una urbe donde conviven religiones y culturas, pero lo mismo pasa en cualquier ciudad del litoral swahili del índico, Mombasa en especial.
La circulación de Dar es caótica, el asfalto es poco más que un campo de socavones y una buena parte de sus edificios muestran las mordeduras del tiempo o están sencillamente abandonados. Al llegar a Dar, uno tiene la impresión de que por allí acaba de pasar un tifón. Además, se come mal, si no estás dispuesto a irte al restaurante de un hotel de lujo a gastarte un buen puñado de dólares; te sirven cerveza caliente en casi todos los bares, las mujeres son por lo general bastante feas y hay mendigos y leprosos casi en cada esquina. El puerto abunda en cascos de navíos abandonados, comidos ya por el óxido. En muchas calles huele a alcantarilla y hay que caminarlas tapándose las narices. Dar, más que sucia, es mugrienta; y la mayoría de sus habitantes se echan cada día a la calle sin nada en los bolsillos, a buscarse la vida simplemente. Lo que extraña es que, pese a ello, no haya apenas delincuencia, salvo algunos raterillos en los mercados y las estaciones de trenes y autobuses. Las gentes de Dar son alegres y amigables, y uno no acierta a explicarse qué pueden encontrar de alegre en su vida.
Tengo algunos amigos a los que quiero bien que no presentaría a nadie respetable. Con Dar me sucede algo parecido: no debería recomendarle a nadie ir allí. Pero a mí me gusta, ¡qué demonio!
Porque los hombres te sonríen desde su pobreza, porque las mujeres intentan ser bellas a pesar de no serlo, porque sus gentes aman una ciudad que es horrorosa, porque los extranjeros son los amos de la ciudad y eso a nadie nacido en Dar le molesta demasiado, porque huele a sal caliente y a mar bravo y a flores y a cloacas, porque nadie te confunde con un gesto ambiguo, porque cuando te dicen «sí» es que sí y cuando te dicen «no» se arrepienten al segundo de haberte negado algo, porque llegas allí y te imaginas que tienes que sobornar a quien necesita dinero y a ese mismo tipo, con sólo una sonrisa amable, le has hecho tu amigo, porque nadie tiene prisa y trabajar es un empeño que todos en Dar consideran deleznable, porque hay pesca y no hay hombres desesperados ni tampoco cobardes, y porque hay amigos posibles en cada bar, en cada autobús y en cada tren.
Pero ese tipo de cosas, y muchas otras más, son cuestiones que la mayor parte de la gente ha dejado de apreciar hace bastante tiempo.
O sea: no sé explicar de una manera clara por qué me gusta Dar es Salaam, por qué amo tanto Tanzania.
Y Dar, en aquella tardía hora de la noche, olía a algo parecido a la carne arisca de los geranios y al perfume cálido de los establos. Son olores de infancia los de África, y se multiplican siempre en Dar es Salaam. Por eso me hace feliz llegar a esa ciudad. Es mi tierra, es mi sitio, un lugar donde no siento miedo, donde nadie me conoce y donde miro a la gente como a hermanos sin que ellos lo sepan.
Me alojé en un simpático hotelucho del casco viejo de la ciudad, el Continental, cerca de la estación de tren, al final de Samora Avenue, la calle más bulliciosa de Dar. Por veinte dólares tenía ducha, aunque no agua caliente, incluido un desayuno consistente en tostada, taza de café y rodaja de papaya. Después de tomar un par de cervezas Safari en la terraza ajardinada de la entrada, sali a dar un paseo nocturno. Era una noche estrellada, de aire espeso y fresco. Caminé por las calles en penumbra, cruzándome con las sombras de los últimos transeúntes.
Era viernes, día de jarana, y la llamada de la música me llevó a un garito en la calle Lindi, que se anunciaba como Happy Social Club. En la terraza del interior, bajo la cúpula de un cielo soberbio, la clientela abarrotaba las mesas que cercaban la pista de baile. Un mestizo aporreaba su teclado eléctrico y cantaba en swahili un popurrí de músicas famosas, desde «La Cucaracha» a «Only You». Bailaban varias parejas en la pista y un grupo de indios, que alternaban con varias rameras negras, parecían torpes muñecos de guiñol cuando intentaban imitar el meneo de caderas de las prostitutas.
Seguí calle arriba, asomándome a nuevos bailongos en plena algarabía de la noche de Dar. Luego, pasadas las doce, emprendí regreso al hotel. Los mendigos dormían al raso arrimados a los portales, mientras la rumbosa música africana atronaba desde los tugurios que poblaban Lindi Street.
No tenía sueño, de modo que me quedé en la terraza, a la fresca, para tomar la última cerveza y fumar el último cigarrillo. Desde el interior del hotel, llegaban ritmos confusos de música india y un canto que era como un lamento interminable. Bajo la media luz de la terraza, algunos hombres bebían junto a las inevitables prostitutas de la noche de Dar. En el velador de mi lado, un blanco de largas piernas y mediana edad bebía en solitario. Pedí una botella de Safari al camarero. El blanco me sonrió y dijo:
—El doctor Livingstone, ¿me equivoco?
—Presumo que se equivoca —respondí—. ¿Y usted: acaso Stanley?
—Algunos me han llamado así —agregó.
Se sentó a mi lado. Era surafricano, vivía en Johannesburgo y se llamaba Mike. Tendría, tal vez, alrededor de cincuenta años, y era delgado, atlético y me imagino que un hombre atractivo. Durante años había trabajado como cazador blanco y guía de safaris venatorios y ahora organizaba viajes por el África subsahariana para grupos de turistas norteamericanos.
—Así que español, ¿no? Yo he conocido grandes cazadores españoles, como Nicolás Franco, el sobrino del general Franco. Un gran tipo. Buen tirador. La historia hará justicia algún día al general Franco, era un gran hombre. Piense usted lo que piense, los países necesitan algunas veces en su historia una dictadura. ¿No le parece, doctor Livingstone?
—No me parece, amigo Stanley.
—Bah, no hablemos de política —añadió sonriente Mike—. Los safaris te dan oportunidad de conocer a mucha gente. Una vez fui guía de Candice Bergen. Viajaba con el heredero del principado de Licchtenstein, un tipo estúpido e insufrible. Ella era muy atractiva, mejor que en las películas. No cazaba, sólo hacía fotos.
—Los cazadores blancos tienen fama de mujeriegos —dije.
—Con ella no había nada que hacer. Estaba encelada con aquel estúpido principito. Además, discutíamos mucho. Ella era muy liberal, no sabía cómo son los negros y defendía a los sirvientes cada vez que yo les abroncaba para que trabajaran. Eso hay que hacerlo cada día con ellos si quieres un buen servicio: son perezosos y ladrones. Candice y yo estábamos siempre a la greña. Y así no hay modo de ligar a una mujer —concluyó riendo.
—Me parece que nunca iría a un safari con usted, Mike.
—Ya lo imagino. Pero en ese que le digo, tal vez usted sí hubiese ligado a Candice, tiene todas las cualidades… Y dígame, ¿hacia dónde se dirige?
—Hacia el río Congo, quiero navegado. ¿Ha estado allí?
Me miró despacio, durante unos segundos, antes de hablar de nuevo.
—Es el río más hermoso del mundo —dijo luego—. No hay nada semejante en todo el planeta. Selvas, selvas sin explorar, caza en las orillas…, no sé cómo definirlo. Pero es salvaje, muy peligroso. ¿Está tomando quinina?
—No; me hace perder vista y me afecta al estómago.
—No sea loco. Tome pastillas contra la malaria. Si no lo hace, morirá. Allí se va a encontrar la peor malaria de la tierra y en el río no encontrará nada que sea civilizado: no hay médicos, no hay hospitales. Sólo hay selva. Hágame caso, yo conozco bien aquello.
Sin esperar una respuesta, sacó un papel y un lápiz y garabateó los nombres de unas medicinas.
—Tome esto, es lo último que ha salido contra la malaria. Sólo es preventivo, claro, pero es eficaz. Cómprelo y empiece a tomar las pastillas mañana mismo. Hágame caso, no es una broma. —Me apuntó con el lápiz a la nariz mientras me miraba a los ojos—. Morirá si no lo hace, morirá, puede estar seguro.
Guardé el papel en el bolsillo.
—Le haré caso, Mike. ¿Se aloja usted en este hotel?
Sonrió otra vez mientras se sentaba relajado en su asiento.
—No, no, estoy en el Holiday Inn. Esto es una mierda, no sé cómo se le ha ocurrido elegir este hotel. Pero he pasado un rato con una chica aquí arriba y ahora me tomaba algo para celebrarlo. ¿Sabe que en toda África las mujeres son muy fáciles para los blancos? No es necesario pagar. A ellas les gustan los blancos. Unas cervezas y a la cama. A la de hoy la encontré hace un par de horas en un bar.
—Pensé que no le gustaban los negros.
—Los negros no, pero las negras sí. Sólo para la cama, naturalmente.
Me levanté y le tendí la mano.
—En fin, señor Stanley, me retiro a dormir. Suerte en sus negocios.
—Nos veremos otra vez, doctor Livingstone. Estaré unos pocos días en Dar antes de volver a J’oburg. Y en Tanzania todo el mundo vuelve a encontrarse, al menos una segunda vez.
—¿Lo dice en serio?
—Ya lo verá… No olvide los medicamentos, tómelos desde mañana mismo. Hágame caso.
El lamento indio atronaba desde el fondo cuando seguí el pasillo camino de la escalera.
—¿Durará mucho tiempo? —pregunté a la desganada recepcionista.
—Hasta que se cansen, es un club privado.
—¿Puedo asomarme?
—Es un club privado, pero inténtelo.
En el amplio escenario, bailaban tres chicas descalzas y ataviadas con sharis, mientras dos músicos tocaban el shitar y un teclado eléctrico y un tercero gemía una canción. Alrededor, medio centenar de clientes masculinos, un buen puñado de ellos con turbantes envolviendo su cabeza, seguían embelesados la danza de las muchachas, que se movían con lentitud, jugando con las manos y apenas sin imprimir ritmo a sus caderas. Tuve la sensación de que se trataba de un espectáculo de tintes eróticos. Quizás a los indios de Dar les excitan los pies descalzos y una leve insinuación de un escote.
Con amabilidad, un maítre barbudo y de turbante blanco me invitó a abandonar aquel reducto privado de melosos obsesos sexuales. Quizá desnudasen luego entre todos a las chicas. Nunca se sabe hasta dónde puede llegar la perversión de un indio cuando ve delante de él unos pies femeninos descalzos.
Regresé a mi habitación. Atronaba el lloriqueo del cantante en las paredes. Me tumbé en la cama y, bajo la luz de la lámpara de la mesilla, leí algunos párrafos subrayados de El corazón de las tinieblas. Marlow, el narrador de la novela y álter ego de Conrad, decía refiriéndose a Kurtz, el agente perdido en el bosque y apartado para siempre de la civilización desde que le poseyó la selva: «Una voz, él era poco más que una voz».
Era extraño y curioso. Desde que comencé mi viaje en la punta sur de África, varias voces me habían hablado en el camino sobre el río Congo. Era más que una metáfora literaria lo que me sucedía con el río. Nunca he creído en los signos ni tampoco en un destino que uno no haya dibujado para sí. Pero avanzaba hacia el río rodeado de voces.
Leí un último párrafo de Conrad entre mis subrayados: «… un caudaloso gran río que uno podía ver en el mapa, como una inmensa serpiente enroscada con la cabeza en el mar, el cuerpo ondulante alrededor de una amplia región y la cola perdida en las profundidades del territorio. Su mapa, expuesto en el escaparate de una tienda, me había fascinado como una serpiente hubiera podido fascinar a un pájaro, a un pajarillo tonto… La serpiente me había hipnotizado».
Yo estaba también hipnotizado. Pero no sabía aún que era ya como un pajarillo tonto, mientras que las voces de los otros, que me advertían de distintas maneras, parecían saberlo de antemano.
Decidí ir a Kilwa, al sur de Dar, antes de tomar el tren para cruzar la barriga de Tanzania rumbo al lago Victoria. Tenía, desde años atrás, un viaje pendiente a Kilwa. El lugar fue un rico sultanato antes de la llegada de los portugueses a las costas del índico, y el puerto desde donde, según las leyendas, se embarcaban los tesoros de las minas de Ophir para transportarlos a la corte del rey Salomón. También fue uno de los principales mercados de esclavos del litoral del oriente de África, punto de llegada y de partida de las caravanas árabes de negreros.
Pero viajar a Kilwa no es tan sencillo en estos días. No hay aviones de línea regular que vuelen hasta allí desde Dar, y alquilar una avioneta quedaba fuera de mi presupuesto y de mis intenciones. El viaje por tierra, los doscientos noventa kilómetros que separan Dar de Kilwa, había que dejarlo como última opción, dado el estado infame de la carretera que desciende hacia el sur del litoral tanzano. Me quedaba el barco. Así que me fui al puerto por si caía la breva.
Lo que cayeron sobre mí aquella mañana de sábado fueron media docena de chavales de los muchos que se ganan la vida en el puerto cazando turistas para los barcos que van a Zanzíbar, a cambio de una pequeña comisión. Cinco años antes, en aquel mismo lugar, sólo había barco dos veces al día para cruzar a la isla, y muy poca gente visitaba Zanzíbar. Ahora, la isla estaba de moda, las naves que hacían el trayecto se contaban por decenas y la competencia por el turista se había convertido en una algarabía de chicos histéricos.
—Mi barco sale en cinco minutos —decía un chaval tirándome del brazo izquierdo.
—El mío es más barato —gritaba el que me sujetaba el brazo derecho.
Otros me cantaban sus precios y la bondad de sus servicios. Logré zafarme y hacerme oír.
—Yo no quiero ir a Zanzíbar, quiero ir a Kilwa.
Se produjo una suerte de general desconcierto. Uno dijo:
—¿Y para qué quiere ir a Kilwa si allí no quiere ir nadie?
—Esa es una de las razones —respondí.
—Zanzíbar está mucho más cerca que Kilwa —añadió otro.
—Esa es otra razón para ir a Kilwa —contesté.
Parecieron convencerse de que estaban ante un incurable chiflado. Pero no había barco a Kilwa. Uno de los chavales, al fin, me indicó que más arriba, en Kivoni Front, siguiendo la bocana del puerto, tal vez había una compañía naviera que tal vez tenía un barco que tal vez iba a Kilwa y quizás una vez por semana. «Pruebe a ver».
Me alejé caminando bajo la sombra de los almendros indios. Y sí, había una oficina de una naviera, pero la habían cerrado un mes antes porque su barco había naufragado. Eso decía un cartel pinchado en la puerta.
La mañana era muy hermosa y decidí darme un paseo hasta el puerto pesquero, mientras cavilaba sobre la manera de viajar a Kilwa. Me detuve unos momentos ante el antiguo edificio del Club de Oficiales, construido en los días que Tanzania fue colonia alemana. Parecía abandonado, o al menos aquella mañana de sábado permanecía con el cierre echado. Nada indicaba a qué se dedicaba ahora el bello edificio, con una amplia terraza abierta frente al mar. Antes de la Gran Guerra, los oficiales alemanes tenían allí un bar con buena cerveza y un prostíbulo en la parte trasera. Luego, cuando Gran Bretaña se ocupó de la administración de la colonia tras la derrota de Alemania, se convirtió en un centro social, el más chic de Dar. Cuenta Evelyn Waugh, en su libro Un turista en África, que los oficiales ingleses gustaban de vestir en el club con pantalones cortos blancos y camisa de cuello abierto, que parecían escolares que no hubiesen terminado el primer ciclo de sus estudios y que aquellos que querían añadir un toque de dandismo a su indumentaria lucían monóculos. «Me temo que la pérdida del prestigio europeo en los países cálidos —escribió en 1958— tiene que ver mucho con la cobarde preferencia de estos hombres por el confort sobre la dignidad». Waugh era un caballero clásico y estuvo en un mes de febrero en Dar, en pleno calor del verano del índico. Lo imaginé sentado en la terraza, dignamente enfundado en su chaqueta y con la corbata en su sitio, dignamente sudando por todos los poros de su cuerpo.
En los cinco años que habían transcurrido desde mi última visita, la pesquería de Dar apenas había cambiado. La lonja reventaba de gambas, atunes, chemas, tiburones y numerosas especies de peces y mariscos que yo no conocía. Llegaban los faluchos a la orilla con sus capturas, pero la mayoría de ellos ya no traían vela latina, y usaban ahora viejos motores japoneses de segunda mano, probablemente importados de Suráfrica, que está llenando el continente negro de cuanto le sobra tras la reanudación del comercio que ha supuesto el fin del apartheid. En la playa, las mujeres limpiaban los peces sobre la arena y desde allí se levantaba un tufo insufrible a tripas de mar. Cerca, a la sombra de un chamizo, un grupo de pescadores se jugaban sus ganancias a los dados.
Seguía dándole vueltas a la cabeza sobre qué hacer para ir a Kilwa. Tal vez en una agencia de viajes pudieran aconsejarme y allí cerca estaba el hotel Kilimanjaro, un establecimiento de lujo, el mejor hotel que tuvo Dar durante un par de décadas y ahora algo envejecido por la impiedad del tiempo.
Mientras desandaba el camino, un tipo se pegó a mi lado. Era pescador, el motor de su barco se había roto y no podía trabajar. Quería un poco de dinero.
—Me llamo Viernes, todo el mundo me conoce aquí y sabe que soy un hombre honrado.
—¿Y por qué Viernes?
—Porque nací en viernes y a mi padre no se le ocurrió otra cosa.
—Es el nombre de un personaje de un gran libro, Robinson Crusoe.
—Nunca oí hablar de él. Ese…, ¿cómo dijo?
—Robinson Crusoe.
—¿Ese Robinson era de por aquí?
Le di unas monedas, entré en el Kilimanjaro y busqué la oficina de turismo.
No había barco a Kilwa en ninguna línea regular. Aunque tal vez si iba a Oyster Bay, tal vez había una compañía que tal vez tenía un barco que quizás iba a Kilwa. La amable empleada me anotó una dirección en un papel.
Fui a la parada de los taxis, una fila de trastos listos para el desguace y sin embargo vivos. El turno le tocaba a Paul, un hombre gordo y barbudo.
—Bueno, Paul, se trata de ir a Oyster Bay, esperar allí unos minutos y volver al Kilimanjaro. ¿Cuánto?
—Diez mil chelines.
—No soy un blanco rico, Paul.
—Es un precio justo. El petróleo está caro y eso repercute en el precio de la gasolina. Tengo que cobrar la subida del petróleo.
—Los blancos no tenemos por qué pagar la subida del petróleo.
—Al contrario. Los blancos se llevan el petróleo del Tercer Mundo, lo refinan y luego nos lo cobran al Tercer Mundo a precio de blanco. Algo tendrán que pagar ustedes, ¿no? Le rebajo a ocho mil chelines, de todas formas.
—Le daré los diez mil: me ha convencido usted, Paul.
—Serán ocho mil, ya le he rebajado y la palabra es la palabra. Además, los blancos me caen bien, son simpáticos, por lo menos lo son cuando vienen de visita a África. A los indios no los soporto, son unos racistas.
Subimos al coche. Paul seguía con su discurso racial.
—Pero los peores son los árabes. A esos los odio. Ellos fueron durante siglos los esclavistas, los que vendieron a mis antepasados. Cuando se lo digo a un árabe, todos me responden lo mismo: «El que vendía esclavos negros era mi abuelo, no yo». Pero tengo preparada la respuesta, es un refrán swahili: «Los hijos de las serpientes son también serpientes». No tienen más remedio que callarse.
Ni había compañía naviera en Oyster Bay ni en consecuencia barco. En la larga playa, los niños jugaban revolcándose entre la arena, el agua y los sargazos. Las mujeres indias, con velo y shari, paseaban descalzas en la orilla, alzándose levemente la falda por encima de los tobillos y saltando con gracia cuando llegaba una imprevista ola, bajo las miradas lobunas de los jóvenes indios que bebían cerveza en una terraza. Empezaba a considerar seriamente el carácter erótico de los pies femeninos cuando no puedes verles otra cosa a las mujeres.
—¿Quiere que hagamos un poco de turismo? —preguntó Paul—. Hay muchas cosas interesantes en Oyster Bay. Le haré un precio razonable, precio de blanco.
Decliné la oferta. Volvimos al Kilimanjaro y, en el restaurante del último piso, decidí regalarme una langosta a la plancha. Desde arriba, las aguas quietas de la rada de Dar parecían un ancho espejo verdoso, con barcos como miniaturas clavados sobre su superficie.
Después de comer, reservé en la agencia de viajes un todoterreno en la compañía de alquiler más barata. La carretera que se hunde en el sur del país es, en su mayor parte, una pista de tierra y es difícil viajar con automóviles que no lleven tracción en las cuatro ruedas. Durante la época de lluvias, se cierra al tráfico, y el sur queda aislado. Por fortuna faltaban aún unas semanas para que finalizara la estación seca.
Eché la tarde comprando algunos víveres para el viaje y luego recorriendo los baratillos de libros de la ciudad. Ignoro la razón por la que en las calles del centro de Dar hay tantos quioscos de libros usados. Se cuentan por decenas los puestos y por miles los títulos. Claro está que la mayor parte de esos libros son gruesos volúmenes sobre marxismo y cuestiones tan aburridas como el desarrollo del trabajo comunal en granjas y en industrias. Si alguien quisiera en estos tiempos escribir su tesis doctoral sobre Marx y los sistemas comunistas, tendría que darse una vuelta por Dar para encontrar los textos que ya han pasado en Europa a las alacenas de la prehistoria. Para leer El capital hay que ser muy joven y muy entusiasta.
Compré un par de libros de historia africana, y un manual que me llamó la atención por su título: Educación en el amor humano (cómo los padres deben guiar a sus hijos en el sexo), firmado por Margaret y George Ogola. A la noche, en el hotel, después de beber unas cervezas al fresco, tomé el manual. El matrimonio Ogola advertía de que, en estos tiempos de lecturas y cine eróticos, el sexo está presente a todas horas en la vida de los niños y eso es peligroso. Establecida la diferencia entre biología y educación sexual, los autores señalaban el riesgo de la importación de algunos términos, como por ejemplo «violación», palabra que, según los Ogola, no existe en muchas lenguas africanas, el swahili entre otras.
Ciertamente, seguían los Ogola, hay que educar a los hijos en una sexualidad limpia y lo primero que hay que decirles es que «lo que sucede entre un hombre y una mujer no es equivalente a lo que sucede entre los pájaros o las abejas, nada más que en su aspecto superficial». Al niño debe educarle en la sexualidad el padre, y a la niña la madre. La edad ideal para explicar a los hijos lo que es la sexualidad es de diez años para la niña y doce para el niño, porque las niñas maduran antes.
A esa edad, debe dárseles una cita para un día concreto y, antes de ello, conseguir toda la información que se pueda. Es el momento de contarles que el dudu se llama pene y el wewe vagina, y explicarles por qué los niños tienen una cosa y las niñas otra. Y también es la edad de hablarles de la copulación, la menstruación y los condones. Hay que hacerles comprender que debe respetarse el propio cuerpo y también el de los otros, y que la práctica habitual de la castidad nos ayuda a los seres humanos a diferenciarnos de los animales. Así, es necesario convencer a los niños de que deben huir de los libros sucios, las películas provocativas y las malas compañías. «Debemos enseñarles a que aprendan a decir no. Y los padres deben vigilar para que sus hijos no jueguen con sus amigos con las puertas cerradas».
Los Ogola afirmaban que el uso del sexo sin una buena educación previa «puede causar severas complicaciones, terribles dolores de cabeza e, incluso, la muerte». Y concluían: «El autocontrol de los niños se fortalece si uno les enseña a ocupar su mente en buenos libros, sanas conversaciones y un montón de ejercicio físico». Un consejo digno del Opus Dei.
Me dormí agradeciendo a mis padres la horrible educación sexual que me habían dado. Más que horrible, ninguna en absoluto. Creo que nunca, cuando era un niño, me pregunté por qué las niñas no tienen dudu. Me ha parecido siempre buena idea que no lo tengan de pequeñas ni les salga cuando crecen.
El todoterreno recién lavado no tenía mal aspecto y su interior parecía estar en orden: rueda de repuesto, gato, bidones con agua y gasóleo, y herramientas para un apuro. Firmé los papeles, cargué mi bolsa y eché a andar camino del sur. Me perdí en el caos de las afueras de Dar, como era previsible, antes de encontrar la salida hacia Kilwa. Eran las ocho de la mañana, pero el día llevaba ya en pie un par de horas largas.
Al principio, la carretera mostraba un asfalto más o menos digno. Sorteando ciclistas que, por lo general, parecían aquejados de sordera, atravesaba pueblos miserables, arrabales paupérrimos, y campos verdosos y amarillos de cultivo de banano y palma de aceite. Luego, los poblados comenzaron a escasear y el África indomable asomó a ambos lados del camino. Corría paralelo al océano, sin alcanzar a verlo, pero el paisaje de colinas lejanas y azules daba una impresión de infinitud marina. Para compensar la belleza del mundo, desapareció el asfalto y empezó la penitencia interminable de los baches. Al llegar a Kibiti, algo más de tres horas después de haber salido de Dar, me topé con un cruce de carreteras. El cartel señalaba a mi derecha el parque de Selous, la mayor reserva de caza de África y un lugar sobre el que había leído mucho. Una punzada de calor me tocó el alma, pero seguí derecho en dirección a Kilwa. Tal vez a la vuelta, me dije.
Una veintena de kilómetros más adelante alcancé las orillas del río Rufiji. La anchura del cauce era allí de unos trescientos metros y las aguas bajaban calmas, teñidas de un verdor lechoso. No había puente y el transbordador atracaba en ese momento en la otra orilla, cargando vehículos y pasajeros. Así que había que esperar. A los lados de la pista, en la cuesta que descendía hacia la orilla del río, se alineaban tenderetes de comida y refrescos. Dejé el coche enfilado hacia el embarcadero y bajé a tomar algo. Las fritangas de carne, que olían a grasa recia, y los peces gato ahumados, negros como tizones, no parecían demasiado apetitosos, de modo que compré una mazorca de maíz asada y una naranjada. Me arrimé a una sombra después de sacudirme el polvo de la camisa y los pantalones. La chavalería del puerto fluvial rodeaba mi vehículo: sobre todo parecían admirar el grosor de sus ruedas. Habían llegado un par de destartalados autobuses, repletos de pasajeros, y la gente descendía a tomar un refrigerio mientras los conductores aparcaban sus vehículos guardando turno detrás del mío. El embarcadero se convirtió en una batahola de gentes ruidosas y de ritmos alegres surgidos de media docena de radiocasetes.
Desde el lugar donde me encontraba podía ver el curso manso del río y los árboles de la otra orilla, cuyos perfiles diluía la calima. El Rufiji es un vigoroso curso de agua que nace en las montañas de Udzungwa, en el corazón salvaje de Tanzania, atraviesa las estepas del parque de Selous y va a morir al índico, formando un amplio delta que es un dédalo de islotes y canales donde abundan los elefantes, los leopardos, los cocodrilos, los hipopótamos, las serpientes y, por supuesto, los anofeles transmisores de malaria. Es un río con historia, la historia de un barco de guerra: el crucero alemán Kónigsberg.
«El bandido invisible», así llamaron los británicos a este barco alemán que, desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial y durante casi un año, mantuvo en jaque a toda la armada británica del índico.
El Kónigsberg, bautizado así en honor de la capital de Prusia, era un crucero ligero de tres chimeneas, construido en 1905, dotado de poderosos motores y aunado con diez cañones y dos tubos lanzatorpedos. Cuando los vientos de guerra comenzaron a sonar en Europa, el Estado Mayor alemán decidió enviarlo al índico para proteger las costas de su colonia de África Oriental e interceptar y destruir los mercantes británicos que hacían la ruta de la India. El barco entró en el puerto de Dar es Salaam el 6 de junio de 1914. Fue todo un acontecimiento, una demostración de fuerza. Los swahilis lo llamaron Manowari wa bomba tatú, que significa «el guerrero de los tres tubos», en alusión a sus chimeneas. El comandante Max Loof iba al mando del buque, con una tripulación de 322 hombres, entre oficiales y marinos. En su misión africana, quedaba a las órdenes del coronel Von Lettow, jefe supremo de las fuerzas germanas en el África Oriental alemana.
Advertidos de la presencia del Kónigsberg, los británicos enviaron una pequeña flota a las costas cercanas a Dar, en previsión de que la guerra estallara y con órdenes de hundir el navío germano tan pronto como se tuvieran noticias del inicio del conflicto. A primeros de agosto los barcos británicos rodearon el de Loof, pero aprovechando una noche de niebla intensa, el comandante alemán logró burlar el cerco y alejarse hacia el norte. Esa misma noche, el 5 de agosto, se declaró la guerra.
Loof se preparó para interceptar los mercantes y los convoyes de tropas del enemigo, «como un leopardo que comienza a acechar la manada de antílopes», en palabras del historiador Charles Miller.
Un día después de comenzar la guerra, el Kónigsberg divisó su primera víctima, un carguero que transportaba té por valor de dos millones de libras esterlinas, el City of Westminster. El buque alemán requisó el carbón del mercante, hizo prisionera a su tripulación y lo hundió. Unas semanas después, en la costa sur de Arabia, Loof logró encontrarse con el buque nodriza Somalí, que le abasteció de agua y más carbón para que siguiera su trabajo destructivo por el índico. Necesitado de limpiar sus calderas y motores, el Kónigsberg se refugió por primera vez en el laberinto de canales del delta del Rufiji. Encontrarle allí era, para la flota británica, casi como buscar una aguja en un pajar.
Ante el peligro que suponía «el bandido invisible», Londres decidió suspender temporalmente sus transportes en la costa del este de África y se enviaron tres barcos de guerra en su busca.
Pero en septiembre de 1914, dos de los buques enemigos hubieron de regresar a las costas de Suráfrica y sólo quedó un navío británico, fondeado en Zanzíbar, el Pegasus, un barco con menor capacidad de tiro que el Kónigsberg. Loof interceptó un mensaje británico sobre la presencia del buque enemigo en la isla, a ciento cincuenta millas de su escondite en el Rufiji. Había reparado ya sus máquinas y había sido abastecido de nuevo por su nodriza el Somalí.
El 19 de septiembre el «leopardo» salió de su madriguera, alcanzó el puerto de Zanzíbar al día siguiente y hundió al Pegasus, sorprendido en los muelles, en apenas diez minutos. Loof minó el puerto de la isla, inutilizándolo durante varios meses, y regresó a su escondrijo del Rufiji.
Una poderosa flota británica emprendió por toda la costa la búsqueda del buque alemán. En Lindi, al sur del Rufiji, los navíos de guerra británicos interceptaron al Prásident, un nuevo nodriza enviado por Berlín para asistir al Kónigsberg, que navegaba camuflado como buque hospital. Los marinos británicos abordaron el nodriza germano, y encontraron cartas de navegación con datos sobre el escondrijo de Loof. La guarida de «el bandido invisible» había sido descubierta y la flota británica se apostó en los canales de salida del delta, dejando definitivamente prisioneros al Kónigsberg y a su nodriza el Somalia finales de octubre de 1914. Loof, advertido de la presencia del enemigo en todas las bocas de la desembocadura del río, camufló con palmeras sus mástiles y sus chimeneas, desembarcó ametralladoras y cañones para proteger las entradas de los canales y desmontó las calderas para enviarlas a Dar es Salaam por tierra y repararlas.
Pasaron noviembre y diciembre sin que el Kónigsberg pudiera salir ni los barcos británicos entrar. En noviembre, el Somalí fue hundido en la boca de uno de los canales cuando intentaba salir en busca de carbón y provisiones. El jefe de la flota británica, capitán Sidney Drury-Lowe, descartó atacar por tierra e intentó un ataque sorpresa contra el Kónigsberg utilizando lanchas rápidas; pero las defensas establecidas por Loof acribillaron a las lanchas desde las orillas.
Un hidroavión británico, enviado desde Durban, localizó la posición exacta del Kónigsberg unas semanas después. No obstante, el laberinto de canales favorecían a Loof, que una y otra vez cambiaba la posición de su barco dentro del delta. Entretanto, el barco alemán era una verdadera enfermería, con la mayor parte de los hombres atacados por la malaria, fiebres y disentería.
En febrero de 1915, Londres envió nuevos aeroplanos y más buques de guerra, al mando del almirante King-Hall. Los británicos tenían prisa por acabar con aquel buque enemigo que distraía una buena parte de su flota del índico.
Lo primordial para King-Hall era tener la localización exacta del buque de Loof y conocer la profundidad de las aguas para desatar el ataque.
Y para esa misión se eligió a un hombre singular: un afrikáner, Pieter Pretorius, nieto del histórico héroe de los bóers. Pretorius había emigrado de Suráfrica y cazaba elefantes en la zona del Rufiji. Los nativos le apodaban Jungle Man, el hombre de la selva. Pretorius se ofreció voluntario a King-Hall, y aunque los británicos desconfiaban de los afrikáners por las simpatías que en general mostraban hacia la causa alemana, Pretorius pronto dio pruebas de su lealtad al Imperio y también de su eficacia. Disfrazado de nativo y tiznado de negro, entró en el canal Kikunja y midió la profundidad de sus aguas; luego, localizó al Kónigsberg en un recóndito rincón de ese mismo canal y calibró las defensas que quedaban en el buque. A finales de marzo, King-Hall tenía todos los datos sobre el barco enemigo. El Kónigsberg, entretanto, con parte de su maquinaria enviada a Dar para ser reparada, no podía moverse. Cien de sus hombres, además, por orden de Berlín, habían desembarcado para unirse a las tropas alemanas que combatían en tierra a las órdenes de Von Lettow.
En junio llegaron los torpederos blindados solicitados por King-Hall, el Severn y el Mersey, barcos muy rápidos, de poco calado y armados de potente artillería. Durante la noche del 5 de julio entraron en el canal y atacaron al Kónigsberg en la madrugada del día 6. El combate duró nueve horas y tanto el buque alemán como los dos británicos sufrieron serias averías. La artillería de Loof rechazó al fin el ataque y los dos torpederos se retiraron. Pero el «leopardo» alemán quedaba ya muy tocado.
Los dos buques ingleses fueron enviados al puerto de la cercana isla de Mafia, reparados y reforzados de armamento. El día 11 de julio, a plena luz del día, atacaron de nuevo. Fue un combate salvaje. El Kónigsberg comenzó a hundirse y algunos aeroplanos británicos remataron la faena lanzando bombas desde el aire. Por primera vez en la historia se ensayaba un ataque combinado de fuerzas navales y aéreas. A las 2.20 de aquel día, el Kónigsberg perdía toda su capacidad de fuego y quedaba a merced del enemigo. Loof fue herido de gravedad, y pese a ello se negó a abandonar el buque antes de que lo hicieran todos los hombres supervivientes de su tripulación. Se evacuaron también del barco cuantas armas no habían sido destruidas por los atacantes. Loof bajó a tierra con la bandera imperial en los brazos.
Treinta y dos oficiales y marinos alemanes murieron en la batalla y, de los 188 supervivientes, sólo 23 resultaron ilesos. Entre los heridos, 65 se encontraban en estado crítico.
La penosa retirada por tierra llevó a los supervivientes hasta Dar, donde Loof fue encargado por Von Lettow de la defensa de la ciudad. Ciento veinte hombres del Kónigsberg se integraron al ejército de Von Lettow, pero permanecieron unidos formando la Compañía K. Loof escribió: «El Kónigsberg ha sido destruido, pero no conquistado». Berlín le concedió la Cruz de Hierro.
En su libro de memorias sobre la guerra, Von Lettow anotaba: «La pérdida del Kónigsberg, aunque triste en sí misma, tuvo al menos una ventaja para la campaña en tierra: que la tripulación, armas y grandes reservas del buque pasaron a disposición de mis tropas». Hasta que Alemania firmó el armisticio en Europa, el ejército de Von Lettow siguió combatiendo en África, hostigando sin cesar al enemigo con sus tácticas guerrilleras. Von Lettow sólo dejó de combatir cuando recibió las noticias de que Berlín se había rendido. En su desfile triunfal, a su regreso a Alemania, Loof cabalgó a su lado en la avenida Bajo los Tilos. Pero esa es otra historia que ya conté en otra parte.
Max Loof alcanzó el grado de vicealmirante y se retiró del ejército, cargado de medallas, en 1922. Durante la Segunda Guerra Mundial, permaneció como oficial en la reserva. Un hijo suyo, al mando de un submarino, pereció en combate en las aguas del Atlántico. Loof murió en 1954.
Durante años, en el delta del Rufiji, dos de las chimeneas del Kónigsberg y la mitad de su casco siguieron asomando sobre las aguas del río. Luego, en los años cincuenta, se hundió para siempre en el fango del fondo. La guarida del «leopardo» es hoy, probablemente, una buena madriguera para los cocodrilos.
El transbordador había abandonado la otra orilla y cruzaba despacio el Rufiji, navegando primero contra corriente, hacia el oeste, y luego enfilando hacia el embarcadero donde me encontraba, dejándose llevar por la mansedumbre del río. La gente subía a los autobuses. Alcancé mi coche, trepé a mi asiento y traté de ponerlo en marcha. Ni siquiera se escuchó el ruido del motor de arranque: estaba gripado o había perdido la batería. Tras varias intentonas, me bajé. No sólo se acercaba el transbordador, sino que mi vehículo interrumpía el paso de los autobuses. En estos casos siempre te maldices por haber alquilado el coche más barato en la compañía más barata.
Pero estaba en Tanzania, un país donde nada funciona y todo tiene arreglo. El chófer del primer autobús contempló divertido mis gestos de impotencia y descendió de su vehículo. Una docena de hombres bajaron tras él, y también unos cuantos chavales que rodearon curiosos a los adultos. Me apartaron a un lado, abrieron la batería, le echaron agua y limpiaron bornes y bujías. Y el motor se puso en marcha. Di una propina generosa al chófer para pagar mi buena suerte, y él la tomó sonriendo y me pidió un cigarrillo para completar la buena fortuna de haber encontrado a un inútil extranjero en su camino.
Mi coche entró el primero en el transbordador y luego los dos autobuses. Después, la tropa de pasajeros. Cuando el barco salió hacia el río, parecía, en su fragilidad, incapaz de llevar tanto peso sobre sí. Pero podía con todo. Desde la altura del pequeño puente de mando, el ojo experimentado del capitán miraba la corriente y ordenaba al piloto los golpes de timón necesarios para evitar los bancos de arena.
Fue un corto viaje de quince o veinte minutos, apretado entre mujeres que vestían kangas de vibrantes colores, niños engalanados de domingo, viejos entristecidos y jóvenes bullangueros. Un tipo de ojos fatigados que se llamaba Simón me pidió mil chelines.
—Vengo de enterrar a mi hermano en Dar. Estoy sin dinero —dijo.
—Lo siento, ando justo de dinero. ¿Era joven su hermano?
—Sí, y murió de lo que muere aquí todo el mundo, de sida.
—¿Cuánto se tarda en llegar a Kilwa desde la otra orilla?
—Dos horas y media, más o menos. Pero con su coche puede que haga el recorrido en hora y media. ¿De verdad no tiene algo de dinero, aunque sean quinientos chelines?
—En serio, tengo para la gasolina y poco más.
—No le creo, ningún turista iría a Kilwa sin dinero de sobra.
Me irritaba el tipo:
—Pero yo no soy un turista.
—¿Y qué es usted?
—Un mzungu, un vagabundo. Yo viajo.
En el fondo, no le mentía. Unos días antes, había echado cuentas en Dar es Salaam. Para el recorrido que me proponía hacer, los dólares que llevaba conmigo no eran bastante, y sabía que en muchos lugares de África las tarjetas de crédito no sirven para casi nada: la gente mira con desconfianza esos plásticos brillantes que son para ellos como papel mojado.
El Rufiji quedó atrás y seguí descendiendo hacia el sur por una pista infernal. El todoterreno botaba sobre los baches como un caballo sin desbravar y era imposible marchar a más de veinte o veinticinco kilómetros por hora. El polvo rojo se colaba por los huecos de las ventanillas y del ventilador. El calor agobiaba, mientras mi cráneo amenazaba con romperse cuando el coche caía en un inesperado socavón. Cruzaba el camino entre una selva espesa y, un par de horas después de haber bajado del transbordador, me topé con una barrera de control policial.
Un tipo orondo salió de una cabaña. Vestía un pantalón corto y una camiseta del Ajax FC, un club de fútbol holandés.
—¿Adónde va? —preguntó con gesto simpático.
—A Kilwa.
—Hum, estupendo. Hace falta que vayan turistas allí. Le levanto la barrera ahora mismo.
—¿Cuánto tiempo me queda para llegar a Kilwa?
—Dos horas y media, pero con el coche que lleva puede ser hora y media.
Maldije al pedigüeño del transbordador mientras seguía brincando en mi asiento por aquella pista inmisericorde. Y me pregunté si todavía, un par de horas más tarde, me encontraría a alguien que me diría que me quedaban dos horas y media de viaje, pero que, con el coche que llevaba, podían quedarse en hora y media. Querida Tanzania…
El del control tenía razón: un poco antes de que se cumpliera la hora y media de camino, vi el primer cartel de carretera que anunciaba Kilwa Masoko señalando a la izquierda, tan sólo a veinte kilómetros. Mi corazón brincó por encima de los baches.
Iba a doblar en el cruce de carreteras cuando un policía, vestido con un impoluto uniforme blanco, apareció en un lado del camino y me hizo señas para que me detuviera. Bajé la ventanilla de la derecha. A esas alturas del viaje, con los huesos molidos y bramando de sed y de hambre, mi cabreo era monumental. El agente saludó, llevándose la mano a la visera de la gorra.
—¿Adónde va?
—A Kilwa, por supuesto. ¿Es que se puede ir a alguna otra parte?
—¿Por qué viaja solo?
—Porque me gusta.
—¿No tiene una mujer con la que viajar?
—Mi mujer está en mi país, en Europa.
—¿Y por qué no cogió una chica? Aquí los blancos tienen muy fácil coger una chica en cualquier parte.
—No me gustan las chicas.
El policía miraba mi reloj de pulsera y la cámara que reposaba en el asiento cercano a la ventanilla donde asomaba su jeta.
—¿Entonces le gustan los hombres?
—Tampoco me gustan los hombres.
—¿Y qué le gusta? Dígame la verdad, los policías tenemos que saber la verdad.
—Me gusta Dios.
Creo que, si aquel agente hubiera sido blanco, habría empalidecido. Tardó en responder.
—Bueno, ya veo…, usted es religioso, un misionero o algo así.
—Algo así.
—Pero las mujeres no son incompatibles con Dios, al menos en mi religión.
—En la mía, sí. Y también los hombres. Mi religión niega el sexo, señor policía.
—¿Cuánto vale el reloj que lleva?
—Nada, se tira cuando se acaban las pilas. Es el más reciente invento europeo.
—Podría dármelo.
—Lo siento, lo necesito. ¿En su religión se admite que los policías se queden con los relojes de los viajeros?
—El Profeta no dijo nada sobre eso.
—¿Puedo seguir?
—Vaya a donde le venga en gana.
Entré en la larga calle que divide Kilwa Masoko quince o veinte minutos después, cuando el sol endurecía los colores de la tierra fulminando la calima, bajo el aire de un azul poderoso y bajo las grandes nubes viajeras del índico africano. Al fondo, veía ya el mar, un mar de añil rizado en ondas de candoroso blanco. Y distinguía también el perfil de la isla de Kilwa Kisiwani, la sede de los antiguos sultanes, la geografía de un pequeño imperio perdido en el tiempo. No era el fin del mundo, desde luego, porque el fin del mundo no está en ninguna parte de la Tierra. Pero tenía la sensación, tras el azaroso viaje en solitario, hambriento y cubierto de polvo rojo, de avistar la isla más remota, un pedazo de selva que flotaba en el agua azul como un caramelo verde, debajo de un cielo que el sol moribundo de los trópicos comenzaba a pintar de naranja.
Me sentía satisfecho y un punto orgulloso: uno debe de estarlo siempre cuando llega a ese sitio al que todas las circunstancias aconsejan no ir. Porque viajar es también intentar seguir cuando no tienes ganas. Y cuando lo haces, esa noche duermes como un saco.
No me daba cuenta de que el viaje a Kilwa era una suerte de entrenamiento que me serviría después para navegar el río Congo. Es como el deporte: los entrenamientos sencillos te preparan para la carrera definitiva, para la gran competición. Y es también lo mismo para la aventura y la literatura, dos palabras que, por cierto, riman.