4

EL CHAQUETÓN DE LIVINGSTONE

La última noche en Bulawayo cené con Freddy, esta vez en un pequeño restaurante indio donde servían excelentes curries y massalas. Me llamaba la atención el anagrama con el que se anunciaba el restaurante: dos leones marchando sobre dos patas y sosteniendo un palo entre ambos de donde colgaba un explorador blanco atado de pies y manos. Por si acaso, no pedí ningún plato de carne.

Freddy, tan sonriente como siempre, comía ahora con buen apetito.

—Me llama la atención —le dije— la tranquilidad con que los zimbabueños os tomáis las cosas. Habéis ganado la libertad, pero no el poder real. Los negros seguís donde estabais: abajo de la escala social.

—Bueno, ya sabes mi filosofía: algo es algo. Hemos conseguido en la segunda guerra lo que pedíamos en la primera: los derechos civiles, pero poco más.

—Entonces os hará falta una tercera.

—No fastidies, en la guerra muere mucha gente.

Me acompañó al hotel y nos despedimos en la puerta.

—Espero que algún día puedas regresar a España.

—No es fácil, con un clarinete no te dan permiso de residencia. Y además, tal vez me case pronto y tenga mis hijos aquí. Entonces ya no podré irme nunca.

—¿Quieres la última copa en el bar?

—Déjalo, debo madrugar.

Miré alejarse su figura regordeta en la noche iluminada por una poderosa luna que empezaba a menguar. Otra vez se apoderó de mí esa leve melancolía de las despedidas. Lo probable es que no vuelva a ver nunca más a Freddy. Siempre te duele perder de vista a un hombre digno.

Así que decidí tomarme yo solo un último copazo en el bar. Un gin-tonic es un buen remedio contra la melancolía, o al menos la duerme un poco. Era un bonito bar el del Grey’s Inn, con su aire de pub inglés, las jarras de peltre colgando de las estanterías, anuncios de whiskies y cervezas, toallitas en el mostrador y caricaturas del Punch y el Vanity Fair en las paredes. Una de ellas reproducía la figura de Ian Smith, el último presidente blanco de Rodesia, un racista irreductible. Y en el bar sólo había negros.

Me acodé en la barra y pedí mi bebida. A mi lado, un parroquiano bebía cerveza Castle surafricana. Me sonrió y alzó su jarra:

—Cheers —dijo.

—Cheers —respondí.

Luego señalé la caricatura de Smith. Pregunté con gesto de ignorancia.

—¿Quién es ese?

—¿No me diga que no reconoce a Ian Smith?

—No me había dado cuenta. ¿Y no le molesta que esté ahí?

—En absoluto, es sólo historia.

—Pero era un racista —insistí.

—Sí —rio otra vez—, pero es parte de nuestro pasado. Yo soy profesor de Historia y hablo de Smith a mis alumnos como hablo de otros muchos. ¿Quiere usted que lo ignore y pierda mi trabajo? ¿Y de dónde es usted?

—Español.

—Ah, español. Dígame: ¿han olvidado ustedes a Franco, han tirado sus estatuas? La Historia no se puede borrar, aunque no nos guste.

—Creo que tiene usted razón, disculpe.

—¿Sabe que Smith acaba de publicar un libro? Se llama La gran traición, que es lo que considera que pasó cuando Gran Bretaña ayudó a echar abajo el sistema racista. El libro está en las librerías, nadie lo ha censurado y cualquiera que lo desee puede comprarlo para leer todas las tonterías que dice.

—¿Lo ha leído?

—Lo he hojeado, es mi obligación saber de qué va. A Ian Smith le pasa lo que a los reyes Borbones españoles: que ni olvidan ni aprenden.

—Nunca había oído decir eso de los Borbones.

—Es un dicho que utilizan los ingleses.

—Los Borbones de hoy ya han aprendido, aunque no sé bien si habrán olvidado —dije.

—Lo sé —añadió.

—¿Y ustedes, han olvidado los años del racismo? —pregunté.

—Estamos intentando aprender a convivir sin olvidar la Historia. Es el mejor camino.

La historia de Zimbabue, después de Rhodes, no es más que la crónica de la lucha de ndebeles y shonas por ganar sus libertades. Entre 1896 y 1923, sus territorios fueron gobernados de hecho por la compañía fundada por Rhodes, la British South África Company (BSAC). El modo de gobernar no ofrecía muchas complicaciones: explotación de las riquezas agrícolas y ganaderas del país, y los negros en reservas u obligados a realizar trabajos forzados para los ricos hacendados blancos. En 1923, Gran Bretaña concedió un estatuto de autonomía a la colonia, retirando a la BSAC sus poderes políticos. En 1953, Londres formó una federación que integraba a las dos Rodesias y a Niasalandia, que se disolvió en 1963. Al año siguiente, Rodesia del Norte (Zambia) y Niasalandia (Malaui) ganaron la independencia.

En Rodesia del Sur, sin embargo, los acontecimientos fueron por otro camino. El primer ministro Ian Smith, desoyendo las instrucciones de Londres, proclamó unilateralmente la independencia, negando a la mayoría negra la participación en los asuntos políticos. Pese al embargo internacional decretado contra el régimen racista, Smith y los suyos se mantuvieron firmes en el poder, sin conceder ningún derecho político significativo a la población africana.

En 1972, shonas y ndebeles se alzaron en armas contra el sistema de hegemonía blanca, en la segunda chimurenga o guerra de liberación. Las guerrillas del ZAPU y el ZANU comenzaron a operar en todo el territorio rodesiano, utilizando bases de apoyo en la vecina Zambia. Los principales líderes de la rebelión eran Robert Mugabe (shona) y Joshua Nkomo (ndebele). A partir de 1975, cuando Portugal, tras la Revolución de los Claveles, concedió la independencia a sus colonias africanas, Mozambique abrió sus territorios al establecimiento de bases guerrilleras del ZANU y el ZAPU.

Las presiones internacionales y la lucha armada rindieron a Smith en abril de 1980 y el país logró su independencia, adoptando el nombre de Zimbabue. En ese mismo año estallaron los enfrentamientos ante ndebeles y shonas y hubo matanzas masivas de ndebeles, a manos de las fuerzas especiales de Robert Mugabe, la famosa y siniestra Quinta Brigada. Nkomo fue confinado en su casa en arresto domiciliario. Hasta 1987, no hubo acuerdo entre las dos facciones enfrentadas. Ese año, Mugabe y Nkomo firmaron la paz, y el primero ocupó la presidencia mientras el líder ndebele se hacía cargo de la vicepresidencia.

El acuerdo entre ZANU y ZAPU echó un manto de silencio sobre las matanzas perpetradas por los soldados de Mugabe en la población ndebele. Las organizaciones de derechos humanos calculan los muertos de esa etapa en más de treinta mil. Muchos ndebeles consideran a Nkomo un traidor, que vendió a los suyos por el sillón de la vicepresidencia. Y las heridas abiertas por aquellas masacres aún no se han cerrado.

No quería dejar Zimbabue sin realizar una breve visita a las cataratas Victoria, el más imponente salto de agua natural de todo el continente negro. De modo que alquilé un coche en Bulawayo y emprendí viaje hacia aquellas regiones exploradas por el legendario David Livingstone. Los cuatrocientos cuarenta kilómetros que separan los dos lugares los cubre una espléndida carretera de poco tráfico que corre durante un largo trecho junto al parque de Hwange, una reserva de vida salvaje donde se concentra una de las mayores poblaciones de elefantes de toda África. Decidí partir camino y visitar el parque antes de seguir hacia las cataratas.

Cien kilómetros después de haber dejado atrás Bulawayo, la carretera atravesaba un bosque interminable, un camino sombreado de árboles que en ocasiones cruzaba sobre el cauce seco de los ríos —terminaba la estación seca— y en otras sobre corrientes de agua verde y bruñida, del color casi de la malaquita. Frecuentes señales de tráfico avisaban del paso de ganado, de antílopes, de manadas de perros salvajes y de elefantes. Comenzaban a verse grandes baobabs en los espacios abiertos, esos árboles de forma humana sobre los que los ndebeles tienen una bella leyenda: eran tan hermosos que Dios tuvo celos de ellos; entonces, los arrancó del suelo y volvió a plantarlos del revés, dejando las raíces al aire y las copas bajo tierra. Y lo cierto es que sus ramas adoptan formas torturadas, como los árboles siniestros de los cómics. Los baobabs son los árboles menos árboles de todos los árboles. Parecen seres con alma inteligente y sufridora.

A mi izquierda, a partir del río Gwayi, comenzaban a asomar los bosques y las colinas azules de la reserva de Hwange. Era de nuevo el África primitiva y profunda que surgía ante mí, el África no rendida, virginal aún y dignamente vacía de hombres. Bandos de tórtolas y córvidos con pico rojo volaban sobre la carretera. Una familia de facoteros pastaba en el arcén y se hundió en la espesura huyendo al paso del coche. Los termiteros alzaban su robusta arquitectura de arena a ambos lados del camino.

Me detuve en el poblado de Hwange cuando la tarde agonizaba. Los hoteles y lodges del interior de la reserva son en exceso caros, por lo que resulta mucho más práctico y barato alojarse fuera de los límites del parque. El hotel Baobab estaba en lo alto de la colina y tenía una apariencia agradable. Desde su terraza, al pie del gigantesco baobab que daba su nombre al establecimiento, podían contemplarse las extensas llanuras cubiertas por la vegetación del parque y las colinas azuladas que cortaban el horizonte. La noche cayó dulce y serena y el cielo se pobló de estrellas. Había media luna sobre mi cabeza y pensé que, si la luna pudiese escupir, el salivazo me caería justo en la coronilla. Las luces del poblado se encendieron abajo y también las de algunas pequeñas aldeas lejanas. Al fondo, la noche negra cubrió la espesura y las montañas, la vida libre y misteriosa de Hwange. Los grillos cantaban en sinfonías dispares, como si cada uno de ellos fuera el orgulloso compositor de su propia y única melodía.

Durante todo el día siguiente, de sol a sol, recorrí el parque de Hwange. Me emocionaba encontrarme de nuevo, después de unos pocos años sin viajar por África, con las inmensas soledades del Edén perdido, las tierras vacías y palpitantes de vida oculta, los estanques de aguas luminosas lamiendo las riberas de refulgente verde, los bosques de duras acacias y ariscos espinos, la ausencia de sonidos salvo la brisa y el grito ocasional de un águila pescadora, y el aire punzante y limpio que entraba por la ventanilla de mi coche y me pellizcaba la piel de las mejillas. África despierta tu corazón salvaje y eso te hace sentirte libre.

Comencé de madrugada mi recorrido por Hwange y, conforme el día avanzaba, el calor iba apretando y apenas se veían animales, todo lo más grupos de jirafas y de antílopes protegiéndose del sol en la espesura. Hwange tiene una población aproximada de cuarenta mil elefantes, pero en las horas de calor es difícil verlos. En las pistas de tierra, el coche pasaba sobre los excrementos de los paquidermos, altos como mojones de carretera, y junto a bosques destrozados por su voracidad: ramas desgajadas, troncos tronchados, los árboles más jóvenes arrancados de raíz. En las charcas, sus grandes pisadas convertían en un negro barrizal las orillas.

A mediodía, no asomaba ningún ser vivo bajo aquella sofocante solanera. El parque cobraba la apariencia de un planeta deshabitado, una tierra inhóspita cubierta de árboles rendidos y agonizantes. Volaba el polvo blanquecino a los lados del coche y yo me preguntaba cómo diablos cuarenta mil elefantes pueden ocultarse a la vista de alguien que los busca durante horas.

Encontré una gran higuera silvestre, cerca de un estanque, y aparqué a su sombra. No conviene alejarse mucho de los vehículos en una reserva africana, así que almorcé unos bocadillos regados por una cerveza caliente junto a la puerta abierta de mi automóvil y sin perder de vista los alrededores. Cerca de la charca había una bomba de agua que yo creía abandonada. Pero al poco, en la espesura del otro lado de la laguna, surgió la figura de un hombre. Era un tipo delgado que caminaba despacio hacia mí. Cuando llegó a mi lado me pidió un cigarrillo. Se lo di, lo encendió y me dijo que se llamaba Jonás. No era mal nombre para salir de la boca de aquel bosque inquietante. Luego añadió que tenía una cabaña entre los árboles y que era el encargado de la bomba de agua.

—¿Y para qué quieren sacar agua en este lugar si no hay cultivos? —pregunté.

—Es para meterla en la laguna. Aquí todas las charcas son artificiales. Hacemos pozos y mantenemos el nivel de agua suficiente para que los animales puedan beber en la estación seca.

—¿Vive usted aquí?

—Temporadas, no encuentro un trabajo mejor. Al atardecer me recogen los rangers.

—Supongo que será peligroso. Por los leones y leopardos…

—En esta área hay muchos leones. En los días de Rodesia, se comieron a un blanco. Y hace poco casi se comen a otro que se había alejado del coche. Tuvo el tiempo justo para alcanzarlo y meterse dentro. No es prudente bajarse de los coches.

—¿No pasa miedo?

—Tengo que trabajar, mis hijos tienen que comer, aun a riesgo de que los leones me coman a mí. De todas formas —sonrió—, no creo que corra mucho peligro. Creo que los leones prefieren comerse antes a un blanco que a un negro. Ustedes están mejor nutridos.

Seguí mi particular safari. El calor comenzaba a remitir y el día a desfallecer. El bosque se iluminaba con restallantes dorados y violentos rojos que crepitaban en las hojas de los árboles bajo los rayos del sol sesgado. Y de pronto, el planeta vacío resucitó, como si el Dios del Edén hubiera tocado la trompeta dando la orden de salida del Arca de Noé. Primero, fue un elefante solitario que cruzó ante mí la pista de tierra, mirándome indiferente y ofreciéndome luego el trasero mientras se alejaba hacia el bosque con paso cansino. Después, una manada de más de treinta individuos. Y más adelante, nuevas manadas, familias enteras con sus crías, hembras celosas protegiéndoles, el gran macho alzando desde lejos su trompa amenazadora y marcando la distancia con su feroz barrito. Era una invasión inesperada de poderosos seres sobre una tierra desprotegida. Las charcas que encontraba en mi camino se habían transformado ahora en un jubileo de elefantes bañándose, bebiendo y retozando. Y había también grupos de cebras, de impalas, jirafas y facoteros. El bosque hervía de vida, la naturaleza africana palpitaba de nuevo ante mis ojos.

Paré el coche en una extensión de sabana más abierta. Durante unos minutos, contemplé conmovido el espectáculo de las manadas lejanas, decenas de elefantes que viajaban hacia las lagunas. Luego, delante del coche pasaron dos jóvenes leonas que me echaron de soslayo una mirada desdeñosa. Los hombres despertamos el aburrimiento de las criaturas del Edén. Sobre todo si estamos en el interior de un vehículo y no pueden darse una buena merienda a costa nuestra.

Las cataratas Victoria son únicas, desde luego, un espectáculo magnífico de la naturaleza. Pero las autoridades turísticas de Zimbabue han convertido el lugar en un parque de atracciones. Es lógico que lo hayan hecho, porque da dinero, y es natural que se llegue a ellas con facilidad y a un precio razonable: todo el mundo tiene derecho a verlas. Pocas cosas en el mundo quedan que uno pueda contemplar en soledad. Y eso es asunto comprensible. No obstante, el corazón se niega a compartir con otros la visión de la naturaleza en estado bravío. Te fastidia caminar como un turista más, de las decenas que recorren el paseo abierto al otro lado de los poderosos saltos, haciendo fotos, esperando tu turno para ocupar la primera fila en las estrechas terrazas desde donde se contempla el agua yendo a chocar contra el estrecho, hondo y nervioso curso del Zambeze, que corre abajo entre las duras paredes de piedra. Es un Niágara africano, un lugar que ni pintado para viaje de novios. Pero ya no es el África grandiosa y solitaria de otros tiempos. Mientras caminaba en la fila de turistas siguiendo la senda de terrazas frente a las cataratas, una familia de madrileños: el padre, la madre, dos hijos varones y una chica, todos con pantalón corto de safari y sombreros de ala de estilo australiano, se detenían catarata tras catarata, el padre filmaba con su trasto de vídeo unos cuantos planos y, concluida la secuencia, decía a secas: «Ya está». Y todos en marcha hacia el siguiente salto para repetir la ceremonia. Aquel padre era el tipo de turista ideal para escribir una comedia: filma y a la vuelta se entera de lo que ha visto, porque no mira otra cosa que no sea un encuadre a través del visor de su cámara. «Ya está», y a por otra catarata. Era todo un estilo de viajar.

Puedes imaginar, sin embargo, lo que debió sentir Livingstone en aquel día de 1855 en que las vio por vez primera. Su estatua, en las cercanías del salto del Diablo, recuerda aquel momento e inmortaliza el respeto que los africanos sienten aún por el misionero-explorador que recorrió el corazón de África fustigando la lacra de la esclavitud. Para ellos era y es «un hombre bueno», tan distinto a otros exploradores y conquistadores del siglo pasado llegados desde Europa. Ser el primer blanco que alcanzaba un lugar del interior del continente, ser un «descubridor», era para otros exploradores como Burton o Speke un privilegio y un medio de lograr honor y fama. Para Livingstone, no. Él era un hombre de una pieza que llevaba a cabo una misión evangelizadora y que luchaba para acabar con el comercio de esclavos. Sus sirvientes le veneraban, le creían un enviado de Dios. Y a él le importaban bastante poco cosas tan banales como ser enterrado en la Abadía de Westminster, el panteón de los héroes británicos, algo por lo que lucharon toda su yida, sin conseguirlo, Burton y Stanley. Él prefirió enterrar su corazón en África, donde murió, y fueron otros los que se encargaron de trasladar su cuerpo a Westminster para guardarlo en la cripta de los ilustres.

Su estatua mira hacia las cataratas. Como si, pese a todo, le pertenecieran. Él las bautizó Victoria, lo cual parece ahora un poco absurdo. Su nombre original, el que les dieron los nativos de la región, era mucho más exacto y más hermoso que el de una reina de cara de rana: Mosioatounya, «la humareda que ruge».

Y es que son así, una línea de saltos de agua que se desploman en un gran tajo abierto por un espadazo cósmico, levantando una densa humareda de vapor que cubre el aire y ciega la vista, alzando un ronco bramido que no cesa, como si el río fuese un ser sufriente y herido, mientras que una lluvia fina salida del choque del agua contra el lecho del Zambeze moja tus cabellos y tus hombros. Abajo, el negro y torturado río salta histérico entre espumarajos verdosos y amarillos, golpeando su furor contra las hoscas paredes de piedra negra y pulida, bruñida como la obsidiana.

Los ojos de bronce de la estatua de Livingstone miran hacia las cataratas. Pero van más allá todavía: llegan a contemplar la frontera del oeste de Zimbabue, llegan a Zambia, llegan a una ciudad que, con reverencia, se llama todavía Livingstone. Allí, en el museo de esa urbe humilde y mucho menos turística que Victoria Falls, se guarda en una vitrina el viejo chaquetón del explorador-misionero. Está a medio comer por las polillas. Pero yo quise percibir que conservaba el calor de un corazón que fue grandioso y noble, y que está enterrado en la ardiente tierra roja de África.

Viajé desde Victoria Falls hasta la capital, Harare, la antigua Salisbury de Rhodes, una ciudad pretenciosa y desangelada. Prefiero la linda Bulawayo. Harare es como Abiyán o Nairobi: rascacielos en el centro para ricos de todos los colores de la piel, y pobreza en las afueras. Aguanté allí un par de días, tomando aire y algo más que aire en el bar del hotel, y dando algún que otro garbeo por la ciudad.

Lo único que despierta tu interés en Harare es el mercado de Nbare, donde se vende de todo, desde frutas tropicales y artesanía shona hasta libros y revistas en los que se encuentran textos de Shakespeare, magacines atrasados de las líneas aéreas suiza y alemana, y el ¡Hola! en su edición inglesa.

El mercado se divide en función de especialidades y de gremios, y en la zona de hechiceros pedí al brujo Rusike un remedio contra la obesidad. «Lo mejor es no comer», dijo abriendo en una sonrisa su boca desdentada. «¿Y contra la vejez?», pregunté. «Sólo tomarse las cosas con calma y no tener prisas». Estaba duro el hechicero. «¿Tiene algo para la buena suerte?». Asintió feliz: «De eso sí que tengo». Y me tendió un manojo de pelos rodeando un pedazo de carne seca. «De todas formas —añadió mientras tomaba las monedas que le tendía—, para la buena suerte lo mejor es evitar meterse en líos».

Compré unas revistas en un puesto. Una de ellas me impresionó por la cantidad de información que acumulaba. Y por el dramatismo y el calor de sus textos. Su título era Parade y de sus crónicas extraje los siguientes extractos:

Cerca de 1500 personas, jóvenes y adultos entre los 15 y 49 años, se suicidaron el pasado año, según estudios realizados por la Oficina Central de Estadística. Entre 1980 y 1991, los suicidios crecieron de 403 a 905. La proporción de suicidios de hombres es de dos a uno con respecto a las mujeres. La causa fundamental de los suicidios, según los sociólogos, se encuentra en la decadencia de las normas tradicionales, lo que provoca en la gente una pérdida de la fuente de su identidad. Las ambiciones personales y el egoísmo han llegado a ser intereses dominantes, en tanto que la ideología socialista ha fracasado.

Según la oficina del Programa de Coordinación Nacional contra el Sida, en Zimbabue se producen 2000 contagios diarios y cada semana mueren 500 personas por el sida. A causa de esta enfermedad, a finales de este año habrá en el país 70.000 huérfanos, un número que puede incrementarse hasta los 120.000 a la vuelta del siglo.

Cada vez hay más mujeres casadas que, por las mañanas, dejan sus casas y ejercen la prostitución durante unas horas, para regresar a su hogar antes de que llegue el marido. La causa está en los bajos salarios. La tarifa más barata, el short time, se practica en pie y en un espacio de tiempo que no supera los tres minutos. Los clientes que pagan mejor rechazan el uso de condones, lo que plantea un grave problema de salud.

¿Sabe usted que no hay ninguna especie en el planeta que se odie tanto a sí misma y a su sexo como la hembra humana? Los pantalones son un ejemplo de cómo la mujer odia su sexo y admira el del hombre, porque se los pone para invadir el mundo del hombre sin misericordia.

Mujeres blancas inundan Harare en busca de sexo. Muchas mujeres europeas, tan pronto como aterrizan en Zimbabue, buscan aventuras con hombres zimbabueños. Ellos acuden para ganar en poco tiempo dinero fácil.

La revista ofrecía luego una sección de poesías enviadas por los lectores. He aquí dos de ellas:

Los políticos golpean a los pobres
mientras la clase media mira y brinda con sus vasos.
Los pobres sólo quieren vivir su propia vida,
eso es todo.
No queremos vuestros millones ni vuestros Mercedes.
Todo lo que necesitamos es trabajo.

Firmaba David C. Jamali.

Y el otro, de un excombatiente de la segunda chimurenga:

Aquí estoy, condenado a la pobreza.
Algunos me llamaron terrorista
otros luchador de la libertad,
y otros un hijo de la tierra.
Pero ahora todos me llaman mendigo.
Yo mendigo dinero, mendigo comida,
mendigo transporte, cigarrillos y cerveza,
mendigo cualquier cosa.
Yo, que soporté la guerra,
soy tan sólo un mendigo.
No tengo un lugar al que llamar mi casa,
duermo bajo los puentes,
me alimento en los cubos de basura,
los niños escapan de mí
pensando que soy un lunático.
Yo, que resistí en la guerra,
continúo sufriendo y sufriendo.
Nadie sabe nada de mí,
soy sólo un harapo.
Y aquí estoy condenado a la pobreza,
a la mendicidad y a seguir resistiendo.

Lo firmaba Danias Sibanda.

¿Y hacia dónde dirigirme ahora? Mi propósito último era llegar al río Congo y navegado. Pero quería ir hacia allí sin prisas, decidiendo el camino sobre la marcha, como un vagabundo perezoso abierto a la sorpresa. Esa es la mejor sensación de libertad, por no decir la única: viajar por viajar, y no para llegar a un sitio. «Viajar es pasear un sueño», dice el escritor Manuel Leguineche; y un proverbio chichewa afirma: «Viajar es bailar».

Desplegué el mapa de África sobre la cama de mi habitación. Tenía varias opciones para llegar al río Congo. La más directa, subir atravesando Zambia hasta alcanzar Lubumbashi, la capital de la rica región de Katanga, y continuar hacia el norte, hasta llegar a Kisangani, donde podría tomar un barco para navegar río Congo abajo hasta Kinshasa. Otra posible era ascender un poco más hacia el este, cruzar Malaui, entrar en Tanzania por el sur y seguir las orillas del lago Tanganica, para cruzar desde Kigoma en barco al lado congoleño. Desde allí buscaría transporte por carretera a Kisangani. Tenía también la opción de coger un avión directo a Kinshasa y navegar el Congo río arriba. Pero lo descarté por no acortar mi viaje.

Mis ojos iban una y otra vez hacia la zona del mapa donde se dibujaba el perfil de Tanzania. Es un país que amo. ¿Y por qué no viajar a Dar es Salaam, pasar unos días en la desastrada y amable ciudad suajili y cruzar luego en tren hasta el lago Victoria, atravesando el corazón del país? Desde Mwanza, en la orilla sur del lago, nuevas posibilidades se abrían: navegar el Victoria hasta su orilla norte, en Uganda, y viajar desde allí por carretera hasta Ruanda; cruzar después Ruanda hacia Goma, ya en el Congo, y seguir hacia el norte hasta Kisangani. O bien, navegar el Victoria hasta la orilla occidental del lago, hasta Bukoba, y seguir luego por carretera a Ruanda, Goma y Kisangani. O bien, decidir en Dar es Salaam cualquier otro itinerario que se me antojara.

En cualquier caso, no había duda: cruzaría África del índico al Atlántico. Me sentía eufórico. No apartaba los ojos del mapa. ¡Qué hermosa sensación de libertad me producía la idea de cruzar un continente! Recordé aquello de Moravia: «En África, los proyectos no son a menudo más que fantasías programadas». Pero la fantasía no tiene precio, en tanto que los programas te despiertan una infinita pereza.

Calculé el tiempo aproximado que podría llevarme el recorrido que había elegido. Debía ahorrar cuantos días pudiera, de manera que lo más oportuno era ir en avión hasta Dar es Salaam. Cerré el mapa y traté de dormir, aunque apenas pude hacerlo unas pocas horas.

Al día siguiente me levanté temprano y fui a comprar el billete. Hubo suerte, tenía avión esa misma tarde. Regresé al hotel, empaqueté mis cosas, comí algo y me largué al aeropuerto. ¿He hablado de cálculos de tiempo? «El tiempo ya no existía», escribió Henry Miller mientras navegaba el mar Egeo, «sólo existía yo».