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UNA TIERRA DE PIRATERÍA Y PILLAJE

Cecil Rhodes tenía un alma muy poco literaria. Le importaban un bledo las historias de Haggard sobre las minas del rey Salomón. Pero creía que había oro en los territorios del norte, «mi norte», como él decía. Alentaba la ilusión de encontrar allí un filón tan enorme como el de Witwatersrand, junto al que se levantó la ciudad de Johannesburgo. Y estaba decidido a llegar antes que nadie. Enriquecerse y ampliar el Imperio británico eran dos objetivos que casaban a la perfección en su voraz espíritu.

El tratado de amistad entre Gran Bretaña y Lobengula se cruzaba en su camino. De modo que decidió quitárselo de encima. En octubre de 1888, envió uno de sus agentes, Charles Rudd, a negociar con el rey ndebele. Rudd engañó a Lobengula, haciéndole creer que concedía tan sólo el derecho a realizar en sus territorios algunas prospecciones. En realidad, el contrato daba todos los poderes a Rhodes para «emprender cualquier acción que considerase necesaria» en la explotación de los recursos minerales de su reino. «Cualquier acción necesaria», en la mentalidad de Rhodes, podía ir desde el asesinato al genocidio.

Lobengula descubrió poco después el pastel y protestó ante las autoridades británicas de Suráfrica. Pero ya era tarde. Rhodes había viajado a Londres y obtenido una Carta Real que le permitía colonizar las regiones del norte con un sistema muy querido por los gobiernos británicos: permitir que se formase una compañía comercial que corriera con los gastos y cubrirse así políticamente las espaldas ante los países rivales. Luego, cuando el territorio estaba colonizado, enviaba una guarnición militar y algunos funcionarios civiles, izaba su bandera y tomaba posesión oficial de la nueva colonia. Extender el imperio le salía barato a Gran Bretaña. Y así, Rhodes fundó en 1890 la British South África Company (BSAC) y formó un ejército privado para lograr sus fines, un ejército de mercenarios.

En junio de 1890, la tropa estaba organizada en el Transvaal y dispuesta a partir hacia el norte. La formaban doscientos colonos bien armados que viajaban en carros, la Pioneer Column, a los que protegían doscientos policías montados, el Pioneer Corps, bajo el mando de un oficial inglés, Frank Johnson. Pero Rhodes necesitaba un buen guía y sólo había uno lo bastante bueno para la empresa, el único que conocía bien las tierras de Lobengula: el prestigioso cazador Frederick Selous, el modelo de Alian Quatermain, un caballero en todos los aspectos y un hombre admirado por toda la juventud británica.

Selous había escrito artículos en la prensa inglesa contra la voracidad de Rhodes y su actitud frente a los nativos. Pero Rhodes opinaba que cualquier hombre tiene un precio. Tenía razón, Selous lo tenía. Y el impecable caballero vendió su alma al diablo por dos mil libras esterlinas al contado, cien concesiones de la compañía De Beers para explotar las minas de los nuevos territorios, una granja de veintiún mil acres en el Mashonaland, la región de los shonas, y un salario diario de dos libras y media. Selous fue nombrado adjunto de Johnson en el mando de la expedición. Quedó claro también que se terminaban sus críticos artículos contra Rhodes.

Armada hasta los dientes, la columna partió el 26 de junio de 1890. Pero no se dirigió hacia el reino de Lobengula, sino en dirección este, hacia los territorios de los shonas, mucho más débiles desde un punto de vista militar que los ndebeles. El 13 de septiembre de 1890, la tropa llegaba a un pequeño poblado situado en una colina. Selous eligió el sitio para construir un fuerte. Se llamaría Fort Salisbury, en honor al primer ministro británico. Y se convertiría en la capital de la nueva colonia. La bandera de la Union Jack, saludada por veintiún cañonazos y vivas a la reina, se izó en lo que hoy se conoce como plaza de la Unidad Africana, en el centro de Harare, capital de Zimbabue. Rhodes, convertido ya en primer ministro de El Cabo, recibió con euforia la noticia. «Sin disparar un solo tiro —dijo, hemos ocupado lo que probablemente son los yacimientos de oro más ricos del mundo». Los pioneros bautizaron la nueva colonia como Rodesia, y Londres aceptaría el nombre en 1894, incorporándola a su imperio.

Era la cima de la gloria para Rhodes: tenía el poder político en Suráfrica, poseía una fortuna inmensa y los territorios de la Corona, gracias a su esfuerzo, llegaban hasta el Zambeze y, muy pronto, se extenderían hasta el actual Malaui. Sólo los acuerdos de Berlín para el reparto de África entre las grandes potencias europeas lograron frenar su sueño de echar a los portugueses de Mozambique, hacerse con las riquezas minerales del Congo y ascender como una llamarada conquistadora por el centro de África.

Rhodes se equivocaba sobre la riqueza mineral. Pronto se vio que las minas shonas estaban ya agotadas. Y al mismo tiempo, los pastos de la región no podían compararse con los del reino de Lobengula, al oeste. Era inevitable la guerra con los ndebeles.

El Coloso nombró a su secretario y amante, el doctor Jameson, administrador de los nuevos territorios y le confió la tarea de preparar la acción militar contra Lobengula. En octubre de 1893, Jameson tenía ya organizado un ejército de mil cuatrocientos hombres, caballos, animales de tiro, provisiones, centenares de carros, y modernos fusiles y ametralladoras. El día 7, dos columnas, una al mando del mayor Forbes y otra comandada por el mayor Wilson, penetraron en el reino de Lobengula por el norte y el sur de la frontera. La guerra duraría un mes escaso.

La columna de Forbes, que entraba por el norte y en la que se integraba Jameson, fue rodeada a los pocos días por cinco mil guerreros ndebeles. Los blancos formaron un laager y las cargas de los impis al estilo zulú se estrellaron contra el fuego de los rifles y los cañones británicos. Más de quinientos ndebeles murieron al pie del laager defensivo.

En cuanto a la columna de Wilson, fue atacada ya en las cercanías de Bulawayo. Murieron trescientos guerreros ndebeles y sólo un soldado blanco. Durante las horas que siguieron a la batalla, los británicos ejecutaron a todos los heridos y prisioneros.

Cuando el 4 de noviembre de 1893 las dos columnas confluyeron en Bulawayo, la capital de Lobengula ardía: el rey había huido y sólo dejaba detrás de él las cenizas de su kraal. Jameson entró triunfante en el arrasado poblado, precedido de una banda de gaiteros escoceses y con sus hombres entonando un himno compuesto para la ocasión, «La marcha a Bulawayo». En el árbol bajo el que celebraba sus consejos Lobengula, se izó la bandera de la compañía de Rhodes. En la choza real, los hombres de Jameson encontraron el retrato destrozado de la reina Victoria, un retrato que había presidido el palacio del rey durante los años que duró el tratado de amistad con Gran Bretaña.

En las semanas siguientes, numerosas patrullas británicas salieron de Bulawayo buscando a Lobengula. El 3 de diciembre, una de ellas, bajo el mando del mayor Alian Wilson, cruzó el río Shangani y descubrió una tropa ndebele. Supuso que eran los restos del ejército y que con ellos iba el rey. Wilson decidió perseguirlos, capturar a Lobengula y cubrirse de gloria. En la mañana del día 4 consiguió alcanzar el campamento de los ndebeles. Pero cayó en una emboscada: fue rodeado por cientos de guerreros y él y sus diecisiete hombres murieron a campo abierto en pocos minutos.

Wilson, un veterano condecorado en las guerras zulúes, le dio a Rhodes el mártir que necesitaba para su propia epopeya, y a la nueva colonia una leyenda sobre la que sostener su épica de joven nación. La última batalla de Wilson fue celebrada en Inglaterra en pinturas, versos, premios y medallas, como cuenta el historiador Anthony Thomas. Los relatos sobre la batalla aseguraban que, cuando él y sus hombres agotaron la munición, permanecieron en pie frente a sus enemigos, en espera de la última carga, cantando el «Dios salve a la Reina» y quitándose los sombreros como gesto de respeto a su soberana. Un escritor dijo: «Fueron un símbolo de cómo la supremacía del espíritu del hombre blanco permanece en pie, más allá de la muerte, entre las hordas de los bárbaros». Lo cierto es que, días después, cuando sus cadáveres fueron recuperados, aún les quedaban centenares de cartuchos en las bandoleras y la mayoría de los hombres tenían lanzazos en sus espaldas. Wilson y los suyos intentaron huir como conejos en los últimos instantes del combate, olvidándose de disparar, lo que hubiera hecho cualquiera en circunstancias semejantes. Y ninguno pereció con el sombrero en la mano. Pero Rodesia tenía ya un héroe sobre el que construir su propia mitología.

En apenas tres años, Rhodes había añadido a la corona británica un territorio cinco veces más grande que el tamaño de Inglaterra. La nueva Rodesia del Sur incluía los reinos shonas y el ndebele, lo que hoy es Zimbabue. Pocos meses después, se incorporaron los territorios más al noroeste, bautizados como Rodesia del Norte, la actual Zambia. Y también Niasalandia, el Malawi de hoy. Los acuerdos de la Conferencia de Berlín le impedían ir más lejos a El Coloso. Nunca llegaría a El Cairo. Aunque ya se había apropiado de casi media África.

En cuanto a Lobengula, siguió su huida hacia el río Zambeze. En uno de los campamentos donde paró a descansar durante su fatigosa marcha, se suicidó envenenándose, tal vez desesperado. La dinastía de Mzilikazi terminaba con él, una dinastía cuyo destino no parecía ser otro que el éxodo.

A pesar del heroico Wilson y los intentos de Rhodes por presentar como una gesta la conquista del reino de los ndebeles, algunos no picaron el anzuelo en Europa. Conrad, recién regresado a Inglaterra de su viaje al río Congo, escribió: «La conquista de Rodesia no es una cuestión tan bonita cuando uno se entera bien de cómo se hizo». Un misionero, el reverendo Helm, dijo: «Todo el asunto de la guerra Matabele ha sido tan sucio que debería realizarse una investigación a fondo. Rhodes y sus pioneros son los más terribles de los hombres». Y John Moffat, otro misionero, escribió por su parte: «A su manera, Lobengula fue un caballero vilmente engañado por Jameson y su banda de forajidos». No era la primera vez que los bandidos hacían Historia. Y por desgracia, no fue tampoco la última. Basta con leer la crónica de nuestro hediondo siglo XX.

Pero los ndebeles, los parientes orgullosos de los zulúes, no habían dicho su última palabra.

A la noche, sin Freddy para acompañarme, decidí tomar una hamburguesa en una moderna hamburguesería de Bulawayo y buscar luego un lugar donde oír música en vivo. Todo África rezuma música, y según dicen, Zimbabue es una de las geografías del continente donde la música ha alcanzado mejor calidad. Su instrumento rey es una especie de marimba, que se incrusta y se toca dentro de una calabaza hueca para producir resonancia. El atardecer sobre la ciudad fue magnífico, un sol que se desplomaba con urgencia a las espaldas de la cúpula de la Corte Suprema, un edificio de la época de la colonia, dejando tras de sí una charco de sangre anaranjada aferrado al cielo. Las reses descendientes de las vacadas del rey Lobengula producen una carne excelente y la hamburguesa del McDonald’s resultó exquisita. De modo que me zampé una segunda antes de irme de juerga. El baile requiere energías y la carne medio cruda y con cebolla da fuerzas a las piernas. Y la verdad es que tenía ganas de bailar aquella noche.

Había leído, en una guía inglesa de turismo, que en los jardines del Palace tocaban grupos musicales africanos cada atardecer. Caminé en Pusca del lugar, con la guía en la mano, mirando mi plano bajo las farolas de escasa luz, con la natural serenidad del extranjero que sabe bien que no es fin de mes, pero echando el ojo de cuando en cuando hacia los lados. Por supuesto, el Palace era un hotel. La mayor parte de los hoteles cutres de África se llaman Palace o Hilton. Incluso he encontrado algún que otro Ritz y un buen puñado de Royal. Pero cualquier parecido con el modelo es pura coincidencia, como se dice en los títulos de crédito de las películas que abordan impúdicamente la realidad.

Mi reloj pasaba de las siete y era ya noche cerrada. Los jardines del Palace no eran más que una explanada cuadrada, arrimada al edificio alto del hotel, invadida de sillas y mesas de metal pintadas en un furioso naranja. En un extremo del recinto, se abría un bar con tres mesas de billar en las que jóvenes gritadores jugaban con pasión al modo americano. Al otro lado, un quiosquillo ofrecía cervezas, steaks americanos y salchichas rusas, todo un canto gastronómico al fin de la guerra fría. Cerrando la explanada, se alzaba el estrado para los músicos.

Era pronto aún para el concierto. Pero algunos grupos de jóvenes venían dándole desde tiempo atrás a la cerveza, despatarrados en las incómodas sillas metálicas. El suelo de tierra del jardín refulgía de cascos rotos de botellas. Vi a un muchacho vomitar con ruidosas arcadas y a otro, indolente, con el pie en lo alto de la mesa rascándose con gusto los dedos desnudos. Un tipo pasó a mi lado y me ofreció marihuana. A su alrededor flotaba un aroma que me recordó noches lejanas de mi juventud sin trabas. Lo rechacé porque en la madurez no conviene intentar ser joven de nuevo. Y las prostitutas danzaban entre las mesas del jardín y en los alrededores de los jugadores de billar.

Bueno, no resultaba muy cómodo esperar allí el comienzo del concierto, con una cerveza en la mano, sentado en una silla de duros hierros y rodeado de putas y tipos que ofrecían droga. Los músicos asomaban detrás del escenario. Y los músicos suelen ser seres civilizados. De modo que me levanté y me fui hacia ellos.

El grupo se anunciaba como The Jungle Band y lo componían nueve músicos. Me acerqué a uno de baja estatura que sostenía una guitarra en la mano y bebía una botella de agua mineral. Hasta nosotros llegaba el aire pestilente de las letrinas, situadas justo detrás del escenario. Me presenté como Martin. Es un nombre que todo el mundo entiende y, en cualquier caso, mi primer apellido es Martínez, de manera que sólo miento a medias. Él se llamaba James Nkomo y era guitarra y vocalista de la Banda de la Jungla.

—¿Hacéis música ndebele? —pregunté.

—No, es algo distinto —respondió.

—¿Jazz?

—No, tampoco jazz. Hacemos una mezcla.

—¿Fusión entonces?

—Eso, fusión. La fusión es la música del futuro. Hay que estar en el mundo, mezclar todo.

—Suena bien.

—Te sonará mejor cuando nos escuches. En diez minutos empezamos.

Regresé a mi mesa. Me acomodé como pude en aquel asiento de hierro que era como un potro de tortura. Olía a fritanga de soldados soviéticos y yanquis, con el aire que venía del quiosco donde se asaban salchichas rusas y filetes gringos para los clientes que hacían cola atacados por la gazuza nocturna.

Los músicos subieron al escenario y las mesas de la explanada se llenaron de espectadores en apenas unos segundos. Mientras James y sus compañeros daban los últimos acordes para afinar sus instrumentos, una mano tocó en mi hombro. Me sobresalté.

—¿De qué te asustas? —preguntó riendo una chica grandona, de pechos de búfala y labios de mandril.

Se sentó a mi lado, ocupando una silla vacía.

—No me he asustado. Es que no esperaba que me tocaran el hombro.

—¡Bah!, te has asustado. Los blancos siempre os asustáis en Zimbabue. Pero no te preocupes, en Bulawayo no nos comemos a nadie. Me llamo Candy. ¿Y tú?

—Martin.

—O.K., Martin, ¿me invitas a un brandy?

—Lo siento, soy un europeo pobre. Si quieres, te pago una cerveza.

—Los europeos no bebéis cerveza, bebéis brandy.

—No es mi caso.

—De acuerdo, cerveza. —Hizo un gesto al camarero, que acudió presto y escuchó su orden con gesto de fastidio—. ¿Te gustaría que subiésemos a una habitación antes del concierto? —dijo luego.

—Lo siento, he venido por la música, Candy.

—Eres un blanco raro. Los blancos vienen aquí muy poco, y sólo para buscar mujeres, no música. Si eres homosexual, tengo amigos…

—No, sólo soy escritor.

—Aquí no vienen escritores. No me mientas, Martin.

—Cree lo que quieras, Candy.

Traían su cerveza y empezaba la música. La Banda de la Jungla se arrancó con el «Rock and roll del reloj». Luego, siguió con «Let it Be». Y a renglón seguido, con aquello de «Dime cuándo tú vendrás, dime cuándo, cuándo, cuándo…». En el espantoso español de James Nkomo apenas era capaz de reconocer la letra. Comprendí lo que significaba «fusión» para la Banda de la Jungla: tocar de todo un poco. Aquella era una orquesta como las que recorren la geografía de los pueblos españoles cada verano en fiestas. Da lo mismo que les pidas un pasodoble que un chachachá o un ritmo de salsa. Ellos hacen de todo. Y quizá sea esa la mejor música de las posibles: tocar cualquier cosa para que la gente baile lo que sepa. De hecho, en el espacio abierto que había bajo el estrado de los músicos, un par de borrachos y cinco o seis putas danzaban sin pudor al ritmo de las guitarras, el teclado y los bongos.

Ahora los músicos se arrancaban con «La Bamba». Candy había terminado su cerveza.

—¿Me invitas a otra?

—Creo que no, es tarde —respondí sonriente.

Acercó su rostro al mío.

—¿Sabes?, yo viví cuatro años en Alemania y me echaron cuando terminé mi contrato. ¿Y sabes qué aprendí? Que los hombres blancos tienen dos almas. Te desprecian en Europa, te escupen casi. Pero en África, cuando vienen como turistas, te sonríen, siempre te sonríen.

Abandoné aquel jardín envilecido sin saber muy bien qué pensar sobre lo que me había dicho Candy. Aquella noche decidí que sonreiría un poco menos en África y algo más en Europa. Y lamenté no haberme atrevido a bailar.

A finales de 1895, los ndebeles mantenían todavía en pie un poderoso ejército. Cuando Jameson fracasó en su incursión contra los bóers del Transvaal y, prisionero, fue enviado a Inglaterra para ser juzgado, los ndebeles pensaron que era la ocasión de echar a los odiados blancos de sus territorios. Y el 23 de marzo de 1896 se alzaron en lo que su historia conoce como la primera chimurenga, su primera guerra de liberación. Su jefe ya no era un rey de ascendencia zulú, sino dos brujos: la hechicera Charwe Nyakasikana y el hechicero Sekuru Kaguvi.

En menos de una semana, los ndebeles arrasaron granjas y cosechas y causaron la muerte de más de ciento cuarenta blancos, en su mayoría mujeres y niños. La ferocidad de sus ataques obligó al resto de los colonos a refugiarse en laagers defensivos en Bulawayo y Gwelo. En un mes, los impis ndebeles habían recuperado todo su territorio y una buena parte del ganado robado por los pioneros blancos. Frederick Selous describió así el laager de Bulawayo, en cuya defensa participó: «Probablemente, era el más fuerte nunca construido en Suráfrica». Lo formaban dos filas de carromatos dibujando un enorme cuadrado, encadenados entre ellos y protegidos con sacos de arena. Ametralladoras y cañones ligeros protegían las esquinas y toda la fortificación fue rodeada con tres filas de alambre de espino y un cinturón de cristales rotos. Dentro, se hacinaron hombres armados, mujeres, niños, servidores nativos, caballos y animales de tiro.

Muchos miembros de la policía nativa se pasaron con sus armas a los rebeldes, quienes esta vez, aprendiendo del pasado, decidieron no luchar a campo abierto, en ataques suicidas contra los laagers, sino que optaron por tácticas guerrilleras. Ahora, eran ellos quienes esperaban a que los blancos salieran a buscarlos a campo abierto. Por otro lado, animados por el éxito de los ndebeles, los shonas del norte y el este se alzaron también contra los blancos.

Rhodes, que regresaba de un viaje a Londres, desembarcó en Mozambique, viajó convaleciente de malaria hasta Salisbury y reclutó un comando de voluntarios. Londres se ofreció a enviar tropas en su ayuda, siempre que él pagase los gastos, y Rhodes no tuvo otro remedio que aceptar, pese al enorme costo que ello le suponía.

«Antes de su llegada al laager defensivo de Gwelo, Rhodes nunca había tomado parte en una acción militar», cuenta su biógrafo Anthony Thomas. Pero no dudó en ponerse al frente de sus comandos y participar directamente en los combates, arriesgando la vida en numerosas ocasiones y dando pruebas de un valor excepcional. Uno de sus hombres escribió sobre él en aquellos días: «Es igual a Napoleón. Nunca piensa que podría morir a manos de un condenado negro».

La táctica bélica empleada por Rhodes fue muy sencilla: vencer por el terror. Prendió fuego a aldeas y cosechas ndebeles, capturó mujeres y niños y asesinó a todos los hombres que hacía prisioneros. La superioridad de fuego de su armamento y la movilidad de sus comandos de caballería destruyeron las estrategias guerrilleras de sus enemigos. En mayo, sus columnas derrotaban al cuerpo principal del ejército ndebele y Rhodes levantaba el cerco de Bulawayo. A primeros de junio, llegaban tropas británicas al mando del general Carrington y el coronel Baden-Powell. El fundador de los Boy Scouts no tuvo reparos en seguir asesinando prisioneros y quemando aldeas de nativos, con niños dentro.

Los restos del ejército ndebele se refugiaron en las colinas de Mambo y de Matopos, al sur de Bulawayo, un escenario de selvas e imponentes riscos de granito. En la primera batalla, en las colinas de Mambo, los británicos hicieron miles de prisioneros, incluidos mujeres y niños, y capturaron diez mil cabezas de ganado. Tan sólo quedaba rendir al ejército de los Matopos, donde se concentraban diez mil guerreros.

Rhodes tenía prisa porque la guerra corría como un taxímetro para sus bolsillos. Pero los oficiales británicos querían una derrota total del enemigo. En el primer ataque a los inexpugnables Matopos, Carrington perdió cien hombres y exigió el envío de un contingente de refuerzos de diez mil hombres. Rhodes se arruinaba y clamaba por el fin de la guerra. Decidió lograr por su cuenta la paz a toda costa.

En agosto, las tropas británicas rodeaban los Matopos. Rhodes envió mensajeros ofreciendo una reunión para hablar de paz. Los ndebeles aceptaron, pero exigieron que Rhodes entrara en las colinas acompañado tan sólo por tres hombres y todos ellos desarmados. Rhodes aceptó y el día 21 entró en territorio enemigo cabalgando al frente del pequeño grupo con una bandera blanca, armado tan sólo con su fusta.

Fue como en las películas de pieles rojas. Atravesó los estrechos cañones de piedra, rodeado de guerreros armados. «¿Cuáles son nuestras probabilidades de salir con vida?», preguntó a uno de sus compañeros. «Las mismas que tuvo Piet Retief cuando entró con sus hombres en el campamento zulú de Dingane: ninguna», respondió el otro. «Cuento con mi buena suerte», añadió Rhodes, y siguió cabalgando.

Los dos principales indunas o comandantes ndebeles parlamentaron con Rhodes. «Los más fuertes, ustedes, han conquistado nuestras tierras», —dijo uno, «y nosotros aceptamos su gobierno, y viviremos bajo sus órdenes. ¡Pero no como perros! ¿No es mejor morir que vivir como perros?».

El parlamento duró dos horas y media. Rhodes aceptó cuantas exigencias plantearon los comandantes ndebeles. Luego, preguntó: «Entonces, ¿es la paz?». Uno de los indunas se levantó y dejó su rifle a los pies de Rhodes: «Mi arma es suya». El resto de los jefes le imitaron, rindiendo sus toscas armas de fuego y sus azagayas. Todo eso sucedía en un lugar perdido de África cuando Hollywood no había aún inventado el cine y nadie sabía de la existencia de Errol Flynn y John Wayne.

Como es natural, Rhodes, que salvó su fortuna gracias al rápido fin de la guerra, no cumplió ni una sola de sus promesas, entre ellas la de no castigar a los jefes de la rebelión. Los ndebeles fueron internados en reservas, verdaderos campos de concentración, y sus jefes ajusticiados. Los dos brujos que inspiraron la revuelta, hechos prisioneros en 1897, fueron enviados directamente a la horca. Antes de morir, la hechicera Charwe Nykasikana pronunció estas proféticas palabras: «Mis huesos volverán a levantarse». Tardarían en hacerlo casi un siglo, en la segunda chimurenga, la segunda guerra de liberación, cuando los ndebeles volvieron a alzarse contra el régimen racista de la Rodesia de Ian Smith invocando las palabras de Charwe.

Poco después de rendir a los nietos de Mzilikazi, los británicos dirigieron sus tropas contra los shonas, y los vencieron a cañonazos, volando sus aldeas con dinamita, y destrozando sus regimientos con ametralladoras. Rodesia del Sur quedaba unificada y unida como colonia al Imperio.

En la expedición a los Matopos, Rhodes descubrió un paisaje esplendoroso y único en África. Quedó fascinado ante un alto roquedal desde donde se dominaba una visión imponente, casi infinita. Decidió construirse una residencia en los Matopos y eligió aquel rocoso otero como lugar para su tumba. Lo bautizó View of the World, algo así como el Observatorio del Mundo. Rhodes amaba la grandilocuencia. Porque se veía a sí mismo como algo muy grande, un revivido Coloso de Rodas.

Los Matopos, declarados hoy parque natural por las autoridades de Zimbabue, son un lugar de peregrinación de los nostálgicos de la Rodesia blanca, que acuden a la tumba de Rhodes como los españoles franquistas al Valle de los Caídos. Pero es más que eso. En realidad, la enorme zona de los Matopos contiene áreas de recreo para los fines de semana, numerosas cuevas con pinturas rupestres y grandes extensiones en estado salvaje donde abundan especies de caza mayor como el leopardo y el rinoceronte. Es territorio sagrado de los ndebeles a causa de su historia, y durante la segunda guerra chimurenga las guerrillas lo utilizaron como una base inexpugnable para lanzar sus ataques contra el ejército rodesiano. Robert Mugabe, durante la guerra, amenazó al gobierno de Londres, si no presionaba duramente contra el régimen racista de Ian Smith, con volar la tumba de Rhodes y enviar sus restos a Inglaterra. Después de los acuerdos de paz de Lancaster, el gobierno negro dejó el lugar tal y como estaba. Después de todo, la entrada del parque hay que pagarla y los nostálgicos dejan dinero en las arcas del Estado. Rhodes es rentable.

Si Cecil Rhodes fue un gran canalla en vida, hay que reconocerle que tuvo buen gusto para organizar su muerte. El novelista inglés Evelyn Waugh, que visitó los Matopos en marzo de 1958, en el curso de un largo viaje por el continente que daría pie a su libro Un turista en África, escribió: «No hay nada de lo que yo conozco que se parezca a los Matopos. Después de las Tierras Altas del Este (se refería al oeste de Kenia y Tanzania), son el sitio natural más hermoso (de África), pero es el único que no tiene comparación con ningún otro».

Y cierto que es un lugar distinto. Se llega a los Matopos por una buena carretera desde Bulawayo, recorriendo hacia el sur una distancia de unos cincuenta kilómetros. Bordean el camino granjas valladas con alambrada y surgen de improviso familias de babuinos que se asoman curiosos a ver el paso de los coches. El paisaje, antes de alcanzar los Matopos, lo dibujan llanuras de bosque bajo y praderas de cereales. Parecería un paisaje mediterráneo si pudiera vislumbrarse la línea azul turquesa del mar de cuando en cuando, en la distancia, y no aparecieran monos de cara poco agraciada y culo escocido, sonrosado y mondo, en las cercanías de la carretera.

Pero es África, un África insólita, distinta, dura y poco tópica. Yo recordaba a Alberto Moravia mientras viajaba en un coche alquilado desde Bulawayo a los Matopos. Moravia decía que, en África, tan sólo hay unos cuantos paisajes que se repiten una y otra vez en todo el continente. No es cierto. Moravia escribió mucho y bien sobre África, pero nunca viajó solo, tal vez porque ya era famoso, y lo hizo siempre rodeado de guías o de equipos de televisión. Amaba África, pero no contempló África en sus profundidades. La entendió bien, pero dijo verdades a medias sobre ella. Un buen escritor no debe nunca poner frases brillantes sobre una experiencia de turista. O se calla, o viaja. En el caso de Moravia, hay que admirar su talento, pero no hay que creerle demasiado en lo que escribe cuando habla de África.

Waugh, sin embargo, que también viajó acompañado de guías y que se alojó en residencias oficiales, dada su condición de escritor famoso, no lo ocultó en absoluto en sus textos. Recogió testimonios y aportó juicios, no intentó explicar las esencias de África. Dijo de Lobengula: «Fue un hombre valiente, majestuoso, inteligente y honorable». Y de su oponente Rhodes: «No era un político, o en todo caso un político menor. Era un visionario y casi todo lo que veía eran alucinaciones».

Los dos fueron, claro, enormes escritores. Y aunque Moravia no dijera toda la verdad sobre sus viajes, dejó hermosas reflexiones sobre África. Como esta, por ejemplo: «África es una zambullida en la prehistoria». Pero considero mejor la que abre el libro de Evelyn Waugh sobre su viaje al continente negro: «De la misma manera que hay hombres a los que hace muy felices contemplar a los pájaros, yo contemplo a los hombres».

Los Matopos se abrieron en un paisaje de barrancadas, cursos de ríos secos, manchas de selva de espinos y de acacias de sabana, y los imponentes roquedales, que no forman una cordillera, sino que son como meteoritos caídos de otra galaxia, un bombardeo ciclópeo de montañas de granito dispersas y en desorden.

Al pie del View of the World, que destaca sobre las otras rocas por su altura, hay un pequeño chamizo donde se exhiben fotografías de Rhodes y su época, ante la que formaban cola aquella mañana, para poder contemplarlas, unos cuantos blancos con gesto reverencial. Luego, un cartel al inicio de la pendiente advierte que se trata de un lugar «de respeto», y que está prohibido arrojar basuras, poner música en radiocasetes y llevarse piedras como recuerdo, costumbres universales, por lo que sé, sea cual sea el continente en el que uno se encuentra.

El View of the World no es un cerro normal. Lo peculiar del lugar es que se trata de una sola y enorme piedra, un montañón de granito desnudo de vegetación, de pendientes suaves y pulidas. Su forma es la de un gigantesco pedrusco despanzurrado, de cumbre calva y chata. Allí arriba, un grupo de grandes pedruscos de forma redonda, de la altura de dos hombres cada uno de ellos, forman una suerte de circo alrededor de una sencilla tumba excavada en la tierra y que cubre una lápida de bronce. La inscripción es escueta: «Aquí reposan los restos de Cecil John Rhodes». Él mismo eligió las palabras. Nada más que palabras, porque Rhodes era masón y no quería cruces. Algún sutil biógrafo de El Coloso ha sugerido que el texto no es tan sencillo como parece y que Rhodes quiso indicar que allí, en View of the World, tan «sólo» están sus restos, como si su espíritu y su legado estuvieran en otro lugar, en un lugar mucho más grande, en todo el África que conquistó para Gran Bretaña y, por supuesto, en la Historia. Conocida la megalomanía del personaje, no es de extrañar que así fuera.

La subida no era difícil ni dura. Grupos de viejos rodesianos ascendían con calma hasta esa suerte del altar laico donde descansa Rhodes. Una vez arriba, desfilaban con fervor ante la lápida de bronce, mientras sus nietos, rubios como los niños arios, corrían detrás de las lagartijas verdes y amarillas y, en ocasiones, se subían irrespetuosos sobre la tumba.

En la falda contraria al camino de ascenso, treinta metros más abajo del sepulcro de Rhodes, hay otra tumba de similares características: una lápida de bronce encajada en la piedra. Dice la inscripción: «Aquí reposa Leander Starr Jameson». Y algo más a la derecha, un enorme cubo de granito, de unos diez o doce metros de alto, guarda los restos de Alian Wilson y sus hombres, los «héroes» de la patrulla del río Shangani. En cada cara del cubo se encajan frisos de bronce que recogen pasajes de la supuesta epopeya. Sólo hay una inscripción en el mastodóntico túmulo: «A los valientes».

Rhodes se creía un experto en mitología, cuando no era en realidad más que un mitómano. Y como todos los mitómanos, quería un altar para su gloria. El View of the World es una suerte de Valhalla, como señaló Evelyn Waugh cuando escribió sobre el lugar, un templo al aire libre para el reposo de los guerreros y los héroes de una raza superior, que allí gozan una eternidad de combates mientras beben y celebran al dios Odín. Esta mitología vikinga fue amada por los nazis, pero también por la juventud imperial inglesa.

Quizá sea esa la razón por la que Gran Bretaña oculta a Rhodes con vergüenza. En tiempos Victorianos, fue un héroe del Imperio. Y sirvió a ese Imperio con ideales de signo racista. Después de aquello, Inglaterra ganó dos guerras mundiales peleando por ideales democráticos, y no tiene más remedio que intentar que se olvide a Rhodes. Pero en la trastienda de su historia esconde mucha ropa sucia.

Cecil Rhodes murió en marzo de 1902, antes de que concluyera la segunda guerra bóer que sus agentes provocaron, cuando tenía cuarenta y siete años. Falleció de un ataque al corazón, el único punto flaco que arrastró durante toda su vida. Su muerte fue un acontecimiento para el África blanca: provocó desfiles, llantos, largas jornadas de luto, discursos y gloriosos versos de Kipling que se leyeron en su entierro en los Matopos. El último suspiro lo dio en los brazos de Leander Starr Jameson, su secretario, amante y amigo. Según el doctor, estas fueron sus últimas palabras: «Muy poco hecho, mucho por hacer». Los historiadores no están muy seguros de que fuera cierta tan solemne frase.

En cuanto a Jameson, el pirata del raid contra el Transvaal y el genocida de los ndebeles, recogió las glorias de Rhodes y logró ser elegido primer ministro de la colonia de El Cabo en 1903. Cuando murió, en 1917, tenía ya su sitio reservado, en la Valhalla de los héroes, a pocos metros de El Coloso.

Lo que extraña del View of the World es que, tras la derrota del sistema racista de Ian Smith, en 1980, las nuevas autoridades hayan dejado sin tocar este templo levantado en nombre del racismo y de la gloria de las razas superiores. La sagacidad es una virtud histórica, presumo.

Me acerqué al monumental túmulo alzado en honor de Wilson y su patrulla del rio Shangani. Un guía africano explicaba a un grupo de turistas blancos los detalles de la batalla. Casi todos los guias de View of the World, que se ofrecen a explicar la historia del lugar a cualquiera que suba a la montaña, son negros, en tanto que casi todos los visitantes son blancos. El guía, en esta ocasión, explicaba que Wilson fue un valiente militar y que él y sus soldados combatieron con honor hasta la última bala y el último héroe. «Sí, fueron bravos, muy bravos», repetía el guía negro ante las insistentes preguntas del grupo de blancos. Luego, le vi recibir generosas propinas.

Cuando se quedó solo me acerqué hasta él. Contaba sus monedas.

—¿De verdad cree usted que fueron valientes?

Me miró a los ojos durante unos cuantos segundos sin responder.

—Usted es ndebele —insistí.

—Desde luego, lo soy.

—¿Y por qué los llama valientes?

—Es lo que les gusta oír a los blancos y me dan buenas propinas por decirlo. ¿Lo ve?

Me mostró la palma de su mano llena de monedas y algunos billetes.

—Pero usted no está de acuerdo.

—Claro que no lo estoy. Pero de todas formas Wilson murió. ¿Qué más da llamarle cualquier cosa, valiente y todo eso, si te dan dinero por ello?

—¿Quién fue valiente en Shangani?

—Los ndebeles, por supuesto. Atacamos a pecho descubierto, lanzas contra rifles, azagayas contra balas. Murieron doscientos de los nuestros y ellos sólo eran diecisiete. Eso sí: mucho mejor armados. Pero la historia blanca recuerda tan sólo a los diecisiete. La verdad es que Wilson era tonto. ¿A quién puede ocurrírsele meterse en un campamento de más de mil guerreros armados hasta los dientes y desesperados y humillados por sus derrotas? Pero eso se lo cuento sólo a mis hijos.

—Es una buena idea.

—¿Quiere que le cuente la verdad a cambio de una buena propina?

—Conozco la verdad sobre Wilson… Usted sabe mucho sobre Historia.

—Soy licenciado en Historia, pero estoy en el paro. Y esto es una forma de ganar dinero y divertirme al mismo tiempo. No imagina usted la cantidad de bobadas que me preguntan.

Me alejé de los Matopos con cierta desgana. La verdad es que la vista desde arriba, al pie de la tumba de Rhodes, era inusual y magnífica. Los paisajes nunca tienen la culpa de lo que los hombres han hecho con ellos. Y podemos seguir amándolos por encima de la Historia. A los Matopos no ha podido robarles su belleza Cecil Rhodes, por más que quisiera apropiárselos para siempre. Algo parecido me sucede siempre con el Valle de los Caídos, el túmulo erigido cerca de Madrid por orden del general Franco para guardar sus restos. Franco quiso quedarse para él solo la hermosa vista de la sierra del Guadarrama. Y no lo ha conseguido.

De regreso a Bulawayo, avisté a un joven africano que hacía autoestop a la salida del parque. Paré y le invité a subir a mi lado. Hablaba poco, muy poco, por más que yo insistía en entablar una conversación. Cuando entrábamos en la ciudad, en la zona de los suburbios blancos, vi un cartel que nombraba una calle como Greystoke Way. Señalé el cartel y dije al chico:

—¿Has visto eso, sabes quién era Greystoke?

—No —respondió.

—Tarzán, muchacho, era Tarzán.

Su rostro se iluminó con una sonrisa, la primera desde que subió al coche.

—¡Ah, sí! —exclamó—. Silvester Stallone, ¿no?