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LAS MINAS DEL REY SALOMÓN

Escribía Joseph Conrad en El espejo del mar, uno de sus libros de memorias: «A nadie se le ha presentado una aventura por invocarla. El que deliberadamente emprende la búsqueda de la aventura no sale sino a recoger cascaras vacías, a menos, en efecto, que sea un elegido de los dioses y grande entre los héroes, como aquel excelentísimo caballero Don Quijote de la Mancha. Nosotros, comunes mortales con un alma mediocre que no desea sino tomar a malvados gigantes por molinos de viento, recibimos la aventura como a ángeles visitantes. Pillan desprevenida nuestra complacencia. Como suele ocurrir con los visitantes inesperados, llegan con frecuencia en momentos inoportunos. Y nos alegramos de dejarlas pasar sin reconocerlas, sin el menor agradecimiento por tan alto favor».

Es un texto que había leído muchos años antes de ir a África, y sobre todo, mucho antes de ir al río Congo. Siempre he pensado que los grandes escritores guardan en su corazón un niño aventurero, y que sus personajes, triunfadores o derrotados, no son otra cosa que ese hombre que ellos hubieran querido ser o que han lamentado haber sido. Detrás de toda novela hay una aventura, real o imaginaria. Porque un buen escritor no es otra cosa que un perseguidor de sueños, un tipo que quisiera retener el tiempo a caballo de una estupenda peripecia. Conrad la tuvo en el río Congo y se convirtió en un escritor imponente. Se subió a lomos de una aventura que casi le cuesta la vida. Tuvo el valor, o tal vez tan sólo la obligación, de hacerlo.

Pero valor no es la palabra exacta. Ser cobarde o ser valiente en algunos precisos momentos no es más que una decisión ajena a tu propio corazón, algo que viene de fuera, como si decidieran los dioses de los que hablaba Conrad. Los que no hemos buscado una aventura, al tiempo que soñábamos siempre con ella, y la hemos tenido en nuestras manos, sabemos bien que cabalgarla es un problema de egoísmo supremo, y no de coraje. La única cuestión que importa luego es la pena que te causa no haber sido lo suficientemente egoísta como para abrirle los brazos sin pensar en otra cosa.

Lo escribo ahora mientras recuerdo que seguía viajando en pos de un rio y que aún estaba muy lejos, llegando a Zimbabue, muy lejos todavía del río Congo.

«Rodesia es el nombre feliz de una tierra de piratería y pillaje», así definió Mark Twain al actual Zimbabue en los días de la colonia. Y lo cierto es que a mi llegada, aquella mañana perezosa y soleada de domingo, la ciudad de Bulawayo me pareció un lugar sereno y libre. Conocía la violenta historia del país, pero los días que permanecí en Zimbabue, recorriendo sus ciudades y sus campos, no percibí en ningún momento esa tensión que palpita en cualquier rincón de Suráfrica. Zimbabue parece haber superado sus rencores y sus odios, es una tierra de hombres pacientes y hospitalarios.

Busqué alojamiento en el centro de Bulawayo, en el Grey’s Inn, un hotel de atmósfera muy inglesa, y fui a darme una vuelta por la ciudad. Bulawayo es una urbe trazada a cordel, de avenidas muy anchas y un diseño arquitectónico donde apenas se ven altos edificios y que mantiene un pulcro aire colonial. La vehemencia del sol resaltaba el blancor de las fachadas, los morados y rojos de los árboles en flor, los naranjas y verdes de los puestos de frutas, el brillo de las malaquitas y los ébanos del mercado de artesanía, junto al City Hall. Pese a que los comercios estaban en su mayoría cerrados, las calles aparecían muy animadas en aquella hora de media mañana. Caminé hacia el oeste, avenida de Leopold Takawira arriba, protegiéndome del sol bajo los soportales. Era un día meloso y bello y Bulawayo ofrecía una imagen de urbe próspera y feliz, con familias que paseaban sin prisas, algún tipo que otro haciendo footing, más ciclistas que coches y muy escaso número de blancos en las aceras. Pero no me sentía un extranjero en la hermosa ciudad colonial habitada por negros. No percibía agresividad ninguna en el ambiente.

Hay varias cosas que un viajero debe hacer cuando llega a una ciudad desconocida: por ejemplo, ir al mercado, pasear en los amaneceres, entrar en los garitos de la noche, buscar la música que hace bailar y cantar a sus habitantes, probar la comida local, asistir a un partido de fútbol o a una ceremonia religiosa, y desde luego leer sus periódicos. Así que me dirigía hacia el mercado de Makokoba, en los arrabales del oeste.

De nuevo, al dejar atrás las avenidas del centro, cruzando Herbert Chitepo Street, me asaltó el olor de África, ese impreciso aroma de flores y de estiércol. Era de nuevo el África esencial, como el River Road de Nairobi o el Trechville de Abiyán.

Las calles estaban repletas de tenderetes. En una zona, frutas y verduras; en otras, ropa, herramientas y cachivaches diversos de fabricación china o tailandesa. Había pordioseros tirados en las aceras, y leprosos que mostraban sus muñones, y ciegos que pedían limosna cantando y haciendo sonar un platillo con monedas.

Me detuve ante un grupo de peluqueros que mostraban cartones pintados con los diferentes tipos de pelado que ofrecían a la posible clientela. Posaron encantados para una foto y al punto se enrollaron a preguntas: de dónde viene, adonde va, de qué país es, en qué trabaja… Eran jóvenes y simpáticos. Uno de ellos, cuando le dije que venía de España, entonó y palmeó «La Bamba», con una letra incomprensible que pretendía ser español, mientras los otros seguían el ritmo con suaves pasos de baile. Pregunté cuánto ganaba un peluquero en Bulawayo.

—Unos novecientos dólares zimbabuenses al mes (algo más de ochenta euros) —me contestó el de «La Bamba».

—¿Y le da para vivir?

—Es un buen salario en Zimbabue. Si viviera en Suráfrica, no llegaría a ninguna parte con ese sueldo. Pero de todas formas me quiero ir a Suráfrica, la vida es mejor allí.

—No lo crea —dije.

—Todos en Zimbabue queremos ir a Suráfrica, hay más oportunidades —señaló otro ignorando mi respuesta—. Aquí hay mucha hambre y poco trabajo. Pero los surafricanos no dan visados fácilmente.

Me internaba en Makokoba y ahora desaparecían los tenderetes. Los comerciantes vendían sus mercancías extendiéndolas simplemente en el suelo: sombreros de cuero para hombres, sombreros femeninos de raso negro o rojo, ropas usadas, arreos de caballerías, toscos juguetes, telas escritas con textos evangélicos para adornar las paredes de las casas. «Perdona pero no olvides», rezaba uno.

Un trilero echaba tres cartas boca abajo en el suelo y apostaba con los ingenuos, que escogían el supuesto rey de corazones posando el pie sobre el naipe. Un tipo se arrimó a mi lado y me invitó a jugar. Sin duda era el cómplice del que echaba las cartas.

—No, gracias —dije—. Conozco el juego, en mi país es igual.

—Puede ganar.

—Nunca gané en España.

—En África, un blanco lo tiene más fácil, «amigo». Los blancos son más inteligentes que nosotros.

—El que echa las cartas es mucho más inteligente que yo, «amigo».

Sonrió y me dio una palmada en el hombro.

—¿Tendrá al menos un cigarrillo?

Llegué a la estación de autobuses, sembrada de baches enormes, socavones que casi alcanzaban los infiernos. Los vehículos, viejos y descascarillados, aparcaban en desorden, entraban y salían sorteando a duras penas los agujeros del suelo y levantando una gran polvareda. En los alrededores de la estación, numerosos tenderetes ofrecían refrescos y mazorcas de maíz, cuchillos, sacos y neumáticos de segunda mano.

Un grupo de hombres se sentaban a la sombra de una oxidada marquesina, acomodados sobre viejos bidones. Uno de ellos me pidió un cigarrillo. Lo prendió y aspiró el humo.

—¿No le parece muy suave su tabaco? —preguntó.

—No soy ya joven —dije—, necesito tabaco suave.

—Yo necesito trabajo, ¿no me ofrece trabajo?

—No soy empresario, lo siento.

—¿Ni siquiera como su guía en Bulawayo?, conozco bien la ciudad.

—No soy rico, y tengo un mapa. ¿Puedo hacerle una foto?

—Si no hay trabajo, no hay foto —dijo riendo.

Seguí caminando por una de las aceras de una calle amplia sembrada de mercancías extendidas en el suelo: zapatos, relojes taiwaneses, sombrillas, cubiertos de hojalata, bolsas de plástico, tabaco, lencería… Pedía permiso para fotografiar y, por lo general, todo el mundo aceptaba.

Estaba enfocando a un niño con mi cámara cuando se me acercó una mujer.

—¿Quiere que le ayude? —se ofreció.

—¿A qué?

—A conseguir fotos.

—Muy amable —acepté.

—¿Por qué le gusta retratar niños?

—Quizá porque mis hijos ya han crecido y echo de menos a los niños que fueron.

—Me llamo Anne Mhangara y tengo treinta y cinco años —se presentó.

Parecía tener sesenta.

Continuamos andando y charlando. Anne detenía a cuanto niño encontraba a su paso y yo lo fotografiaba. Creo que nunca en mi vida he fotografiado tantos niños como aquella mañana de Bulawayo.

—Yo tengo tres hijas —decía Anne—. Mi marido y yo nos separamos en marzo. Él quería vivir su vida, divertirse. Dígame, señor, ¿qué tienen los hombres en la cabeza que a partir de los cuarenta años empiezan a perseguir a otras mujeres y a querer divertirse siempre?

—Nunca he sabido muy bien lo que tienen los hombres en la cabeza.

—¿Eso sucede en su país?

—Es bastante común.

—Mi marido no me pasa dinero ni para comer. Se lo gasta todo en el juego y en cerveza. Y en cortejar a otras mujeres. Yo le rezo a Dios todos los días para que me dé suficiente para poder comer. Pero sigue sin darme nada.

—¿Y por qué sigue rezando?

—No puedo hacer otra cosa. Y quizás alguna vez Dios se acuerde de mí y me atienda. Si no le rezo, no me oye. Si le rezo, puede que algún día me oiga.

—Dios es un poco sordo.

—¿Usted no reza, señor?

—No.

—¿Y qué hace?

—Viajo, hablo con la gente, cosas así.

—Yo también lo haría si no fuera pobre.

Se acabó el carrete de mi cámara. Decidí no sustituirlo por otro, tenía legiones de niños para revelar.

Habíamos dado un largo giro y de nuevo llegábamos al lugar donde comenzaba el mercado. Le ofrecí dinero a Anne y ella tomó los billetes que le tendía.

—¿Ve usted?, hoy Dios me ha escuchado. Le recé esta mañana, antes de salir de casa. Y esta tarde rezaré por usted. ¿Cuál es su nombre? En las oraciones es necesario poner nombres.

—Javier.

—¿Cómo?

No lograba pronunciarlo ni retenerlo. De modo que opté por una solución más fácil.

—También me llamo Martin.

—Muy bien, señor Martin, rezaré por usted. ¿Qué quiere que le pida a Dios?

—Tan sólo buena suerte.

—Lo pediré. Pero, ya sabe, Dios no escucha siempre, es muy especial con los hombres, muy caprichoso. Lo mismo le da suerte que le trae una desgracia.

—Mejor no rece, Anne, por si acaso.

Entré de nuevo en el área central de Bulawayo. La mañana, al parecer, se presentaba religiosa. En un esquinazo de la calle Jason Moyo, crucé junto a una agencia de viajes que se llamaba Jesús Christ Tours. Más adelante, un espléndido coro de voces surgía del interior de un templo, anunciado en el arco de entrada como Pentecostal Assembly. Me acerqué a la puerta y un sonriente africano, vestido con un llamativo traje celeste y una chillona corbata amarilla, me invitó a entrar.

En el estrado, o el altar, o como quisiera llamársele, treinta personas, en su mayoría mujeres, uniformadas con camisas rojas, cantaban y bailaban al ritmo de una orquesta de tres músicos situados en la esquina derecha del local. Un cartel junto al techo presidía la ceremonia: «Growing strong in the world. Through the Bible. 1997». (Creciendo fuertes en el mundo a través de la Biblia). En la esquina contraria, una gran pantalla de vídeo desgranaba la letra de los himnos que interpretaba el coro, para que los dos centenares de fíeles que abarrotaban el templo pudieran acompañar el canto.

This is the day
of Lord, the day
that the Lord has made.

Palmas, aullidos ocasionales, algún que otro silbido, y todos meneando las caderas, yo incluido, por aquello de donde fueres haz lo que vieres.

Arise, shine, for thy hight is come.
The glory of the Lord is risen,
The glory of the Lord is carne. Halleluiah.

Lluvia de aleluyas y de gritos arrebatados de misticismo. Luego, un pastor blanco, trajeado de gris, subió al estrado y, sonriente, con voz meliflua y blandona, pidió dinero para ayudar a la expansión de la secta en Zimbabue. Dos muchachas pasaron el cestillo y yo eché un par de monedas para no desentonar. En todas las iglesias de todos los rincones de la Tierra siempre hay un momento en que tienes que rascarte los bolsillos.

El pastor presentó a renglón seguido a una nueva hermana recién ingresada en la Asamblea y anunció que iba a cantar para todos nosotros. Y cumplió su amenaza: cantaba como un gato al que le estuvieran pisando el rabo. Pero los aplausos de bienvenida atronaron en el templo cuando concluyó su canción. Quizá de alivio.

El pastor blanco tomó de nuevo la palabra. Y entonces me miró y dijo:

—Hoy tenemos nuevos amigos aquí. ¿Pueden levantar la mano los que hayan venido por primera vez?

Me vi obligado a obedecer ante su mirada firme y candorosa y alcé el brazo. Miré alrededor. Era la única mano. Y yo era también el único blanco entre aquellos dos centenares de fíeles.

—Bienvenido, hermano —siguió el ministro—. Hermanos, saludemos todos al recién llegado a nuestra Asamblea.

Una marea de gente se abalanzó sobre mí. Nunca he saludado a tanta gente en mi vida en tan corto espacio de tiempo. «Welcome, brother, welcome», me decían sonrientes aquellos mis nuevos hermanos. No sé si llegué a estrechar las manos de todos, pero creo que superé de largo los cien apretones.

Luego, el ministro blanco descendió del estrado y pidió a los niños que se acercaran a saludarle. Aproveché el jaleo para marcharme, renegando de mi nueva familia como un perro desagradecido.

Descendí de regreso al hotel. Tenía hambre. En un soportal, una ciega sentada sobre una estera agitaba su palangana de metal para hacer sonar unas pocas monedas. «Gracias, Jesús, por morir por nosotros», cantaba al mismo tiempo. Me pregunté de qué podría servirle a aquella pobre miserable la muerte de Cristo.

La historia de Bulawayo, y de Zimbabue, no es precisamente mística. El mismo nombre de la ciudad ya ofrece una luminosa indicación: Bulawayo, en lengua ndebele, una etnia de origen nguni, quiere decir «lugar de la matanza».

Toda la región que ocupa el actual Zimbabue se dividía desde principios del pasado siglo en varios pequeños reinos de la etnia shona. Antes de eso, el Shona había sido un imperio unificado y poderoso durante varios siglos, como atestiguan las ruinas del Gran Zimbabue, al sur del actual Harare, unas imponentes edificaciones, datadas en el siglo XI, que hablan por sí solas del grado de cultura que había alcanzado aquel pueblo. Desde el siglo XVI, cuando ya los portugueses se habían establecido en Mozambique, comenzó a nacer la leyenda de que aquellas fastuosas ruinas eran el lugar donde tuvo su sede el reino de Ophir, mencionado en la Biblia, esto es: las minas donde obtenía sus riquezas el rey Salomón. Como es lógico, los portugueses organizaron expediciones para ir en su búsqueda, pero una vez tras otra fueron expulsados por los shonas de sus territorios. La leyenda, entretanto, siguió creciendo y se extendió por toda Europa. Se pensaba que los barcos del rey Salomón bajaban desde Aden siguiendo la costa del Indico hasta el reino de Kilwa, y que allí se cargaban los fabulosos tesoros de oro y diamantes traídos de un rico reino del interior. Cierto es que existía comercio entre Kilwa y el Gran Zimbabue, como se ha demostrado al encontrarse en las ruinas monedas acuñadas en Kilwa. Pero nada asegura que el comercio fuera de oro.

Las sangrientas guerras que se desataron a comienzos del siglo pasado en los territorios de Suráfrica iban a condicionar en los años siguientes el destino de los reinos shonas. Cuando Shaka, el monarca zulú, inició las terribles campañas bélicas contra los caudillos oponentes, uno de sus mejores aliados fue el jefe Mzilikazi, de una región al norte de Zululandia, y Shaka premió su fidelidad concediéndole un insólito grado de autonomía dentro del poderoso y centralizado imperio zulú que estaba construyendo. Pero las cosas cambiaron en 1821. Shaka exigió a Mzilikazi que le entregase el numeroso ganado que había robado en sus incursiones contra los shotos del oeste y Mzilikazi se negó. El rey zulú envió sus tropas y Mzilikazi y los suyos se vieron obligados, tras dos cruentas batallas, a cruzar en 1822 la cordillera del Drakensberg y buscar nuevas tierras donde instalarse. Lo hicieron muy lejos del reino de Shaka, en el valle del Limpopo, actual frontera del norte de Suráfrica con Zimbabue. Con su experiencia militar, aprendida de los zulúes, Mzilikazi derrotó con facilidad a los pueblos que ocupaban la región, sothos y pedis, quienes pronto comenzaron a conocer a los invasores como Matabeles, que significa «los que llevan altos escudos». Los hombres de Mzilikazi se llamaron a sí mismos ndebeles y su reino se extendió a la casi totalidad del Transvaal.

En 1836 llegaron los bóers del Great Trek. Las primeras caravanas fueron rechazadas con facilidad por los guerreros de Mzilikazi. Pero en 1837, en la batalla de Vegkop, los regimientos ndebeles se estrellaron contra un laager bóer defendido por sólo cincuenta hombres y fueron derrotados. En los meses siguientes, aliados con otras tribus rivales, los comandos bóers atacaron sin tregua los kraal de Mzilikazi y las bajas en el ejército ndebele fueron muy numerosas. Como había sucedido ante la fuerza superior de los zulúes en 1822, Mzilikazi hubo de abandonar su reino y emigrar más al norte, lo que hizo en noviembre de 1837.

De nuevo gracias a las tácticas militares aprendidas de Shaka, Mzilikazi derrotó a los shonas que ocupaban la amplia región que rodea el actual Bulawayo, implantando un fuerte Estado de cultura zulú. Mzilikazi integró en su ejército a los guerreros shonas e incorporó las mujeres y los niños a sus kraal. En pocos años, su reino se expandió hasta el río Zambeze por occidente, en tanto que marcaba sus fronteras orientales a mitad de camino entre Bulawayo y el actual Harare, capital de Zimbabue.

En los años siguientes, el rey permitió asentarse dentro de sus fronteras a algunos granjeros bóers y, en 1859, al primer misionero, Robert Moffat, suegro de Livingstone. Moffat, sin embargo, abandonó cinco años después el reino de Mzilikazi, ante el poco interés que los ndebeles mostraban por el cristianismo.

Lobengula sucedió en el trono a su padre Mzilikazi en 1870, y estableció su capital en Bulawayo, «el lugar de la matanza», llamado así por haber sido el escenario de los sangrientos combates entre los guerreros de Lobengula y los impis de los nobles que se oponían a que sucediera en el trono a su padre Mzilikazi. Lobengula dio permiso a los jesuitas para levantar una misión en las cercanías de su kraal y también concedió a algunos blancos licencia para cazar en sus tierras. Uno de los primeros cazadores que entró en Matabeleland, nombre con el que los británicos conocían el reino de Lobengula, fue el legendario Frederick Selous, que habría de jugar un papel muy importante en la historia futura del país.

Unos años antes, en 1868, las ruinas del Gran Zimbabue habían sido descubiertas por una pequeña expedición de buscadores de oro y las leyendas sobre las minas del rey Salomón cobraron mayor fuerza. Lobengula, asustado ante la posibilidad de que riadas de hombres blancos cruzaran las fronteras de su reino atraídos por el oro, firmó un tratado de amistad con Gran Bretaña que guardaba la integridad de su Estado y limitaba el establecimiento de colonos blancos en sus tierras.

El rey ndebele había actuado con cautela y sentido de la diplomacia. Pero no contaba con las ambiciones de un tal Rhodes, el hombre que quería convertir la totalidad del continente en una colonia británica. Y sobre todo, no tuvo noticia de que en 1895 se había publicado en Londres una novela cuyo título era Las minas del rey Salomón, que firmaba un tal Rider Haggard. De haber leído el libro, es probable que Lobengula no hubiera tampoco entendido por qué aquella sarta de historias inventadas por un escritor inglés iban a acabar por apearle del trono.

Pocas veces en la historia se da una circunstancia tan exótica como el hecho de que una novela, por lo demás no excesivamente buena, cambie el curso de la historia. Las minas del rey Salomón, uno de los libros más leídos de todos los tiempos, lo hizo.

Su autor, Henry Rider Haggard, había nacido en Norfolk, en el seno de una familia de la aristocracia rural, en 1856, tres años después que Cecil Rhodes. Considerándole poco brillante, su padre no le envió a estudiar a Oxford o Cambridge, sino a una escuela menor en Ipswich, donde el muchacho se interesó por la egiptología. En 1875, el joven Haggard preparaba sus maletas para seguir sus estudios en París cuando una casualidad se cruzó en su camino: un vecino de Norfolk, sir Henry Bulwer, fue nombrado vicegobernador de la colonia surafricana de Natal, y el padre de Haggard decidió recomendar a su hijo para que fuese con él a África. Un muchacho de pocas luces tenía un discreto futuro en Inglaterra, pensó el padre, y tal vez podría ser un buen granjero en África. No imaginaba que, unos años después, aquel muchacho poco dotado para los estudios se convertiría en el más famoso escritor inglés de su tiempo, tan respetado y admirado como Rudyard Kipling.

Haggard embarcó en julio de 1875 y se instaló en Pietermaritzburg, capital administrativa de Natal. Comisionado por el gobierno de la colonia, comenzó a viajar enseguida por los territorios de los zulúes y les cobró una enorme admiración. Viajó también a Pretoria, donde tuvo el honor de alzar la bandera británica cuando, en 1877, Londres anexionó a su imperio la joven república bóer.

Con veintiún años comenzó a escribir para la prensa londinense y sus crónicas africanas le dieron ya un pequeño nombre en la metrópoli. En 1879, se ofreció como soldado voluntario en la expedición militar de lord Chelmsford contra el rey zulú Cestwayo, pero el gobernador no le permitió unirse a la tropa y, quizás a causa de ello, le salvó de morir en Insandlhwana. También ese mismo año, cuando los bóers comenzaron a mostrar los dientes a Gran Bretaña para recuperar la independencia del Transvaal, intentó alistarse al ejército y de nuevo se rechazó su solicitud.

Desengañado en su vocación militar, compró una granja en Newcastle, a trescientos veinte kilómetros de Pretoria, para dedicarse a la cría del avestruz. Hizo un breve viaje a Inglaterra para casarse, en 1880, y regresó a Newcastle cuando ya sonaban los tambores de la primera guerra bóer. En junio de 1881, tras la batalla de Majuba Hill, se firmó la paz entre británicos y bóers, y Londres reconoció la independencia del Transvaal. Sin duda, el hecho significó una gran decepción para el joven Haggard, un encendido defensor del destino imperial de Gran Bretaña, porque unos meses después hizo su equipaje y se marchó a Inglaterra.

Instalado en Norfolk, decidió escribir un libro, en realidad una crónica histórico-política de sus experiencias africanas, que tituló Cestwayo y sus vecinos blancos. Publicado en 1883, tuvo muy escaso éxito. Al año siguiente, escribió dos novelas, Amanecer y La cabeza de la bruja, que no lograron ventas importantes. Decepcionado de nuevo, pensó en dejar de escribir.

Pero en 1885 R. L. Stevenson publicó un libro para niños, La isla del tesoro, que constituyó un gran éxito de ventas. Haggard lo leyó, se entusiasmó con el libro, y decidió que él también haría una novela para el público infantil y que esa novela transcurriría en África. Se puso a la tarea y la terminó en seis semanas.

En el nuevo libro reunió varios materiales: las leyendas sobre el oro del Gran Zimbabue, la figura de un gran cazador blanco que era todo un mito en Suráfrica, Frederick Selous, y una tribu a la que admiraba profundamente, los zulúes. En el Gran Zimbabue situó las minas de Ophir, convirtió a Selous en Alian Quatermain y a los zulúes en kukuanas. El rey kukuana fue bautizado en la ficción como Umbopa. Umbopa tenía también un modelo en la realidad: el hijo de un antiguo rey de la tribu swazi, llamado Umslopogaas. Este príncipe swazi había servido como guía a Haggard durante su primer viaje a Pretoria, cuando atravesó la cordillera del Drakensberg. El escritor dijo de Umslopogaas que tenía «una estatura artúrica», en referencia al Rey Arturo, héroe de la mitología inglesa.

Publicado en septiembre de 1885 por Cassell, la misma editorial que el libro de Stevenson, Las minas del rey Salomón constituyó un verdadero bombazo. En su primer año, el libro vendió más de treinta mil copias en Inglaterra y doce ediciones en Estados Unidos. Animado por su triunfo, Haggard publicó en 1887 Alian Quatermain, continuación de Las minas del rey Salomón, y en ese mismo año la mejor de todas sus novelas, Ella, ambientada también en África.

Sus libros pusieron a soñar con África a toda la juventud inglesa y americana. Y no sólo eso: animaron también a los políticos británicos a extender su imperio africano. Y dieron alas a los empresarios ambiciosos como Cecil Rhodes en su empeño por conquistar el continente y explotar sus riquezas.

Haggard fue, junto con su gran amigo Kipling, el escritor del Imperio. Pese a su éxito literario, siempre sintió la frustración de no haber logrado alcanzar el destino para el que se creía mejor dotado: ser un estadista y un soldado al servicio del gran proyecto imperial británico.

Su nieto dijo de él: «Era mucho más que un gran novelista». No tenía razón. Haggard fue algo menos que un gran novelista y mucho más que un buen soldado: con su pluma abonó las raíces de la ambición imperial.

El mismo año de su muerte, 1925, un escritor muy diferente, el francés André Gide, navegaba el río Congo siguiendo la estela de Joseph Conrad. Gide, al contrario que Haggard, fustigó con su pluma el imperialismo. Pero esa es otra historia y el río es otro paisaje. Los libros de Haggard siguen publicándose en ediciones infantiles en todo el mundo, aunque su nombre ya ha sido borrado del friso donde figuran los más grandes escritores de la Historia, cosa inimaginable en su tiempo. Gide, en cambio, que no alcanzó tanta fama entre sus contemporáneos, sigue vivo en nuestro corazón. ¿Tendrá que ver la gran literatura con los principios que afirman la igualdad de los hombres?, ¿será pequeña literatura toda aquella que emana de un sentimiento de raza superior?

Cada día que pasaba en Bulawayo me iba gustando más la ciudad. Sus anchas avenidas, la simpatía de los ndebeles, el gusto por conservar y defender una arquitectura heredada de la época colonial, y sobre todo, su luz, su inmensa luz emanada de un sol poderoso. Es posible que puedas llegar a amar cualquier ciudad, por muy horrenda que sea, si la paseas y haces amigos. Las ciudades entran en tu alma cuando son bellas, pero más aún cuando consigues amigos.

En Bulawayo mi amigo se llamaba Freddy. Me habían dado su teléfono en Madrid, donde vivió varios años antes de que las autoridades de emigración le expulsaran por carecer de trabajo fijo. Freddy tocaba el clarinete en un grupo de jazz. Y eso, en Europa, y más en concreto en España, podía ser un delito al parecer grave. Era bastante mejor tipo que muchos europeos y españoles que conozco. Pero sabía hacer algo tan supuestamente inútil como música. Lo extraño es que aún amara España. Y la amaba a pesar de todo.

Freddy tenía veintisiete años, hablaba un excelente español, siempre sonreía y hacía gala de un fino sentido del humor.

Fuimos a cenar aquella noche a un restaurante, famoso en Bulawayo por sus platos de caza, el Cape to Cairo. El nombre era inequívoco, y uno podía imaginar la clase de clientela que iba a encontrarse dentro. Rhodes soñó un África británica que llegara de El Cabo a El Cairo, con ferrocarril incluido. Y claro, el local estaba repleto de blancos relucientes y fornidos, como nazis alemanes que hubieran dejado los uniformes en el cuartel y celebraran su tiempo libre con altas jarras de cerveza y asados de impala, kudu y facotero.

Supongo que al camarero blanco no le gustó nada servir la cena a un negro. Pero a los blancos, en Zimbabue, no les va nada mal. Y si además pagas una cuenta de elevado precio, el blanco traga. Freddy pidió avestruz y yo cola de cocodrilo. Imagino que Freddy se daba cuenta de la hostilidad del camarero y de los clientes de las mesas próximas. Pero estaba relajado y sonreía guasón mirando hacia los lados.

—Los blancos están en Zimbabue mejor que nunca. Tienen las granjas más productivas, las empresas más rentables, controlan la industria del turismo y de la caza y, además, no tienen que ocuparse de la política. ¿Qué más pueden pedirle a la vida en un país maravilloso?

—¿Y los gobernantes negros?

—Pactaron en Lancaster, en Inglaterra, una paz sin sangre, y eso estuvo bien. Dejaron mantener sus propiedades a los blancos y ellos, los políticos negros, recibieron su premio y ahora son ricos. A los ciudadanos negros, que ahora al parecer somos libres de la opresión colonial, nos quedan el paro, la miseria, los bajos salarios cuando los hay, la prostitución, el sida y todas esas cosas que no voy a seguir enumerándote. Algo es algo, de todos modos. Ahora dicen que van a comenzar a expropiar las grandes fincas de los blancos. Eso puede estar bien, pero puede crear un grave problema económico en el país. ¿Sabrá el gobierno administrar la producción agrícola? Lo más probable es que se hagan ricos unos cuantos y el asunto termine siendo un desastre.

Bebió un largo sorbo de agua y siguió:

—El problema ya no son los blancos. El problema son los hombres que nos gobiernan…, sobre todo el presidente Mugabe. Son corruptos, no hacen nada por la gente pobre de este país, no hacen nada especialmente por los ndebeles, que somos los que padecemos la miseria. Los blancos racistas se ahorran ahora tener que pagar policía con la que contener la rebelión negra, para eso tienen gobernantes negros que se ocupan de mantenernos quietos. Todavía no se han aclarado las muertes de treinta mil ndebeles asesinados por los soldados shonas de Mugabe cuando terminó eso que llaman «guerra de liberación». Sí, claro, echaron a los blancos del poder político, echaron a Ian Smith. Pero los echamos entre todos, yo tengo muchos muertos en mi familia. Y ahora…, ahora sigo igual, sólo que puedo cenar aquí contigo. Algo es algo, ya te digo.

—¿Y no te amarga?

—Claro, pero la más importante tarea de un hombre en su vida es luchar contra la amargura. ¿No lo crees así?

Rio otra vez. Sus ojos eran alegres.

—Siento que te echaran de España, Freddy.

—Bueno, así son las cosas, ya no hay remedio.

Señalé hacia una mesa donde una docena de jóvenes fuertes, rubicundos y de corte de pelo a tazón bebían cerveza sin descanso y devoraban grandes pedazos de carne.

—¿Y no crees que esos, alguna vez, querrán recuperar el poder político?

—Esos no necesitan recuperar nada, lo tienen todo.

—¿Y crees que habrá una rebelión negra?

—En absoluto. A los negros de aquí les gusta muy poco trabajar.

Cuando hay un negocio bueno, siempre llega un indio y se lo queda. Algunos negros forman bandas y esperan a finales de mes, cuando saben que los bancos están llenos de dinero y la gente ha cobrado sus sueldos. Entonces atracan los bancos y a toda la gente que encuentran en la calle. No salgas a la calle en Zimbabue si te pilla un fin de mes.

—No me parece peligrosa Bulawayo.

—Porque no es fin de mes.

Salimos a la calle. Era una espléndida noche de luna llena.

—Mandela habría tenido que nacer aquí, es un gran hombre —Freddy no abandonaba su sonrisa tranquila—. Mugabe tiene celos de él. No sólo porque la gente de Zimbabue le admira, sino porque además estuvo más años en la cárcel que él.

—Me asombran tus juicios sobre los negros de este país —dije.

—Es que no creo en las razas, creo en los hombres. Y si el hombre negro que nos gobierna es como es, ¿por qué voy a cerrar los ojos? A mí me hubiera gustado quedarme a vivir para siempre en España, pero no me dejaron.

—Es muy hermosa Bulawayo —añadí.

—Mejor que Harare, desde luego. Te aconsejo que no te pierdas el museo. Comprenderás muy bien el país, no es un museo corriente.

—Iré mañana. ¿Quieres acompañarme? Podemos comer juntos luego.

—Tengo que estudiar música, tocar el clarinete. Si dejas la música unos días, la música te deja. Nos veremos por la noche, si tú quieres.

—Podemos cenar juntos.

—Estupendo.

Nos separamos cerca del hotel. Freddy me estrechó la mano y sonrió alegre.

—Gracias por la cena.

—Te dejaste casi toda la comida.

—No estoy acostumbrado a comer mucho. Tal vez me hubiera sentado mal.

El Museo de Historia Natural de Bulawayo, al final de una recta y ancha avenida sombreada de árboles en flor, merecía realmente la pena. Recordando los consejos de Freddy y asegurándome que no era fin de mes, fui caminando hasta allí desde mi hotel, en aquella mañana perfumada y limpia. Era un día apacible y luminoso. Y en el museo, los únicos visitantes éramos un turista japonés interesado por los animales disecados y yo, que fui derecho a las salas donde se exponían los objetos y fotografías de la historia de Bulawayo, olvidándome de secciones de etnografía, de las vitrinas repletas de escudos y de lanzas, los armarios atestados de utensilios agrícolas y vasijas de barro, y por supuesto, de los animales disecados. Reconozco que no me interesa para nada la antropología y menos aún las fieras de pellejos apolillados y rellenas de algodón. Lo mío son la Historia y los hombres vivos, porque la Historia está llena de voces y los hombres vivos debemos escuchar esas voces.

En la primera sala se recordaban los días de la fundación de Bulawayo. Un cartel explicativo, junto a la reproducción de una choza ndebele, señalaba que una misión jesuita se estableció junto al poblado real en 1879, que los misioneros se ganaron la confianza del rey Lobengula y luego le traicionaron y colaboraron en la destrucción de su reino. La Compañía de Jesús no tiene desde entonces buena prensa en Bulawayo.

Más adelante, en la sala de jefes, se exhibían pinturas representando a Mzilikazi y Lobengula. Lobengula vestía pieles de leopardo, símbolo de realeza y de valor, una tradición que no es sólo ndebele, sino de muchos otros pueblos africanos, que ven en este felino los signos de la majestad y el coraje supremos. Tal vez porque el leopardo es solitario y asesino, como han sido los jefes de muchos pueblos del continente negro a lo largo de su historia, desde Shaka a Mobutu. Las armas de Lobengula estaban también en la sala, y algunos de los regalos que le hizo llegar la reina Victoria cuando firmaron el tratado de amistad que, como es costumbre, los europeos traicionarían poco después.

En la sección de la British South África Company se explicaba cómo esta compañía, fundada por Rhodes en 1890 con el beneplácito de la reina Victoria, había sido el gobierno defacto del país hasta 1923. Para colonizar los territorios del actual Zimbabue, a Gran Bretaña le salía más barato que Rhodes corriera con los gastos. El lema de la BSAC era «justicia, libertad y comercio», nobles ideales reservados para blancos. Su bandera mostraba un fiero león sujetando con la zarpa derecha un colmillo de marfil, sobre un fondo con los colores de la enseña nacional británica. En otra vitrina, al retrato del capitán Wilson le acompañaban sus medallas, su libro de rezos y sus armas. Fue el mártir favorito de Rhodes, caído en Panghani River durante la guerra contra Lobengula.

En la sala contigua, lucía airoso un busto en bronce de Frederick Selous, el primer cazador que entró en los territorios ndebeles y más tarde guía de la primera expedición militar, la Columna de los Pioneros, enviada por Rhodes a someter el país. Allí se mostraban también maquetas de los laager defensivos formados por los colonos para resistir los ataques ndebeles durante la rebelión de 1896.

Para Rhodes había una habitación entera. Era de forma cuadrada y su centro lo ocupaba una estatua de El Coloso de pequeño tamaño. Alrededor, las vitrinas mostraban una detallada exposición de cuanto rodeó su vida: fotos de distintas edades, el manifiesto de sus principios, el verso que Kipling le dedicó a su muerte, sus armas, sus condecoraciones, su silla de montar, las caricaturas que le dedicó la prensa inglesa, sus ropas, el pomposo uniforme que se hizo cortar para lucir su gloria de primer ministro de El Cabo y su máscara mortuoria. Me asombraba aquella sala. Pensé que un lugar así era una buena manera de cerrar un capítulo amargo de la historia, y que las autoridades de Zimbabue son más sagaces que muchas europeas. ¿Tiene Hitler un lugar en un museo de Alemania, lo tiene Mussolini en Roma?

La última sala recogía la memoria de la guerra de liberación contra el régimen racista de los blancos, que culminó con la caída de Ian Smith en 1980 y la firma de los acuerdos de Lancaster. Los retratos de Robert Mugabe, el supremo dirigente shona de aquella guerra y presidente del Zimbabue independiente, ocupaban algunas vitrinas.

Había leído en alguna parte que el museo de Bulawayo conservaba una gran estatua de bronce de Rhodes, una estatua que se alzó durante años en una de las principales avenidas de la ciudad y que fue apeada de su pedestal por la multitud cuando se derrumbó el estado racista de Rodesia del Sur. Recorrí buscándola todas las salas del museo. Al fin, me decidí a salir y rodear el edificio.

Estaba en la parte trasera, oculta a la vista de la gente. Y eran dos las estatuas, no una. La sutileza de los dirigentes zimbabueños volvía a sorprenderme: el hombre que pensaba ser recordado durante cuatro siglos por la Historia ocupaba, ya para siempre, el patio trasero de la Historia, exactamente el lugar que merecía.

Mi amigo Freddy tenía razón, el museo de Bulawayo es imprescindible para entender Zimbabue.