NOSTALGIA BLANCA, ORGULLO NEGRO
Camino de Pretoria y Johannesburgo, tomé la carretera que cruza el macizo de Drakensberg, el imponente murallón que se levanta entre las provincias de Natal y Transvaal. Es un paisaje alpino endulzado por el aire meloso y el duro sol de África.
La carretera corría en un sinuoso sube y baja entre campos de un verde casi rubio, sobre valles donde restallaba el bronco azul de los riachuelos. Al fondo, la línea ruda del Drakensberg crecía como el esqueleto petrificado de un animal de otras edades. Era una magnífica visión la que ofrecía aquella conjunción del campo jugoso, los frescos ríos y la montaña con cumbres del color del acero, cumbres como la cabeza de un dios con las sienes teñidas de nieve. Imaginé lo que debieron sentir aquellos primeros bóers del Great Trek cuando cruzaron con sus carromatos los difíciles pasos de la cordillera en busca de la Tierra Prometida. Tal vez temor, un gran temor. Sólo la ciega fe en su destino divino podía darles fuerzas para seguir adelante.
Pequeños grupos de casas salpicaban las faldas de las colinas, chozas de forma cónica, en ocasiones pintadas de vivos colores. Cuando me detenía para hacer fotografías, niños zulúes, sucios y harapientos, corrían hacia mí gritando: «Give me some rands, give me some rands». Sacaba algunas monedas del bolsillo y ellos las cogían casi agresivos, arañando en mi mano. Mujeres ancianas miraban desde lejos, en las entradas de las chozas, y se ocultaban si intentaba dirigir mi cámara hacia ellas. No había casi hombres, tal vez cuidaban el ganado a esa hora.
En la carretera, grupos de muchachas recogían haces de yerba o marchaban hacia los poblados sosteniendo en difícil equilibrio grandes baldes de agua sobre la cabeza. Había garzas blancas en las riberas de los arroyos y cabras y gallinas en los alrededores de las aldeuchas. Olía a flores empalagosas. Y el muro bello y temible del Drakensberg crecía más y más delante de mí conforme me acercaba.
Luego, Zululandia y el Drakensberg quedaron atrás. Seguí viaje durante algunas horas en la solitaria autopista, entre ranchos vallados donde podían verse grandes rebaños de vacas. Había algunas granjas de avestruces y, en una ocasión, en un extenso campo cercado por altas alambradas electrificadas, justo al lado de la carretera, asomaron las graníticas figuras de tres rinocerontes, que pastaban indiferentes a los automóviles que cruzaban ante ellos.
Al entrar en las afueras de Johannesburgo era media tarde. Busqué un hotel, cené ligero y me fui a la cama. Mi plan era llegar temprano a Pretoria y quedarme luego tres o cuatro días en Johannesburgo antes de abandonar Suráfrica.
Pretoria, capital política de África del Sur, es el último bastión espiritual del mundo afrikáner, una exaltación en piedra y bronce del alma bóer, un monumento a la epopeya de un pueblo que se consideraba favorito de Dios. Es la otra cara de Johannesburgo, una ciudad surgida de la fiebre del oro y hoy conquistada por la población negra, que ha obligado a los blancos a refugiarse en los lujosos barrios de las afueras. Pretoria es un canto a la nostalgia blanca de una gloria pretérita, mientras Johannesburgo grita el orgullo negro por la libertad recobrada.
Aquella mañana el sol pegaba de firme sobre Pretoria y el aire limpio azulaba el cielo. Era un bello día de finales del invierno surafricano y las primeras flores de la primavera asomaban en los jardines. A la entrada de la ciudad, podía verse ya, a la izquierda, el monumental edificio que consagra el recuerdo de los voortrekkers, los bóers que emigraron desde El Cabo al Transvaal, recitando la Biblia y liquidando a tiros a cuanto nativo se cruzaba en su camino. ¿Cómo definir el monumento? No es una catedral ni tampoco un mausoleo. Es un mazacote de piedra oscura alzado sobre una loma y rematado por una cúpula. En los esquinazos del mastodóntico edificio montan guardia cuatro grandes estatuas de hombres armados. Son las efigies de los líderes Andries Pretorius, Piet Retief, Hendrik Potgieter y un voortrekker anónimo. El interior es una espaciosa sala vacía, cerrada en lo alto por la gran cúpula y cuyas paredes recuerdan, en bajorrelieves labrados en mármol, la epopeya de los bóers del Great Trek. Allí se cuenta, por orden cronológico, la historia de aquella emigración, en frisos que recogen la salida de El Cabo de Piet Retief y los suyos, el paso del Drakensberg, las luchas con los zulúes, el martirio de Retief, el Voow de Pretorius, la victoria sobre el rey Dingane y la iglesia construida en Pietermaritzburg en recuerdo de la batalla de Blood River. Grupos de emocionados afrikáners seguían en silencio el recorrido de los frisos como quien sigue un vía crucis. Abajo, hay una cripta con un enorme sepulcro que recuerda la tumba de Napoleón en los Inválidos. Pero no se encuentra ningún cadáver ilustre en su interior. Se supone que en aquel túmulo sólo reposa la memoria de un mundo perdido. Afuera del imponente monumento, hay un pequeño museo con una sala donde, otra vez, se representa la historia del Great Trek, esta vez en horrendos tapices de colores chillones. En varias vitrinas se guardan montones de biblias de aquella época, algunas de tal tamaño que uno piensa que había que llevarlas en carro.
Abandoné fatigado el lugar, porque la historia pesa mucho, sobre todo cuando te la sirven en mármol y el artista encargado de cincelarlo no fue precisamente un genio. Pero Pretoria no me proponía alternativas más ligeras. En la casa-museo de Paul Kruger, un grupo de niños negros en uniforme escolar se fotografiaban bajo el retrato del primer presidente bóer del Transvaal. Sonreían felices los chavales bajo la cara cerduna del digno prócer. En una de las salas del museo, se exhibía la que fuera su biblioteca: medio centenar de biblias.
Seguí camino por el centro de la ciudad. Grandes edificios de cemento, pesados, de estilo centroeuropeo, cercaban las plazas ajardinadas. En Church Square, otra vez Kruger, fundido en bronce, con un pedestal rodeado por estatuas de bóers armados. En el City Hall, Pretorius a caballo frente al museo de Ciencias Naturales… ¡Uf!, mis hombros no podían más. Tanta piedra, tanto bronce, todo tan imperial, tan militar, tan bélico. Y me largué de Pretoria, de regreso a Johannesburgo, con la sensación de que me perseguía un ejército de bárbaros cargados de biblias y armados hasta los dientes.
El Partido de África del Sur (SAP), fundado por Louis Botha y Jan Smuts, los héroes de la guerra contra Gran Bretaña, ganó las primeras elecciones de la Unión y formó gobierno, con Botha en la presidencia. Su principal apoyo lo lograron entre los votantes afrikáners. El SAP, sin embargo, pactó muy pronto con los magnates propietarios de las ricas minas del Transvaal, mayoritariamente británicos, y se distanció de las aspiraciones de los ciudadanos de origen bóer. En 1919, Botha murió y Smuts le sucedió en la presidencia.
En 1913, el general J. B. Herzog, afrikáner y antibritánico, había fundado el Partido Nacional (NP), y en las elecciones de 1924 arrebató el poder al SAP. Pero la zanja que separaba a las dos comunidades blancas se cerró pronto por la fuerza de un interés común: el segregacionismo racial. Smuts ya había puesto en marcha leyes que consagraban el dominio blanco sobre las comunidades negra, mestiza e india. Y Herzog remató la faena. Las leyes impedían a los negros, indios y coloreados acceder a la propiedad de la mayor parte de la tierra, se restringió al mínimo su derecho al voto y se crearon zonas urbanas separadas y bajo estricta vigilancia para las comunidades no blancas.
La Segunda Guerra Mundial dividió de nuevo a los blancos, y mientras Smuts y los surafricanos de origen británico apoyaron a Gran Bretaña, el Partido Nacional «Purificado». (GNP) expresó su simpatía hacia la Alemania nazi. Tres años después de concluir la contienda, el GNP arrasó en las urnas y sus dirigentes dedicaron todos sus esfuerzos a lidiar con «el peligro negro». La teoría esencial del apartheid era que, para mantener la hegemonía de dos millones de ciudadanos blancos, era necesario separar a las razas y controlar, sobre todo, a los ocho millones de negros surafricanos. Las leyes establecieron dos categorías de ciudadanos en función de su raza: los blancos y los no blancos, quienes a su vez se subdividían en indios, coloreados y nativos. Los nativos fueron, por su parte, clasificados en diversos apartados según su origen tribal. Cada grupo étnico negro fue confinado a vivir en una determinada área rural, los Bantustand, la única en donde tenían derecho a residencia permanente. Los negros que trabajaban para los blancos en las zonas de blancos debían llevar un pase que dejaba de tener valor en el momento en que perdían su trabajo. Los pases se renovaban cada mes y la policía podía detener y encarcelar a cualquier negro que no mostrase sus papeles al día. A comienzos de los años cincuenta, el 86 por ciento de la tierra del país era de uso exclusivo de los blancos.
En 1950 se aprobó la Ley de Supresión del Comunismo, entendiéndose por comunismo cualquier movimiento u organización que se opusiera a los principios del apartheid. Nuevas leyes regularon la prohibición de matrimonios mixtos para garantizar la pureza de la raza blanca. La Ley de Inmoralidad prohibió las relaciones sexuales entre blancos y no blancos. En 1954, el Parlamento concedió al gobierno el derecho a destruir los suburbios negros que habían surgido en los alrededores de Johannesburgo y se realojó a los nativos en barrios-guetos que se harían famosos en los años siguientes: Sharpeville y Soweto. Las leyes consagraron también dos sistemas de educación separados. Y la huelga de negros que trabajaban para blancos se estableció oficialmente como delito.
En los años siguientes, el Partido Nacional continuó ganando todas las elecciones que se celebraban en Suráfrica. Los descendientes de los primeros bóers tenían su Tierra Prometida, su particular Paraíso Terrenal: un país rico en recursos, grande y bellísimo, con millones de sirvientes a bajo costo hacinados en los humildes townships, en grandes barrios miserables que eran casi campos de concentración como los que hizo levantar el general Kitchener para rendir a los afrikáners. Surgían, no obstante, algunos movimientos de ciudadanos blancos que se oponían al Estado del apartheid. Pero eran pequeñas fisuras sin importancia en aquel Estado pétreo, seguro de sí y construido para disfrute de blancos felices. Los abuelos bóers, si hubieran echado una ojeada fuera de sus tumbas, se habrían sentido orgullosos de sus nietos. Al fin habían ganado la guerra.
Y en estas llegó Mandela y se acabó la diversión.
África tiene en Johannesburgo la más arisca de sus ciudades. Es una urbe arrebatada a los blancos por el orgullo de los negros. Y en sus calles se respira todavía el odio. Rodeada por un dédalo de autovías de circunvalación, es una ciudad tan caótica como fea. Su centro creció en imponentes rascacielos, a imitación de Nueva York, pero apenas quedan ya oficinas allí: los blancos han emigrado a los suburbios de lujo del norte de la ciudad, como Sandton, y han dejado sus calles a los miserables y a los ladrones. Johannesburgo cuenta con el índice de delincuencia más alto del mundo. Ser blanco en J’oburg, como la llaman sus habitantes, es ser un prisionero de lujo. Viven los blancos en casas amuralladas, con rejas electrificadas, sirenas de alarma, un fiero doberman en el jardín y guardias armados en las puertas. La única diversión para un blanco de J’oburg es darse una vuelta por los grandes mall de las afueras, enormes centros comerciales vigilados por decenas de policías, donde puede comprarse de todo y ver las últimas películas. Las calles de J’oburg son una marea negra.
Y están los townships, claro, suburbios como Sharpeville y Soweto, donde nació la resistencia negra contra la opresión blanca. Sus nombres tienen ya un sitio en la historia surafricana.
En los últimos años ha surgido una forma curiosa de turismo: viajes organizados por empresas de negros para visitar lo que fueron los guetos que hizo construir como campos de internamiento la intransigencia blanca. Si uno va solo a Soweto, es más que probable que no salga con vida. Si uno se apunta a un tour o busca un taxista local que le conduzca allí, tiene tres horas garantizadas de pacífica visita, con pobres incluidos en el recorrido y al módico precio de diez dólares.
Mi taxista era Timothy, un joven de origen zulú, bajo de estatura, fuerte, nacido y criado en Soweto, y un verdadero experto en este township dividido en 49 barrios que cubren un área de ciento ochenta kilómetros cuadrados.
Al viejo taxi le fallaba el motor de arranque y, en ocasiones, teníamos que bajar y empujarlo unos metros.
—Tengo que comprarme otro coche —se lamentaba Timothy.
—¿Son caros en Suráfrica?
—Muy caros. Pero si se compran a la policía, entre los coches robados y no reclamados por sus dueños, sale muy barato.
—¿Tantos se roban?
—Los coches son el objetivo favorito de los ladrones. Aquí en Soweto el más apreciado es el BMW. ¿Sabe cómo lo llaman? Be My Wife, y también Break My Window (and take me home). Ahora se ha puesto de moda un nuevo sistema de robo: el ladrón va a un concesionario y pide hacer una prueba; luego, en el recorrido de la ciudad, pone la pistola en la barriga del empleado, le obliga a bajarse y se larga con el coche. No hace falta romper cerraduras con ese sistema.
Viajábamos hacia el sur, dejando a la izquierda la línea azulada de los rascacielos del centro, en la ancha circunvalación de la Golden Highway, que discurre junto a las antiguas minas de oro donde nació Johannesburgo. Timothy me señalaba algunos grupos de casas bajas y cumplía con exactitud su papel de guía: «En esa zona no se pueden construir edificios al tos porque todo el suelo está excavado de galerías; aquí estaba el Golden-Rift, la mina de oro más rica descubierta nunca en el mundo».
La entrada de Soweto, a quince kilómetros del centro de J’oburg, no podía ser otra que un depósito de coches robados, en el barrio de Deep Kloop. Cientos de automóviles se apiñaban en un ancho despoblado y decenas de personas recorrían las hileras de autos en busca del suyo. A Timothy parecía fascinarle la historia de los coches robados. «Al fondo —decía— están los más antiguos, los que pueden comprarse porque los dueños no los reclaman. Tengo que venir pronto y comprarme uno. ¿Sabe que es posible encontrarlos incluso por cien dólares? Una ganga».
Paramos en la estación de autobuses, en realidad taxis-furgonetas que viajan atestados de viajeros, como los matatus tanzanos, y que en Suráfrica se conocen como kombis.
—Hay doscientos cincuenta mil kombis en Soweto —afirmó Timothy.
—¿No le parecen demasiados?
—Pues todavía son pocos. Tenga en cuenta que en Soweto vivimos más de cuatro millones de personas.
Alrededor de la estación se extendían los puestos de un mercadillo en el que se ofrecían frutas, verduras, casetes, bolsos y algo de ropa. Timothy me señaló uno de ellos:
—¿Ve los frascos? Son yerbas curativas y el vendedor es brujo. En Soweto hay dos tipos de brujos: los que curan, como este, y los que envenenan. Hay mucha gente que quiere envenenar a sus enemigos. Pero, claro, esos brujos no tienen puesto en la calle, hay que ir a visitarlos a sus casas. Envenenar está prohibido en Suráfrica.
—Sin duda es una sabia prohibición.
—De todas formas se envenena mucho, no crea.
—¿Y a usted le parece bien, Timothy?
—Yo no lo haría. Pero comprendo que a la gente le guste librarse de sus enemigos. La venganza es un hecho natural.
Seguimos viaje entre descampados y largas barriadas de humildes chabolas. Timothy contaba sin parar ríos de datos sobre Soweto mientras yo tomaba notas. «¿Sabe de dónde viene el nombre de Soweto? De South West Township, que es como lo llamaron los blancos del apartheid cuando lo hicieron construir para alojarnos aquí… Mire allí, ese es el hospital Chris Hani: lleva el nombre del líder del Partido Comunista Surafricano, lo asesinó un pistolero a sueldo, un polaco. Es el hospital más grande del mundo, viene en el Libro Guinness de los récords… No se crea que todo es pobreza aquí: hay cuarenta y seis millonarios en Soweto y uno de ellos, Richard Maponya, va a construir un centro comercial de sesenta mil metros cuadrados y un hotel de cinco estrellas e, incluso, un casino… ¿A que no sabe cuántas lenguas se hablan en Soweto? Nueve, son nueve. Y las más extendidas son el zulú y el shoto… En Soweto hay catorce clínicas y 460 escuelas, pero todavía necesitamos más».
Llegábamos a una zona miserable, una larga barriada de casas de latón bautizada como Nelson Mandela Squatter Camp. Un pequeño grupo de turistas norteamericanos fotografiaban a una veintena de niños harapientos mientras el guía negro de Jack’s Tours, como pregonaba la chapa de su furgoneta, les explicaba que aquella barriada era una de las más pobres de Soweto. Timothy me animó a entrar en una de las chabolas y la señora Masbingo, en un excelente inglés, me explicó que vivía con sus siete hijos en aquel espacio de quince metros cuadrados, sin agua corriente ni servicios.
—Llevo seis años esperando que el gobierno me conceda una vivienda decente —añadió.
—Tal vez la consiga ahora con Mandela —dije.
—En eso confío, porque Mandela es nuestro padre, un padre santo.
Las primeras organizaciones de defensa de los derechos de los negros surafricanos surgieron casi al tiempo de constituirse la Unión de Suráfrica bajo la hegemonía de los blancos y el paraguas del Imperio británico. En 1914, diversas asociaciones políticas de diferentes provincias, formaron el Congreso Nacional Nativo de Suráfrica (SANNC), unidas bajo el himno «Dios bendiga África», compuesto por un poeta xhosa. Y fue esta organización quien alentó la primera huelga de nativos, cuarenta mil trabajadores negros de las minas del Transvaal, en demanda de mejoras salariales. No obstante, los trabajadores blancos de las minas no se unieron a ellos, sino que colaboraron con la policía en desbaratar la protesta. En 1922, les tocó el turno de huelga a los blancos, que se oponían a que los mineros negros ocuparan puestos de trabajo cualificados. Este episodio, conocido como la Revuelta del Rand, produjo un verdadero baño de sangre en Johannesburgo: las tropas del ejército de Smuts llegaron a utilizar incluso artillería pesada para reducir a las bandas armadas que habían tomado las calles de la ciudad. Más de doscientos blancos murieron en aquellas jornadas del mes de enero, y cincuenta mineros negros fueron linchados. Las protestas del SANNC, que envió delegados a Londres, no sirvieron de nada: Gran Bretaña no tenía interés ninguno en intervenir en los asuntos internos de aquella colonia dejada en manos de un gobierno autónomo.
En 1923, el SANNC cambió su nombre por el de Congreso Nacional Africano (ANC), al tiempo que nacían otros movimientos de protesta entre la población negra segregada.
Nelson Mandela, un joven abogado de Johannesburgo, entraba en la ejecutiva del ANC el año 1949. Junto con otros miembros de la dirección, elaboraba un Programa de Acción, cuyo eje lo constituía una Campaña de Desafío. Se trataba de violar en lugares y ocasiones concretas las restricciones que imponía el apartheid. La campaña comenzó en 1952, pero de nuevo el gobierno blanco actuó con brutalidad. En enero de 1953, ocho mil negros habían sido arrestados y enviados a la cárcel. Los dirigentes del ANC decidieron utilizar otras estrategias.
El Congreso Panafricano (PAC), un grupo radical escindido del ANC, llamó en marzo de 1960 a los habitantes del suburbio negro de Sharpeville, en Johannesburgo, a presentarse en los cuarteles de la policía y pedir ser detenidos por no llevar con ellos el obligatorio pase. Cinco mil negros acudieron a la convocatoria el día 21. Y la policía respondió disparando sobre la multitud. Sesenta y nueve manifestantes murieron, casi todos ellos por disparos en la espalda cuando huían, y otros ciento ochenta fueron heridos.
La masacre de Sharpeville cambió todo el proceso. ANC y PAC convocaron a la población negra del país a una demostración de protesta el día 30 de marzo y el gobierno respondió declarando el estado de emergencia. Una semana después, todas las organizaciones antiapartheid quedaron fuera de la ley y cientos de militantes fueron detenidos. ANC y PAC se convirtieron en organizaciones clandestinas.
En 1961, el Partido Nacional en el gobierno, cuyo primer ministro era el afrikáner Hendrik Verwoerd, proclamó la independencia del país, separándolo de la corona inglesa y de la Commonwealth bajo el nombre de República de África del Sur. Al mismo tiempo, la ANC fundó la organización de un ala militar y encomendó a Nelson Mandela la dirección. Los sabotajes y acciones de combate comenzaron en diciembre de ese año.
Nelson Mandela, que había pasado a la clandestinidad, fue detenido por la policía en agosto de 1962. Entre diciembre de 1963 y julio de 1964, Mandela fue juzgado con otros ocho acusados. Sus intervenciones ante el tribunal le convirtieron entre la población negra y los sectores democráticos de los blancos, indios y coloreados, en la figura principal de la lucha contra el apartheid. Allí, delante de los jueces que representaban el racismo y la intransigencia del sistema político surafricano, pronunció frases que se repetirían en los años siguientes como un eco en los oídos de millones de compatriotas oprimidos: «He dedicado toda mi vida a la lucha del pueblo africano. He combatido contra la dominación blanca y contra la dominación negra. He adoptado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que seguiré viviendo y que espero conseguir. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir».
Mandela, declarado culpable de sabotaje y lucha armada, fue condenado a cadena perpetua en julio de 1964. Cuando salió a la calle, esposado y rodeado de policías, ya era el líder incontestable de la futura Suráfrica. La multitud gritaba al paso del furgón policial que le llevaba a la infame isla-prisión de Rodden: «¡Todo el poder para el pueblo!». Y Mandela y el pueblo eran una misma cosa, aunque habrían de pasar todavía treinta años antes de que recogieran el poder en sus manos.
Seguía mi particular ruta turística de Soweto. Timothy me mostraba ahora un barrio de casas de ladrillo de una planta. Todas contaban con garaje y, sin embargo, carecían de entrada por la que cupiera un coche.
—Esas cocheras no pueden utilizarse —comenté extrañado a mi guía.
Rio con ganas Timothy:
—Claro, porque son falsas. La gente, al construir su casa, pide permiso a la municipalidad para un espacio de garaje. Luego, los alquila como vivienda a una familia con menos recursos o los utiliza como un pequeño comercio. Es la picardía del pobre.
Sobre una casa ondeaba la bandera de Los Piratas, el club de fútbol de Soweto.
—Es el deporte nacional —me explicaba el taxista-guía—. Antes, era el deporte de los negros, mientras que los blancos practicaban el rugby y el criquet. Pero ahora el estadio se llena de blancos y negros cuando juega nuestra selección nacional. Y todos gritan juntos: ¡Bafana, Bafana! Ese es el nombre que damos a nuestra selección, bafana quiere decir hermano. ¿Sabe una cosa? El deporte está haciendo más por unir a los surafricanos que las leyes del gobierno. Ahora, incluso nosotros los negros vamos al rugby.
Pasábamos junto a la larga valla de un colegio, adornada con grafitos que representaban los rostros de Luther King, Mandela, Malcolm X y Gandhi. Resultaba un colegio más que peculiar: las aulas eran viejos autobuses desguazados donde los niños ocupaban los asientos de pasajeros y el profesor explicaba su lección desde el puesto del conductor.
Un poco más adelante, entrábamos en Orlando West, el barrio más rico de Soweto.
—Antes llamábamos a este barrio Wild West, porque aquí vivían los dirigentes que se oponían al Estado del apartheid, como el obispo Desmond Tutu y el propio Nelson Mandela. Tutu mantiene su casa, aunque no viene mucho. La de Mandela es como un museo. Y Winnie Mandela, la ex esposa del presidente, también conserva su vivienda de Orlando. Ahora, como es zona de ricos, la llamamos Beverly Hills.
—¿Y en un lugar tan pobre como Soweto no se odia a los ricos?
—Al contrario: ellos se han hecho ricos en Soweto, no se han ido a vivir a un lugar más lujoso y siguen ayudando al desarrollo de Soweto. Tienen viviendas muy buenas, ya lo ve, alguna puede valer medio millón de dólares. Pero siguen con nosotros y son muy queridos. Además, todo el mundo tiene derecho a hacerse rico, ¿no cree? Lo más importante en la vida es ser millonario. ¿No es lo mismo en su país?
—No me puedo imaginar a ningún millonario europeo viviendo en un suburbio de pobres —respondí.
—Será porque a los blancos siempre les gusta vivir separados, incluso de los otros blancos. ¿Qué opina sobre eso?
—Es un juicio acertado, Timothy.
Llegábamos al centro del gigantesco Soweto. Timothy detuvo el automóvil junto a una explanada. Con gesto reverencioso me mostró un círculo de casetas de metal.
—Es el museo de la historia de nuestro barrio, la historia de nuestra lucha. Vaya a ver las fotografías de las casetas.
Bajé del auto y recorrí aquel museo de humildes salas al aire libre.
Eran fotos en blanco y negro, fotos de africanos que morían y soldados blancos que disparaban, fotos de hombres y mujeres que marchaban contra la policía gritando «libertad». Casi todas llevaban la firma del mismo fotógrafo: Peter Magubane. Conmovía aquella sencilla exposición de la lucha del pasado. Luego, en la última caseta, me pidieron la firma en el álbum de visitantes y mi juicio personal sobre lo que había visto. No se me ocurrió otra cosa que escribir: «Go ahead, Soweto», adelante Soweto.
Timothy me esperaba junto al coche con la puerta abierta.
—En este mismo lugar murió Héctor Peterson, el primer estudiante negro que cayó en las manifestaciones del 76. ¿Qué le pareció el museo?
—Me ha emocionado.
Timothy sonrió orgulloso:
—Sin la lucha de Soweto, Suráfrica no sería libre.
Regresamos a Johannesburgo pasado el mediodía. Quise invitar a Timothy a comer, pero él se excusó.
—Debo recoger a un matrimonio inglés y llevarlos a Soweto al mismo tour que a usted. Pero puede darme el dinero que le costaría mi comida. ¿Sabe?, necesito comprarme un coche.
Le tendí un billete de cinco dólares.
—No creo que con esto le dé para un BMW —dije.
—Juntando piedras se hace una montaña. Y un BMW robado no es muy caro. En fin, me voy —se despidió sonriente y tendiéndome la mano.
Tuve que ayudarle a empujar el coche para que lograra arrancarlo.
Las fotos del museo de Soweto retratan con crudeza la lucha por la libertad de los surafricanos de color. Mientras crecía la protesta y corría la sangre en los guetos, Mandela, desde la cárcel, comenzaba a escribir sus diarios, que tenían casi el valor de una Biblia para sus seguidores.
Mandela proclamaba su fe en una Suráfrica democrática y no racial. Era un nuevo tipo de líder africano, inédito hasta entonces. La mayoría de los dirigentes negros surgidos de la descolonización, o bien terminaron por ser unos tiranos corruptos y asesinos, en general apoyados por las potencias occidentales en plena guerra fría, o bien instalaron dictaduras de corte seudocomunista y sostenidas por la URSS.
Mandela era otro hombre. Era el primer líder negro que hablaba como un demócrata, que hablaba de convivencia de razas y culturas, que hablaba de una Suráfrica para todos, fuesen blancos, negros, indios o mestizos. La historia de África tendrá que colocarle, en el futuro, en el pedestal más alto, como el primer líder negro que construyó una verdadera democracia en uno de los países más grandes y ricos del continente.
A comienzos de los años setenta, la llama de la protesta se extendió a las universidades, donde un grupo de estudiantes formó el movimiento Conciencia Negra, uno de cuyos líderes principales era Steve Biko, estudiante de medicina. Biko murió torturado en una comisaría en 1977, pero la semilla de la rebelión negra daba frutos ya en Soweto.
La revuelta estalló en Soweto cuando los estudiantes de escuelas y universidades se alzaron contra las leyes segregatorias de la enseñanza. Quince mil niños de escuelas secundarias marcharon el 16 de junio de 1976, en protesta contra uno de los sistemas que constituía una de las patas del banco del apartheid. Y la policía contestó con gases lacrimógenos y balas. Dos niños murieron en el primer encuentro y en pocas horas todo el township ardía: se quemaron coches, oficinas y comercios en las siguientes horas. En los días posteriores, la revuelta se extendió a otros suburbios de la ciudad y a otras ciudades del país. Los sindicatos negros se unieron con sus huelgas a las revueltas. Toda Suráfrica se vio azotada por la rebelión durante 1976 y 1977. En esos meses, más de seiscientas personas murieron bajo las balas de la policía y otras tres mil resultaron heridas. Las cárceles se llenaron de presos y miles de jóvenes dejaron las escuelas y huyeron al exilio a unirse a las guerrillas.
En la década de los ochenta, los movimientos políticos y sociales que luchaban contra el apartheid multiplicaron su fuerza, y los atentados y sabotajes de los grupos más radicales comenzaron a herir en la médula del poder político. La presión internacional sobre el gobierno de Pretoria se incrementaba. En 1985, Desmond Tutu, obispo de Johannesburgo y encendido luchador contra el apartheid, recibió el premio Nobel de la Paz. Las revueltas se multiplicaban por todo el país y las víctimas de la represión policial se contaban por miles. Como tantas veces en su historia, Suráfrica se teñía de sangre.
El gobierno de P. W. Botha, acosado por todas partes, comenzó a introducir pequeñas reformas, entre ellas la abolición, en 1986, del odiado pase obligatorio para los negros. Y el sistema del apartheid recibió su puntillazo mortal a finales de 1989, cuando E. W. De Klerk asumió la jefatura del Gobierno sustituyendo a Botha.
En pocos meses, De Klerk suprimió las leyes del apartheid, legalizó los partidos políticos y, sobre todo, liberó a Mandela, que abandonó la cárcel el 11 de febrero de 1990. Aquel día, toda la Suráfrica oprimida salió a la calle a celebrar la libertad de su héroe. Las avenidas se llenaron de banderas del ANC, de júbilo y de bailes. En Ciudad del Cabo, Mandela arengó a la multitud desde el balcón del ayuntamiento y proclamó su voluntad de construir un país donde pudieran vivir en concordia y democracia todas las comunidades, sin distinción de credos ni de razas. «Vuestros incansables y heroicos sacrificios —concluyó en su discurso— han hecho posible que yo esté hoy aquí. Por eso, pongo en vuestras manos los años que me quedan de vida». Las gargantas de millones de surafricanos se quedaron roncas aquel día cantando «Dios bendiga África».
La sangre, no obstante, no dejó de correr en los años siguientes. Mientras De Klerk y Mandela construían la paz, los grupos extremistas se enfrentaban entre ellos, blancos contra negros, negros contra blancos y negros contra negros. Sólo en 1993, más de cuatro mil personas murieron, la mayoría en los enfrentamientos entre facciones negras, en especial los zulúes y los xhosas.
Las elecciones de 1994, las primeras elecciones libres en la larga historia de violencia del país, dieron el triunfo al Congreso Nacional Africano (ANC). Ese mismo año, De Klerk y Mandela compartieron el premio Nobel de la Paz. Los nietos de los bóers hincaban la rodilla y Nelson Mandela, el nieto de los esclavos, era proclamado presidente. El 10 de mayo, en la ceremonia de investidura, concluía con estas palabras su discurso: «Nunca, nunca, nunca más en este hermoso país revivirá la opresión de un hombre por otro, el sol nunca se pondrá sobre tan gloriosa conquista humana. Dejemos reinar a la libertad. Dios bendiga África».
Abandoné Johannesburgo unos días después, en un autobús que me conducía a Bulawayo, la segunda ciudad de Zimbabue. Quería visitar la tumba de Rhodes, seguir el rastro de la insólita biografía de este hombre que se tituló a sí mismo como El Coloso y que pensaba ser recordado por la historia al menos durante cuatro mil años.
Viajábamos de noche y tenía la sensación de volar sobre el tiempo. Detrás de mí sonaban gritos de terror y de agonía, disparos y cañonazos, himnos de combate y cantos de guerra. Cuatro siglos de luchas discurrían por mi cabeza como una pesadilla. La visión de los campos de batalla volvía a mi memoria. Territorios de sangre, aldeas incendiadas, ciudades donde se repetía el eco de los aullidos de pavor. Violencia y miedo, odio y rencor.
Creo que no amo Suráfrica. Los surafricanos están en el derecho y el deber de hacerlo, pero no los demás. Ahora, cuando escribo sobre aquellos días del pasado verano, pienso que no es fácil que vuelva alguna vez allí. Mis recuerdos de Suráfrica son paisajes de campos de batalla y rostros de gentes abrumadas por el peso de su cruenta historia. Y ciudades sumidas en la delincuencia, o adornadas por cañones de viejas guerras y engalanadas con banderas de antiguos combates.
Zimbabue no parecía proponerme algo mejor. De modo que me dormí en el autobús, no sin antes desearle en mi interior larga vida a Nelson Mandela, el mejor hombre de África en la más violenta tierra de África.