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UNA GUERRA A LA ESPAÑOLA

África puede oler a muchas cosas y hacerte dudar mientras pones tus narices al viento, como le sucedía a Greene, pero en Ladysmith huele exactamente a pólvora. La ciudad es alegre y bonita, conserva celosa su rancia atmósfera colonial y presume de ser un hito sin el que es imposible comprender la historia de Suráfrica. Durante la segunda guerra anglo-bóer, la ciudad permaneció sitiada por el ejército bóer durante cien días, entre noviembre de 1899 y febrero de 1900. Y Ladysmith no olvida aquel evento: junto al Town Hall, tres cañones de la antigua contienda apuntan hacia el oeste: los más pequeños, bautizados como Castor y Pólux, de los defensores británicos, y el poderoso Long Tom de los sitiadores. Al lado, un museo recuerda el asedio, repleto de fotos, mapas, uniformes y banderas. En las colinas que rodean la ciudad, pueden verse cementerios militares y monolitos alzados en memoria de los muertos y las gestas de los héroes. Hay numerosas placas recordatorias de nombres y de hechos en las calles principales de la urbe. En el interior de la iglesia de Todos los Santos, varias estelas recogen los apellidos y grados militares de los tres mil soldados británicos que murieron durante el asedio. Hay un restaurante que lleva el nombre de Buller, el general que comandaba las tropas que levantaron el cerco. Y el mejor bar de Ladysmith se llama, naturalmente, Crown and Cannons, La Corona y los Cañones. Se bebe allí una excelente cerveza bitter inglesa bajo sables y banderas. En Ladysmith, ya digo, huele a pólvora.

La ciudad le debe su nombre a una española, la esposa de sir Harry Smith, un oficial del ejército de Wellington que combatió en España contra las tropas napoleónicas. Durante la batalla de Badajoz, en 1812, Harry conoció a Juana María de los Dolores de León, que había nacido en 1798 y era apenas una niña asomada a la adolescencia. Se casó con ella y se la llevó a Inglaterra tras el fin de la guerra en España. Sir Harry fue destinado a Suráfrica años después y permaneció unos meses como jefe de la guarnición militar en Ladysmith cuando el lugar era un pequeño pueblo. Fue él quien decidió llamarlo Ladysmith en honor de su mujer. Después de eso, sir Harry alcanzó a ser gobernador y comandante en jefe de El Cabo, y allí vivió como gobernadora la dama española entre 1847 y 1852.

En el museo hay una foto de ella y una errata bajo su retrato: en lugar de María de los Dolores, está escrito María de los Delores. Es una hermosa mujer de ojos expresivos e inteligentes, morena, con dos largos bucles que caen sobre sus hombros desnudos y sobre el escote donde comienza un busto poderoso. El vestido es oscuro y el brazo de la dama sostiene una mantilla española. Lady Smith exhibe en el retrato una mandíbula de corte enérgico, lo que hace imaginar un carácter fuerte y un esposo a raya. Debía de ser una señora de armas tomar. En una vitrina se guardan dos pendientes de María de los Dolores de León y una bonita peineta. Era lady Smith, sin lugar a dudas, una española hasta los tuétanos: mantilla, peineta y leña al marido, aunque sea general y hable inglés.

Busqué habitación en el Royal Hotel, un hospedaje que es al tiempo un lugar histórico en la ciudad. Allí fueron huéspedes, durante el asedio, los personajes más notables de Ladysmith. Y también los periodistas que acudieron a la guerra a escribir sobre ella y que quedaron sitiados junto a las tropas británicas y los habitantes de la ciudad. Y allí tuvo cama el joven reportero Winston Churchill, enviado por el Morning Post de Londres, cuando entró en Ladysmith con las tropas del general sir Redvers Buller que levantaron el cerco en febrero de 1900.

La terraza de mi habitación, en un primer piso, daba a la calle principal de la ciudad, Murchinson Street. Desde allí podía ver el Town Hall, los cañones pintados en un pálido azul, la torre de la iglesia de Todos los Santos y las colinas verdosas donde se emplazaba la artillería bóer durante el asedio. La calle era un lugar animado desde el amanecer hasta la caída del sol, cuando cerraban los comercios y la gente regresaba a sus hogares. Entonces los blancos volvían a las zonas residenciales del norte y el este, los indios al otro lado del río Klip y los negros a sus miserables townships de las afueras. Ladysmith es un retrato de Suráfrica en miniatura: un centro comercial vacío durante la noche, blancos encerrados en sus barrios como en un laager defensivo, negros y mestizos —los coloreados— que viajan en atestados autobuses a dormir en sus lejanas chabolas, y los indios a lo suyo y soñando con Gandhi.

Había escogido Ladysmith, mirando el mapa, como centro geográfico desde donde dirigir mis excursiones al escenario de las guerras anglo-bóer. Enseguida me di cuenta de que era mucho más que un centro geográfico: Ladysmith vive para el recuerdo de aquellas viejas guerras.

En la década de los setenta del pasado siglo, las ricas minas del Transvaal estaban en su mayoría en poder de las compañías británicas, en manos de los uitlanders, como se llamaba a los colonos de origen británico que habitaban en los territorios bóers. En mayo de 1877, un regimiento británico entró en Pretoria, capital del Transvaal, y Gran Bretaña se anexionó los territorios conquistados por los bóers en el Great Trek, para sentar las bases de una Confederación Surafricana integrada a su imperio y que llegaría, por el momento, hasta la frontera del actual Zimbabue. Rhodes, por su cuenta, planeaba seguir la conquista de lo que él llamaba «mi norte», en su proyecto colosal de hacer de África, «de El Cabo a El Cairo», un territorio sometido a los británicos. En aquella ceremonia de anexión del Transvaal, el momento más exótico lo protagonizó Rider Haggard, cuando le fue concedido el honor de izar la bandera de la Union Jack en Pretoria. Es raro ver a un escritor protagonizar ceremonias de ese estilo. Pero Haggard, como su amigo Kipling, era un escritor imperialista.

Los bóers, que comenzaban ya a ser conocidos también como afrikáners, necesitaban al ejército imperial para que les protegiera de los temibles zulúes y otras tribus indígenas. Pero después de la victoria británica en Ulundi sobre Cestwayo, sus esperanzas en la recuperación de la independencia crecieron.

Así que, a finales de ese año de 1880, derrotados ya los temibles zulúes, comenzaron los primeros conatos de rebelión bóer, justo el momento en que el grueso de la fuerza militar británica regresaba a Europa una vez apagadas las rebeliones indígenas. El 16 de diciembre de ese año, los afrikáners proclamaron su independencia. El Transvaal fue bautizado como Zuis-Afrikaansche Republiek, República de Suráfrica, y Paul Kruger fue elegido presidente.

El contingente militar británico en Transvaal fue rápidamente derrotado: el 20 de diciembre, los bóers emboscaron en Bronkhorstspruit a una tropa enemiga de 246 hombres. El comandante británico de la tropa había anunciado antes de partir al encuentro de los rebeldes: «Los bóers correrán con el rabo entre las piernas al primer redoble de nuestros tambores». La batalla duró diez minutos, cincuenta y seis británicos murieron, cien fueron heridos y el resto hechos prisioneros. Del lado bóer no se contabilizó ninguna baja.

El general sir George Colley, comandante en jefe de la provincia de Natal, decidió aplastar la rebelión y partió rumbo al Transvaal al mando de mil hombres. El 28 de enero de 1881, su tropa se enfrentó a los bóers al pie de los Drakensberg, en el estrecho paso de Laing’s Nek. La batalla duró de nuevo unos minutos. Ciento setenta y cuatro británicos fueron muertos o heridos, mientras que las pérdidas bóers, según su propio parte del combate, no tuvieron «ninguna importancia».

El 8 de febrero, Colley fue atacado por sorpresa cuando intentaba cruzar el río Ingogo con doscientos setenta hombres. En la batalla que siguió, y que duró desde el mediodía hasta el atardecer, las bajas británicas, entre muertos y heridos, fueron de ciento cincuenta soldados y oficiales. Por el lado bóer se contabilizaron ocho muertos y nueve heridos.

Colley decidió buscar una posición estratégica para su artillería y eligió Majuba Hill, una dura montaña difícil de escalar. Su tropa de seiscientos hombres, arrastrando los cañones, ascendió Majuba en la noche del 26 de febrero. En el amanecer del 27, los bóers comprobaron con sorpresa que estaban a merced de los cañones británicos. Pero en lugar de retirarse, decidieron atacar. Ocultándose entre rocas, comenzaron la dura ascensión. Liquidaron las primeras defensas y, ya en la altura, dispararon desde todos los flancos a los británicos, que comenzaron a huir colina abajo aterrorizados. Doscientos veintiséis soldados británicos murieron o quedaron heridos, y entre los muertos estaba sir George Colley. Por parte bóer, sólo un combatiente perdió la vida y cinco fueron heridos. Los afrikáners habían ganado la guerra.

El escritor Mark Twain, en su libro Siguiendo el Ecuador, dijo sobre aquella guerra: «Si el valor fuera lo único esencial para ganar batallas, los ingleses no perderían ninguna. Pero la discreción, junto al valor, es también necesaria cuando se combate contra los bóers o los pieles rojas». Luego, en su estilo burlón e inteligente, agregaba: «Si yo hubiese sido el comandante británico de aquella campaña, hubiera movido mis tropas silenciosamente durante la noche hasta llegar a unos cuatrocientos metros del campamento bóer, y allí hubiera levantado una pila de biltong (carne secada al sol) y de Biblias, de unos cincuenta pies de altura, colocando a mis hombres emboscados alrededor. Al amanecer, los bóers habrían enviado exploradores y el resto de su tropa hubiera venido enseguida galopando. Entonces mis hombres los habrían rodeado y los bóers tendrían que haber luchado a campo abierto. De ese modo, no se hubiesen producido los resultados de Majuba Hill».

En la Convención de Pretoria, Londres accedió a restaurar el autogobierno afrikáner, aunque no aceptó la total independencia de la república, reservándose el control de la política exterior. Paul Kruger, su presidente, comenzó a decretar severos impuestos en las minas de su territorio sobre los propietarios ingleses y recortó los derechos ciudadanos de los uitlanders, los colonos de origen británico.

La figura de Paul Kruger significa tanto para los afrikáners como Abraham Lincoln para los norteamericanos. «Tío Paul», llamaban en vida los bóers a este hombre de mirada cansada y bovina que fue elegido presidente de la república del Transvaal durante cuatro mandatos seguidos. Era gordo, narizotas, caído de hombros, de cejas espesas y gastaba una barba anárquica sin bigotes. Gran jinete, cazador insaciable y aficionado a nadar y bucear, alardeaba de no haber leído en toda su vida otro libro que no fuera la Biblia. Sólo asistió a la escuela, durante su niñez, por un período de tres meses. Kruger se casó tres veces y tuvo dieciséis hijos. Los afrikáners de la Suráfrica de hoy todavía veneran la memoria de este asno tenaz que declaró a Gran Bretaña la más dura y sangrienta de todas sus guerras coloniales. Rudyard Kipling lo llamaba «Neanderthal con levita». Hijo de una familia bóer de tronco alemán, cuyos orígenes surafricanos se remontaban al año 1713, Stephanus Johannes Paulus Kruger nació en la colonia de El Cabo en 1825 y, cuando tenía tan sólo diez años, emigró hacia el norte en una de las caravanas del Great Trek. Participó, cargando las armas de los hombres, en la batalla de Vegkop, el año 1836, cuando el laager de los bóers resistió y derrotó en el valle del río Limpopo al ejército de los ndebeles. Luego, en 1838, combatió a los zulúes que atacaban los carromatos de los voortrekkers tras la muerte de Piet Retief. Mató su primer rinoceronte a los trece años, y su primer león a los quince. A los veinte, cuando disparaba sobre un rinoceronte, el rifle le explotó en la mano y Kruger se cortó el dedo con el cuchillo para disparar sobre el animal que cargaba contra él. El cuchillo se conserva en el museo dedicado en Pretoria a su recuerdo. Del dedo no sabemos nada.

En 1880, fue proclamado presidente por los afrikáners rebeldes y, tras la victoria de Majuba Hill, negoció con habilidad los términos de la autonomía para el Transvaal. En la década siguiente, de nuevo declararía la guerra al Imperio.

El segundo conflicto anglo-bóer, que en palabras del historiador Thomas Pakenham, fue «la más larga, sangrienta y humillante guerra de Gran Bretaña entre 1815 y 1915», no puede entenderse sin conocer la figura de Paul Kruger. Él llamaba a los bóers «el pueblo de Dios». Y con Dios de su parte, marchó a combatir al más formidable imperio de su tiempo. Cecil Rhodes, su gran adversario, le dio el pretexto para iniciar aquella nueva carnicería en tierras de Suráfrica.

Mediando la década de los ochenta del siglo XIX, Rhodes era el hombre más rico de África. Junto con sus socios de la compañía De Beers, controlaba la mayoría de las concesiones de la explotación de diamantes en Kimberley. El descubrimiento en 1886 de los yacimientos auríferos de Witwatersrand, al sur de Pretoria, aumentó aún más su fortuna, pues logró hacerse también con la mayoría de las concesiones mineras. Witwatersrand se convirtió en pocos meses en una populosa ciudad, que pasaría pronto a llamarse Johannesburgo. Y el Transvaal dejó de ser un estado de economía agrícola y ganadera para transformarse en la república más rica de África del Sur. Ese hecho trastocaba cualquier lógica política, pues mientras que el poder lo detentaban los bóers que habían conquistado su independencia en 1881, tras la batalla de Majuba Hill, el control de las minas de oro y de diamantes estaba en manos de los magnates británicos, principalmente de Rhodes y sus socios. Además de eso, miles de ciudadanos británicos, los uitlanders, habían emigrado al Transvaal en busca de fortuna, constituyendo una colonia muy importante en las tierras de los afrikáners.

El gobierno de Kruger no podía renunciar a una riqueza que consideraba suya y creó impuestos muy gravosos para los magnates británicos, así como enormes tasas para la importación de maquinaria y otros productos manufacturados esenciales en la explotación de las minas. Al mismo tiempo, aprobó leyes que limitaban los derechos de ciudadanía y electorales de los uitlanders.

Apoyado por otros magnates, Rhodes comenzó a introducir rifles en Johannesburgo, armando a los uitlanders. Su plan consistía en provocar una rebelión de británicos en el Transvaal, que de inmediato apoyaría con el envío de una fuerza exterior desde la frontera occidental.

Rhodes había cambiado de amor en 1884. Su secretario Neville Pieking, un joven a quien había conocido en 1882, se cayó del caballo dos años después y quedó paralítico. Y un médico escocés, el doctor Leander Starr Jameson, emigrado a las ricas minas diamantíferas de Kimberley en 1879, ocupó la plaza de Pieking en la secretaría y el corazón de Rhodes. El «doctor Jim», como se le conocía en Kimberley, era un hombre cultivado y audaz. Dicen que su figura inspiró a Kipling el famoso poema «If». Sedujo a Rhodes desde el primer momento, y él mismo quedó seducido por El Coloso, como ya se conocía al magnate surafricano. Los dos amantes lucharon hombro con hombro contra los ndebeles del norte, creando el nuevo estado de Rodesia del Sur. Para el ambicioso Rhodes, Jameson era el hombre ideal que dirigiría la fuerza atacante sobre Johannesburgo.

A finales de 1895, Jameson concentró su ejército de mercenarios, bien armados y a caballo, en la frontera del Transvaal con Bechuanaland, en un lugar llamado Pitsane. Rhodes organizó todo para que la rebelión de uitlanders se produjera en Johannesburgo el día 28 de diciembre y para que las tropas de Jameson, viniendo en su ayuda y «en defensa de las mujeres y los niños» británicos, entrasen al día siguiente en la república bóer. Pero el complot fracasó: los uitlanders, divididos y desorganizados, no se alzaron en armas. Londres, al mismo tiempo, volvió la espalda al intento de revuelta, cuando Alemania advirtió que no consentiría un ataque contra el Transvaal.

Rhodes enfureció. Las instrucciones de Jameson eran cruzar la frontera el día 29, si no recibía un telegrama de su jefe revocando la orden. Y Rhodes guardó silencio.

A las cinco de la tarde del domingo 29 de diciembre de 1895, el «doctor Jim» arengó a sus tropas. La partida de mercenarios la componían 510 hombres montados y 75 conductores africanos para los carromatos. Además de modernos fusiles, la tropa llevaba ocho ametralladoras y tres cañones ligeros. A las seis y media, tras celebrar con ríos de whisky su próxima victoria, los «libertadores» del Transvaal cruzaron la frontera y comenzó lo que la historia conoce como el Jameson’s Raid, la Incursión de Jameson. Fue un sonado fiasco, «una obra de piratería de dudosa inteligencia», como escribió Mark Twain meses después.

Al cruzar la frontera, el doctor ordenó inutilizar todas las líneas de telégrafo. Pero sus hombres, muchos de ellos borrachos, olvidaron cortar una de ellas. A las ocho, Kruger ya sabía en Pretoria que Jameson estaba en Transvaal, y los bóers comenzaron a agruparse en las cercanías de la columna invasora.

Jameson y los suyos avanzaron sin oposición y celebraron la Noche de Fin de Año con otra estupenda borrachera a tan sólo treinta y dos kilómetros de Johannesburgo. Pero los afrikáners ya habían tomado posiciones y rodearon a la fuerza atacante en la mañana del día 1 de enero de 1896. El combate no duró mucho tiempo. Diecisiete hombres de Jameson perdieron la vida bajo las balas enemigas, cincuenta fueron heridos y todos los supervivientes hechos prisioneros, incluido el doctor. Jameson, según relató el comandante bóer, «se rindió incondicionalmente, tembloroso como una caña», mientras muchos de sus soldados se sentaban alrededor suyo y lloraban. Por parte bóer, murieron cuatro hombres, dos de ellos alcanzados por error por sus propios tiradores. Aquel ejército mercenario de fanfarrones entró en Johannesburgo encadenado y nadie salió a recibirles como libertadores de nada.

La incursión, escribió Twain, «fue llevada a cabo por dos tipos de personas: gentes que no leen historia y gentes que no saben lo que significa la historia después de haberla leído».

Con astucia, Kruger envió a Jameson y a sus trece oficiales a Londres, para que fuesen allí juzgados. Al doctor le cayeron quince meses de cárcel. Y Rhodes, desacreditado y hundido, tuvo que dimitir como primer ministro de El Cabo.

Mark Twain, que llegó a Durban cinco meses después de la incursión, definió así a Jameson: «Un héroe ilustre en Inglaterra, un pirata en Pretoria y un asno sin honor en Johannesburgo».

El Transvaal salvaba su independencia y el kaiser alemán envió un telegrama de felicitación a Kruger. Pero los problemas, para Gran Bretaña, seguían planteados como lo estaban antes del raid y agravados por la aproximación cada vez mayor entre el gobierno de Pretoria y Berlín. Rhodes, con su megalomanía, lo había estropeado todo. Ahora Londres debía preparar la anexión de las repúblicas bóers con mayor sutileza, tejiendo una lenta trama diplomática.

En 1897, sir Alfred Milner fue nombrado Alto Comisario británico en Suráfrica. Milner era un imperialista convencido que jugaría un papel decisivo en la configuración de la futura Suráfrica. Al año siguiente, planteó a Kruger una situación de difícil salida: debería dar el derecho de voto a todos los uitlanders que llevasen cinco años de residencia en Transvaal. Y envió un ejército de diez mil hombres a la frontera de Natal con la república bóer.

Kruger no tenía más opción que la guerra. Y decidió golpear primero antes de tener que combatir contra una invasión británica. En octubre de 1899, en alianza con el Estado Libre de Orange, la república de Kruger declaró la guerra al Imperio británico, lanzando por sorpresa su ejército contra Natal.

Los afrikáners bautizaron el conflicto como Segunda Guerra de la Independencia, los británicos como Guerra Bóer y algunos historiadores, con mayor sentido de la neutralidad, Segunda Guerra Anglo-Bóer. El gobierno de Londres aceptó el reto de Kruger como una baladronada y juzgó que, en unas pocas semanas, pondría de rodillas a las repúblicas rebeldes. Se equivocó de plano. La guerra duraría dos años y ocho meses, y humilló al Imperio británico y le cargó de descrédito.

Las cifras de la guerra apabullan: el costo de la campaña para los contribuyentes británicos fue de doscientos millones de libras, una fortuna en la época; se movilizaron casi noventa mil hombres del lado bóer contra medio millón de soldados británicos; las bajas del ejército imperial fueron veintidós mil muertos por siete mil de los rebeldes; además, doce mil nativos africanos perdieron la vida en el conflicto, y también veintiocho mil civiles afrikáners, la mayoría mujeres y niños.

Fue una guerra sucia por parte británica. Y en cierto sentido, durante los últimos meses del conflicto, fue una guerra librada a la española.

Puede decirse que la guerra anglo-bóer vivió tres fases. En la primera de ellas, los comandos del Transvaal, a las órdenes del general Piet Joubert, penetraron en Natal y conquistaron en pocos días la indefensa ciudad de Newcastle. Luego, pusieron cerco a Ladysmith, que estaba al mando del general George White. En otros frentes, las ciudades de Kimberley y Mafeking fueron también sitiadas por los afrikáners. En Kimberley se encontraba Rhodes, que participó activamente en la organización de la defensa, intentando recuperar parte de su crédito perdido. Los cercados contingentes británicos renunciaron a contraatacar, en tanto que los bóers se decidieron por estrechar los asedios, esperando rendir a los británicos con sus cañones, el hambre y las enfermedades.

El general británico Buller resolvió que su primer objetivo era la liberación de Ladysmith. Pero su tropa fue derrotada estrepitosamente en las batallas de Magersfontein, Colenso y, sobre todo, en el sangriento combate de la colina de Spion Kop, a pocos kilómetros de Ladysmith. A finales de enero de 1900 los desastres militares en África humillaban al mayor imperio de la Tierra. Buller fue relevado del mando supremo y Londres envió a los generales Roberts y Kitchener al frente de un poderoso ejército.

Casi todos los escenarios de batallas pasadas ofrecen un paisaje semejante: tumbas, silencio y soledad. Pero Spion Kop parece algo distinto. Se asciende por una empinada cuesta a una colina de cráneo calvo donde hay numerosos túmulos y monolitos en recuerdo de los caídos de ambos bandos. Quizás era el fuerte viento de aquella mañana soleada en que visité la colina, un viento fresco y aullador, lo que otorgaba una atmósfera peculiar a Spion Kop. O tal vez lo diferente fuera la larga fosa común en donde reposan los restos de un par de cientos de soldados británicos, una larga fosa que no es más que la línea de la trinchera donde perecieron. Una fotografía tomada el día posterior a la batalla muestra la excavación repleta de cadáveres de soldados, la misma línea exacta que hoy sigue la tumba cubierta de piedras. Es una visión macabra. La serenidad de otros cementerios militares alzados en los campos de batalla encuentra su contrapunto de crueldad en Spion Kop. Abajo de la colina, el paisaje de África se extiende hasta parecer casi infinito, sobre el azul de las aguas de un pantano y sobre cadenas de colinas que se suceden las unas a las otras, mientras que la vista no encuentra barreras que la detengan. Uno no puede explicarse en sitios como Spion Kop por qué los hombres luchan en lugares desde donde se divisan panoramas tan amplios que parecen proponer una visión de la eternidad…

Aquella mañana, dos caballos pastaban sueltos entre los sepulcros de Spion Kop. En la desierta colina, poco después de mi llegada, apareció un africano y me entregó un tíquet y un folleto mientras le pagaba los dos rands que costaba la visita al lugar.

—No le había visto, ¿vive usted por aquí?

—No, vivo a diez kilómetros, en un poblado. Vengo andando temprano y me voy al atardecer. Estoy contratado como guardián y guía de Spion Kop, me paga el gobierno.

—¿Le pagan bien?

—No, pero es un trabajo. Si quiere le cuento la batalla.

Decliné el ofrecimiento y le di una propina.

Fue una batalla sangrienta y absurda, jugada casi a cara o cruz. La ganó el general más optimista, el bóer Louis Botha, que más tarde sería un hombre fundamental en la historia de Suráfrica. Y el número de bajas resultó terrible: trescientos cincuenta muertos, más de mil heridos y unos doscientos prisioneros, por parte británica, contra setenta y cinco muertos y ciento cincuenta heridos del lado bóer.

Les historiadores no han explicado todavía si dos insignes combatientes de Spion Kop llegaron a conocerse entonces. Me refiero a Winston Churchill y el Mahatma Gandhi. Churchill estaba en el conflicto para escribir como periodista, en tanto que Gandhi había organizado un grupo de voluntarios indios que asistían a los británicos en aquella «guerra de hombres blancos».

Churchill subió en dos ocasiones la colina de Spion Kop, y dejó constancia en sus crónicas del espanto que le produjo la visión de tanto cadáver. Gandhi, por su parte, siguió retirando heridos con sus camilleros, casi en la boca de los fusiles bóers, hasta el momento de la definitiva retirada británica.

Muchos años después, cuando Churchill era premier de Gran Bretaña y Gandhi el líder de la lucha por la independencia de la India, la historia de los dos hombres volvió a cruzarse, ahora en el campo de batalla de la política. Y los antiguos compañeros de armas fueron esta vez adversarios. Louis Fisher, uno de los biógrafos de Gandhi, escribe: «Un gran hombre es un hombre de una sola pieza, como todas las buenas estatuas. Churchill y Gandhi se parecían en que ambos consagraban su vida a una sola causa… Churchill era un Napoleón byroniano. Odiaba apasionadamente las tiranías extranjeras que amenazaban a Inglaterra y dirigió contra ellas todo el fervor moral que podía generar su genio, pero no simpatizaba con la lucha de Gandhi contra la dominación inglesa.»

Hubiera muerto por mantener libre a Gran Bretaña, pero detestaba a los que querían ver libre a la India. Para él, los hindúes eran un pedestal del trono.

Gandhi y Churchill se curtieron en Suráfrica e iniciaron allí sus respectivas carreras políticas. El líder indio diseñó sus teorías de la resistencia pasiva y la mayor parte de sus principios de renuncia y castidad. Y Churchill consiguió en la Segunda Guerra Anglo-Bóer la fama que buscaba, escribiendo para un periódico y logrando, al mismo tiempo, que los periódicos escribieran sobre él.

El signo de la guerra dio un vuelco a partir de febrero de 1900. En esta segunda fase del conflicto, los británicos, que habían concentrado un enorme ejército en Suráfrica, comenzaron a recuperar el terreno perdido. El sitio de Ladysmith se levantó el 28 de febrero, después de ciento veinte días. Y por esas mismas fechas, se liberó de su cerco a Kimberley, donde Cecil Rhodes se puso la medalla de la heroica defensa. En marzo, las tropas imperiales entraron en Bloemfontein, la capital del Estado Libre de Orange, y la república fue anexionada a Gran Bretaña con el nombre de Colonia del Río Orange. En mayo, se levantó el asedio de Mafeking, donde los británicos resistían al mando del general Baden-Powell, el fundador de los Boy Scouts. Para junio, Johannesburgo y Pretoria habían caído en manos británicas. Paul Kruger pudo escapar y alcanzar el puerto portugués de Lourenco Marques. De allí viajó por barco a Europa, emprendiendo una inútil campaña por conseguir apoyo internacional contra Gran Bretaña. Moriría en el exilio, en Suiza, en 1904.

La guerra parecía ganada por Londres a mediados de 1900, siete meses después de iniciarse los combates. Pero los afrikáners eran testarudos. Su ejército se dispersó en pequeñas partidas y emprendió una eficaz lucha de guerrillas. Comenzaba la guerra a la española. Muerto Joubert, la dirección de los comandos bóers se dividió entre jóvenes generales como Jan Smuts y Louis Botha, y geniales tácticos de la lucha guerrillera como Koos De la Rey. Y el conflicto se prolongó otros dos años.

Y fue en ese punto donde cobró una singular importancia la figura del general Kitchener, un noble británico que buscaba la gloria de un triunfo en la guerra de Suráfrica que le permitiera lograr el más ambicionado puesto de la carrera militar de aquellos días: el mando de las tropas de la India.

Los españoles tenemos fama de haber inventado pocas cosas, y las que hemos inventado son famosas por su peculiaridad. Churchill, cuando estuvo como periodista en la guerra de Cuba —el gobierno de Madrid le concedió una medalla militar por sus favorables crónicas—, alabó el descubrimiento español de la siesta y él mismo lo adoptó como costumbre, señalando que le permitía estar más fresco cuando negociaba con sus adversarios. Otro invento hispano fue la guerrilla, que los bóers utilizaron con gran éxito entre 1900 y 1902. Pero un tercer descubrimiento español, menos conocido por los historiadores y tristemente famoso en nuestro siglo, fue el que sirvió a Kitchener para ganar la guerra bóer: los campos de internamiento de civiles.

La idea de la «reconcentración» en las ciudades de civiles que pudieran sostener a los rebeldes, la aplicó en la guerra de Cuba, unos años antes del conflicto anglo-bóer, el general español Valeriano Weyler. De hecho, las ciudades de reconcentración eran campos de concentración, y en la práctica, casi campos de exterminio.

Horatio Herbert Kitchener, barón de Kitchener, era irlandés y había logrado fama militar en la campaña de Sudán. Tras las primeras victorias afrikáners en la guerra contra los bóers, Kitchener fue enviado a Suráfrica a comienzos de 1900, como segundo comandante de lord Roberts, a quien sustituiría en el mando supremo en noviembre de ese mismo año. Era un hombre tenaz, trabajador, y muy pagado de sí mismo. Cuando las guerrillas bóers, desde mediados de 1900, prolongaron la guerra, Kitchener se enfureció por las derrotas que sufrían sus tropas. Tenía bajo su mando un poderoso ejército de más de doscientos mil hombres para combatir a veinte mil insurgentes. Y decidió que, si no podía rendir al enemigo en el campo de batalla, utilizaría otros medios.

Con el visto bueno del Alto Comisario británico, sir Alfred Milner, y bajo esa vieja y satánica filosofía de «la guerra es la guerra», Kitchener diseñó una sencilla estrategia para terminar el conflicto: crear grupos móviles de caballería, como partidas de cazadores, cuyo éxito se mediría por el número de enemigos muertos, heridos o prisioneros que lograsen hacer cada semana, y convertir el territorio del Transvaal en un paisaje de alambradas donde serían encerrados todos aquellos que pudieran sostener a las guerrillas, incluidos caballos, ganado, mujeres y niños.

Kitchener construyó una serie de campamentos «protegidos» a lo largo de las líneas de ferrocarril. Y sus tropas recorrieron todo el territorio del Transvaal quemando granjas y cosechas y conduciendo a las mujeres y niños afrikáners a aquellos campos de concentración para «refugiados». Apenas había médicos para atender a tanto interno y las raciones de comida eran muy pobres, sin carne ni vegetales, sin leche para los niños. Pronto se desataron las epidemias. Y la mortandad fue enorme. Las protestas de las organizaciones humanitarias inglesas, las denuncias de la prensa, las quejas de otras naciones, no sirvieron para disuadir a Kitchener de su estrategia. El político liberal Lloyd George llegó a decir del general: «Ese hombre es un bruto, una vergüenza para el uniforme que viste». Pero el gobierno conservador de Salisbury hizo la vista gorda.

Kitchener ganó la guerra y los comandantes bóers firmaron la rendición en Vereeniging el 31 de mayo de 1902. Londres nombró al general gobernador militar de la India, sin tener en cuenta para nada que el brillante soldado dejaba a sus espaldas cerca de veintiocho mil niños y mujeres afrikáners muertos en los campos de concentración, junto a doce mil sirvientes negros. Hitler tenía ya modelos históricos sobre los que aprender y una deuda con el español Weyler y el inglés Kitchener. Eso sí: mejoró el récord.

Paradojas de la historia: los vencidos de la guerra lograron ser en la paz los vencedores. Y los nativos negros de Suráfrica, lo mismo que los indios, que habían luchado junto a los británicos para librarse de las condiciones de casi esclavitud que les imponían los afrikáners, fueron los perdedores del conflicto. De la paz firmada en 1902, nacería el Estado del apartheid, y los generales rebeldes se convertirían en entusiastas dirigentes del Imperio. La paz de Vereeniging consagró la unión de toda Suráfrica como colonia británica y las repúblicas bóers fueron anexionadas como provincias. El Alto Comisario británico, sir Alfred Milner, jugó un papel decisivo en el diseño del futuro surafricano. Se planteó como tarea prioritaria la reconciliación entre las dos comunidades blancas, los afrikáners y los uitlanders, intentando restañar las heridas que había abierto la guerra y, sobre todo, las que había creado la política de campos de concentración de Kitchener. Y el precio de esa reconciliación lo pagaron los negros, los indios y los mestizos.

Los afrikáners aceptaron la integración al Imperio británico y fundaron sus propios partidos políticos. El Acta de la Unión integró al Transvaal, el Estado Libre de Orange, Natal y El Cabo en un solo parlamento con sede en Ciudad del Cabo. Se escogió a Pretoria como capital política de un inmenso territorio con autogobierno e integrado al Imperio británico. Y los generales bóers, Botha y Smuts, se convirtieron en presidente y vicepresidente de la Unión.

Milner había entregado la victoria a los perdedores de la guerra, traicionando a los africanos negros, los indios y los mestizos. Pero, como cuenta Pakenham, «África se tomó venganza sobre él»: en 1924, después de pasar varios años en Londres, regresó a Suráfrica para visitar el escenario de su gloria política. Durante el viaje, una mosca tse-tse le picó. Milner murió a causa de la enfermedad del sueño.

En el cielo de Ladysmith no había luna aquella mi última noche, y fuera del hotel Royal, sombras de miserables vagabundos cruzaban bajo mi terraza. Las ciudades de África se pueblan en las horas nocturnas de seres fantasmales que recorren las calles sin un destino concreto, tan sólo vagan de un lado a otro, quién sabe si esperando un milagro o en busca de algún ingenuo a quien poder robar un poco de dinero para sobrevivir. Las noches de África son con frecuencia negras como el plumaje de un cuervo, y hay muchas noches sin luna, rudas noches de oscuridad donde las estrellas apenas logran echar una brizna de luz sobre la tierra. Las noches negras de África sobrecogen el alma, hacen del viajero un ser abrumado por las tinieblas del mundo.

Cené en el restaurante del Royal. En la mesa de al lado, dos mujeres africanas de mediana edad charlaban y reían con ruido, mientras daban cuenta de una buena pitanza. Luego, me abordaron. Una se llamaba Cathy y otra Margaret, eran ejecutivas de una empresa de publicidad y venían desde Durban a Ladysmith en viaje de trabajo.

—Esta es una ciudad tranquila y bonita, ideal para jubilarse —dijo la sonriente Margaret, que se había quitado los zapatos y descansaba los pies sobre la silla que ocupaba.

—¿No hay racismo aquí? —pregunté.

—Claro que lo hay, como en toda Suráfrica —dijo Cathy antes de soltar una carcajada y seguir hablando—. Pero ahora los racistas tienen que quedarse en su madriguera. Suráfrica es libre y los africanos somos libres. Además, la barrera entre blancos y negros va rompiéndose, nos vamos acercando poco a poco.

—¿No ve? —añadió Margaret—. Ahora entramos a comer en los sitios de los blancos y nos sirven camareros blancos.

—¿Y los indios? —pregunté.

—Bah, viven al margen, viven encerrados —continuó Margaret—. Peor para ellos si no se sienten surafricanos, este país va a ser muy importante en pocos años, el más importante de África.

—Gracias a Mandela, supongo —dije.

—Claro —intervino Cathy—, gracias a Mandela. Mandela es un regalo que Dios le ha dado a Suráfrica.

—¿Son ustedes zulúes?

—No —respondió Margaret mientras se rascaba un pie desnudo—, no somos zulúes. Nacimos en otra región. Pero no le diré de dónde somos. Nos consideramos surafricanas, en este país no sólo hay que acabar con el racismo, sino también con las barreras tribales. Ese es el mandato de Mandela.

Luego, me invitaron a beber champaña con ellas.

—Es un placer convidar a un blanco que no es racista. Porque usted no es racista, ¿no? —dijo Cathy.

—Soy partidario de un mundo mestizo.

—Eso está bien —agregó Margaret levantando su copa para brindar—. Por un mundo mestizo, siempre que no haya indios en la mezcla. Cheers.

La noche era fresca y seguí un rato en la terraza, leyendo el diario de viaje de Greene en el Congo, bajo la luz débil de una lámpara. «Cuando uno viaja lejos —escribió el autor inglés—, también viaja en el tiempo. Hace una semana, a esta misma hora, me encontraba en Bruselas, pero me siento separado de aquel día semanas, no días. En 1957, viajé más de setenta mil kilómetros y llevo viajando desde que tengo treinta años. ¿Es esa la razón por la que mi vida me parece tan interminablemente larga?». Pensé que aquella nota de Greene era la exacta respuesta a una pregunta que, con perplejidad, se hacía siempre Bruce Chatwin: «¿Por qué los hombres vagan por el mundo en lugar de quedarse quietos?». Y me dije que, tal vez, viajar es tan sólo una carrera contra la vejez y la muerte.

Luego, me acodé en la baranda y durante un rato contemplé la noche africana y las sombras móviles de los mendigos. Ellos también viajaban siempre, un repetido viaje de cada jornada en la oscuridad de unas pocas calles conocidas. ¿Les parecería su vida interminablemente larga? Lo probable es que la sintieran insoportablemente larga, fatalmente interminable.