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LA ESPADA DE AUSTERLITZ

Un territorio plagado de escenarios de batallas es fatigoso de recorrer, ya que Zululandia es una selva de pistas y carreteras pequeñas. Las tierras de los zulúes, al norte de los ríos Tugela y Buffalo, forman un paisaje bello y feraz, y cuesta trabajo imaginar que pudieran haber sido alguna vez el teatro de bárbaros enfrentamientos armados. Los responsables del turismo surafricano han diseñado un recorrido en la provincia de KwaZulu-Natal que llaman Battlefield Tour. El mapa que entregan a los turistas dispuestos a recorrerlo tiene más de una veintena de lugares donde hay dibujados cañones, túmulos y sables cruzados. En los sitios reales que marca ese mapa no hay monumentos comparables al de Blood River. Pero están las tumbas. Y un sepulcro, en cualquier caso, es algo perfectamente serio.

Y tumbas había en Insandlhwana, tumbas colectivas y algunas particulares, con los datos precisos del caído, y monolitos con los nombres y apellidos de los muertos alzados en memoria del heroísmo en el combate. Las ovejas pastaban entre las viejas sepulturas, al lado de las fosas sin nombre donde montículos de piedras blancas marcan el lugar que cubre los huesos de decenas de hombres inhumados en fosas comunes. Había que enterrar muchos muertos en Insandlhwana y la mayoría no eran reconocibles cuando, meses después de la batalla, regresaron al lugar las tropas británicas. Hace más de cien años de aquella matanza, pero todavía, después de los días de lluvia, pueden encontrarse en el lugar cartucheras podridas por el tiempo, casquillos de bala de fusil y botones oxidados de los que adornaban las guerreras rojas de los soldados imperiales. Los zulúes que ganaron aquella batalla abrieron los vientres de todos sus enemigos muertos y les sacaron las tripas para que las devoraran los chacales. Los tataranietos de aquellos guerreros miran el campo de Insandlhwana con indiferencia: si los británicos quieren seguir teniendo allí a sus muertos, pues que los tengan, en tanto que, en los libros de texto de las escuelas zulúes, se habla de aquel combate con orgullo. Los zulúes saben que si algún día alguien abre las viejas tumbas, sin duda serán arqueólogos británicos. Y los huesos de los muertos regresarán a los museos de Inglaterra.

El pastor que cuidaba las ovejas se sentaba sobre una tumba, con aire de importarle un bledo la historia. Me pidió un cigarrillo cuando pasé a su lado. Me preguntó en un torpe inglés:

—¿Le gusta fotografiar ovejas?

—Fotografío las tumbas.

—Ah, sí…, son ingleses.

—¿Conoce lo que pasó aquí?

—Claro, una batalla. Murieron muchos. Los zulúes éramos entonces muy fuertes.

—¿Y ahora no?

—Ahora somos pobres.

El campo de Insandlhwana es magnífico, una llanura inmensa donde la vista no encuentra barreras ni bruma y el sol fuerte cae sobre la tierra generosa y verde. En el escenario del gran combate se alza un imponente roquedal en forma de esfinge como un extraño, pétreo y bárbaro monumento a un dios a quien el tiempo y la violencia de la naturaleza no han sido capaces de rendir. Allá viajan los turistas británicos a reconocer el heroísmo de sus soldados, en el escenario real de una de las más imponentes derrotas de su Historia. Siempre hay algo en los escenarios de las antiguas batallas que nos estremece, da igual que fueran batallas ganadas o perdidas.

Un soldado inglés superviviente en Insandlhwana dijo de los zulúes atacantes: «Venían contra nosotros, negros como el infierno y delgados como la yerba». Un victorioso guerrero zulú habló así de sus enemigos británicos: «Oh, aquellos soldados vestidos de rojo, ¡qué pocos eran y cómo luchaban! Caían como piedras, cada hombre sin moverse de su sitio».

Cuando concluía la década de 1860, la política de Gran Bretaña en África cambiaba de signo. Bajo el gobierno de Disraeli, Londres había proclamado su soberanía sobre el Transvaal y el Estado Libre de Orange, pese a la resistencia de los bóers. En la agenda del Foreign Office británico había un propósito: formar la confederación de Suráfrica como parte integrada al Imperio británico. Los diamantes de Kimberley habían despertado el apetito de Londres. Y el poderoso reino zulú de Cestwayo era un escollo para esos planes, un estado de salvajes independientes que impedían la unidad de aquellos inmensos y ricos territorios bajo la Union Jack.

A finales de 1878, sir Bartle Frere, el alto comisario de Gran Bretaña en África del Sur, hizo llegar a Cestwayo un ultimátum de diez puntos, casi todos imposibles de cumplir por el rey. Cestwayo no quería la guerra y trató de negociar. Pero los británicos, cuando engrasan los fusiles, suelen ser poco amigos de las sutilezas, y en cualquier caso el ultimátum era tan sólo un pretexto para atacar. El 11 de enero de 1879 Gran Bretaña declaró la guerra, sin esperar la respuesta de los zulúes, y las tropas imperiales invadieron Zululandia. A su frente marchaba el barón y general Frederick Augustas Thesiger, lord Chelmsford.

Chelmsford era un altivo aristócrata que hablaba poco y escuchaba todavía menos. Unos meses antes, en el curso de una negociación, el líder bóer Paul Kruger le había aconsejado que, para combatir a los zulúes, utilizase la técnica del laager. Pero Chelmsford era inglés, un militar al servicio del más poderoso imperio de la tierra, y no se sentía en la obligación de atender los consejos de un bruto afrikáner cuya única cultura residía en la lectura de textos de la Biblia. Además, pensaba Chelmsford, un inglés nunca se atrinchera para combatir, lo hace a campo abierto.

El día de la declaración de guerra Chelmsford tenía preparados en la frontera 16.800 hombres organizados en cinco columnas. A su ejército se habían unido cuerpos de voluntarios de la colonia de Natal, que incluían soldados nativos, y algunos grupos de bóers. La tropa movía 113 carros ligeros y 612 carromatos, con 7626 animales de tiro. Sus soldados marchaban equipados con un estupendo fusil, el Martini-Henry, modelo 1871, y la munición para la campaña sumaba dos millones de balas.

Chelmsford tenía una excelente información sobre los zulúes: sabía que su ejército lo componían más de 40.000 guerreros organizados en 35 impis o regimientos y conocía sus tácticas de combate. Dividió su ejército en varios cuerpos para entrar en Zululandia por tres puntos. Él se situó al mando del cuerpo principal, que marcharía hacia el kraal de Cestwayo, en Ulundi, a ciento veinte kilómetros de distancia de la frontera.

En la madrugada del día de la invasión, sus tropas cruzaron el río Buffalo desde la estación de Rorke’s Drift, una granja construida por un irlandés que había pasado luego a manos de un misionero sueco, y en la que había una capilla. Chelmsford decidió destinar Rorke’s Drift a hospital de campaña.

El 20 de enero varias compañías alcanzaban Insandlhwana, un lugar a campo abierto a dieciséis kilómetros de Rorke’s Drift. Las patrullas de reconocimiento traían noticias confusas sobre el ejército zulú y Chelmsford decidió dividir su fuerza principal, dejando acampadas en Insandlhwana la mitad de sus tropas, al mando del teniente coronel Henry Pulleine, en tanto que él mismo se dirigía con el resto de la columna hacia el nordeste, en el camino de Ulundi.

Partidas de zulúes hostigaron a Chelmsford durante el día 21, alejándole más y más de Insandlhwana. Y el ejército principal de Cestwayo seguía sin aparecer. Chelmsford decidió enviar un mensaje a Pulleine ordenándole que abandonara Insandlhwana y se le uniese. Pero el correo, a su regreso, trajo una noticia inquietante: el ejército zulú se acercaba a Insandlhwana desde el noroeste, más de 20.000 hombres divididos en 12 impis, justo al lado contrario de donde Chelmsford había movido su columna.

No obstante, el comandante británico dudó durante unas horas antes de regresar junto a Pulleine. Y cuando al fin se puso en marcha, el día 22, un correo, llegado de Insandlhwana, le trajo una nueva noticia: el ejército zulú había atacado y conquistado el campamento británico. La cifra de bajas era enorme. Chelmsford se encontraba a unos ocho kilómetros de Insandlhwana y cuando llegó ya era de noche. No entró en el campamento porque, en la lejanía, se distinguía el resplandor de un gran incendio: los zulúes estaban atacando Rorke’s Drift. Chelmsford ordenó a sus tropas dirigirse de inmediato en socorro del hospital.

La victoria zulú había sido aplastante y terrible en Insandlhwana. A las siete y media de la mañana del día 22, el jinete de una patrulla llegó al campamento mientras la tropa desayunaba, anunciando que un gran ejército zulú avanzaba desde el noroeste. Pulleine dividió sus hombres en una escala defensiva de posiciones que llegaban al pie del roquedal.

A las once y media de la mañana, una patrulla de reconocimiento se topó, en una cortada tras una colina, con el imponente ejército de Cestwayo, escondido a muy poca distancia de Insandlhwana. Sorprendidos, los zulúes se lanzaron al ataque, y una inmensa ola negra de guerreros asomó en las colinas del noroeste.

Las fuerzas que formaban las primeras defensas comenzaron a retroceder, estableciendo nuevas líneas de protección alrededor del campamento. Pero esas primeras líneas las integraban menos de 600 hombres para cubrir un frente de más de un kilómetro y medio. Además de eso, el depósito de municiones, que almacenaba medio millón de cartuchos en el centro del campamento de Pulleine, estaba muy lejos de las líneas de tiradores.

Los zulúes se detuvieron rodeando el campamento tras las primeras y letales descargas de los fusiles Martini-Henry. Luego, se tendieron en la yerba, «murmurando como un gigantesco enjambre de abejas», en palabras del historiador Donald Morris, y los británicos pensaron que era el inicio de su retirada y que la batalla estaba ganada. No era así; los zulúes tan sólo dejaban pasar el tiempo para que algunos de sus regimientos se desplazaran a la retaguardia británica, cortando la retirada hacia Rorke’s Drift, en las orillas del río Buffalo.

La espera no fue muy larga. Alrededor de las tres de la tarde, el grito de un induna, uno de los comandantes principales, se levantó en las filas zulúes. Los guerreros se pusieron en pie, alzaron sus escudos y azagayas e iniciaron el ataque, lanzando su grito de guerra: «¡Usuthu, Usuthu!», el nombre del subclán del que era jefe Cestwayo antes de acceder al trono zulú. Las tropas nativas incluidas entre los batallones británicos comenzaron a huir aterradas de Insandlhwana, sin que los oficiales pudieran detenerlas.

Las líneas exteriores de defensa fueron liquidadas una por una en las horas que siguieron. A media tarde, apenas quedaban 400 defensores en el interior del campamento, rodeados por miles de zulúes. El último y letal ataque se produjo a la caída del sol. Pulleine desmontó de su caballo, se dirigió a su tienda y salió al poco para entregar a dos oficiales, los tenientes Melvill y Coghill, la bandera del regimiento, ordenándoles que la pusieran a salvo. Luego, volvió a su tienda, se sentó junto a la mesa y comenzó a escribir una carta a su mujer. No debió trazar más que unas líneas: un guerrero zulú penetró al poco en la tienda y Pulleine logró alcanzarle con un disparo de su pistola; pero el guerrero cayó sobre él y le atravesó el pecho con su azagaya.

En pocos minutos, todos los que no habían conseguido hacerse con un caballo y huir de Insandlhwana murieron bajo la última acometida de los zulúes. Los guerreros de Cestwayo lavaban sus lanzas en los cuerpos británicos.

En las llanuras que conducían a Rorke’s Drift, la carnicería continuaba. Las partidas de guerreros zulúes enviadas horas antes para cerrar la retirada británica rodeaban a los nativos y los soldados que huían aterrorizados. Apenas un par de centenares lograron alcanzar el río Buffalo.

Pero los zulúes tenían más guerreros en las dos orillas del río y se produjo una nueva masacre que llenó el Buffalo de cadáveres. Los tenientes Melvill y Coghill, tras una penosa cabalgada, lograron entrar en el agua y cruzar a la ribera sur, ya territorio de la colonia de Natal. No les sirvió de mucho. Nuevos grupos de zulúes salieron a su encuentro y ambos fueron muertos a lanzazos. La bandera imperial, los «Colores de la Reina», fue pisoteada por aquellos salvajes guerreros que acababan de causar a Gran Bretaña en Insandlhwana una de las más humillantes derrotas militares de su historia.

Aunque nadie los contó, se calcula que 2000 zulúes murieron en el combate de aquel día. De los 1800 hombres que defendían el campamento —950 europeos y 850 nativos de Natal—, tan sólo sobrevivieron 55 blancos y unos 300 nativos. La cifra de muertos del lado británico en Insandlhwana superó los 1400. Cuando lord Chelmsford se acercó a Insandlhwana la noche de la batalla, dijo: «No puedo entenderlo, dejé más de mil hombres aquí».

Aquella jornada del 22 de enero de 1879 no ponía fin a la batalla. Varios impis zulúes se dirigían a Rorke’s Drift esa misma noche para acabar con los supervivientes de Insandlhwana.

Permanecí unos pocos minutos más en la soledad del campo de batalla, mientras el pastor y sus ovejas se alejaban hacia el poblado cercano, más allá de la roca de forma de esfinge. Era una aldea humilde que formaban medio centenar de casas de ladrillo y algunas chozas de construcción tradicional. No se veían huertos ni cultivos de cereal en los alrededores, sólo las grandes extensiones de yerba amarillenta. Costaba imaginar de qué podrían vivir aquellas pobres gentes.

El monolito más alto de cuantos monumentos funerarios se extienden al pie del roquedal de la esfinge lo levantó el gobierno de Londres en memoria de los 22 oficiales y 590 suboficiales y soldados británicos caídos en el combate. No hay un recuerdo para los colonos de Natal, los bóers y las tropas y sirvientes nativos que perecieron junto a ellos aquel 22 de enero. Hay algunas tumbas particulares, como la de James Adrián Blaikie, de diecinueve años, voluntario de los carabineros de Natal, o la de Ernest Hitchcock, de treinta años, construida por su viuda en recuerdo de «mi querido marido». Pero la presencia de varios montículos formados por pequeñas piedras blancas, que marcan los lugares donde se enterraron juntos y por decenas a los soldados irreconocibles, impone por su austero dramatismo. Son esas tumbas colectivas, sin cruces ni estelas, las que te hacen sentir todavía en Insandlhwana el perfume de la feroz batalla que allí se libró hace más de un siglo. No sé la razón por la cual siempre me crean una mayor emoción los sepulcros de los hombres anónimos que los de aquellos cuyos nombres están escritos en los libros de historia. Tal vez porque son sólo los hombres ignorados quienes escriben el argumento más hondo de esa pomposa palabra que llamamos Historia.

Seguí camino a Rorke’s Drift por una pista de tierra, entre campos de cereales silvestres, bajo la luz adusta del sol. El rio Buffalo era un curso estrecho de escaso caudal a causa de la estación seca. Pero era un bello río de aguas plateadas y piedras lisas y brillantes que asomaban sobre la superficie. Los ríos del territorio zulú son claros, transparentes y frescos. Apetece beberlos y bañarse en ellos.

En Rorke’s Drift no queda rastro de lo que fuera la antigua misión, ni por supuesto del hospital, que fue incendiado en el terrible ataque zulú. Hay una iglesia de ladrillo, construida dos años después de la batalla, un pequeño cementerio y un edificio que sirve de museo para explicar la épica defensa de Rorke’s Drift, una batalla que duró casi doce horas y en la que 139 británicos resistieron el ataque de más de 4000 zulúes. En Rorke’s se concedieron, en proporción a la entidad de la batalla, más cantidad de Cruces Victoria (la condecoración británica al heroísmo en el combate) que en ningún otro combate en toda la historia de Gran Bretaña: once en total. En Insandlhwana sólo hubo tres, dos de ellas para los dos tenientes que perdieron la vida por una bandera. Nunca he entendido la pasión que puede llegar a despertar un pedazo de tela en el alma de algunos hombres, aunque su pasión por el heroísmo me despierta siempre una profunda ternura y algo de envidia.

En el atardecer del día de la derrota de Insandlhwana, algunos de los supervivientes de la batalla lograron alcanzar Rorke’s Drift. En el hospital había esa noche 36 hombres heridos o enfermos y una tropa de soldados, encargados de controlar el paso del río Buffalo, al mando de dos jóvenes tenientes, Gonville Bromhead y John Rouse Chard. Chard, más antiguo en el ejército que Bromhead, era el comandante del puesto.

Los fugitivos de Insandlhwana, muchos de ellos negros integrados en la policía de Natal, llegaron a la misión y anunciaron que un ejército zulú se dirigía a Rorke’s con más de 4000 guerreros. Sólo había dos opciones para aquel pequeño contingente de hombres: huir hacia el puesto de Helpmekaar, recorriendo veintinueve kilómetros de campo abierto, o fortificar la misión al modo de un laager y resistir el ataque de los impis de Cestwayo. Los dos tenientes optaron por la segunda alternativa. Ordenaron levantar una barricada exterior con grandes cajas de munición llenas de piedras y con sacos de grano, y una más estrecha en el interior de la misión formada con cajas de galletas, también con piedras. A las cuatro de la mañana, el ruido que levantaba el ejército zulú aproximándose provocó la huida de los soldados nativos que habían escapado de Insandlhwana. Tan sólo 139 hombres, entre ellos 36 enfermos y heridos, esperaban parapetados en las barricadas el letal ataque zulú.

Duró doce horas. Oleadas de guerreros caían sobre las defensas de Rorke’s en ataques suicidas. «Los defensores —escribe Morris— habían perdido toda noción del tiempo, transitaban en una lenta eternidad de ruidos, de humo y de fogonazos, de rostros tensos y negros que surgían de la oscuridad, que se movían danzando ante la boca de los fusiles que disparaban, y desaparecían de inmediato de su vista». Los zulúes lograron entrar en el hospital por el tejado, y sus defensores huyeron rompiendo las paredes y llevando a hombros a los enfermos. La línea de defensa exterior comenzó a ceder, y los combatientes británicos se refugiaron en la última empalizada, protegida tan sólo por las cajas de galletas. El capellán de la tropa, George Smith, iba de un lado a otro recitando versos exaltados de la Biblia mientras los hombres disparaban. Ardía el hospital en grandes llamaradas, los zulúes lanzaban sus gritos de guerra y los defensores de Rorke’s disparaban contra masas de guerreros que surgían de la oscuridad.

A las dos de la mañana, los británicos habían casi terminado con su munición, después de disparar casi veinte mil cartuchos durante diez horas. Pero los ataques zulúes comenzaron a remitir entonces. A las cuatro, se hizo el silencio. A las cinco, el teniente Chard envió algunas patrullas de reconocimiento, que se ocuparon de rematar, en un campo vacío de atacantes, a todos los zulúes heridos. A las seis, un soldado preparó el té apartando cadáveres de zulúes muertos. Y a las siete, con el sol ya alzado sobre el cielo, los supervivientes de Rorke’s vieron al ejército de Cestwayo en una colina próxima. Pensaron que era el ataque final y que no podrían resistirlo. No fue así. Los zulúes se retiraron: a sus espaldas llegaba la columna de lord Chelmsford.

Quince de los defensores de Rorke’s Drift murieron aquella noche de furia y otros dos al día siguiente, a consecuencia de las graves heridas sufridas en el combate, en tanto que delante de las barricadas quedaban tendidos los cadáveres de casi 600 guerreros zulúes. La estrategia del laager defensivo, inventada por los bóers, había impedido un desastre británico total tras la derrota de Insandlhwana. Los tenientes Chard y Bromhead ganaron sendas Cruces Victoria, en tanto que lord Chelmsford, con el rabo entre las piernas, hubo de retirar sus tropas al otro lado del río Buffalo. Cestwayo había vencido.

El museo de Rorke’s guarda restos de la batalla, municiones, viejas enseñas, ajados uniformes, antiguas fotos, planos y maquetas de aquella gesta, e incluso maniquíes que representan en tamaño natural a los defensores del puesto, bigotudos muñecones de casacas rojas atrincherados en barricadas construidas con sacos de judías y cajas de galletas. Hay también, en una larga mesa, una maqueta que representa el escenario de la batalla. Echando una moneda, las lucecitas van mostrando los movimientos de los regimientos zulúes alrededor de la misión, mientras resuenan en un micrófono gritos, disparos y explosiones, y la voz emocionada de un relator describe la historia del combate. A los postres de la narración, suena airoso en la casete el «Rule Britannia», himno imperial de la era victoriana.

Y en un rincón de los bellos y ordenados jardines que hoy rodean el lugar, hay una pequeña tumba y una placa que recuerdan también a los zulúes muertos en aquel sangriento combate. Al igual que en todas las otras batallas libradas por esta nación tan salvaje como valerosa, nadie sabe el número exacto de sus muertos en Rorke’s Drift, como si aquellos guerreros carecieran de nombres y apellidos, tanto para el cruel monarca Cestwayo como para el humillado ejército británico del desdeñoso lord Chelmsford.

Me alejé de Rorke’s Drift y, durante muchos kilómetros, seguí distinguiendo en la distancia la recia cabeza de la esfinge de Insandlhwana, bajo el cielo pálido de las tierras de Cestwayo. Mi guía marcaba un lugar donde se podía comer, a unos diez kilómetros de allí, precisamente a orillas del río Buffalo, en un punto que llaman Fugitive’s Drift, el sitio donde perdieron la vida los dos locos de la bandera.

Era un lodge pequeño y bonito, en realidad una granja ocupada por una familia surafricana de origen inglés, con unas pocas habitaciones para huéspedes. Como era ya tarde, sólo me sirvieron un bocadillo y una cerveza, en la terraza abierta en el jardín. Luego, me asomé a la sala principal del establecimiento. Parecía un pequeño museo, las paredes repletas de grabados que recordaban los combates de Insandlhwana y Rorke’s, y estanterías atestadas de balas, cartucheras, cinturones y otros recuerdos encontrados en los dos campos de batalla.

Aún deseaba visitar un último lugar de la escenografía guerrera de Zululandia antes de buscar hotel donde pasar la noche. El sol comenzaba a recogerse y los campos se pintaban de una extraña luz cenicienta, como si una imperceptible opacidad velara el aire. No había carreteras asfaltadas para llegar al lugar que buscaba y mi mapa no era muy preciso. Las pistas de tierra conducían a poblados sin nombre de aspecto primitivo y mísero. Y no lograba dar con el sitio mientras la tarde languidecía. ¿Quién podría en aquellas aldeas indicarme el lugar donde encontró la muerte el sobrino nieto de Napoleón Bonaparte?

Al subir un repecho, la pista cruzaba entre un poblado y un campo de fútbol sin vallas ni líneas de demarcación donde en ese instante se disputaba un partido. Los jugadores de los dos equipos, uno uniformado de verde y el otro de amarillo, perseguían el balón entre el clamor de un centenar de espectadores. Todos los habitantes del pueblo parecían haberse concentrado en el lugar ante el evento, animando a los suyos. Un ternero de pelo rojizo se empeñaba, una y otra vez, en entrar a pastar en el terreno de juego y el árbitro le agarraba de la cola, ayudado por algunos espectadores, para sacarle fuera.

Detuve mi coche y bajé con mi mapa. Un grupo de gente me rodeó y contempló la carta con curiosidad. Intentaba explicarme en inglés, pero nadie me entendía. Hablaban entre ellos en zulú, tomaban el mapa, lo pasaban de mano en mano. Me di cuenta de que no les interesaba en absoluto lo que yo buscaba, puede que fuera la primera vez que veían una carta geográfica. No se me ocurrió otra cosa que decir: «Napoleón, Napoleón». Algunos rieron. Y un hombre, alzando una vara en dirección norte, señaló el horizonte.

Seguí camino. Me alejaba cada vez más de la carretera general y la oscuridad de la noche se acercaba. Grupos de niños vestidos de uniforme escolar, las chicas con falda negra y camisa y calcetines blancos, los chavales con pantalón largo y corbata negra sobre la camisa blanca, regresaban andando a sus humildes hogares desde alguna lejana escuela. Detuve el coche junto a una de las pandillas y la tropa infantil me rodeó curiosa y jovial. Hablaban inglés, pero no sabían nada sobre el monumento. Me negué a sus peticiones de dejarles subir en el coche para que les llevara a su pueblo: tenía miedo de perderme por completo.

Un poco después, creí ver en la lejanía el perfil de un alto monolito recortado contra las remotas colinas azules. Pero las pistas se cruzaban entre ellas bajo la luz desfallecida del sol. Tomaba una y me alejaba hacia los lados, tomaba otra y me encontraba en dirección contraria. En un pequeño poblado, me arrimé a un destartalado autobús cargado de gente, pero ni el conductor ni los pasajeros hablaban una palabra de inglés y se encogían de hombros, divertidos, cuando yo repetía el nombre de Napoleón. Aquello tenía su gracia y era ridículo al mismo tiempo: andar en la barriga de África preguntando por el apellido de un emperador europeo.

Regresé a la carretera con el tiempo justo para alcanzarla con luz, cuando ya las primeras estrellas asomaban en el cielo.

Napoleón Eugenio Louis Jean Joseph, príncipe imperial, heredero de la corona de Francia, hijo de Napoleón III y la española Eugenia de Montijo, murió en la tierra de los zulúes cuando tenía veintitrés años. Fue en el curso de la segunda campaña que, meses después de la derrota de Insandlhwana, dirigió de nuevo lord Chelmsford, para doblegar a Cestwayo y recuperar su honor perdido.

A mediados de marzo de 1879, los primeros refuerzos solicitados por Chelmsford llegaban al puerto de Durban.

En mayo, con un imponente ejército de más de 10.000 hombres, los británicos entraron de nuevo en territorio zulú. Chelmsford dirigió sus tropas directamente hacia Ulundi, donde Cestwayo tenía su kraal.

A finales de junio, alcanzaba Ulundi y enviaba un ultimátum al rey zulú. Cestwayo no aceptó rendirse y los británicos se desplegaron frente al kraal real el día 4 de julio. A las ocho de la mañana de ese día, 20.000 zulúes se lanzaron contra los británicos. Una oleada tras otra se estrellaron contra el fuego de las tropas de Chelmsford. La yerba se llenó de cadáveres y los nuevos impis de refresco en el ataque corrían sobre un campo de sangre. Ni un solo guerrero zulú logró llegar a menos de treinta metros de las líneas británicas.

En media hora escasa, los zulúes comenzaron a flaquear y entonces Chelmsford ordenó la carga de la caballería. La matanza fue enorme, los jinetes alancearon o atravesaron con sus sables centenares de zulúes que huían.

Después de rematar en el campo de batalla a cuanto guerrero quedaba con vida, Chelmsford dirigió sus tropas hacia el kraal real. Ulundi fue arrasada e incendiada. Aunque Cestwayo había logrado escapar, el reino zulú quedaba derrotado y su independencia perdida. Chelmsford, el humillado general de Insandlhwana, era ahora el orgulloso vencedor de Ulundi, y fue recibido a su regreso a Durban como un héroe.

Pero en el camino hacia su gloria, Chelmsford había dejado detrás de él un cadáver importante: el del príncipe imperial francés y único heredero de la casa Bonaparte, Luis Napoleón.

La historia de aquel muchacho destinado a volver algún día a Francia, si la historia se daba la vuelta, con la corona de emperador ciñendo sus sienes, es corta y desdichada. Hijo único de Napoleón III y Eugenia de Montijo, hubo de emigrar con sus padres a Inglaterra, tras el hundimiento del II Imperio, donde la reina Victoria acogió a la familia bajo su protección. Ingresó como cadete en una escuela militar británica, destacando pronto como jinete y espadachín. Luis se graduó con el número siete de su promoción en 1875 y optó por integrarse en el arma de artillería. Su padre había muerto en 1873 y el partido bonapartista escogió a Luis como nueva cabeza de su formación, esperando el día en que pudiera ser coronado Napoleón IV, Luis no parecía demasiado entusiasmado con el futuro que se le ofrecía en Francia, donde la prensa ironizaba sobre él llamándole «Napoleón tres y medio» o «el niño imperial». Cuando los oficiales de su promoción fueron movilizados para la campaña zulú, Luis se ofreció voluntario, aunque su solicitud fue rechazada por dos causas: era francés y, además, de sangre real.

Las noticias del desastre de Insandlhwana dejaron anonadada a Inglaterra. Nuevos oficiales fueron llamados a filas. Y Luis insistió en ir. Esta vez, la reina Victoria intervino en su favor, y el gobierno de Disraeli aceptó que el príncipe imperial se integrara a la expedición militar que partía hacia Zululandia. Pero iría como simple espectador y no debería participar en ningún combate bajo ninguna circunstancia. A lord Chelmsford en persona se le encargó la tarea de proteger a Luis.

El 30 de marzo de 1879, el príncipe desembarcaba en Durban con un contingente de tropas. De su cinturón colgaba el sable que su tío abuelo llevó en Austerlitz. Dos meses después, entraba en Zululandia junto con el ejército de Chelmsford.

Luis comenzó a ofrecerse como voluntario para las patrullas de exploradores. Pese a que Chelmsford había dado órdenes estrictas de que no se permitiese ir al príncipe en ninguna si no era acompañado de una fuerte escolta, el día 2 de junio partió con una patrulla de tan sólo ocho hombres, él incluido, al mando de un teniente llamado Carey. Alrededor de las tres, cansados de cabalgar, los jinetes desmontaron en una aldea abandonada, en las cercanías del río Itshotshosi, para comer, tomar el té y fumar. Media hora después, el guía de la patrulla divisó a un solitario zulú en una colina cercana y avisó a Carey. El teniente ordenó ensillar los caballos. Justo cuando daba la orden de «¡Monten!», una descarga de fusilería surgió entre la alta yerba, a una veintena de metros de donde se encontraba la patrulla. Los caballos se espantaron y los hombres trataron de sujetarlos para montar. Cuarenta zulúes salieron de su escondrijo gritando «Usuthu» y lanzándose sobre los británicos. Luis logró poner el pie en el estribo cuando su caballo comenzó a galopar. Durante algunos metros, el príncipe siguió junto al caballo, con el pie enganchado e intentando montar. Pero el aterrado animal se desprendió al fin de aquel estorbo humano y Luis cayó al suelo. Se quedó solo, abandonado por la patrulla, frente a un grupo de guerreros que corrían hacia él.

El último Bonaparte se puso en pie y trató de desenfundar la espada de Austerlitz. La había perdido mientras trataba de montar su caballo. Tomó entonces su revólver e intentó parapetarse en una zanja. Siete zulúes le rodearon y uno de ellos le alcanzó con la lanza en el cuello. Luis logró arrancársela y con la mano izquierda disparó dos veces contra sus enemigos, sin acertar a ninguno. Otro le hirió en el brazo con su azagaya. Y finalmente, otras lanzas atravesaron su cuerpo: una de ellas le rompió el corazón y otra el cerebro, entrándole por el ojo.

Al siguiente día, Chelmsford envió mil hombres en busca del príncipe. Encontraron su cadáver sin ropas, con al menos dieciséis lanzazos en el cuerpo y destripado. No había en su espalda ni una sola herida, el príncipe había muerto dando frente a sus enemigos.

Su cadáver fue enviado a Durban y, desde allí, embarcado en un ataúd de cinc con destino a Inglaterra, adonde llegó el 10 de julio. Cuarenta mil personas asistieron a su funeral, entre ellas la reina Victoria.

La propia reina ordenó levantar un monolito en el lugar donde murió el príncipe. Un año después, su madre, Eugenia de Montijo, viajó a Zululandia y visitó los escenarios de la campaña contra los zulúes y contempló el último paisaje que vieron los ojos de su hijo Luis. La dinastía napoleónica se esfumaba de la historia europea de la misma manera que se esfumó la victoriosa espada de Austerlitz en la tierra zulú.

En cuanto a Cestwayo, fue capturado en el mes de agosto y encarcelado en Ciudad del Cabo. Su nación se dividió en trece pequeños reinos controlados por los británicos y Londres accedió ceder a los bóers del Transvaal los territorios que disputaban desde años atrás con Cestwayo, en el oeste de Zululandia.

En 1882 Cestwayo salió de prisión, viajó a Inglaterra y almorzó con la reina Victoria, que quería conocer en persona al vencedor de Insandlhwana. Recuperó su trono, bajo protección británica, pero otros clanes zulúes se aliaron contra él y le derrotaron. En 1884 murió envenenado y todas las esperanzas zulúes de recuperar su independencia murieron con él. Le sucedió su hijo Dinuzulu, que se rebeló contra los británicos en 1889. Hecho prisionero y condenado a diez años de cárcel, fue deportado a la isla de Santa Elena, otra curiosa coincidencia en la historia de la familia de Shaka con la dinastía Bonaparte.

Dinuzulu regresó ocho años después a su trono. Hubo nuevas revueltas zulúes, la última en 1906. Solomon sucedió a Dinuzulu; a Solomon, Bhekwzulu; y a Bhekwzulu, Zwelithini, actual soberano de la nación. El reino de Zululandia es parte integrada al Estado surafricano, aunque cuenta con un fuerte partido nacionalista que reivindica un estado de casi independencia, el Inkhata Freedom Party que lidera Mangosuthu Buthelezi, sobrino del rey. Los zulúes del siglo XXI han olvidado su historia. En Ulundi, su capital, una placa recuerda el pasado: «En memoria de los bravos guerreros que cayeron aquí en 1879 en defensa del viejo orden zulú».

Era noche cerrada cuando llegué a Dundee, una pequeña ciudad de calles anchas, apenas iluminada y dormida en aquella hora. En el Royal Inn me dieron habitación, cerveza y unos bocadillos calientes. El hotel era, como el lodge de Fugitive’s Drik, casi un museo militar. Los cuadros de los salones reproducían escenas de las batallas más famosas de las guerras zulúes y las anglo-bóers, y había retratos de los héroes de aquellos combates y también de la reina Victoria. Las estanterías y vitrinas rebosaban de souvenirs bélicos y arqueología guerrera: balas, cascos, lanzas, escudos y banderas de los regimientos imperiales. En una de las paredes de una sala, la copia de una pintura antigua representaba a Shaka, junto a una fotografía de Cestwayo. La librería alineaba medio centenar de tomos sobre aquellos años de combates y matanzas, la mejor bibliografía sobre las campañas zulúes y las guerras bóers. En el Royal Inn de Dundee los huéspedes duermen mecidos por un rumor de sables.

Fui al bar del hotel a tomar la última copa. En un extremo del mostrador, un grupo de afrikáners ya borrachos gritaban y reían entre copazos de whisky. Me acodé al lado de dos jóvenes ingleses que bebían gin-tonic. Uno de ellos se volvió hacia mí, señaló burlón hacia los ruidosos afrikáners y dijo con aire cómplice:

—Me temo que usted es inglés, ¿no es así?

—Me temo que soy español —respondí.

—¿Un español en Dundee?

—He venido a ver campos de batalla.

—¿Le interesan nuestras guerras?

—Me interesa la historia. Y por cierto, he visto varios turistas británicos en Rorke’s Drift y ninguno en Insandlhwana.

—Es natural, a nadie le gustan sus derrotas. ¿Van los españoles a visitar los lugares donde fueron vencidos? —preguntó.

—Son demasiados lugares —respondí.

El joven añadió irónico:

—Nosotros, los británicos, tenemos pocas derrotas que recordar. Procuramos olvidar asuntos como Insandlhwana.

—¿Y han olvidado las palizas que les dieron los bóers? —dije señalando hacia los afrikáners.

—La última, la definitiva, se la dimos nosotros —concluyó sonriente.

En mi bolsa de viaje guardaba algunos libros para acompañarme en el camino. Hay que llevar unos pocos libros en los viajes, son compañeros cálidos. Y no viene mal incluir entre ellos alguno de poesía, una poesía que ames, porque la poesía endulza las noches de soledad y además pesa poco. Yo llevaba conmigo las Elegías del Duino, de Rainer Maria Rilke, uno de mis poemarios favoritos. Pero esa noche, al meterme en la cama, lo dejé de lado, y tomé el Diario del Congo, de Graham Greene. Greene se preguntaba al comienzo del libro, a orillas del gran río, cuál era el olor de la piel de África: «¿Calor?, ¿tierra?, ¿vegetación?». El escritor no daba una respuesta a sus preguntas. Tal vez, me dije reflexionando sobre ello, en África del Sur el olor no sea otro que el de la sangre vieja.

Luego, en una nota del mismo diario, Greene recordaba una frase de El corazón de las tinieblas, cuando Marlow, narrador de la ficción y probable álter ego de Conrad, dice sobre el Congo: «Y este ha sido también uno de los lugares oscuros de la tierra». Evoqué la novela. Y pensé que, en tanto que la vida fútil de los hombres transita en el silencio, la voz de la literatura perdura, unas veces como un eco esperanzados y otras desolado y enigmático.

El cansancio me venció unas pocas páginas más adelante. Mis sueños de aquella noche se poblaron de aullidos agónicos y gritos de furor en campos de batalla. Y había un río ancho y poderoso, quizás el Congo, que arrastraba cadáveres de soldados y guerreros muertos, un río sobre el que navegaba el féretro de un príncipe sin espada con el pecho repleto de condecoraciones. Reyes negros le rendían homenaje a su paso desde una de las orillas, mientras en la otra galopaban dos jinetes vestidos con casacas rojas y enarbolando una bandera deshilachada. En aquel sueño sin lógica ni trama, sólo el gran río poseía una realidad precisa y fuerte.