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UN GRITO DE PAVOR: ¡ZULÚ!

Los bóers eran unos tipos duros, libres, solitarios, apegados a su familia, hombres que fornicaban para procrear y sin ninguna concesión al placer. Querían tener, y de hecho tenían, muchos hijos, y estaban dispuestos, por mandato divino, a inundar África de blancos. Machistas, racistas y lectores convulsos de la Biblia, comían biltong, carne secada al sol, y cosían en sus pantalones dos bolsillos: uno reservado para el libro de rezos y otro para la pistola. Su vida transcurría entre la caza, la iglesia y la guerra. Supongo que era una estupenda manera de vivir y quizá la mejor de todas. Pero una existencia así embrutece, crea enemigos y está llena de riesgos.

Rider Haggard, que vivió en Suráfrica varios años, tenía muy mala opinión sobre ellos: «Hay dos cosas que no soportan, la verdad y el ridículo». Frederick Selous, el legendario cazador blanco, escribió a propósito de los bóers: «Mentalmente son la más ignorante y estúpida de todas las razas humanas; no tienen ni una décima parte del coraje de los zulúes». Y Mark Twain, en su libro Siguiendo el Ecuador, retrató así la figura del bóer a finales del siglo pasado: «Es profundamente religioso, profundamente ignorante, obtuso, obstinado, bigotudo, sucio en sus hábitos, hospitalario, honesto en sus negocios con los blancos, duro con sus sirvientes negros, vago, buen tirador, buen jinete, adicto a la caza, amante de la independencia política, buen marido y buen padre, contrario a vivir hacinado en las ciudades y partidario de vivir alejado de los otros en los grandes espacios vacíos. Está orgulloso del directo, efusivo y personal interés con que Dios se ocupa de sus asuntos. Apenas sabe leer ni escribir y hasta hace poco no tenía escuelas ni enseñaba nada a sus hijos. Le gustaría ser rico, porque es humano; pero prefiere ser rico en ganado que en ropas buenas, casas fastuosas, oro y diamantes. El oro y los diamantes han traído extranjeros sin Dios hasta las puertas de su casa, gentes que han contaminado y roto su descanso, y desearía que el oro y los diamantes nunca hubieran sido descubiertos».

Los bóers comenzaron su expansión hacia el interior, con la intención de alejarse lo más posible de los británicos, a mediados del siglo XVIII. Los trekbóers, como se les llamaba entonces, formaban comandos de caballería para combatir la resistencia de las tribus indígenas, principalmente los Xhosas, a los que vencían gracias a la superioridad que les daban sus armas de fuego. Pero en 1835, después de que Gran Bretaña extendiera las fronteras de la colonia de El Cabo, decidieron empaquetar sus cosas y buscar nuevas tierras más hacia el interior. Los voortrekkers, como se los llamó después, iniciaron el Great Trek, la gran emigración, a finales de ese año, cruzando el río Orange.

Eran grupos organizados en una peculiar jerarquía. Por lo general, el bóer más rico aceptaba en su caravana a los más pobres, y era el jefe indiscutible, porque lo primero que acepta un bruto es la jerarquía indiscutible del más poderoso. Cada grupo tenía su propio jefe y había muy poco sentido de unidad entre ellos. Sólo les igualaba su odio a los británicos y su desdén hacia los nativos, a quienes consideraban como animales. Formaban las caravanas con carromatos tirados por bueyes, que avanzaban con enorme lentitud por terrenos difíciles; marchaban con todas sus pertenencias, acompañados de sus mujeres y sus hijos; comían biltong, caza y el grano que compraban o robaban en las aldeas indígenas, y no se separaban de su Biblia y su fusil.

El primer grupo, formado por unos cien blancos y sus sirvientes, y dirigido por los granjeros Van Rensburg y Trichard, se internó profundamente hacia el norte, hasta alcanzar el valle del río Limpopo. La caravana de Van Rensburg fue aniquilada por los guerreros tsongas, mientras que la de Trichard, diezmada por la malaria, descendió hacia el este y logró alcanzar en 1838 la bahía de Delagoa, donde había un establecimiento comercial portugués. Tan sólo un puñado de mujeres y niños sobrevivieron en la penosa marcha de tres años, y regresaron por barco a Port Natal.

El segundo grupo de voortrekkers, que dirigía el terrateniente Potgieter y que era mucho más numeroso que el primero, salió de El Cabo a comienzos de 1836 y se encontró con un poderoso ejército de Ndebeles, un subclán zulú huido del furor de Shaka, en el río Vaal. En la batalla de Vegkop, librada en el mes de octubre, una pequeña partida de bóers ensayó por primera vez una táctica que se reveló como decisiva en todas las guerras posteriores libradas en los territorios de KwaZulu-Natal: en lugar de combatir a campo abierto a los guerreros indígenas, formaron un círculo de carros, un laager, y se parapetaron; mientras los hombres disparaban contra las hordas de atacantes, las mujeres permanecían en el centro del círculo cargando los rifles y pistolas, preparando balas de plomo al fuego y curando a los heridos; a los niños se les escondió en refugios cavados en la tierra. Esa estrategia de combate sería la misma que emplearían contra los pieles rojas las caravanas de colonos que invadieron el Oeste americano. En la batalla de Vegkop participó un chaval, disparando sus primeras balas, que años más tarde sería un personaje capital en la historia de Suráfrica: se llamaba Paul Kruger.

Los miles de guerreros ndebeles que atacaron a los bóers en Vegkop, no pudieron romper la línea del laager que defendían cincuenta blancos armados de fusiles. Y hubieron de retirarse llevándose tan sólo el ganado. En los meses siguientes, los bóers se aliaron con otras tribus locales y derrotaron a los ndebeles, que huyeron hacia los territorios del actual Zimbabue. Así comenzaron los primeros asentamientos de bóers en el Transvaal.

Un tercer grupo, escindido del segundo, y compuesto de ciento veinte familias bóers, se dirigió hacia el este, desde el río Vaal, y atravesó con sus carromatos los duros riscos de la cordillera de Drakensberg. Su líder era Piet Retief, un rico granjero de Grahamstown. Al otro lado del Drakensberg le esperaba la poderosa nación zulú, el más formidable estado militar del África negra. Su soberano era Dingane, el hermanastro regicida de Shaka, que había establecido su capital en Mgungundlovu, al norte del río Tugela. Dingane, un rey sagaz y glotón, conocía a la perfección las técnicas guerreras de Shaka.

En Mgungundlovu no queda rastro de los zulúes y en el lugar donde se alzaba el kraal real de Dingane hay una misión religiosa. Es un terreno abrupto y seco, donde crecen espinos, acacias y árboles candelabro, un paisaje típico de sabana africana al que se llega por una pista de tierra que sale de la carretera que va hacia Ulundi. Alejado un kilómetro de la misión, sobre una pequeña colina, se alza un monolito en el que están escritos setenta nombres. Al pie del cerro hay una larga sepultura. Allí se guardan los restos de Piet Retief y los 69 hombres que le acompañaron a negociar con el rey zulú el 6 de febrero de 1838. Hoy es un lugar obligado en las peregrinaciones de los afrikáners, los descendientes de los bóers, que buscan allí la memoria de su épico pasado y reivindican la gloria de sus muertos.

Piet Retief, acompañado por una pequeña partida de hombres armados, entró por primera vez en territorio zulú en noviembre de 1837, para intentar un acuerdo con Dingane que permitiera a los bóers establecerse en Natal. El rey zulú le recibió en su kraal, preparó para los blancos regalos y vistosas ceremonias y aceptó firmar con ellos un tratado.

Las noticias de que habría un pronto acuerdo con los zulúes se extendieron entre los diversos grupos de voortrekkers y, a comienzos de 1838, se concentraron en las orillas del río Tugela, frontera del reino de Dingane, cerca de mil carromatos bóers organizados en diversos laagers y dispuestos a entrar en los nuevos territorios. Retief formó un grupo de 69 hombres bien armados y, a comienzos de febrero, partió de nuevo hacia Mgungundlovu. La Tierra Prometida iba a ser al fin suya.

El día 4 de febrero, Dingane puso su marca en el documento que le presentó Retief, un acuerdo por el que lograba casi toda Zululandia y todo Natal. Eufórico, el jefe bóer guardó el papel en la bolsa de su montura. Y aceptó la invitación de Dingane a participar en una gran fiesta que se celebraría dos días después.

En la mañana del día 6, los bóers acudieron al kraal real para tomar un espléndido desayuno ofrecido por Dingane y presenciar una danza de despedida. El baile de los guerreros zulúes era una ceremonia impresionante, en la que los danzarines hacían una exhibición de ferocidad y fuerza al son de los tambores, entonando un himno de guerra, con tocados de plumas de garza que agitaban al aire, representando con sus escudos y azagayas un terrible combate. Rider Haggard, que años más tarde presenciaría una danza zulú, calificó la ceremonia como «una espléndida y bárbara visión».

Los bóers dejaron sus armas en las sillas de sus caballos, entraron en el gran corral que los zulúes utilizaban para guardar el ganado durante las noches y se sentaron a comer, formando un grupo en el centro de la explanada. Concluido el almuerzo, varios regimientos de zulúes comenzaron su danza de guerra. Cuando el baile alcanzaba su momento de mayor intensidad y dramatismo, Dingane se puso en pie y gritó: «¡Bambani aba Thakhati!». (¡Muerte a los brujos!). Los danzantes rodearon a los bóers y otros cientos de guerreros salieron de sus cabañas y ocuparon la gran explanada. Apenas dos o tres bóers pudieron defenderse con cuchillos, pero fueron reducidos de inmediato. Prisioneros, Retief y los suyos fueron sacados del kraal y conducidos a la colina cercana. «Allí —cuenta el historiador Donald Morris—, Retief fue amarrado y obligado a presenciar la escena de cómo los bóers, uno por uno, eran empalados, sus cráneos machacados luego con mazos y, una vez muertos, arrojados colina abajo». Retief murió en último lugar, asesinado por el mismo procedimiento.

Pocas horas después de la matanza, Dingane envió tres de sus regimientos contra uno de los laagers, que esperaba al pie del macizo de Drakensberg para ocupar la Tierra Prometida. Cuando los zulúes llegaron, al amanecer del día 8 de febrero, ninguno de los bóers imaginaba el ataque y la mayoría de los hombres se encontraban cazando lejos de los carromatos. Fue una masacre, pese a que las mujeres y los niños empuñaron las pocas armas que tenían en el campamento e intentaron defenderse. Familias enteras de voortrekkers perecieron aquella mañana. Murieron 41 hombres, 56 mujeres, 185 niños y cerca de 250 sirvientes hotentotes. La ferocidad de los zulúes alcanzó caracteres de extrema crueldad. Cuenta Morris que un hombre, al regresar al escenario de la batalla, encontró a su mujer con su hijo de tres días clavado con una azagaya a su cuerpo. A otra mujer, embarazada, le abrieron el vientre y estrellaron el feto contra la rueda de un carromato. Un cazador que regresaba en ayuda de los suyos, fue capturado por los guerreros de Dingane: después de asesinarle, le castraron y le colocaron los genitales en la boca. Cuando, unos años más tarde, cerca del escenario de la masacre, se levantó una aldea bóer, el lugar se llamó sencillamente Weene, Llanto. Los zulúes regresaron a su capital con un botín de diez mil cabezas de ganado. Y el «buen salvaje». Dingane decidió, por el momento, no atacar otros laagers, pensando que aquella dura lección haría desistir a los colonos de entrar en su reino.

En el mes de junio, los bóers se agruparon en un solo laager. En total eran 640 hombres, 3200 mujeres y niños y 1200 sirvientes nativos. El hambre, la miseria y las enfermedades causaron numerosas muertes, entre otras la del líder Maritz. Partidas de guerreros zulúes robaron casi todo el ganado. El espíritu y el orgullo de los voortrekkers estaban en su punto más bajo.

Pero en octubre llegó una nueva fuerza expedicionaria de bóers dispuestos a vengar las masacres de Dingane. En noviembre se formó un comando de 464 hombres bien armados, que incluso contaban con un cañón. Obedecían, además, por primera vez en la historia del Great Treek, de la gran emigración, a un solo comandante: Andries Pretorius.

Camino de Blood River, Zululandia mostraba con impudicia su feracidad. Junto a la carretera, corrían largas extensiones de pastos de yerba alta y amarillenta. Bajo las onduladas colinas, las manadas de vacas moteaban el horizonte. Abundaban las lagunas y los riachuelos de aguas azules. Mi automóvil cruzaba junto a pobres poblados de casas cónicas, pequeños kraals de gentes harapientas, y turbias tabernas que anunciaban Coca-Cola y cerveza Castle. Extrañaba viajar por una carretera tan buena como cualquier autopista de Europa y ver a los lados del camino la miseria de las gentes negras. El extenso paisaje lo fracturaban vallados de alambrada, enormes ranchos dedicados a la ganadería, al cultivo del cereal y la caza. Las grandes granjas de la tierra zulú siguen teniendo, en su mayoría, propietarios blancos.

La luz cegadora de la mañana apagaba los perfiles del paisaje, volvía la tierra de un color blanquecino, desdibujaba los árboles y difuminaba la línea de las colinas. Al llegar a Blood River, tenía la sensación de encontrarme en el corazón de un desierto.

Blood River, el escenario de la primera gran victoria bóer en una historia plagada de batallas, acoge un monumento que parece concebido por un loco atacado por la fiebre del orgullo patrio. Es digno, en su grandilocuencia, del alma afrikáner, tan hortera como pretenciosa. Cerca de las orillas del río, en el mismo lugar donde se libró la batalla entre los hombres de Pretorius y los zulúes de Dingane, al paridor de la idea del monumento no se le ocurrió otra cosa que construir en bronce 64 carromatos de tamaño natural, formando un círculo, a la manera en que se organizaban los laager para combatir los ciegos y feroces ataques de los impis zulúes. En el centro del gran círculo, dos placas de metal, una escrita en inglés y otra en afrikáner, recuerdan el Voow de los bóers, la Promesa formulada el día antes de la batalla.

Tras pasar el recinto de entrada, donde hay un gigantesco carromato esculpido en piedra y una casa-museo que atienden un hombre gordo y una fea mujer, su esposa, que no cesa de darle gritos, hay que caminar cerca de medio kilómetro hasta llegar a los carros. Una vez allí, uno no sabe si echarse a reír o echar a correr. Yo permanecí en la soledad del campo de batalla unos pocos minutos, el tiempo de hacer unas pocas fotos. Y opté por largarme cuanto antes. Al enfilar de nuevo con el coche la carretera, alejándome del lugar, dudé sobre si lo que había visto era cierto o si se trataba de una locura de mis sentidos. Me tranquilicé pensando en que aún no había tomado la primera cerveza del día.

A la expedición punitiva de Andries Pretorius se unieron los colonos británicos. El 10 de diciembre, seguido por casi seiscientos hombres bien armados, el líder bóer cruzó el río Tugela con 64 carromatos, dos cañones, cerca de doscientos bueyes de tiro y medio centenar de caballos. Sarel Cilliers, que actuaba como párroco de campaña en la expedición, propuso el Voow, una suerte de voto o de promesa a Dios, y él mismo se encargó de escribir el texto. El Voow de Cilliers es un documento sagrado en la mitología afrikáner. Dice así: «Aquí estamos, ante el Dios del cielo y de la tierra, para hacer una promesa si Él nos protege y pone a nuestros enemigos en nuestras manos. Fijaremos ese día y esa fecha cada año como un día de Agradecimiento, al igual que el Sabbatb, y levantaremos una iglesia en Su honor en el sitio que Él escoja y también diremos a nuestros hijos que deberán unirse a nosotros para conmemorar ese día, y lo mismo diremos a las futuras generaciones para que Su nombre sea glorificado, entregando a Dios todo el honor y la gloria de nuestra victoria». Casi todos los integrantes de la partida militar de Pretorius juraron el Voow, entre ellos los colonos británicos. Tan sólo cuatro bóers se negaron a hacerlo, alegando que, quizá, sus descendientes podrían no estar de acuerdo con tal promesa. Incluso en las filas de los místicos hay gentes que sospechan que existe la inteligencia crítica.

La potente fuerza militar de bóers iluminados por Dios cruzó el río Buffalo poco después y se internó en los territorios del rey Dingane. El ejército zulú, acostumbrado a matar, a vencer y a sacarle las tripas al enemigo, estaba preparado para la lucha. Dos partidas de bárbaros se disponían a perpetrar una carnicería.

Desde el 12 de diciembre, las patrullas de Pretorius comenzaron a divisar pequeños grupos de guerreros zulúes, pero se decidió no entrar en combate en tanto no fuera localizada la fuerza principal de Dingane. El día 15 de diciembre una de las patrullas avistó el imponente ejército zulú. En las orillas del río Ncome se formó el laager, no en círculo, sino en forma de letra D. Pretorius eligió un lugar protegido en su lado sur por una profunda zanja y en el este por un ensanchamiento del río. Ello obligaba a los zulúes a atacar por el norte y el oeste, en un terreno que las lluvias habían convertido en un barrizal.

Una espesa niebla cubría el campo de batalla en las primeras horas del día 16 de diciembre. Cuando la bruma se retiró, Pretorius y los suyos quedaron aturdidos ante la pavorosa visión de un ejército de quince mil guerreros rodeando el laager.

Los zulúes comenzaron su ataque por el noroeste, como Pretorius había previsto, con una fuerza de tres mil guerreros. El fuego de los cañones y los fusiles les obligó a retirarse en algo más de quince minutos. Un segundo ataque, de otros tres mil guerreros, fue también rechazado en parecido espacio de tiempo. Entonces, los zulúes decidieron lanzar su fuerza principal, unos nueve mil hombres, desde el nordeste y el sur, donde la zanja y el río daban toda la ventaja a los tiradores bóers. Durante más de una hora, los zulúes intentaron una y otra vez forzar las defensas del laager y oleadas de guerreros ansiosos por «lavar las lanzas» con la sangre de los blancos se abalanzaron contra los carromatos. Los bóers colocaron a los aterrorizados bueyes y caballos en el centro de la explanada, protegidos por una muralla de hombres que, al tiempo, se ocupaba de cargar las armas de los tiradores. Los ataques zulúes se estrellaban una vez tras otra contra el fuego de los cañones y fusiles de Pretorius. En el estrecho espacio que se extendía ante el laager, y también en la zanja y en las orillas del río, se amontonaban cadáveres de cientos de guerreros que impedían las cargas organizadas de los regimientos zulúes. Ni uno sólo logró acercarse a menos de diez metros de las defensas del laager. Un antiguo refrán zulú cobraba una patética realidad en aquella batalla: «Un guerrero debe morir en la zanja de los hombres».

A las once, el ejército de Dingane comenzó a retirarse. Pretorius ordenó entonces la carga de su caballería y él mismo se puso al frente de los jinetes. Los zulúes, aterrados, se desperdigaron en su huida. Los bóers agotaron casi toda su munición durante las horas que siguieron, matando zulúes a campo abierto como quien caza conejos. Sólo la caída del sol detuvo la masacre. Al amanecer del siguiente día, los cadáveres de tres mil guerreros zulúes cubrían el campo de batalla, «amontonados como calabazas en un huerto feraz», según señaló un combatiente. Los bóers tan sólo tuvieron cuatro heridos, uno de ellos Andries Pretorius, en la lucha cuerpo a cuerpo con un guerrero zulú después de caer de su caballo. El río Ncome fue rebautizado por los vencedores como Blood River, el Río de la Sangre.

La tropa de Pretorius siguió su marcha hacia la capital de Dingane, que alcanzó el día 20. Pero el rey había huido del kraal con toda su gente y lo había incendiado. Los bóers encontraron los restos de Retief y sus compañeros y los enterraron al pie de la colina donde fueron sacrificados. En la bolsa de Retief estaba todavía el papel del tratado en el que Dingane puso su marca en febrero.

En los meses que siguieron oleadas de voortrekkers entraron en Natal. Pretorius organizó nuevas partidas para atacar a Dingane, quemando kraal tras kraal. Un hermano del rey zulú, Mpande, se pasó del lado bóer con diecisiete mil seguidores y Dingane huyó a Suazilandia, donde fue asesinado por guerreros Nyawos. Mpande ocupó el trono después de matar al único de sus hermanastros, Gqugqu.

En 1840, los bóers fundaron Pietermaritzburg, unos ochenta kilómetros al norte de Durban, y allí construyeron la iglesia prometida a Dios en el Voow de Blood River. Proclamaron su primera república, bautizándola como Provincia Libre de Nueva Holanda, y se declararon aliados de Holanda. Sin embargo, en 1845, Londres proclamaba a Natal colonia británica y la mayoría de los emigrantes bóers, incluido Pretorius, abandonaron las tierras que habían conquistado a Dingane y se dirigieron hacia Orange y Transvaal, territorios constituidos ya en repúblicas bóers.

Mpande no era un rey ambicioso, prefería vivir en paz con los blancos a guerrear. No obstante, su ejército siguió creciendo, hasta ser mayor que el de Shaka y Dingane. Pero la competencia por el trono zulú surgió entre dos de sus hijos, Cestwayo y Mbulazi. Ambos organizaron dos poderosos subclanes guerreros, los Usuthu el primero y los Gqoza el segundo, y en diciembre de 1856 se enfrentaron en un terrible combate en el que la carnicería, en palabras de Morris, «alcanzó un punto que África probablemente nunca había conocido antes». El ejército entero de Mbulazi fue aniquilado y sus kraals incendiados. Al concluir la batalla, miles de cuerpos cubrían los arenales de la desembocadura del río Tugela. Durante décadas, un paisaje blanco de esqueletos marcó el lugar, que quedó bautizado para siempre como Mathambo, el Lugar de los Huesos en lengua zulú. Cestwayo era ya el incontestable heredero de la corona, y para asegurarse el trono, mató a todos los hermanos o hermanastros que podían oponérsele en el futuro, niños incluidos. En las tierras zulúes era preferible ser hijo único que pertenecer a una familia numerosa.

Mpande murió en 1872, en la cama, cosa rara en su sangrienta dinastía. Y Cestwayo fue proclamado rey en septiembre de 1873, cuando tenía cuarenta y cinco años. El ejército de los zulúes era más fuerte que nunca, con todos los hombres entre veinte y sesenta años enrolados en sus filas. Cestwayo no deseaba problemas con los británicos, pero tampoco estaba dispuesto a cederles nuevos territorios ni a perder la independencia de su reino. El pavoroso grito «¡zulú!» sonaría de nuevo en las gargantas de soldados blancos al ver desplegarse ante ellos los temibles impis de los hijos de Shaka. Y fueron ellos, los zulúes, quienes infligieron al orgulloso imperio británico la más humillante derrota en el campo de batalla sufrida nunca por una potencia colonial a manos de un ejército nativo. Fue en Insandlhwana.