SHAKA EL TERRIBLE
Si El Cabo es blanca, Durban es india, por más que la población de ambas ciudades sea mayoritariamente negra. Huele a especias, a curry, tandoori y massala en las calles de esta urbe, que es la tercera más grande de Suráfrica y la primera de la provincia KwaZulu-Natal, aunque no su capital, título reservado a la pequeña y vecina Pietermaritzburg, fundada por los bóers del Great Trek en 1837.
Durban se extiende en las orillas de una gran bahía natural, y hoy es uno de los mayores puertos del Indico. Es una ciudad joven, que nació en 1824, cuando dos cazadores británicos, Henry Fynn y Francis Farewell, establecieron allí una estación comercial para comprar marfil al legendario rey Shaka, soberano de los zulúes. En 1842, los emigrantes bóers la ocuparon, reclamando la soberanía de todo el territorio de Natal. Un año después fue reconquistada por los británicos, que anexionaron a su imperio la totalidad de la provincia, cerrando a los bóers su salida al mar, y los primeros colonos británicos comenzaron a establecerse en las nuevas tierras. A partir de 1860 empezaron a llegar braceros indios para trabajar, en condición casi de esclavos, los campos de caña de azúcar. Ellos dieron alma y vida a la ciudad, creando allí la colonia india más numerosa e importante de la costa oriental africana. Entre los miles de ellos que se establecieron durante las décadas siguientes en la Natal, hay que destacar el nombre de uno: Mohandas Gandhi, que desembarcó en el puerto de Durban en 1893 y que permaneció en Suráfrica hasta 1914.
Llegué a la ciudad a media tarde de un día caluroso y húmedo. Me acomodé en un hotel del largo malecón, en una habitación luminosa que daba al océano y desde cuya ventana podía contemplar la fila que formaban una veintena de grandes mercantes esperando su turno para entrar en el puerto. El índico lucía un impúdico verdor de esmeralda y la caída de la tarde pintó un ocaso esplendoroso, de colores dulces y suaves como las telas de los sharis de las mujeres hindúes.
Para quienes, como es mi caso, buscamos siempre las huellas de la literatura en cualquier sitio, esas trazas están, en Durban, en el hotel Royal, el más antiguo de la ciudad. El Royal se alza frente al edificio colonial del ayuntamiento, en la calle principal, Smith Street. Es un hotel con sabor literario, como el Raffles de Singapur. Si en el Raffles uno espera encontrarse con los fantasmas de Somerset Maugham y Graham Greene sentados en la terraza, por los pasillos del Royal caminan las sombras de Henry Rider Haggard, el novelista británico que pasó su juventud en Natal, y Mark Twain, que dio la vuelta al mundo para escribir su estupendo libro Siguiendo el Ecuador, un clásico en la literatura de viajes, y que recaló en Durban en la primavera de 1896. Haggard descubrió en los zulúes los rasgos que incorporaría a una tribu imaginaria de guerreros magníficos para su novela Las minas del rey Salomón. Twain, por su parte, fustigó a británicos y a bóers con ironía y dureza, tres años antes de la segunda guerra anglo-bóer, un conflicto que ensangrentó el territorio de Natal durante casi cuatro años.
El Royal, remozado hace unos años, guarda con celo su espíritu decimonónico, es lujoso y alardea de un excelente buen gusto. En el Coffee shop, la clientela blanca tomaba un refrigerio mientras una mujer interpretaba al piano piezas de Mozart y Beethoven acompañada de un violinista. Con el sonido de fondo del «Septimino», recorrí los pasillos del Royal y hojeé el libro sobre su historia que exponen en la recepción. Allí estaban las fotos del antiguo establecimiento, un edificio largo y porticado en la larga calle embarrada, con mulos y carros a la puerta. Y claro, los retratos de sus ilustres huéspedes: primeros ministros surafricanos como Louis Botha y Jan Smuts, políticos extranjeros como Winston Churchill, mitos del calibre del gordo y altivo Cecil Rhodes, y cómo no, dos de los pocos escritores que han pasado en casi un siglo por tan bárbara ciudad: el bigotudo Haggard y el gran Mark Twain. No encontré la fotografía de Nelson Mandela, quizá porque la historia de Suráfrica había corrido muy deprisa en los últimos años.
Luego, me asomé al jardín, en un tonto empeño por revivir el pasado: en su libro, Twain dedica varios párrafos a un camaleón que desplegaba una gran habilidad para zamparse insectos camuflado en las ramas de un árbol. Era una de esas historietas sin importancia que fascinan a los escritores importantes y quizá yo esperaba encontrarme con el tataranieto de aquel reptil y escribir algo importante sobre una casualidad sin importancia. Pero la oscuridad de la noche no me permitía distinguir nada de lo que pudiera haber arriba de los árboles. Pregunté al camarero, y el hombre, con gentileza, me atendió como quien escucha una extravagancia más en su larga carrera de tratar con huéspedes algo chiflados. «Señor —dijo al fin—, en todo caso, en un hotel de categoría no podemos aceptar la presencia de animales. Si vemos un reptil salvaje, lo matamos».
Dejé el Royal y cacé un taxi para ir a cenar al Queen’s Tavern, un antiguo club de oficiales británicos convertido en restaurante indio y que figura en todas las guías gastronómicas de la ciudad con la más alta puntuación. El pollo tandoori merecía desde luego un diez, aunque el vino tinto surafricano quedara en un discreto aprobado. Como el whisky escocés no falla en ningún lugar del mundo, tomé a los postres un par de copas en el austero comedor de techos altos, bajo los ventiladores de grandes aspas y rodeado de fotografías de la reina Victoria, Winston Churchill y el antiguo Durban. Luego, me fui a dormirla. Caía una lluvia fina y el aire era pegajoso.
La mañana de la siguiente jornada tenía un destino inevitable: el Victoria Market, un enorme mercado indio que se asienta en el centro de la ciudad y que se extiende en varias manzanas a la redonda. El día era oscuro y seguía cayendo una lluvia liviana e incómoda, pero las calles, trazadas a cordel y con edificios porticados, ofrecían protección a vendedores y clientela. Olía a especias y a perfumes baratos, a canela y pachulí, a clavo y jazmines rancios. Los comerciantes indios monopolizaban las tiendas, mientras que los vendedores negros montaban sus tenderetes al pie de los arcos de los soportales. Desfilaba entre almacenes de ropa o joyerías, en el flanco derecho, y puestos de frutas o ropa interior, en el flanco izquierdo. Los indios me animaban a entrar en sus comercios, y los negros me mostraban bragas de colores chillones a bajo precio. Pasé junto a un Kentucky Fried Chicken que daba frente a un puesto donde una mujer vendía yerbas medicinales y pócimas contra el mal de ojo. Y me entretuve un rato contemplando la oferta de un baratillo en cuyo escaparate se amontonaban radiocasetes, teléfonos móviles, mantas, zapatos, estufas, libros viejos, un frigorífico a punto del desguace y varios animales disecados, entre ellos un cerdo.
Luego, en un esquinazo, me detuve a fotografiar un puesto de frutas donde se apilaban grandes racimos de bananas. El vendedor, un joven de rasgos indios y piel muy oscura, se acercó:
—Tenga cuidado con su cámara, señor, hay mucho ladrón en esta zona y son muy hábiles para quitársela de un tirón. Aquí se roba de todo. Imagine: si vas con un niño, no puedes soltarlo nunca. Al menor descuido se lo llevan. Luego, lo descuartizan y venden sus órganos para enviarlos a Europa y América para los trasplantes.
—¿Lo dice en serio?
—Desde luego. —Giró los ojos a su alrededor y bajó la voz—. ¿No ve la cantidad de negros que hay por todos lados? Este barrio es nuestro, de los indios; pero ahora a los negros les permiten ir por todas partes. Antes, al menos, se les tenía más sujetos, había zonas donde no podían entrar. Ahora, por las noches, duermen tumbados por todo el barrio. Y no hacen nada, sólo pedir y robar.
—Pero hay democracia —dije.
—Sí, claro, hay libertad…, libertad de robarte.
—Supongo que no todos los negros son ladrones.
—Mire, ustedes los europeos no conocen esto. Yo no soy racista ni estoy contra la democracia. Pero si todos los que roban son negros, ¿qué es lo que puedo pensar? Y si los ladrones votan, ¿qué es la democracia?
—No sé qué opinaría Gandhi de lo que usted dice.
—Yo soy paquistaní y musulmán, no me interesa Gandhi. Todo lo que sé es que a mí los negros me roban en cuanto pueden, y eso que no tengo mucho aspecto de extranjero. Pero a usted le van a robar seguro. Guárdese la cámara en la bolsa, hágame caso.
Continué andando y haciendo fotos. Un árabe con aire de patriarca protector, propietario de un taller de reparación de relojes, me aconsejó que dejase la cámara a su cuidado si quería seguir dando una vuelta por el mercado. Los guardias de seguridad de los grandes almacenes me sugerían esconderla en mi mochila. Y unas mujeres negras que formaban corro en la entrada de una arcada comercial se rieron mirando pasar al estúpido turista mientras señalaban mi máquina de fotos. Ante tanta unanimidad, guardé la cámara en la bolsa y continué mi recorrido entre olores a nuez moscada y cordero al curry.
Resulta paradójico encontrarse con ese impúdico racismo que muestra la comunidad india hacia la población negra, teniendo en cuenta que los indios, a su llegada a las costas del índico, fueron tratados por los colonos blancos como ciudadanos de segunda clase y sufrieron el duro desdén de los racistas. De Mombasa a Durban, de Dar es Salaam a Kampala, de El Cabo a Nairobi, no creo que haya más de unas cuantas decenas de indios, entre los centenares de miles que habitan en África Oriental y del Sur, que no consideren a la negra como una raza inferior, amiga de la vagancia y del robo. Y eso que Gandhi, en estas tierras donde despertó su conciencia política cuando sufrió en propia carne el racismo, luchó por lograr la igualdad y la concordia entre los indios oprimidos y los blancos dominadores. Luchó y lo consiguió después de casi veinte años de pelea. Quién sabe si sólo pensaba en la concordia entre blancos e indios, olvidando a los africanos negros. Rastreando en los libros de sus biógrafos, resulta curioso observar que no hay una sola referencia a la opinión que Gandhi pudiera tener de los negros. Tal vez no tenía ninguna, o quizás era, pura y llanamente, un racista.
Gandhi, el Mahatma (Alma Superior), como le bautizó Tagore, despertó la conciencia política en Suráfrica, adonde llegó cuando tenía veinticuatro años. En ese tiempo, ya había más de ochenta mil emigrantes indios en los territorios de Natal. Un año después, en 1894, el Mahatma fundó el Congreso Indio de Natal para luchar contra la discriminación que sufrían sus compatriotas y contra los intentos de repatriación que proponían los colonos blancos. Gandhi escribió entonces: «No son los vicios de los indios lo que temen los blancos, sino sus virtudes».
Participó del lado británico en la guerra anglo-bóer, formando un cuerpo de ambulancias y camilleros indios voluntarios, en total mil cien, y se distinguió especialmente en la batalla de Spion Kop, en las cercanías de Ladysmith, un sangriento combate perdido por los británicos y donde los camilleros de Gandhi continuaron bajando heridos hasta casi darse de narices con los victoriosos bóers. El editor del Pretoria News describía así al joven Gandhi: «Después de una noche de trabajo que derribó a hombres físicamente mejor preparados, cuando llegué de madrugada al lugar donde se encontraba Gandhi, me lo encontré sentado en la orilla de la carretera comiendo una galleta».
Tras la guerra, él y sus seguidores, los satyagrahis (Firmes en la Verdad), fundaron un periódico, Iridian Opinión. Allí nacieron los criterios de su particular manera de combatir políticamente, principios que luego impregnarían la lucha por la independencia de su país. En Natal, Gandhi predicaba ya la austeridad, la verdad, el amor; y la resistencia pasiva ante el enemigo, unida a la no violencia activa, como motores de la libertad política. En Natal, según cuenta Manuel Leguineche en su magnífico libro La destrucción de Gandhi, fue donde el joven Mahatma tomó la decisión de adoptar el voto de castidad, que mantuvo hasta el final de su vida para desesperación de sus esposas.
Se instaló luego en Johannesburgo como abogado, pero al poco tiempo renunció a su carrera y a todos sus bienes para dedicarse plenamente al activismo político en defensa de la comunidad india. Promovió la primera gran huelga general contra la Asiatic Registration Act, la ley de 1907 que prohibía a los indios entrar en el Transvaal, y fue encarcelado cuando se rompieron sus negociaciones con el gobierno. Pero siguió con tenacidad en la lucha y en 1914 logró que Jan Smuts, que ya era viceprimer ministro de la República de la Unión de África del Sur, nacida en 1910, accediera a firmar la Indian Relief Bill, por la que se eximía a la comunidad india de los impuestos especiales que pesaban sobre ella hasta entonces y en la que se aceptaba su derecho a instalarse libremente en Natal y Transvaal. Eufórico por su triunfo, Gandhi decidió regresar a la India en 1914, para dirigir la lucha por la independencia de su país. Smuts, su viejo adversario, escribió: «El Santo ha abandonado nuestras orillas. Espero que sea para siempre». Y fue para siempre, porque nunca volvió a poner los pies en la tierra donde aprendió a combatir por la libertad.
Y, paradojas de la vida, Gandhi, el gran combatiente contra el racismo surafricano ejercido sobre los indios —«el cáncer asiático», los llamaba Smuts—, ha dejado detrás de sí una herencia de racismo. No es la primera ocasión en que sucede algo parecido en el libro de la Historia, un libro que nos muestra una y otra vez cómo los pueblos oprimidos aprenden a convertirse en opresores, cómo la pasión por la libertad degenera a menudo en su negación, cómo los grandes soñadores se transforman en hacedores de pesadillas.
Puede que la lucha por la liberación, que a la postre no es otra cosa para la mayoría de los políticos que una lucha por el poder, sea quien envenena las ideas más nobles. Las de Gandhi se han envenenado en Suráfrica, porque la comunidad india es ahora mismo la más impermeable a los cambios que se producen en el país y la más indiferente al futuro de una joven nación donde blancos y negros intentan hacer las paces, olvidando la sangre derramada.
A la noche, el malecón de Durban era un lugar alegre y, al mismo tiempo, extraño. Suráfrica siempre te sorprende. Todas sus ciudades te proponen paisajes humanos diferentes a cada hora y en cada lugar. La paz se hace todavía rara a las gentes del país, que arrastran una historia de guerras sangrientas y separación de razas y comunidades. Los surafricanos se han acostumbrado a escapar del otro, a ocultarse, porque el encuentro del otro, del ser humano distinto, significó por lo general, en la historia del país, el combate y la muerte. La paz que trajo el fin del estado del apartheid, en 1994, no ha logrado por ahora abrir las puertas cerradas durante los siglos anteriores. Los surafricanos siguen viviendo separados.
Por eso era extraño ver, en aquella hora tardía del sábado, el malecón lleno de gentes que paseaban tranquilas: familias de blancos, familias de negros, familias de indios… La noche del Beachfront semejaba ser, bajo el aire cálido del índico, el principio de una reconciliación histórica. En el hilo musical de un quiosco de bebidas sonaba la «Macarena».
Apenas había lugar para sentarse en las animadas terrazas que daban al mar. Buscaba sitio para disfrutar de un rato al aire libre de aquella noche apacible y un hombre que estaba solo en una mesa me ofreció ocupar la silla vacía de su lado. Era un blanco de mediana edad, pelo negro recogido en una coleta, de cara afilada, larga nariz y mirada lánguida. Empezó de inmediato a hablar conmigo. Sonrió irónico cuando le pregunté si era surafricano.
—No, soy de eso que se llamaba antes Yugoslavia.
—¿De qué lugar de Yugoslavia?
—Del lado malo, soy serbio.
Tenía cuarenta y dos años, llevaba veinte en Suráfrica y trabajaba como camarero en un restaurante de Durban.
—Me gustaría vivir seis meses aquí y seis allí, en Belgrado —siguió—. Uno ama su tierra, pero si te has marchado siendo joven, ya no puedes vivir sin la tierra que te ha acogido. Cuando uno viaja, se convierte en un ser extraño: no estás a gusto en tu patria, pero cuando estás fuera la echas de menos. Te quedas sin alma al irte, y no la recuperas al regreso. Te vas y deseas volver, regresas y quieres escapar. Es una contradicción irresoluble.
Le pregunté sobre la situación política de Suráfrica. Sonrió y continuó ironizando.
—Yo no sé nada de política, no me interesa mucho lo que sucede aquí. Cuando iba a Belgrado, en los días del apartheid, mis amigos y mi familia me preguntaban qué sucedía aquí. Yo insistía: no lo sé, no lo sé… Volvían a la carga y entonces yo recurría a todos los tópicos y se quedaban tan contentos… En serio, tenía que mentir para que me creyeran. A la gente le gusta escuchar algo que se parezca a lo que han oído sobre las cosas. Usted, que es viajero, debe saberlo bien: ¿no encuentra gente, a su regreso, que sin haber ido a un lugar que usted conoce bien, le explica lo que allí sucede con una absoluta convicción? A la mayoría de la gente le gusta que apoyen con datos y anécdotas la opinión que ya tiene formada. El hombre, por lo general, no aprende, sólo nutre sus convicciones.
Aceptó, de todas formas, hablarme de Suráfrica:
—El fin del apartheid ha cambiado algunas cosas. Lo más interesante es la aproximación entre negros y negros. Mandela está rompiendo el sentido tribal, tan arraigado en los negros. Antes, los negros se veían primero xhosas o zulúes y luego surafricanos. Ahora comienzan a tener un sentido de nación y eso es nuevo. Van al revés que en Europa. ¿Vio la locura de mi país, tantos años de guerra y muerte para afirmar que uno es croata o que uno es serbio? En Europa estamos destruyendo las naciones, mientras que aquí comienzan a construirlas. Yo me siento, antes que serbio, un mediterráneo. Pero mis compatriotas no sienten lo mismo. Y han matado por ese sentimiento.
Ironizó después:
—En cuanto a los blancos de por aquí, la mayoría basan su vida en su cuenta corriente. Son como los europeos del norte, tan distintos de los mediterráneos…
Me preguntó luego hacia dónde me dirigía.
—Daré una vuelta por África —dije—, y quiero llegar al río Congo y navegarlo.
—Quiere usted ir al corazón de las tinieblas, al río de Conrad.
—Ah, ha leído el libro…
—¿Le extraña que a un camarero le guste leer? Es un gran libro, el mejor que se ha escrito sobre África. Hay buenos libros sobre África. Ya sabe, Doris Lessing, Greene, Naipul…, pero ninguno como el de Conrad.
Apuró el contenido de su vaso.
—En fin, debo irme ya… Así que el río, ¿no? Me gustaría ir con usted allí; pero probablemente no tengo el tipo de corazón que se requiere para adentrarse en las tinieblas.
En la noche de Durban, al acostarme, imaginé el rumor del río Congo como un eco ronco que venía de un pasado de leyendas y como una promesa difusa de aventuras. No hay nada que ponga más eufórico y haga más feliz a un hombre que pensar que puede cumplir un apasionado proyecto, con la emoción añadida, en ocasiones, del temor al peligro y al fracaso.
El temporal continuaba agarrado a la costa del índico aquella mañana de domingo y un oleaje bronco y glauco batía en las playas, a la derecha de la carretera. No obstante, los optimistas pescadores de la desembocadura del río Tongaat se empeñaban en echar sus cañas al enfurecido océano con riesgo de que alguna ola se los zampara. A la izquierda de la carretera, el paisaje modelaba suaves colinas cubiertas de cañaverales.
Luego, al cruzar sobre el río Tugela, el cielo se aclaró, las colinas se empinaron y, cuando el sol despejó el espacio con sus poderosos golpes de luz, restalló el verdor de los campos de caña y de los bosques. Iba camino de Stanger, medio centenar de kilómetros al nordeste de Durban, un lugar emblemático en la mitología zulú: allí murió Shaka, el rey célibe y valeroso que formó uno de los ejércitos más temibles del continente negro.
Retirado un par de kilómetros de la costa, Stanger es un pueblo desbaratado, alzado en un cerro, con tres o cuatro manzanas de casas bajas en el centro y viviendas humildes, de techo de latón, que descienden por la pendiente en dirección al mar. Al subir la loma, en una explanada, un monolito recuerda al legendario soberano, con la dedicatoria grabada en la piedra de tres de las caras del monumento, en inglés, afrikaans y zulú. Dice así: «Shaka. Fundador, rey y guía de la nación zulú. Nacido alrededor de 1788, murió el 24 de septiembre de 1828. Erigido por su descendiente y heredero Solomon Ka Dinuzulu y la nación zulú. 1932».
En la misma explanada, sigue en pie el árbol donde Shaka celebraba sus consejos, una piedra marca el supuesto lugar en el que fue asesinado por sus hermanastros y hay también una cabaña cónica y de techo bajo, réplica de los tradicionales huís zulúes. Al fondo, un edificio bajo sirve de escuela-museo: allí se venden libros para los escolares que narran las hazañas del rey y las victoriosas batallas de los ejércitos zulúes, especialmente Insandlhwana. Los textos se cierran con ejercicios propuestos para los estudiantes: ¿cómo se organizaban los impis (batallones)?, ¿quiénes eran los indunas (generales)?, ¿cuántos ingleses murieron en Insandlhwana? En una sala se exhiben escudos y lanzas de los guerreros y un gran cuadro muestra el árbol genealógico de la casa real zulú, de Shaka a nuestros días. Compré un par de volúmenes. La muchacha que despachaba, mientras envolvía con esmero mis libros en papel, dijo:
—Veo que los zulúes le interesamos.
—Son ustedes un pueblo con una larga historia.
—Sí, hemos sufrido mucho. Y no queremos olvidarlo, para eso sirven los libros.
El fiero pueblo zulú guarda con celo la memoria de su pasado y transmite la historia con orgullo a sus hijos. Es una historia escrita sobre la guerra, la épica de una nación que pasa por ser una de las más valientes y crueles de África, con soldados que combatían como leones, despreciando la muerte, y que ganaban su dignidad de guerreros sólo cuando conseguían «lavar las lanzas», esto es: mojarlas en sangre enemiga. En el siglo pasado, el grito «¡zulú!» levantaba pavor en el corazón de sus adversarios. Aún hoy, constituyen una nación temida. En Suráfrica, ya desde los días del apartheid, los gobiernos procuran no tocarles mucho las narices a los zulúes.
Si Shaka hubiera nacido y luchado en Europa, tendría cantares y romances como el Cid, Roldan y el Rey Arturo. Si hubiera nacido en Estados Unidos, Hollywood se hubiera hartado de hacer películas sobre su vida y sería más famoso que Toro Sentado y Caballo Loco. Este caudillo inteligente y feroz, bravo en el combate y un verdadero canalla en la paz, posiblemente impotente, probablemente homosexual, con un complejo de Edipo que Freud habría puesto como ejemplo de haber conocido su biografía, convirtió los territorios de KwaZulu-Natal en un campo de sangre y fuego. Inventó armas y estrategias para la guerra que derrotaron a enemigos mucho más poderosos. Nunca fue vencido en la batalla.
El zulú es un pueblo ganadero de origen bantú que descendió del norte hasta los territorios que ahora ocupa durante los siglos XVII y XVIII. Era entonces conocido como pueblo Ngoni, y se organizaba en clanes que luchaban con frecuencia entre ellos por la posesión de los mejores pastos y del ganado. Eran una tribu de cuatreros, sin más ley que la de la fuerza, y la riqueza de los hombres se medía por el número de reses que poseían.
A comienzos del siglo pasado, los tres principales clanes ngonis que dominaban el territorio de Natal eran los Ngwane, en el norte, gobernados por el rey Sobhuza; más al sur, los Ndwande, bajo el liderazgo del rey Zwide, y más al sur todavía, los Mthethwa, del rey Dingiswayo. Uno de los pequeños subclanes que controlaba Dingiswayo era el de los zulúes, que significa «la gente de los cielos».
Quizá la tarea más difícil para el hombre que se enfrenta al siglo XXI no sea otra que intentar la derrota del maniqueísmo, esa doctrina absurda que pretende diseñar el sentido de la historia y de la vida como una pugna entre el bien y el mal. El mal y el bien se mezclan como dos realidades permeables, e intentar la derrota del mal a menudo conduce a la afirmación de un bien que se convierte en un arma mortífera para quienes se supone que están al otro lado. También, junto a aquello que consideramos bello, muchas veces se esconde el fantasma de lo terrible. Los grandes poetas y los grandes novelistas saben, desde siglos atrás, que vivimos en un pantano moral donde se mezcla el agua limpia con la turbia y en donde nadamos a través del barro. Libros como Bajo el volcán, de Lowry, o Viaje al fin de la noche, de Céline, nos asombran, entre otras cosas, por ese conocimiento tan contemporáneo que muestran sus escritos al describir los caminos imprecisos que recorre el alma humana. Conrad, cuando navegó el río Congo, convirtió la historia de su propio viaje en una metáfora sobre esa línea confusa que separa el bien del mal. El suyo, como los libros de Lowry o de Céline, o como el Macbeth de Shakespeare, nos hacen presentir algo que, tal vez, ni siquiera sus autores entendieron por completo, aunque tuvieron el valor de hablar sobre ello. La gran literatura se asoma siempre a los abismos del alma, aunque ponga en medio un paisaje.
El mundo que los hombres hemos diseñado siempre ha sido un lugar difícil y malamente habitable, un territorio de matanzas y barbarie. La teoría, tan cara a nuestro siglo, elaborada en defensa del «buen salvaje», y que condena la perversidad de lo que llaman «civilización del hombre blanco», es una forma de lavado de la mala conciencia. Pero conduce a una nueva catástrofe: la exaltación de sociedades primitivas donde la democracia era inimaginable, donde los derechos humanos ni siquiera habían sido diseñados, las mujeres se equiparaban al valor del ganado como objeto de conquista y cambio, y el crimen era una forma natural de ejercicio del poder. La recuperación del valor de las sociedades primitivas, tan de moda entre los antropólogos de los años sesenta, es en cierta manera una nueva forma de falacia. Porque no hay sociedades primitivas felices, no hay arcadias luminosas. En la historia humana, sólo son grandes las ideas de liberación. Y en la Europa que se asoma al siglo XXI, donde muchos pueblos recuperan la utopía en nombre del nacionalismo, la barbarie se viste con trajes regionales.
La salvación de África no reside en la recuperación de valores bárbaros del pasado, sino en la capacidad de África para asumir como propios dos valores de la civilización que no son europeos, sino patrimonio humano: democracia y cultura.
Cecil Rhodes y muchas otras figuras del colonialismo europeo eran racistas y asesinos. Shaka y muchos otros jefes tribales de la resistencia anticolonialista eran unos dictadores sangrientos. Conrad, cuando publicó El corazón de las tinieblas, fue tachado de escritor incómodo por quienes dirigían las oficinas coloniales de Londres y Bruselas, y años después, quedó calificado como racista por los intelectuales del nuevo africanismo. Él tan sólo sabía que ninguna perversidad salvaje puede ser defendida como una virtud en nombre de la redención humana y que la exaltación de la moral civilizada suele conducir al crimen. Idi Amín Dada y Adolf Hitler, por citar sólo dos casos, están en el mismo bando.
Shaka nació alrededor de 1787 en el pequeño subclán de los zulúes, integrado al reino Mthethwa de Dingiswayo. Era hijo del jefe zulú Senzangakona y de una de sus esposas, Nandi, que pronto fue repudiada por su marido y enviada a vivir con sus dos hijos, Shaka y su hermana Nomcoba, al territorio de otro clan, el de los Langani. El muchacho creció sin padre y rodeado de desdén. Tenía, al parecer, los genitales muy pequeños y los otros muchachos se burlaban sin cesar de él. En 1802, cuando Shaka tenía quince años, la sequía produjo una gran hambruna entre los langenis y Nandi fue expulsada de su kraal (poblado). La mujer y sus dos hijos iniciaron una larga peregrinación de kraal en kraal, hasta que lograron ser aceptados por el poderoso clan de los Mthethwa.
Pasada la adolescencia, Shaka se convirtió en un muchacho robusto. Su fama de guerrero valiente se extendió en el clan cuando mató un leopardo y el rey le premió con una vaca, la primera cabeza de ganado que logró en su vida. Era un muchacho solitario que no confiaba en nadie que no fuera su madre. No se acercaba jamás a las muchachas, quizá por el ridículo tamaño de sus genitales o porque tal vez era homosexual.
Cuando tenía veintitrés años, el rey Dingiswayo le incorporó a su ejército. Su valor siguió ampliando su fama entre los Mthethwa y fue ascendiendo en los rangos del ejército. Su forma de combatir le distinguía entre otros jefes guerreros, pues no permanecía al margen del combate, sino que gustaba de la lucha cuerpo a cuerpo. Shaka, por supuesto, no tenía ni idea de quién era Napoleón, pero aplicaba en la batalla una táctica semejante a la del emperador francés: perseguía al enemigo hasta aniquilarlo. Los zulúes y los Bonaparte coincidirían, más adelante, en algunos capítulos de su historia.
Al mismo tiempo, Shaka transformó el armamento de sus guerreros: acortó la azagaya para hacerla más manejable en el combate y diseñó una hoja más ancha; acortó también el tamaño del escudo y entrenó a sus tropas con una nueva esgrima de manejo del escudo y la lanza en el combate. Suprimió las sandalias de piel y sus soldados luchaban descalzos, lo que les daba más rapidez en el ataque. Por otro lado, revolucionó la estrategia bélica de los Mthethwa al dividir los regimientos, impis, en cuatro grupos: un cuerpo central de ataque, dos flancos y otro en la reserva. Este grupo de reserva debía permanecer de espaldas al combate, para que los guerreros integrantes no se excitaran y se precipitasen a la lucha antes de tiempo. Todos los regimientos eran servidos por grupos de aprovisionamiento formados por muchachos que no habían cumplido aún la edad militar. Distinguió a los regimientos en función de los colores de sus escudos y al frente de cada uno de ellos colocó a un induna (general), que dirigía a sus tropas desde una altura del terreno ordenando con señales determinadas sus movimientos en la batalla. Cada impi era capaz de recorrer más de setenta kilómetros diarios con total autonomía, servidos por guías y porteadores y alimentándose de grano y carne.
La carrera de Shaka en el ejército Mthethwa era imparable. Cuando murió su padre, Senzangakona, jefe del clan zulú, el rey Dingiswayo le designó para ocupar la jefatura de los zulúes. Shaka regresó al kraal donde había nacido y mató a su hermanastro Sigujana, que reclamaba el trono. Se construyó su propio kraal, que bautizó como KwaBulawayo (el hogar de aquel que mata con aflicción), y comenzó a levantar un poderoso ejército. Llamó a filas a todos los hombres adultos de los zulúes y exigió a sus tropas de élite conservar la condición de célibes, la misma exigencia, curiosamente, que Cecil Rhodes impondría años después a sus más próximos colaboradores. Shaka pensaba, al parecer, que la soltería hace a los hombres más fieros.
Con cautela, para no despertar la desconfianza de los Mthethwa, comenzó la conquista de los clanes cercanos, ocupando en primer lugar los territorios de sus odiados langenis, que le habían humillado siendo un niño. Shaka ordenó empalar a todos aquellos que le habían ofendido a él y a su madre. Prendió fuego a todas las aldeas langenis, se apropió de su ganado y sólo dejó con vida a aquellos de los que recordaba un pequeño favor, integrándolos a su ejército.
Otros clanes se rindieron a Shaka sin lucha y los que opusieron resistencia fueron casi exterminados. Las mujeres supervivientes de sus razias eran incorporadas a su harén. Shaka las llamaba «mis hermanas», y nunca desposó a ninguna ni mantuvo relaciones sexuales con ellas. En el año 1817, los territorios del clan zulú se habían cuadruplicado y el ejército de Shaka contaba con dos mil guerreros, casi todos ellos célibes.
En 1817, el rey Dingiswayo fue asesinado y Shaka se convirtió en su sucesor, proclamó la fundación de la nación zulú y continuó ampliando sus territorios hacia el oeste y el sur. Un año después, el poderoso ejército de Zwide, rey de los ndwande, invadió los territorios que ahora gobernaba Shaka. Era una imponente fuerza militar que integraban dieciocho mil guerreros. Shaka vació los kraals zulúes y comenzó una ordenada retirada, llevando con él a las mujeres, los niños y el ganado. Los ndwande, exasperados, iniciaron su persecución. Pero cometieron un error: no asegurar el aprovisionamiento de sus tropas, en tanto que Shaka sí organizó el suyo. Por las noches, las guerrillas de Shaka hostigaban los campamentos ndwande para impedirles dormir.
Cuando agotados y hambrientos, los ndwande decidieron retirarse, Shaka atacó. La batalla duró dos días y se resolvió con la victoria de los zulúes. Fiel a sus principios militares, Shaka persiguió a los vencidos y no dejó un solo guerrero enemigo con vida.
El soberano zulú regresó vencedor a sus cuarteles y envió de inmediato uno de sus regimientos de élite a los territorios de sus adversarios. Ordenó a sus tropas que se aproximaran al kraal de Zwide cantando un himno triunfante de los ndwande. Cuando los habitantes del kraal real salieron a recibir a sus victoriosas tropas, los zulúes atacaron a sus desorganizados enemigos. Zwide murió con la mayoría de los suyos, su kraal quedó convertido en cenizas y el ganado pasó a formar parte de las ya ricas vacadas de Shaka.
Sin ningún ejército poderoso que pudiera enfrentarse a él, Shaka siguió conquistando nuevos territorios y ampliando su imperio hacia los cuatro puntos cardinales. Asesinó decenas de miles de personas, quemó aldeas y cosechas y provocó el desplazamiento de centenares de miles de refugiados. Grandes regiones entre la costa y el macizo montañoso de los Drakengsberg quedaron desiertas y todos los reinos establecidos y organizados en esa vasta área fueron destruidos. Aquel período de la historia africana, que duró diez años y en el que murieron cerca de un millón de personas, se conoce como «Mfecane» (aplastamiento en lengua zulú). Las matanzas de Ruanda en 1994 tienen allí un precedente.
El año 1827 fue un año capital en la biografía de Shaka. Su madre murió en octubre de ese año de disentería y el rey entró en un estado de histeria asesina. Su luto fue muy particular: en los primeros días ordenó matanzas indiscriminadas entre los zulúes y él mismo participó en ellas. Asesinó hombres, mujeres y niños de su propia tribu, en un número que se estima en casi siete mil. Decretó que en los meses siguientes se detuvieran todos los nacimientos en el reino zulú, y si tenía noticia de que una mujer había quedado embarazada, ordenaba el asesinato de toda la familia, incluidos los parientes más lejanos. Prohibió también plantar grano y beber leche, y sacrificó para ello miles de vacas lecheras.
Era inevitable que surgiera un complot para matarle y poner fin a aquella cadena de masacres. Y fueron dos de sus hermanastros, Dingane y Mhlangana, quienes aprovechando una noche en que el ejército estaba fuera de la capital, acabaron a golpes de azagaya con la vida de Skaha. Eso sucedió el 24 de septiembre de 1828, a la puerta del kraal real, en KwaDukuza, el actual Stanger. La edad probable de Shaka era de cuarenta y un años.
Dingane se proclamó rey, acabando al día siguiente con la vida de Mhlangana, su hermano cómplice en el regicidio, para evitar una futura competencia por el trono zulú. Heredaba un poderoso estado, un imperio con una extensión superior a los diecisiete mil kilómetros cuadrados, defendido por un ejército de veinte mil guerreros.
Los campos enrojecían, hasta casi hacerse negros, conforme me internaba en el corazón de KwaZulu, el hogar de los zulúes. Ahora aparecían cabañas cónicas a los lados de la carretera, construidas en adobe o cemento, con techo de latón o de paja, que reproducían a veces, con modernos materiales, la forma tradicional de los kraals zulúes. La tierra se alzaba en una sucesión de colinas de cimas redondas y sensuales, verdeadas por los extensos campos de caña y con bosquecillos de coníferas y eucaliptos en los vados. Era una visión dulzona y húmeda la que proponía el paisaje de aquella desierta carretera.
Y de súbito, una furgoneta azul me adelantó a una velocidad endemoniada, casi rozándome, y un par de minutos después, un coche de policía voló a mi lado, lanzado en su persecución. Se perdieron en la lejanía, tras un repecho. Pero unos kilómetros más adelante, vi los dos vehículos detenidos. Mi automóvil se acercaba a ellos. Pude entonces contemplar una escena que se me antojó irreal mientras los pasaba: el coche de la policía tenía las dos puertas abiertas y, tras ellas, los dos agentes se protegían mientras apuntaban sus revólveres hacia la furgoneta. Al cruzar junto al otro vehículo, vi cuatro hombres en su interior, dos de ellos armados de escopetas.
Aceleré para escapar del previsible tiroteo, sin ánimo siquiera para echar una ojeada por el retrovisor. Y seguí adelante por los violentos territorios del idílico hogar de los zulúes, en busca de los viejos campos de batalla teñidos de sangre.
Con África siempre sucede lo mismo: la belleza palpita en la vecindad del espanto. Aunque, quizá, si sabemos mirar el fondo de la vida, eso ocurra en todas partes y en toda ocasión, no importa cuál sea tu cultura o cuál la geografía que habitas.