LA IRRESISTIBLE ATRACCIÓN DE LAS LEYENDAS
En mis ensoñaciones había un río que era grande como un mar, el Congo, «el río que se bebe todos los ríos», y había cruzado media África, desde Ciudad del Cabo al océano índico, atravesando las grandes sabanas y las Tierras Altas, para llegar hasta Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, pocos meses después de que terminara la guerra de 1997. Había logrado pasaje en el Akongo-Mohela, un remolcador que empujaba dos barcazas repletas de mercancías y pasajeros río arriba. Navegaba entre selvas e islas, en anchas lagunas donde no podían divisarse ninguna de las dos orillas, entre canales cercados de pétreos murallones y de bosques de ceibas y cocoteros, admirando la pericia del capitán para sortear fondos arenosos donde el barco corría el riesgo de quedar embarrancado, mecido por las canciones alegres de las gentes que atestaban las cubiertas de las barcazas, fascinado por las súbitas tormentas nocturnas que hacían hervir el agua y arrojaban sobre la nave sopapos de lluvia con la violencia de los cañonazos, agobiado por el sol del trópico de los mediodías, bajo el aire sensual, envuelto por el griterío de los pájaros y los monos, y borracho de olor a jungla virgen. Viajaba en la estela de Joseph Conrad, dejando ya muy atrás el puerto de Kinshasa y en dirección al lejano Kisangani, el conradiano «corazón de las tinieblas», en el río que también habían navegado André Gide y Graham Greene y por donde mucho antes descendieron las canoas de los exploradores Stanley y Brazza. La euforia de cumplir un acariciado propósito hacía de mí un viajero feliz.
Y de pronto el río se tornó una entidad maligna y un atisbo del «horror» del que hablaba Conrad se mostró ante mí. Eran las primeras horas de la noche de un miércoles de octubre, el sexto día de navegación en el Akongo-Mohela, una oscura noche sin luna y de un cielo cosido por millones de estrellas. Habíamos atracado en el puerto de Bolobo, a trescientos treinta kilómetros de Kinshasa, obligados a detenernos allí por un control militar. Yo estaba en el camarote, tomando notas en mi cuaderno de viaje, cuando la puerta se abrió y entró un soldado armado con un fusil automático. Vestía una camiseta amarilla sin mangas y un pantalón de camuflaje. En su cinturón se ajustaban varias bombas de mano. Su cara era redonda y pequeña, de frente estrecha, y sus ojos navegaban en una humedad amarilla de alcohol y marihuana. Sonreía y mostraba los dientes separados bajo la pelusa del bigotillo. Se sentó frente a mí, dejando el arma sobre la mesa y apuntándome. Me habló en un francés poco comprensible, sin abandonar su sonrisa, y arrastrando las palabras con lentitud. Su actitud me hacía pensar en antiguas y mediocres películas de Hollywood donde los bandidos, por lo general mexicanos, componen un gesto irónico y chulesco, cortés y cruel a la vez. Quizá aquel soldado había visto decenas de ellas en las salas de vídeo africanas y se sentía ufano de interpretar su soñado papel ante un blanco desarmado. Cuando le dije que yo era un simple turista, soltó una cinematográfica carcajada. «No, no, monsieur, usted no es un turista; usted es un espía y un enemigo del Congo», dijo. Luego añadió: «Su vida vale doscientos dólares. Démelos o le mato». Yo pensé que era al contrario: que si aceptaba dárselos, acabaría conmigo.
En la más bella noche del río Congo, en el pequeño puerto de Bolobo, tenía enfrente de mí a un hombre que podía matarme. Era una macabra ironía: yo había llegado hasta allí para buscar el paisaje de un magnífico libro, El corazón de las tinieblas, y el espíritu que inspiró aquella obra literaria se me mostraba como una realidad letal: tenía delante una de las caras del «horror» conradiano. «La imaginación —escribió Conrad—, y no la invención, es el maestro tanto del arte como de la vida». Allí estaba, en la boca del fusil del soldado, la prueba de aquella imponente verdad de la literatura.
Las grandes obras literarias, y la épica de la historia, despiertan en muchos de nosotros, los apasionados lectores, un impulso irrefrenable por revivir la aventura. «Viajamos literariamente», como dijo Chatwin, con un ansia algo neurótica por ganarle terreno al tiempo, añado yo. Joseph Con-rad navegó el Congo en 1890, impulsado por un deseo de aventuna que le hacía compararse a sí mismo con Don Quijote. Aquel viaje, en el que recorrió mil setecientos kilómetros del río, desde Leopoldville (hoy Kinshasa) hasta Stanleyville (hoy Kisangani), despertó en el alma del entonces marino una profunda conciencia de escritor. «Antes del Congo —escribió luego en una de sus cartas—, yo era tan sólo un animal». Y le reveló una verdad que es vieja en la literatura y que impregna toda la obra conradiana: la imaginación es una forma creativa de ordenar la experiencia, y es también maestra de la vida y del arte. El propio Conrad escribió en el prefacio de la edición de su novela en 1902: «El corazón de las tinieblas es experiencia llevada un poco (y solamente un poco) más allá de los hechos reales, con el propósito, perfectamente legítimo en mi opinión, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores». Conrad vio algo profundo en el Congo y luego escribió sobre ello, eso que llaman «el lado oscuro», un aroma muy poco frecuente en las obras literarias y que todos los lectores admiramos sin comprenderlo en su exacta dimensión.
André Gide, en el curso de su viaje del río, en 1925, leyó por cuarta vez El corazón de las tinieblas, y escribió: «Este libro admirable sigue siendo profundamente verdadero. No hay exageración en sus páginas, es cruelmente exacto». Graham Greene recorrió un tramo del río en 1957, «en busca de un personaje», prometiéndose una y otra vez no volver a leer a Conrad para no verse influido por su enorme talento. Pese a ello, Quarry, el protagonista de su novela Un caso acabado, es un alma que busca los límites de su condición humana enfrentada al vacío de la vida y al absurdo de la muerte, un tema de fondo muy conradiano. Y en fin, cuando el director de cine Francis Ford Coppola quiso hacer un retrato salvaje de la intervención americana en el sudeste asiático, eligió el argumento de la novela de Conrad para realizar su Apocalypse Now, y puso a navegar río arriba, en el Vietnam, a un grupo de soldados dirigidos sin saberlo hacia el horror.
El libro de Conrad es una parábola sobre cómo el alma humana, impulsada por ideales nobles, puede deslizarse hasta el límite de la barbarie, una cuestión que ha impregnado la historia y la literatura del siglo XX y que Conrad adelantó con lucidez. Es un libro enigmático y su río es un camino de perversión, donde la belleza y la maldad se dan la mano; es un curso inmenso de agua rodeado de selvas donde se avanza sin remedio hacia lo irracional y lo maligno, donde la lucidez llega a ser mezquina, la valentía conduce a la locura y la conciencia moral arrastra al asesinato. El personaje narrador del libro, el marino Marlow, álter ego de Conrad, lo advierte ya al comienzo de la historia: «Marchas a través de los bosques con la sensación de que el salvajismo, el salvajismo extremo, lo rodea…, toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Se ha de vivir en medio de lo que no comprendes y al tiempo detestas. Y hay en todo ello una fascinación: la fascinación de lo abominable».
El rio sigue siendo tal y como lo vio Conrad en 1890. Los barcos que lo navegan no han cambiado mucho, viejos remolcadores que empujan barcazas donde se hacina la gente en condiciones de miseria. Por todas partes y a toda hora surgen amenazas que ponen en peligro la vida de quienes viajan en sus aguas: tormentas, enfermedades, vendavales, soldados incontrolados… La muerte te rodea y morir llega a no importarte demasiado, porque es un hecho terrible, pero lógico al mismo tiempo. Cien años no han borrado el carácter del río Congo, y las palabras del libro de Conrad, escrito en 1899 y publicado en 1902, siguen teniendo una actualidad pasmosa.
«Era lo suficientemente hombre como para enfrentarse a las tinieblas», dice Marlow en su relato refiriéndose al capitán de un barco romano que remontaba el Támesis. Por mi parte, que buscaba el paisaje y el espíritu de la novela en el curso del enorme río, puedo decir que no esperaba darme de bruces con su realidad maligna. De saberlo de antemano, no sé si hubiera sido lo bastante fuerte como para enfrentarme a las tinieblas. Y cuando lo supe, escapé del rio. Allí aprendí que es cierto que los símbolos, en ocasiones, se transforman en una realidad abrumadora. Y ahora sé que esa conjunción de símbolo y realidad pueden hacer de un hombre que escribe, sin excesivo talento natural, un escritor potente.
Pero todo eso fue mucho después de comenzar mi periplo, algo menos de dos meses antes, en Ciudad del Cabo. Habían transcurrido cuatro años desde mi último viaje al continente negro y casi un año desde la publicación de mi libro El sueño de África. La acogida que tuvo entre los lectores me permitía financiarme un nuevo y largo paseo por territorios africanos. No estaba muy seguro de escribir algo a la vuelta. De hecho no pensaba hacerlo si no lograba un buen material. Un escritor no debe repetirse, es mezquino imitarse. Y este libro no pretende ser una continuación del primero. Tenía muchas ideas para otros viajes, pero África tiraba de mí con una fuerza a la que no podía oponerme. Quería volver allí y vagar por el continente sin propósitos muy definidos, salvo la navegación del río Congo. Trataba de disfrutar de esa enorme sensación de libertad que es vagabundear a solas, decidiendo rumbos sobre la marcha, dispuesto a seguir los caminos inesperados que se abrieran ante mi capricho. Llevaba tan sólo en mi equipaje un punto de partida, Ciudad del Cabo, y un destino final, el río Congo. En medio, un largo tiempo para la aventura. Puedo decir que nunca he sido tan libre.
¿Y por qué Ciudad del Cabo? Sólo una razón: porque puede afirmarse que allí empezó de una manera decidida la ambición del hombre blanco por convertir el continente en un territorio propio, por arrebatar al hombre negro la posesión de la tierra y la explotación de sus inmensas riquezas. Hasta que los holandeses establecieron allí su primera colonia, tan sólo los portugueses habían creado algunos asentamientos costeros que, por lo general, se limitaban a una presencia militar, a una suerte de cadena de vigilancia en la ruta hacia Asia. Fue en El Cabo donde comenzó, por llamarlo de alguna manera, la conquista de África. Y fue en El Cabo donde se inició una historia de tres siglos de guerras, de opresión, de sangre y de lágrimas.
Aquel día de julio, invierno en Suráfrica, una violenta tormenta oscurecía el cielo y arrojaba feroces sábanas de lluvia sobre la pista del aeropuerto. Mientras viajaba en taxi hacia la ciudad, bordeando los bidonvilles de Cape Flats, el barrio negro y pobre de Ciudad del Cabo, las nubes se abrieron levemente y vislumbré el pétreo murallón de la Table Mountain, una enorme roca en forma de mesa que es la seña de identidad y emblema de la ciudad. El arco iris hendía la piedra como un espadazo de luz, bajo el cielo gris y rojo.
La noche fue triste y húmeda en la urbe de calles desiertas. Tenía la sensación de encontrarme en un barrio céntrico de Nueva York, con su soledad nocturna, los altos edificios deshabitados, guardias de seguridad en las puertas de los comercios y de los hoteles, calles mojadas y humaredas de vapor en las alcantarillas.
Pero la mañana asomó luminosa y limpia, con un cielo acerado, inmenso y cristalino, y las calles animadas por riadas de gente que parecían alegres bajo el sol radiante. Decidí ir derecho al mar, quería tener una primera visión de la ciudad desde el océano, ver un paisaje semejante al que contemplaron los primeros navegantes europeos que llegaron a estas costas. Y me embarqué en un pequeño velero para turistas y domingueros que gobernaba un hombre joven, de largos cabellos rubios, barbado, feliz y reidor, y supongo que bastante guapo, pues dos muchachas que viajaban conmigo pugnaban por ganar su atención.
La mañana era dulce y el mar sereno. No soplaba apenas viento y el barco debía ayudarse de su pequeño motor para navegar en un océano pulido. Había grandes focas en los muelles del embarcadero y luego pingüinos que nadaban a nuestro lado y bandos de gaviotas y cormoranes. Nos dirigíamos a la isla de Rodden, a unos once kilómetros hacia el norte de Ciudad del Cabo. Es una isla de larga historia, siempre utilizada como penal, y su más famoso recluso fue Nelson Mandela, que cumplió aquí once de sus veintisiete de prisionero político. Rodden ha dejado de ser prisión desde el fin del régimen del apartheid, en 1994, y hoy es un lugar de peregrinación, casi un santuario para la población negra del país, que ve en la isla un símbolo de su libertad duramente ganada.
Me senté cerca de la proa, dando frente al océano. Quería contemplar El Cabo en el viaje de regreso, como debieron verlo los antiguos navegantes. El joven marino se acercó a pedirme lumbre para su cigarrillo y charlamos un rato. Se llamaba Pierre. «No podía llamarme de otra manera: nací en un barco que se llamaba Saint-Pierre, en el puerto de Saint-Pierre y a mi madre le asistió un médico que se llamaba Pierre. Mi padre no tuvo que romperse la cabeza para bautizarme».
Luego me habló de la historia de la isla, de las grandes colonias de pingüinos que anidan allí y de los numerosos tiburones blancos que hay en sus aguas. «Pero no son peligrosos, tienen miles de focas con las que alimentarse y no se interesan por los hombres. Yo no he oído hablar de ningún ataque de tiburón blanco a seres humanos aquí en El Cabo».
Pierre estaba orgulloso de ser marino y había navegado toda la costa surafricana y el índico hasta el Cuerno de África. «El índico empieza a dieciséis horas de navegación desde aquí. Cuando entras en sus aguas, es como un bofetón de calor húmedo y el mar cambia de color. Pero el punto de encuentro de los dos océanos no es tan peligroso de navegar como ahí abajo, en El Cabo de Buena Esperanza. Nunca sabes cuándo puede estallar una tormenta. Surge de pronto, en apenas unos minutos, y levanta olas de hasta veinticinco metros. Muchos barcos se han hundido allí y doblar el cabo es algo muy emocionante. Yo lo he hecho varias veces. Si se queda unos días en la ciudad, no deje de ir, está cerca y hay buena carretera».
Le dije entonces que pretendía terminar mi viaje en el río Congo. El rostro del sonriente Pierre se tornó algo sombrío: «Un río…, un río no es lo mismo que el mar. Y el Congo… Bueno, he oído hablar del rio Congo. Es difícil navegarlo. Tenga cuidado, en cualquier caso, hay lugares que tienen leyendas malditas, y ese es uno de ellos».
Me reí:
—¿Usted cree en esas leyendas? —pregunté.
—Todos los marinos debemos respetar las leyendas —respondió serio—. Allí abajo, en la punta del Cabo —y señaló hacia el sur con el brazo—, dicen que hay un barco fantasma, el Holandés Errante. ¿No ha oído hablar de él? Su capitán apostó, a cambio de su alma, que doblaría El Cabo en plena tormenta. No lo logró y quedó condenado a vagar por todos los mares del mundo. Muchos dicen que han visto el barco entre la niebla, con el capitán agarrado al timón, volando sobre las olas, mientras su tripulación grita aterrorizada. Dicen que verlo es presagio de una catástrofe.
—¿Es usted supersticioso?
—No, pero no me gusta negar nada de lo que afirman otros más viejos que yo. El hombre ha llegado a la Luna, pero no ha conseguido doblar El Cabo cuando el mar se enfurece. ¿Cómo se explica? Por eso le digo que tenga cuidado con el río Congo: me han contado que no es un buen río.
—¿Ha leído usted al novelista Joseph Conrad?
—No sé quién es. La literatura no me interesa, francamente, me aburre leer lo que la gente se inventa.
—Todas las leyendas las inventa alguien, y no todos los novelistas inventan.
—Cualquier leyenda tiene que ver siempre con la realidad —concluyó Pierre con gesto serio—. Disculpe, vuelvo al timón, ahora hay viento.
Se alejó con agilidad hacia popa después de arrojar el cigarrillo al agua. Las dos chicas le recibieron con blandas sonrisas.
Cruzábamos junto a la costa sur de la isla de Rodden y el barco comenzaba a girar para emprender el viaje de regreso. Seguí solo en la proa. Ahora soplaba una brisa lozana y el barco apagó su motor y el viento levantó ecos en la vela de lona, mientras las suaves olas besaban el casco de la nave. En la lejanía, la Table Mountain alzaba su mole granítica e imponente bajo el cielo azul pálido del mediodía. La ciudad, mínima a sus pies, parecía un humilde poblado en el que apenas se distinguía el brillo de algún rascacielos. A la izquierda y a la derecha largas playas se tendían doradas bajo el sol.
Traté de imaginar lo que pudo ser la visión de la gran roca para los portugueses y holandeses que llegaron los primeros a este lugar. Sin duda, Ciudad del Cabo es un excelente puerto natural, orientado al norte, y protegido de los vientos antárticos y las tormentas. Ver el inmenso murallón de la Table Mountain tras un largo viaje en el océano era entonces, tal vez, una promesa de cobijo y protección. Pero la enorme roca podía parecer también un vigoroso guardián que cerraba el sur del gigantesco continente ignorado. Detrás, se extendía la gran tierra desconocida, la misteriosa África, las selvas, las cadenas de montañas, los ríos y los lagos, las tribus hostiles y las fieras, toda suerte de peligros y también de riquezas. La ambición despertaba en el corazón de los viajeros. Y también la sed de aventura, de vida intensa y emocionante.
A finales del siglo XV, una de las riquezas más apreciadas por los europeos era las especias de Oriente, que alcanzaban precios muy altos en los mercados. Las rutas por tierra en busca de especias suponían un largo viaje lleno de peligros para las caravanas cristianas, sobre todo a causa de la expansión del Islam en el norte de África, Turquía y Asia. El canal de Suez aún no había sido abierto y tan sólo restaba un camino para el comercio de los europeos: navegar hacia el sur la costa atlántica de África, doblar el Cabo de las Tormentas y ascender por el índico hacia el oriente. Un marino portugués, Bartolomé Dias, llegó a la Table Bay, al pie de la gran montaña, en 1487. Siguió viaje y, unos días después, dobló el Cabo de las Tormentas, que bautizó como Cabo de Buena Esperanza. Después de navegar varios meses por las costas africanas del índico, regresó a Portugal. Diez años más tarde, una nueva expedición lusitana comandada por Vasco de Gama siguió el mismo rumbo y logró alcanzar la India en 1498. La ruta de las especias estaba abierta.
Cuando concluía el siglo XVII, los holandeses e ingleses entraron a competir en el comercio de las especias con Portugal. La Table Bay comenzó a ser un lugar regular de parada de los veleros. Estaba a mitad de camino entre Europa y Oriente y las fatigadas tripulaciones, atacadas severamente por el escorbuto, podían aprovisionarse allí de agua, carne, frutas y verduras. En 1647, un navío holandés naufragó en la bahía y los marineros construyeron un fuerte para protegerse de las tribus indígenas. Fueron rescatados un año después, pero la Dutch East India Company decidió establecer una base firme en la bahía que sirviera como lugar de aprovisionamiento para los barcos que navegaban hacia Oriente. En abril de 1652 una expedición de empleados de la compañía holandesa, comandada por Jan van Riebeck, desembarcó en la bahía. Levantaron, cómo no, una iglesia, adscrita a la fe calvinista que dominaba en Holanda. Riebeck, además, organizó una plantación de verduras y una granja de animales, y sembró viñedos para producir vino. Así, hace tres siglos y medio, entre lechugas, frascas de tinto y conejos, y bendecida por Dios, nacía Ciudad del Cabo.
La zona la habitaban entonces tribus de bosquimanos y hotentotes y las relaciones con los europeos variaban desde amigables intercambios comerciales a frecuentes enfrentamientos armados. Cuando llegaban los barcos, los nativos adquirían cobre, hierro y tabaco a cambio de carne y agua. En ocasiones, la tripulación de un navío europeo aprovechaba para robar a los indígenas antes de zarpar camino de Asia, y bosquimanos y hotentotes respondían atacando la siguiente nave que atracaba en el puerto. Robar ha sido siempre un oficio de buenos cristianos y a nadie en el mundo, por primitivo que sea, le gusta que le quiten lo que es suyo.
La llegada y el establecimiento de Riebeck lo cambió todo. Aquellos primeros y poco numerosos colonos holandeses comenzaron a independizarse de la compañía y a establecer sus propios precios para los productos que vendían. Empezó a llamárseles bóers, que quiere decir «campesino» en holandés. En 1688, se unieron a ellos ciento cincuenta franceses hugonotes, igualmente calvinistas, huidos de las persecuciones del rey católico Luis XIV. También llegó un contingente de soldados alemanes. La cifra de europeos alcanzaba para esa fecha en Ciudad del Cabo los mil habitantes, servidos por un número semejante de esclavos traídos de Angola, Benin, Mozambique, Madagascar e Indonesia. En esos mismos años, varias decenas de muchachas europeas huérfanas fueron importadas a la colonia para proveer de esposas a los colonos.
El número de europeos siguió creciendo, emigrantes que escapaban de la pobreza y la miseria y a los que se garantizaba un pasaje gratis hasta El Cabo y un pedazo de tierra que cultivar. Imbuidos por el espíritu puritano y dogmático del calvinismo, aislados de todos los movimientos espirituales y revolucionarios europeos, los bóers se sentían conducidos a aquellas tierras por una suerte de destino manifiesto, de pueblo elegido por Dios. Eran fuertes, independientes, valerosos, racistas virulentos y sólo leían la Biblia. Eran, en definitiva, unos verdaderos asnos, con una pistola en la mano y la Biblia en la otra. Con ellos nació entonces el espíritu del apartheid que tanta sangre costaría en Suráfrica.
En un siglo, hacia 1790, la población blanca de Ciudad del Cabo era de veintiuna mil almas, servidas por veinticinco mil esclavos negros y mestizos, estos últimos conocidos ya como los coloreados. Los bóers extendieron más y más hacia el interior las fronteras de la colonia, arrebatando sus tierras, a punta de fusil, a las tribus locales. Constituían familias muy numerosas, eran casi autosuficientes en las remotas granjas y se manifestaban como celosos y altivos guardianes de su soledad, hasta el punto que se decía de ellos que todo cuanto querían ver de sus vecinos era el humo lejano de su chimenea. Se les empezó a llamar trekbóers, palabra derivada del holandés trek, que quiere decir «empujan» (una carreta). Al mismo tiempo, los colonos desarrollaron un particular dialecto derivado del holandés, que incorporaba expresiones de otras lenguas europeas y voces malayas e indonesias. De esa manera se constituyó el idioma afrikaans.
En 1795, Gran Bretaña ocupó la colonia para cortar el paso a las ansias expansionistas de los franceses. El Cabo les interesaba tan sólo como un establecimiento militar. En 1814, los británicos derrotaron a una pequeña tropa holandesa y unieron su territorio al imperio. Luego, ya en 1820, desembarcaban en la colonia cinco mil colonos británicos. Gran Bretaña llegaba a la punta sur de África con un planteamiento algo más humanitario que el de los holandeses. Encontraron un territorio para gobernar en el que sus nuevos súbditos, los bóers, eran unos brutos fanáticos dispuestos a defender con uñas y dientes los principios de su estulto dogmatismo.
El Cabo es una hermosa ciudad que, en cierta medida, mantiene y presume de un espíritu liberal, si es que en Suráfrica se puede hablar de espíritu liberal. Es como un San Francisco en una punta del mundo, con una minoría blanca cultivada y feliz que alardea de vivir en la urbe más bella de la Tierra. El índice de criminalidad de El Cabo es mucho menor que el de las otras grandes ciudades surafricanas, pero desde luego mucho mayor que el de Chicago. Los negros viven en enormes suburbios en las lejanas afueras y, al anochecer, cuando la vida se duerme y la ciudad ensombrece, casi todos regresan en atestados autobuses a sus barrios miserables. Los que no se van es porque tienen que servir al blanco en sus mansiones, o porque duermen en esquinas malolientes su borrachera, o porque van a robar lo que puedan a cualquier blanco despistado y matarle si se opone a sus propósitos.
Para los blancos queda, durante el día y la noche, el Sea Front, al noroeste de la ciudad, playas seguras y magníficas, tiendas de lujo, restaurantes de excelente gastronomía, calles limpias, bellos edificios de aire californiano y guardias de seguridad negros en cada esquina. Uno no siente para nada que está en África, porque El Cabo es como un pedazo de la América rutilante trasladada al remoto sur del planeta.
El casco viejo de la ciudad es un alarde de espaciosos jardines y arquitectura colonial de corte neoclásico. La luz del sol cae poderosa sobre los Company Gardens, ilumina los parterres repletos de flores, abrillanta el verdor de los jugosos árboles tropicales. Uno puede pasear allí con dulces sensaciones de hedonismo. Oír el canto de los pájaros, aspirar la fragancia de los frangipanis, embriagarse con el carnoso perfume de las campanillas. Y en esos jardines, en una pequeña glorieta, se alza la estatua de un hombre capital en la historia de Suráfrica. Es una estatua levantada sobre un alto pedestal que mira hacia el norte, en dirección al lejano El Cairo, y señala hacia allí con el brazo izquierdo alzado. Parece un Mussolini zurdo. Y a fe que sus criterios políticos no diferían mucho de los del fundador del fascismo italiano. Se llamaba Cecil Rhodes, fue uno de los hombres más ricos de su tiempo, quería convertir el continente africano en una finca de Gran Bretaña, construir un ferrocarril que llegara de El Cabo a El Cairo y ser recordado por la historia durante al menos cuatro mil años. Ateo, masón, promiscuo homosexual, valiente y ambicioso como pocos, este británico invadido de sueños imperiales monopolizó la explotación mundial de diamantes y una buena parte del mercado del oro, construyó ferrocarriles y líneas de telégrafo en casi medio África, fue primer ministro de la colonia de El Cabo, fundó dos naciones a las que dio su nombre, tuvo un ejército privado, prohibió casarse a sus colaboradores más cercanos, declaró dos guerras y ayudó a sentar las bases de tres estados racistas. La historia le ha olvidado casi por completo en menos de un siglo y en toda Suráfrica no hay otro monumento que le recuerde salvo la escondida estatua de los Company Gardens.
Seguir las huellas de Cecil Rhodes, detrás de su biografía, es seguir la historia de Suráfrica, pero también de Zambia y Zimbabue, que él bautizó como Rodesia del Norte y Rodesia del Sur. A los veintitrés años proclamó: «África está esperándonos (a los ingleses) y es nuestro deber tomarla». Y se aplicó a la tarea con todas sus fuerzas y empeñando en ello todas sus riquezas.
Rhodes nació en Bishop’s Stortford, una pequeña localidad cuarenta y ocho kilómetros al norte de Londres, en julio de 1853, sexto vástago de un vicario en una familia de nueve hijos. A los dieciséis años los médicos le detectaron un aneurisma de aorta, que se agravó dos años después, y recomendaron que hiciera un largo viaje por mar. Dejó sus estudios en Oxford y en 1870, cumplidos los dieciocho años, estaba en Natal, territorio al nordeste de El Cabo anexionado unos años antes al Imperio británico.
Suráfrica vivía tiempos turbulentos. Los hotentotes eran un pueblo prácticamente exterminado, a causa de enfermedades transmitidas por los blancos, en especial la viruela, y los supervivientes bosquimanos habían emigrado hacia los desiertos de la actual Namibia y de Botsuana. Gran Bretaña no alentaba sueños expansionistas, pero combatía en las nuevas fronteras de la colonia de El Cabo contra las belicosas tribus xhosas (los británicos los llamaban cafres), a las que tan sólo logró domeñar después de nueve guerras, la primera en 1791 y la última en 1878. A estos conflictos hubo que añadir dos guerras con los sotos, en los territorios del actual Lesoto, y las que se librarían posteriormente con los zulúes en Natal.
Los bóers, celosos de su independencia y reacios a admitir la soberanía de los británicos, habían emprendido a mediados de la década de los treinta lo que se conoce como el Great Trek, la gran emigración hacia el interior, cruzando el río Orange, luego la cadena montañosa del Drakensberg y finalmente el río Vaal. En total, más de quince mil se desplazaron en esos años desde El Cabo a los territorios del norte. Los trekers derrotaron a los ejércitos ndebeles y zulúes en sangrientas batallas y fundaron tres repúblicas: Natal, el Transvaal y el Estado Libre de Orange. En 1843, Gran Bretaña decidió anexionarse Natal, temerosa de que el estratégico puerto de Durban cayera en manos francesas, y expulsó a los bóers. Sin grandes deseos de extender los límites de sus colonias africanas, Londres se desinteresó del Transvaal y Orange, y los bóers vieron cumplido su sueño de organizar dos estados independientes sobre las bases de la Biblia, la agricultura, el fusil y el racismo. Eran, como todos los pueblos elegidos por Dios, un pueblo de fanáticos y peligrosos.
Pero cuando Rhodes desembarcó en Durban en 1870, las cosas habían cambiado sustancialmente. En marzo de 1869, un pastor de la tribu Griqua le cambió a un bóer un pesado diamante por un caballo, diez bueyes y quinientas ovejas. Aquel diamante, que llegaría a ser famoso con el nombre de Estrella de Suráfrica, anunciaba unas fabulosas minas, los más grandes yacimientos diamantíferos del mundo. «Hay muchas cosas extrañas en la historia humana —escribió Mark Twain cuando viajó en 1896 a Suráfrica—. Una de esas cosas extrañas es por qué los luminosos diamantes estuvieron allí tanto tiempo sin interesarle a nadie».
Los granjeros bóers comenzaron sus excavaciones en las orillas de los ríos Vaal y Orange y los diamantes aparecían por decenas, primero, y luego por centenares. Y desde los territorios del sur y desde ultramar comenzó una nueva emigración, una riada de gentes sin fortuna ansiosas de hacerse millonarias en poco tiempo, mientras que los potentados de El Cabo se aplicaron de inmediato a la tarea de comprar granjas a los bóers. Estos, convencidos de que su destino, escrito por Dios, estaba en las zanahorias y no en los diamantes, las vendían con frecuencia a precios irrisorios.
«Llegaron los colonos de El Cabo y de Natal —escribe Anthony Thomas en su biografía de Rhodes—; tras ellos, los extranjeros: buscadores de oro australianos, veteranos de las minas de California de 1849, desertores de barcos, aristócratas arruinados, excombatientes de la Guerra Civil americana, ingenuos jóvenes salidos de las prestigiosas escuelas inglesas de élite, y familias enteras que escapaban de las chabolas y los guetos centroeuropeos».
El joven Cecil Rhodes desembarcó en Natal con la idea de cultivar algodón en una granja de doscientos acres (unas ochenta hectáreas) de las que el gobierno británico cedía a los nuevos colonos. Pero sus ideas cambiaron cuando tuvo noticia de los diamantes. Su ambición no le impulsaba a la tierra, sino al dinero. En julio de 1871 se descubrieron los yacimientos más ricos en una granja llamada entonces De Beer, que pertenecía a dos hermanos bóers. Y Rhodes hizo su maleta y se trasladó en octubre al lugar, en un duro viaje en el que tuvo que recorrer 645 kilómetros.
Cuando llegó a la región, a finales de año, ya había cuarenta mil blancos en Diamond City, que pronto sería bautizada como Kimberley.
Rhodes comenzó a comprar cuantas licencias de explotación pudo pagar y siguió comprando más y más con sus beneficios. En 1873, con un golpe de audacia que le llevó a adquirir todas las licencias que le ofrecieron cuando se creyó agotada la mina más rica de Kimberley, logró hacerse con la mayoría de las acciones, asociado con Charles Rudd. La mina New Rush no sólo no estaba agotada, sino que aparecieron nuevas capas de diamantes mucho más valiosas que las anteriores. Con sólo veinte años de edad, Rhodes era inmensamente rico.
Y su fortuna creció en los años siguientes, gracias a su enorme habilidad de hombre de negocios. En 1880 fundó la De Beers Mining Company, la compañía que aún hoy monopoliza el mercado mundial de los diamantes. Cinco años más tarde controlaba la mayoría absoluta de las acciones de todas las minas de Kimberley, 360 de las 622 concesiones.
En 1886, cuando se descubrió oro en Witwatersrand, la actual Johannesburgo, que resultó ser el yacimiento más grande del mundo, Rhodes compró cuantas concesiones pudo, creó la Gold Fields Company of South África y se aseguró la explotación de una buena parte de los yacimientos. En 1889, integró todas sus posesiones en la De Beers Consolidated Mines Company, Ltd., logrando el monopolio casi total de los diamantes y el oro surafricanos. Con treinta y seis años, era el hombre más rico del continente negro y una de las primeras fortunas de Inglaterra. Kipling le profesaba enorme admiración.
Pero el éxito había hecho ya de Rhodes un imponente megalómano y su gran interés era la política. A los veintitrés años escribió lo que él llamaría su Confesión de Fe y que contenía los principios y normas sobre los que pensaba dirigir su vida. Merece la pena rescatar algunas de sus reflexiones: «Mi principal objetivo en la vida es ser útil a mi país… Yo afirmo que somos la mejor raza de la tierra y que la absorción de la mayor parte del mundo bajo nuestro gobierno significará el fin de todas las guerras… Si Dios tiene un Plan, hay que saber primero cuál es la raza que Dios ha escogido como Divino instrumento para su Plan… Incuestionablemente, esa raza es la blanca. Los blancos han alcanzado la cima en el esfuerzo de la existencia y logrado el más alto nivel de perfección humana. Dentro de la raza humana, el hombre anglohablante, sea británico, americano, australiano o surafricano, ha demostrado ser el mejor instrumento del Plan Divino para desarrollar la Justicia, la Libertad y la Paz en la más amplia extensión posible del planeta. Por eso, yo dedicaré el resto de mi vida a los propósitos de Dios y le ayudaré a lograr que el mundo sea inglés».
En su particular agenda de trabajo, siguiendo los planes de un Dios en el que no creía, Rhodes pretendía agregar al Imperio británico toda África —«de El Cabo a El Cairo»—, el valle del Eufrates, la isla de Chipre, toda Suramérica, las islas del Pacífico que no estuvieran aún en poder de Gran Bretaña, el archipiélago Malayo y todos los puertos de China y Japón. Al mismo tiempo, Estados Unidos debería ser recuperado como una parte integrada al imperio, bajo la tutela magnánima de la emperatriz Victoria. Cuando eso sucediera, el mundo viviría en paz, gobernado con benevolencia desde Londres, y ello supondría «el fin de todas las guerras».
Rhodes detestaba a los bóers, los calificaba de bueyes, y los bóers le detestaban a él, señalándole como un hombre sin escrúpulos. Lo curioso es que, en su convicción de pertenecer a razas elegidas, Rhodes y los bóers eran muy semejantes.
Durante los años setenta, cuando ya era rico, Rhodes volvió a Oxford en dos ocasiones para lograr un título universitario. Era un lector insaciable de los clásicos, un admirador encendido de la cultura romana. Pero su destino escrito por Dios no se desvanecía con sus lecturas, sino que se afirmaba en sus principios de superioridad intelectual. Despreciaba más y más a los bóers conforme se hacía un hombre culto. Y al mismo tiempo se iba pareciendo más a ellos.
Ese criterio de razas escogidas que iluminaba a los bóers y a los ingleses fascinados por Rhodes sería el embrión del estado del apartheid surafricano. Bóers e ingleses combatieron unos contra otros en dos guerras. Pero la paz final les unió en la construcción de un estado donde a los africanos les fueron negados todos los derechos. Unos, los británicos, se creían herederos de los romanos, y los otros, los bóers, una diáspora elegida por Dios para encontrar su particular Tierra Prometida. Matrimonios así sólo conducen a la barbarie y dejan muchos cadáveres en el camino.
La mañana de mi segundo día en El Cabo trajo de nuevo la lluvia, nubes bajas y frío. Conforme viajaba hacia el sur, en un coche alquilado, bordeando el lado oriental de la península, crecía en mí la sensación de que me encontraba en un territorio nórdico, en un paisaje semejante a Escandinavia. Grandes murallones de rocas teñidos de hosco verde se desmoronaban sobre un océano oscuro y sucio agitado por un vivo oleaje. Cruzaba pueblos pesqueros de calles largas arrimadas al mar, como Fish Hoek; junto a pequeñas playas de arena amarilla; sobre ensenadas repletas de detritus marinos; bajo el vuelo de bandos de cormoranes. Olía a pino y a sargazos bravíos. Luego, conforme me acercaba al Cabo de las Tormentas, a unos cuarenta kilómetros de la Ciudad del Cabo, el sol arrojaba entre las nubes brochazos de sol turbio sobre el océano, enfurecido y pintado de color cobalto, con olas que batían contra roquedales broncíneos y levantaban un eco ronco y mineral que se elevaba hasta las montañas.
Luego, la carretera abandonó la costa y ascendió a una llanura que era como un páramo de alta montaña. Los matorrales crecían altos y fuertes y sus puntas eran de un verde tan intenso que en la lejanía parecían amarillas. Entraba en el parque de Cape Point, que es una zona ecológica protegida y con extrañas especies de plantas: proteas, sugar bush, wild Rosemary…, matas que semejaban ser coliflores gigantes, otras como alcachofas y algunas como dedos rugosos de un animal muerto. Hacía frío y soplaba un viento fuerte. Mirlos azulados cantaban con bellos trinos y un avestruz se alejaba trotando al paso de mi coche.
El tramo final de la carretera era estrecho e iba a morir en la punta del Cabo de las Tormentas, bautizado de Buena Esperanza por los portugueses. Pero su visión, aquella mañana del invierno surafricano, no era en absoluto esperanzadora. La punta del cabo es una dura y alta roca que choca con el Atlántico como el mascarón de un pétreo navío. Al lado, la pequeña playa alberga grandes piedras partidas, como si el mar las hubiera roto, y restos de oscuras ramas largas y podridas, y maderos de barcos naufragados. El verdoso océano rugía y las olas, broncas y salvajes, de cabellera que se rizaba y rompía bajo la vehemencia del viento, luchaban unas contra otras como si quisieran aniquilarse en una batalla implacable. Eran olas anárquicas, impulsadas por corrientes contrarias. El duro aullido del mar ceñudo se alzaba desde la lejanía que cercaban nubes aceradas. El pavoroso piélago parecía capaz de hundir al mejor y más seguro de los navíos del mundo. Tal vez a todos ellos menos al buque fantasma del Holandés Errante. Allí, en el Cabo de las Tormentas, la leyenda era parte de la realidad. El escritor Conrad y el marino Pierre, sin que Pierre supiera cuan cerca estaba del novelista, parecían tener razón.
Regresé por la costa oeste de la península. El paisaje era menos bronco, más amable. Comí ostras y un pescado, regados con vino blanco, en el pequeño pueblo de Scarborough, en un acogedor restaurante adornado con reproducciones baratas de cuadros de Toulouse-Lautrec. Las casas de Scarborough parecían imitar la arquitectura nórdica y el paisaje de la costa que veía desde la ventana, una llanura verde que iba a morir a la playa, apenas sin árboles y batida por el temporal, recordaba al de las islas Malvinas, cerca de la punta sur del continente americano, en geografías que azotan los vientos antárticos. Una mujer cruzó la carretera, enfundada en un anorak azul y llevando de dos correas una pareja de perritos terrier, el uno blanco y el otro negro, como si compusieran un anuncio del whisky Black and White en el extremo sur del mundo. ¿Estaba realmente en África?
Seguí la carretera hacia el norte, entre la lluvia, con las nubes casi rozando el techo del automóvil. En Hot Bay, las casas arrimadas al mar componían un paisaje muy parecido al de la costa de California. La autopista corría junto a largas playas y urbanizaciones de viviendas de lujo, con campos de golf, picaderos, clubes de tenis y estadios de rugby. ¿Estaba en África?
La tormenta siguió durante el resto de la tarde y, refugiado en un bar, bebí algunas copas de buen vino de los viñedos de El Cabo. Decidí que no seguiría mucho tiempo en la ciudad. Pensaba viajar a Durban, en la provincia de Natal, y recorrer desde allí los escenarios de las terribles guerras: bóers contra zulúes, zulúes contra ingleses, ingleses contra bóers… Pocas geografías del mundo tienen tantos escenarios de viejas batallas como Natal, un territorio cuya historia está empapada de sangre, de rastros de barbarie, de empresas de locos, héroes de leyenda y reyes salvajes.
Luego, en la habitación del hotel, el noticiario de la CNN ofrecía un breve reportaje sobre el Congo. Se hablaba de matanzas de refugiados hutus, miles de hombres y mujeres huidos de la guerra y perdidos en las oscuras selvas que rodean el gran río. La imagen del ancho curso de agua discurriendo vigoroso entre bosques sin fin transmitía una sensación de grandeza indomable, reforzaba más aún mi propósito de navegarlo.