Corría tan deprisa como podía. Los árboles y los oscuros setos pasaban a mi lado como borrosas formas. Mis zapatillas golpeaban el húmedo pavimento con sonoros chasquidos.
La sangre me latía violentamente en las sienes cuando mi casa apareció a la vista. La amarillenta luz del porche proyectaba un radiante fulgor sobre el césped.
Ya casi estoy, pensé. Ya llego. Por favor, déjame entrar.
Instantes después, subía por el camino particular, pasaba como una bala junto al costado de la casa y me dirigía a la puerta de la cocina.
Con un último y desesperado acopio de energía, empujé la puerta con el hombro, salté al interior de la cocina, cerré de golpe la puerta a mi espalda y corrí el cerrojo.
Permanecí allí largo rato, con el pecho agitado por convulsivos jadeos y la garganta seca y dolorida, la espalda apoyada contra la puerta y pugnando por recobrar el aliento.
No tardé mucho en comprender que nadie me había estado persiguiendo realmente. Me di cuenta de que todo era fruto de mi imaginación.
Ya me había pasado antes.
Montones de veces.
¿Por qué soy tan asustadizo?, me pregunté, empezando a sentirme un poco más normal al verme por fin en casa sano y salvo.
Pero entonces, allí de pie en la desierta cocina, esperando a que el corazón dejara de golpearme el pecho, comprendí qué era lo que mis amigos y yo habíamos estado haciendo mal. Comprendí por qué no habíamos sido capaces de asustar a Courtney.
—¿Eres tú, Eddie? —preguntó mi madre desde el cuarto de estar.
—Sí. Ya estoy en casa —respondí. Corrí por el pasillo y asomé la cabeza por la puerta del cuarto de estar—. Tengo que hacer una llamada —dije.
—Pero si acabas de llegar... —empezó a protestar mamá.
Yo iba ya por la mitad de la escalera.
—¡Sólo una llamada! —exclamé.
Volé a mi habitación, cogí el teléfono y llamé a Charlene. Contestó al segundo timbrazo.
—¿Diga?
—¡Lo hemos estado haciendo mal! —le dije, casi sin aliento.
—¿Eddie? ¿Ya estás en casa? ¿Has ido corriendo todo el camino?
—Lo hemos estado haciendo mal —repetí, sin hacer caso de sus preguntas—. ¡Tenemos que asustar a Courtney de noche! ¡De noche! No de día. ¡Todo da más miedo de noche!
Hubo un breve silencio. Charlene debía de estar reflexionando en lo que yo había dicho. Finalmente, respondió:
—Tienes razón, Eddie. Todo da mucho más miedo de noche. Pero seguimos sin tener ninguna buena idea.
—Sí, es cierto —admití.
—No podemos saltar de pronto sobre Courtney en la oscuridad gritando: «¡Buuu!» —señaló Charlene.
Ella tenía razón. La noche era, sin duda, el momento adecuado para asustar a Courtney. Pero necesitábamos una idea. Una buena y eficaz idea.
Extrañamente, fue la propia Courtney quien me dio la idea a la mañana siguiente.