Corrí todo lo deprisa que pude hasta alcanzar a mis amigos.

—¿Dónde... dónde está Mantequilla? —pregunté, jadeando.

—Por allá, creo —respondió Charlene, señalando en dirección a una aglomeración de árboles.

—No, creo que lo he oído por allí —replicó Hat, con el dedo extendido apuntando en dirección contraria.

—No podemos perderlo —dije yo, pugnando por recobrar el aliento—. Es demasiado grande para perderlo.

—No sabía que pudiese correr tan deprisa —comentó Charlene, consternada—. No hay duda de que quiere de veras coger a esa ardilla.

—¿No sabe que tiene un trabajo que hacer? —exclamó Molly, escrutando los árboles.

—Yo... no debería haberle soltado la correa —gimió Charlene—. Ahora no podremos encontrarlo nunca.

—Claro que sí —repliqué, tratando de parecer animoso—. Volverá con nosotros en cuanto se le haya escapado la ardilla.

Al caer al suelo, se me habían pegado hojas secas y tierra a la crema de afeitar y tenía ahora una mancha grande y oscura en la camiseta. Me la froté con la mano, mientras escudriñaba el bosque en busca de Mantequilla.

—Será mejor que nos separemos —dijo Charlene. Parecía realmente preocupada—. Tenemos que encontrarlo antes de que se meta en algún apuro. No está acostumbrado al bosque.

—Tal vez esté en la orilla del río —sugirió Molly, enderezándose las gafas. Tenía una ramita enredada en el pelo. Se la quité.

—Dejemos de hablar y vayamos a buscarlo —apremié yo con impaciencia—. Quizá todavía podamos darles un susto con él a Courtney y Denise. Yo soy siempre el optimista del grupo.

—Busquémoslo —murmuró Charlene, con expresión tensa y preocupada—. Si algo le ocurriera a Mantequilla... —Estaba demasiado turbada para terminar la frase.

Nos separamos. Yo tomé el sendero que conducía hacia el río. Empecé a trotar, apartando ramas bajas de los árboles mientras recorría el sinuoso camino.

—¡Mantequilla! ¡Mantequilla! —iba llamando a media voz.

¿Cómo podía aquel estúpido perro organizarnos un lío así? ¿Cómo podía ser tan irresponsable?

—¡Ay! —Una aguzada espina me arañó la muñeca al pasar junto a un zarzal. Me detuve jadeando para examinar la herida. Una gotita de brillante sangre roja apareció en mi muñeca.

Haciendo caso omiso de ella, reanudé mi búsqueda.

—¡Mantequilla! ¡Mantequilla!

Me di cuenta de que debía de estar ya cerca del río. Pero no oía el ruido del agua.

¿Estaba en el camino adecuado? ¿Me había desviado en algún momento?

Empecé a correr más deprisa, saltando sobre troncos caídos, abriéndome paso por entre altos cañaverales. El terreno se tornó blando y pantanoso. Los pies se me hundían en el barro mientras corría.

¿No debería estar el claro justo aquí delante?

¿No debería estar el río a este lado del claro?

Me detuve. Me incliné, con las manos apoyadas en las rodillas, pugnando por recobrar el aliento.

Cuando levanté la vista comprendí que me había extraviado.

Traté de localizar el sol. Quizá pudiese recuperar mi sentido de la orientación. Pero el bosque era demasiado espeso y penetraba muy poca luz en él.

—Me he perdido —exclamé en voz alta, más sorprendido que asustado—. No lo puedo creer. Estoy perdido en el bosque.

Me volví tratando de encontrar algún detalle familiar. Esbeltos árboles de troncos blanquecinos formaban una gruesa empalizada a mi espalda. Árboles más oscuros me rodeaban por los otros tres lados.

—Eh, ¿me oye alguien? —grité.

Mi voz sonó aguda y atemorizada.

—¿Alguien puede oírme? —repetí, haciendo un esfuerzo por gritar más alto.

No hubo respuesta.

Un ave graznó ruidosamente en lo alto... Oí un batir de alas.

—¡Eh, Hat! ¡Molly! ¡Charlene! —grité—. Repetí varias veces sus nombres.

No hubo respuesta.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¡Eh, me he perdido! —grité—. ¿Me oye alguien?

Entonces oí el crujir de unas pisadas a mi izquierda. Unas fuertes pisadas que se acercaban rápidamente.

—Eh, chicos, ¿sois vosotros? —exclamé, aguzando el oído.

No hubo respuesta. Las fuertes pisadas continuaron aproximándose.

Escruté los oscuros árboles.

Oí el graznido de otra ave. Un nuevo batir de alas.

Fuertes pisadas. Crujir de hojas secas.

—Mantequilla, ¿eres tú? ¿Mantequilla?

Tenía que ser el perro. Di unos pasos en dirección a los sonidos que se aproximaban.

Me detuve al ver el perro.

¿Mantequilla?

No.

Cuando me encontré ante los fulgurantes ojos rojos de otro perro se me cortó la respiración. Era un perro enorme y siniestro, casi tan grande como un poni, de piel negra y brillante. Bajó la bruñida cabeza y gruñó mientras sus ojos relucían coléricamente.

—Perrito bonito —dije con voz débil—. Perrito bonito.

Enseñó los dientes y lanzó un aterrador gruñido.

Luego, empezó a correr y, con un furioso bufido, se me tiró al cuello.