—Oh. Me he equivocado de número —dijo Molly, y colgó apresuradamente.

Llamar a Courtney no había sido una buena idea.

Nuestro plan no había salido como esperábamos. Pero estábamos seguros de que podíamos asustar a Courtney con Mantequilla. Sólo teníamos que sorprenderla en el bosque en el momento adecuado.

Al día siguiente, domingo, estaba lloviendo. Yo me sentí muy decepcionado.

Mi hermano Kevin estaba a mi lado junto a la ventana, viendo cómo golpeaban las gotas en el cristal. También se sentía muy decepcionado. Él y sus amigos habían planeado terminar en el bosque su vídeo de los Monstruos del Lodo.

—Hoy íbamos a grabar el gran final, cuando surgen del fango los Monstruos del Lodo —dijo.

—Tal vez deje de llover —aventuré yo.

—No importa —suspiró Kevin con resignación—. De todas maneras, hoy ya no podremos hacer ninguna toma.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Demasiado fango —respondió.

Fue transcurriendo la semana. Llovió casi todos los días.

El sábado por la tarde salió el sol. Charlene le puso la correa a Mantequilla y nos encaminamos hacia el bosque.

—Courtney tiene que estar allí. ¡Tiene que estar! —declaré.

—Alguien debe reconocer primero la casa del árbol —propuso Molly—. Alguien tiene que cerciorarse de que Courtney y Denise están allí antes de que soltemos a Mantequilla.

—¡Yo lo haré! —nos ofrecimos al unísono Hat y yo.

Todos se echaron a reír. Estábamos de buen humor. Creo que teníamos la grata impresión de que aquél era el día en que por fin le íbamos a dar un susto de muerte a Courtney.

El bosque estaba a poca distancia de la casa de Charlene. Era un día realmente precioso, el primero de toda la semana. Todo tenía una fresca fragancia después de tanta lluvia.

Mantequilla no hacía más que pararse a olisquear flores, arbustos y otras plantas. Charlene tenía que tirar continuamente de la correa para que siguiera andando. Era una tarea dura. ¡No resulta nada fácil tirar de un san bernardo si él no quiere dejarse!

—Tengo la boca seca —se quejó Charlene cuando nos acercábamos a la linde del bosque—. Espero poder silbar bien.

Lo intentó. Le salió bastante ronco. La verdad es que no parecía un silbido.

Pero eso no parecía importarle a Mantequilla, que levantó la cabeza al instante, irguió las orejas y tensó la cola.

Charlene silbó con más fuerza, pero no consiguió mayor potencia.

El estómago de Mantequilla empezó a emitir un sordo rumor, que pronto se convirtió en un gruñido. El gruñido se transformó en feroz bufido al tiempo que el corpulento perro enseñaba amenazadoramente los dientes.

—Basta, Charlene —dije—. No lo desperdicies.

Charlene dejó de silbar. El perro se calmó.

—¿Me da alguien un chicle? —preguntó Charlene, llevándose la mano a la garganta—. Tengo la boca completamente seca.

Molly le dio uno.

—¡Mantequilla está preparado! —declaró jubilosamente Hat mientras nos internábamos en el bosque.

Las sombras de las hojas danzaban en el suelo ante nosotros. Los centelleantes rayos de sol brillaban entre los árboles, y las ramitas y hojas secas crujían bajo nuestros pies mientras caminábamos.

—¡Vamos, chucho! —suplicó Charlene, tirando con fuerza de la correa.

—¡Chist! —advirtió Molly—. Debemos guardar silencio. Si Courtney está en el bosque nos va a oír.

—¡Vamos, Mantequilla! —repitió Charlene en un susurro.

El perro empezaba a poner difíciles las cosas. No hacía más que pararse a olfatear. Tiraba de la correa, tratando de soltarse para poder andar a su aire. Supongo que había demasiados olores excitantes para él. Movía la cola sin cesar y jadeaba ruidosamente.

Nos habíamos adentrado ya bastante en el bosque y nos estábamos acercando al río. La oscuridad era allí mayor y hacía más frío. Sombras de tonalidad púrpura nos rodeaban mientras caminábamos.

—Yo me acercaré a la casa del árbol para ver si Courtney y Denise están allí —susurré. Le pasé a Hat la bolsa de papel marrón que llevaba—. Tenme esto. Vuelvo enseguida.

Hat miró suspicazmente la bolsa.

—¿Qué hay dentro?

—Ya lo verás —respondí y emprendí mi misión de reconocimiento. Avancé agachado a través de un trecho de altas hierbas.

Volví la vista hacia mis amigos. Se habían agrupado alrededor de Mantequilla. El corpulento perro se había echado en el suelo y mordisqueaba un palo.

Mientras caminaba por un angosto sendero que discurría entre los árboles, me di cuenta de que el corazón me latía violentamente a consecuencia de la excitación. ¡Por fin! Había llegado el día de nuestra victoria sobre Courtney.

La casa del árbol se hallaba cerca del río, al otro lado de un pequeño claro lleno de hierbajos. Al aproximarme oí el ruido del agua.

Me deslicé entre los árboles, manteniéndome en la sombra. No quería que Courtney ni Denise me viesen. Eso echaría a perder la sorpresa.

Al pensar en el susto que se iban a llevar se dibujó una sonrisa en mi rostro. Si estaban allí. . .

Me detuve en la linde del claro y escruté a través de él. Se veían docenas de pisadas en la hierba. Comprendí que mi hermano y sus amigos debían de haber grabado allí parte de su vídeo de los Monstruos del Lodo.

Manteniéndome bajo los árboles, empecé a describir un círculo en torno al claro. Allí, al otro lado, se veía la casa de troncos de Courtney. Parecía

una gran caja de madera encaramada en la rama más baja de un viejo roble. Una escala de cuerda la comunicaba con el suelo.

¿Dónde estaban Courtney y Denise?

No las veía.

Avancé unos pasos más, apartando las altas hierbas a medida que me aproximaba.

—Oh —murmuré al notar un pinchazo en el hombro. Miré y me quité dos cardos de la manga de la camiseta.

Luego continué caminando, mientras procuraba no hacer el menor ruido a medida que me aproximaba a la casa del árbol.

Me detuve al oír voces. Eran voces de chicas.

Entonces vi a Courtney y Denise. Estaban justo delante de mí, andando por el bosque.

Me agazapé tras un grupo de frondosos arbustos.

Estaban a sólo unos metros delante de mí. ¿Me habrían visto?

No.

Hablaban excitadamente, enzarzadas en alguna especie de acalorada charla. Las observé a través de los arbustos. Las dos llevaban blusas azules que no les llegaban a la cintura y pantalones cortos blancos. Parecían gemelas.

Caminaban despacio en la otra dirección, arrancando distraídamente hierbas y flores silvestres al pasar.

¡Estupendo!, pensé. ¡Es perfecto!

¡Sabía que hoy era el día!

Di media vuelta y me alejé a toda prisa en silencio. Estaba deseando volver con mis amigos.

Los encontré en el mismo sitio, todavía apiñados en torno al perro.

—¡Haz tu papel, Mantequilla! —grité excitadamente, sonriendo y agitando las manos mientras corría hacia ellos.

—¿Quieres decir que están allí? —preguntó Hat, sorprendido.

—Allí están —respondí jadeante—:, esperando a llevarse el susto de su vida.

—¡Estupendo! —exclamaron Molly y Charlene. Charlene tiró de la correa intentando que Mantequilla se levantara.

—Esperad —dije. Cogí la bolsa de papel que le había dado a Hat—. Antes de que Mantequilla se levante, vamos a ponerle esto primero.

Saqué el bote de crema de afeitar que había llevado.

—¿Para qué es eso? —preguntó Hat.

—Pensé que podríamos ponerle crema de afeitar alrededor de la boca —expliqué—. Ya sabéis. Para que parezca que está echando espumarajos. Los perros rabiosos siempre tienen espuma en la boca. ¡Cuando vean que las ataca un perro con la boca cubierta de espuma blanca, Courtney y Denise se van a caer en redondo!

—¡Excelente! —exclamó Molly, dándome una palmada en la espalda—. ¡Realmente excelente!

Todos me felicitaron. Debo reconocer que a veces tengo grandes ideas.

Mantequilla se puso pesadamente en pie. Empezó a tirar de Charlene en dirección al claro.

—Dejadle que se acerque más a ellas —susurró Charlene, mientras el perro trotaba entre los árboles, arrastrándola con él—. Luego lo embadurnamos con la cosa ésa y lo soltamos.

Molly, Hat y yo les seguíamos de cerca. Poco después, estábamos en la linde del claro. Nos detuvimos detrás de los altos y gruesos arbustos y nos agachamos. Allí quedábamos completamente ocultos.

Courtney y Denise habían entrado en el claro. Estaban de pie en la hierba, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, mientras charlaban de un tema de discusión cualquiera que fuese.

Oíamos el murmullo de sus voces, pero no estábamos lo bastante cerca como para entender lo que decían. Desde más allá nos llegaba el sonido del riachuelo deslizándose sobre el fangoso lecho.

—Ha llegado el gran momento de tu actuación, Mantequilla —susurró Charlene, inclinándose para soltarle la correa al perro. Se volvió hacia nosotros—. En cuanto entre en el claro, empezare a silbar.

Yo agarré el bote de crema de afeitar y me eché en la mano una bola de blanca espuma.

De repente, oí un ruido a nuestra espalda, entre los árboles.

Una sucesión de leves roces y chasquidos. Algo corría sobre las hojas y ramitas secas. De pronto apareció una ardilla en un hueco entre los arbustos.

Mantequilla también la vio y en el momento en que me inclinaba con la mano extendida para untarle la boca con la crema de afeitar, el corpulento perro se puso súbitamente en marcha.

Caí de bruces al suelo.

Levanté la vista a tiempo de ver al perro saltando entre los árboles, persiguiendo a la ardilla.

Mis tres amigos estaban ya en pie.

—¡Mantequilla! ¡Mantequilla! ¡Vuelve! —gritaba Charlene.

Me incorporé. Me había manchado toda la pechera de la camiseta de crema de afeitar. Haciendo caso omiso de ello, me volví y eché a correr tras ellos.

Me llevaban ya bastante ventaja. No podía verlos. Pero oía a Charlene gritar.

—¡Mantequilla! ¡Vuelve! ¿Dónde estás, Mantequilla?