El sábado por la tarde estábamos en el jardín trasero de la casa de Charlene, probando el nuevo juego de croquet que le había comprado su padre. Era un día gris. Altos nubarrones impedían el paso del sol y proyectaban largas y oscuras sombras sobre el césped.

El rugido de un cortacésped que funcionaba en la casa de al lado hacía un poco difícil oírnos. Yo les estaba contando a Molly, Charlene y Hat la idea de mi hermano para asustar a Courtney.

—Un perro grande y furioso sí que da miedo —admitió enseguida Hat, que golpeó fuertemente con el mazo su pelota verde y mandó la mía volando contra el seto.

Molly frunció el ceño. Todavía no nos había perdonado el incidente de la tarántula, aunque ya le habíamos pedido disculpas por lo menos mil veces. Se estiró la camiseta amarilla por encima de los ajustados pantalones de ciclista y se dispuso a golpear su pelota.

—Lo que necesitamos es un perro que parezca realmente malvado —dijo Molly. Golpeó con fuerza su pelota, que falló el aro y rebotó en una estaquilla de madera.

—Supongo que mi perro, Mantequilla, podría hacerlo —sugirió Charlene, con un suspiro.

—¿Quién? ¿Mantequilla? —exclamé con sorpresa—. No bromees, Charlene. Mantequilla es un infeliz. No asustaría ni a una mosca.

En el rostro de Charlene se dibujó una burlona sonrisa.

—Mantequilla podría hacerlo —repitió.

—Oh, seguro —exclamé, poniendo los ojos en blanco—. Es realmente temible. Por eso le pusiste un nombre tan terrible como Mantequilla.

—Te toca —me dijo Molly, señalando mi pelota en el seto.

—Este juego es un rollo —me quejé—. ¿Cómo puede gustarle a alguien?

—A mí me gusta —me replicó Hat. Él iba ganando.

Charlene acercó las manos en torno a la boca, a modo de bocina, y gritó:

—¡Mantequilla! ¡Mantequilla! ¡Ven aquí, bestia feroz!

Instantes después, el corpulento san bernardo vino hacia nosotros desde el costado de la casa. Sacudía violentamente su blanca y peluda cola, contoneando la grupa mientras corría sobre la hierba con la grande y roja lengua fuera.

—¡Oh, qué miedo! ¡Qué miedo! —exclamé sarcásticamente. Dejé caer mi mazo de croquet y me abracé a mí mismo fingiendo estremecerse de pavor.

Mantequilla no me hizo ningún caso. Corrió hacia Charlene y empezó a lamerle la mano emitiendo sonidos que recordaban el maullido de un gato.

—Oooh, es un tipo duro —exclamé.

Hat se puso a mi lado, mientras se ajustaba la gorra de béisbol sobre los ojos.

—Es un grande y bonachón san bernardo, Charlene —dijo Hat, inclinándose para rascarle detrás de las orejas al perro—. No resulta nada impresionante. Necesitamos un gran lobo. O un doberman de metro y medio de alto.

Mantequilla hizo girar su cabezota para lamerle la mano a Hat.

—¡Puaf! —Hat hizo un gesto de repugnancia—. Detesto la baba de perro.

—¿Dónde podemos encontrar un verdadero perro de ataque? —pregunté, recogiendo mi mazo y apoyándome en él como si fuera un bastón—. ¿Conocemos a alguien que tenga un perro guardián? ¿Un corpulento y horrible pastor alemán, por ejemplo?

Charlene continuaba sonriendo burlonamente, como si supiera algo que los demás ignorábamos.

—Dadle una oportunidad a Mantequilla—dijo misteriosamente—. Podríais sorprenderos.

Las nubes cubrieron de nuevo el sol. El aire se enfrió de pronto mientras sombras grises corrían sobre la hierba.

El cortacésped del otro lado del seto enmudeció. El jardín pareció de repente fantasmalmente silencioso e inmóvil.

Mantequilla se dejó caer en la hierba y rodó sobre el lomo. Sus cuatro patas se agitaron en el aire mientras se rascaba el lomo contra el césped.

—No parece demasiado impresionante, Charlene—dijo Hat, riendo. El perro parecía más bien estúpido.

—Aún no hemos hecho nuestro número —replicó Charlene—.Observad.

Se volvió hacia el perro y empezó a silbar. Un sonido sin la menor armonía, sólo un silbido estridente y monótono.

El corpulento san bernardo reaccionó al instante. En cuanto oyó el silbido de Charlene, rodo de costado y se puso en pie. Su cola se proyectó rígida tras él. Todo su cuerpo pareció ponerse rígido. Irguió las orejas.

Charlene continuó silbando. No muy fuerte. Con un constante sonido de baja intensidad y notas largas y agudas.

Mientras mirábamos, sorprendidos y en silencio, Mantequilla empezó a gruñir. El gruñido se inició en lo más profundo de su estómago. Parecía colérico y amenazador.

Retrajo los oscuros labios, dejando al descubierto sus enormes dientes.

Gruñó con más fuerza, hasta que el gruñido se convirtió en un avieso bufido.

Los ojos del perro fulguraban coléricamente. Tensó el lomo. Arqueó la cabeza hacia atrás como si se preparase para atacar.

Charlene tomó aliento y silbó un poco más. Tenía los ojos fijos en el perro.

—¡Mantequilla, coge a Eddie! —gritó de pronto Charlene—. ¡Coge a Eddie! ¡Mata! ¡Mata!