El plan era sencillo.
El señor Dollinger, el profesor de Ciencias, tenía dos tarántulas metidas en una jaula en el laboratorio del segundo piso.
El jueves, Hat y yo nos introduciríamos en el laboratorio al terminar las clases. Cogeríamos una de las tarántulas y la esconderíamos en mi taquilla.
A la mañana siguiente, nada más terminar la reunión matinal, todos teníamos clase de gimnasia. Por encima del suelo del gimnasio hay una galería en la que se guarda el material. Hat y yo nos situaríamos en ella con la tarántula.
Luego, Molly y Charlene se pondrían a hablar con Courtney y la llevarían debajo de la galería. Cuando Courtney estuviese en la posición adecuada, uno de nosotros le echaría la tarántula en la cabeza.
Entonces, ella se pondría a chillar y la tarántula se le enredaría en el pelo y no podría soltársela, así que gritaría más aún, se pondría frenética y todos nos reiríamos a base de bien.
Un plan sencillo.
Era un plan que no podía dejar de salir bien.
¿Qué podría fallar?
El jueves, al terminar las clases, Molly y Charlene nos desearon buena suerte. Hat y yo entramos en el taller y fingimos estar trabajando en nuestros propios proyectos. En realidad, estábamos esperando a que todos los chicos abandonaran el edificio de la escuela.
No tardó en hacerse el silencio en el pasillo. Asomé la cabeza por la puerta del taller. Estaba vacío.
—Listo, Hat —susurré, indicándole con un ademán que me siguiera—. Terminemos con esto.
Salimos al pasillo. Nuestros zapatos resonaban ruidosamente contra el suelo embaldosado. Los pasillos de la escuela tienen algo de siniestro cuando se ha marchado todo el mundo y reina el silencio.
Pasamos por delante de la sala de profesores, junto a la escalera principal. La puerta estaba ligeramente entreabierta y vi que se hallaban celebrando alguna clase de reunión.
Estupendo, me dije. Si los profesores están reunidos abajo, tendremos el laboratorio de Ciencias para nosotros solos.
Hat y yo subimos corriendo la escalera, apoyándonos en la barandilla y tratando de movernos lo más silenciosamente posible.
El laboratorio de Ciencias está situado en el segundo piso, al final del pasillo. Nos cruzamos con un par de chicos de octavo grado a los que no conocíamos. Pero no vimos a nadie más. No parecía haber profesores allá arriba. Probablemente, estaban todos en la reunión.
Hat y yo atisbamos en el interior del laboratorio. El sol del atardecer penetraba por las ventanas. Tuvimos que entornar los ojos para mirar por las largas filas de mesas.
—¿Señor Dollinger? —llamé. Sólo quería cerciorarme de que no estaba allí.
No hubo respuesta.
Los dos tratamos de colarnos por la puerta al mismo tiempo, pero no cabíamos. Hat se echó a reír con su risita aguda y nerviosa. Me llevé un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. No quería que nos oyese nadie.
Hat me siguió por el pasillo central de la larga sala. El corazón empezó a latirme violentamente en el pecho. Mis ojos escrutaron la estancia.
La luz del sol pareció hacerse aún más brillante. Las acuarelas del bosque bajo la lluvia que todos habíamos pintado colgaban en la pared que estaba detrás de la mesa del señor Dollinger. Un grifo goteaba en una de las pipas del laboratorio.
La puerta del alto armario metálico donde se guardaba el material, situado junto a la mesa del señor Dollinger, estaba abierta. Se lo señalé a Hat.
—Probablemente, eso significa que volverá aquí cuando termine la reunión de profesores —susurré.
El señor Dollinger es un fanático del orden. Él no dejaría un armario abierto toda la noche.
Hat me dio un codazo.
—Más vale que nos demos prisa.
—No me atosigues —gruñí.
Nos dirigimos hacia la jaula de las tarántulas, que reposaba sobre una mesa metálica arrimada a la pared. En realidad, era una caja de chapa de madera con tapa de red metálica.
Un repentino estampido me hizo detenerme a poco más de un metro de la jaula. Contuve el aliento y pregunté a Hat:
—¿Qué ha sido eso?
El sonido se repitió. Nos dimos cuenta de que era una persiana, agitada por el viento, que golpeaba contra la ventana abierta a nuestras espaldas.
Lancé un profundo suspiro de alivio. Miré a Hat y él me miró a mí. Se ajustó nerviosamente la gorra de béisbol sobre la frente.
—Eddie, quizás esto no sea tan buena idea —murmuró—. Quizá deberíamos largarnos de aquí.
Me sentí tentado de darle la razón y salir de allí corriendo a toda la velocidad de que fuese capaz. Pero luego recordé la presuntuosa sonrisa de Courtney cuando bajaba del árbol con el gato.
—Sigamos el plan —repliqué.
Deseaba con toda el alma darle un buen susto a Courtney. Lo deseaba más que ninguna otra cosa en el mundo.
Hat y yo miramos a las tarántulas a través de la rejilla. La más grande se movía lentamente por un extremo de la jaula. La pequeña, más oscura, permanecía quieta, hecha una bola en el otro extremo.
—Jo —exclamé en voz baja—. Sí que son horribles.
Tenían las patas llenas de pelos erizados. Sus cuerpos parecían repugnantes bolsas peludas.
—Cojamos la grande —exclamó Hat, extendiendo la mano hacia la tapa. Sonrió—. Hará un bonito «plop» cuando le caiga en la cabeza a Courtney.
Los dos nos echamos a reír. Hat sabía hacer ruidos la mar de graciosos.
Levantó la tapa de rejilla de la jaula y metió la mano para coger la tarántula grande. De pronto, se detuvo y se le borró la sonrisa.
—Tenemos un pequeño problema —dijo.
—¿Eh? ¿Cuál? —Volví nerviosamente la vista hacia la puerta. No había nadie allí.
—¿Dónde la vamos a meter? —preguntó Hat.
Lo miré boquiabierto.
—Oh.
—Olvidamos traer algo donde meterla —añadió Hat.
Bajó la tapa de la jaula. Las dos tarántulas avanzaban lentamente ahora la una hacia la otra.
—Sí. Bueno, necesitamos una bolsa o algo —dije. Recorrí con los ojos la superficie de las mesas.
—Una bolsa no sirve —replicó Hat, frunciendo el ceño—. Las tarántulas pueden desgarrar una bolsa.
—Oh, sí. Tienes razón.
—¿Por qué no pensamos en ello antes? —exclamó Hat—. ¿Por qué hemos sido tan estúpidos? ¿Qué creíamos que estábamos haciendo? ¡No puede uno meterse una tarántula en la mochila y llevarla por ahí!
—Cálmate —dije, indicándole por señas que bajara la voz. Me di cuenta de que estaba empezando a dejarse dominar por el pánico—. Aquí tiene que haber algo donde se pueda guardar una tarántula.
—Esto es realmente estúpido —gruñó—. ¿Imaginabas que me la iba a guardar en el bolsillo?
—Espera —repetí. Me acerqué a la mesa de al lado y cogí un recipiente de plástico. Era del tamaño de un queso y tenía una tapa de plástico—. Esto es perfecto —susurré, levantándolo en alto para que lo viera—. Le haré unos agujeros en la tapa.
—Date prisa —urgió Hat. Se quitó la gorra y se rascó la negra pelambrera.
Valiéndome de un lápiz, abrí varios agujeros en la tapa para que entrase aire. Luego llevé el recipiente de plástico hasta la jaula.
—Toma —dije, entregándoselo.
—Tienes que sostenerlo —me indicó Hat—. Yo no puedo sujetar el recipiente y coger la tarántula.
—Oh —exclamé con desolación. No quería estar tan cerca de la tarántula.
Me empezó a temblar ligeramente la mano. Pero sostuve el recipiente junto a la jaula, listo para taparlo en cuanto Hat dejase caer dentro una de las horribles criaturas.
Levantó la tapa y metió la mano en la jaula. Era realmente valiente. Enroscó la mano en torno al cuerpo de la araña grande y la levantó con facilidad. No titubeó ni torció el gesto.
Me sentí impresionado.
Casi se me cae el recipiente de plástico cuando él metió dentro la tarántula. La mano me temblaba violentamente. Pero conseguí aguantar.
La tarántula empezó a agitarse frenéticamente, moviendo las patas, deslizándose de modo errático sobre la resbaladiza superficie de plástico.
—No le gusta estar ahí dentro —dije con voz temblorosa.
—Peor para ella —replicó Hat, al tiempo que cerraba la tapa de rejilla—. Rápido, Eddie, pon la tapa en el recipiente.
Empecé a forcejear para encajar la tapa.
Casi lo había conseguido cuando oí un ruido de pasos al otro lado de la puerta. Y también voces.
Hat y yo contuvimos el aliento al comprender que estaba a punto de entrar el señor Dollinger.