Un escalofrío me recorrió toda la espalda. La señora Rudolph parecía aterrorizada.

—¿Qué o... ocurre? —tartamudeé.

Señaló hacia el cielo.

—¿Puedes ayudarme?

—¿Qué? —Seguí su mirada. Tardé unos momentos en darme cuenta de que señalaba a la rama de un árbol, no al cielo.

—Es Muttly, mi gato —me dijo la señora Rudolph, protegiéndose los ojos del sol con una mano sin dejar de señalar con la otra.

—Ya lo veo —exclamó Hat—. En aquella rama. La torcida.

—No sé cómo salió de la casa —dijo la señora Rudolph—. Nunca se sube a los árboles. Pero de alguna manera se ha encaramado ahí y no puede bajar.

Levanté la vista hacia las frondosas ramas. Sí.

Allí estaba Muttly. Bastante arriba. Emitía aterrorizados maullidos y arañaba la delgada rama.

Nos quedamos todos mirando al aterrorizado gato.

De pronto, sentí la mano de la señora Rudolph en mi hombro.

—¿Puedes trepar al árbol y cogerlo, Eddie?

Tragué saliva. No soy el mejor escalador de árboles del mundo. De hecho, detesto escalar árboles. Siempre me corto las manos con la corteza o me raspo la piel del estómago o algo.

—Deprisa, por favor —me rogó la señora Rudolph—. Muttly está muy asustado. Se... se va a caer.

¿Y qué si se cae? ¿No tienen siete vidas los gatos?

Eso fue lo que pensé. Pero no se lo dije a la señora Rudolph.

En lugar de ello, balbuceé algo acerca de lo alto que estaba.

—Se te da bien trepar a los árboles, ¿verdad? Quiero decir que todos los chicos de tu edad trepan a los árboles, ¿no? —Me miró fijamente con aire de desaprobación.

Piensa que soy un gallina, comprendí.

Si no subo al árbol y rescato a su estúpido gato, le dirá a mi madre que soy un alfeñique. La noticia correrá por todo el barrio: La señora Rudolph le pidió ayuda a Eddie y él se quedó allí sin hacer nada, farfullando tontas excusas.

—Me dan un poco de miedo las alturas —confesé.

—Venga, Eddie —me apremió Hat—. Puedes hacerlo. —Vaya un amigo.

Por encima de nosotros, el gato maulló sonoramente. Parecía el llanto de un bebé. Su cola se mantenía rígidamente erguida en el aire.

—Puedes hacerlo, Eddie —dijo Charlene, levantando la vista hacia el gato.

—Deprisa, por favor —rogó la señora Rudolph—. A mis hijos se les partirá el corazón si le ocurre algo a Muttly.

Vacilé, mirando el alto tronco de áspera corteza.

El gato volvió a maullar lastimeramente.

De pronto, la rama empezó a bambolearse. Las patas del gato forcejearon frenéticamente mientras el animal perdía el equilibrio.

Luego, oí el chillido del gato mientras comenzaba a perder el equilibrio.