9

Akhesa se enteró con sorpresa de la precipitada partida de la reina madre hacia Tebas. La sirvienta nubia reveló a su señora que Teje había tomado el camino de regreso de madrugada por orden del faraón. Se rumoreaba que éste jamás había expulsado así a su madre de la nueva capital. El acontecimiento desataba murmullos desaprobadores. Por lo general, la reina madre residía durante varias semanas consecutivas en la ciudad del sol. ¿Acaso Akenatón había decidido hacer el vacío a su alrededor, encerrarse cada vez más en la soledad de un poder absoluto?

Akhesa no renunciaría a la misión que la reina madre le había confiado. Llevaba ya varias horas buscando un medio para llevarla a cabo.

Creía haberlo encontrado.

El escultor Maya, sentado en un trípode, impartía sus directrices a los dos ayudantes que trabajaban con él en su taller. El más joven, hábil ya en el manejo del cincel de cobre, trabajaba en un pie de cama con forma de pata de león. El segundo, más adelantado, estaba ocupado moldeando la nariz de un rostro de yeso. Pronto comenzaría directamente con la piedra caliza. Si seguía progresando, dentro de pocos meses intentaría realizar su primera estatua y pronunciaría las palabras rituales: «¡Qué viva!». «El que da vida»: ése era el título de los escultores reconocidos como maestros en su oficio.

A sus cuarenta años, Maya estaba orgulloso de pertenecer a la ilustre corporación de la que habían salido tantos artífices, altos dignatarios, e incluso primeros ministros. Antes de pretender dirigir a los hombres, primero era preciso aprender a dominar la materia, a amarla, a extraer de ella sus bellezas ocultas.

Con el rostro profundamente marcado, severo, meditativo, Maya no tenía más ideal que la perfección en su oficio. Penetró en la parte secreta de su taller, cuyo acceso estaba prohibido a los aprendices. Allí, en la penumbra, brillaba el pulido calcáreo de la obra que estaba terminando: la estatua de la primogénita de la pareja real. Se sentía feliz de terminarla. Las sesiones en que la princesa había posado habían resultado insoportables. Imbuida de su importancia, Meritatón manifestaba sin cesar su impaciencia. Exigía del escultor que rectificara un detalle u otro. Maya debía adaptarse a la nueva estética oficial, caracterizada por un cráneo alargado, miembros distendidos, vientre prominente. La cabeza humana, decía Akenatón, capta la energía luminosa. Los fieles del dios deben aparecer como hombre y mujer, preñados por un nuevo sol. Para Maya, que había sido formado por los mejores artesanos de Tebas, ese abandono del clasicismo y de las rigurosas formas consagradas por siglos de práctica era una locura. Cuando el reinado de Akenatón terminara, regresaría a las reglas de los antiguos maestros, en vigor desde el tiempo de las pirámides.

Maya contempló la estatua con mirada crítica. La expresión del rostro, el modelado, la actitud, el gesto de la mano sujetando una jarra de ofrendas, el plisado del vestido transparente, la peluca… El conjunto se adecuaba a lo que de él habían exigido. Ya sólo quedaba adornar la escultura que había ejecutado sin alegría. Tomando su paleta rectangular de colores y un pincel, se disponía a pintar de rojo los labios.

Al retroceder, descubrió la presencia de una joven morena, oculta en una esquina de la estancia, tras un tronco. Empuñando un cincel, Maya la increpó con voz enojada.

—¿Quién sois? ¿Qué hacéis aquí?

Akhesa sonrió.

—Muy amenazador estáis, maestro Maya. ¿Os doy miedo?

—Salid. Nadie tiene derecho a penetrar en esta parte del taller.

—¿Teméis que os robe vuestros secretos?

La joven se adelantó y admiró la estatua.

—Así habéis hecho vivir a mi hermana mayor. Es más hermosa que en la realidad. Sois un gran escultor, maestro Maya.

—¿Sois acaso…?

—La tercera hija del faraón.

Maya levantó las manos en un gesto de respeto.

—Vuestra presencia honra mi taller, princesa. Pero os sigue estando prohibido el acceso a él.

—No os confundáis en gestos de cortesía —recomendó Akhesa—. No es el arte que domináis.

El artesano, ciertamente, prefería el trato con la madera y la piedra al trato con los seres humanos. La materia no mentía, no disimulaba. Se resistía a los instrumentos del mal obrero, pero se mostraba tierna para con quien sabía hablarle. Maya dejó su herramienta. No necesitaba aquella arma contra la hija del rey. Advertía en ella a un adversario mucho más temible que un bloque de granito o un tronco de cedro. Y temía adivinar la razón profunda de aquella inesperada visita.

—¿Tenéis algo que reprocharme, princesa?

—Mi sirvienta ha oído ciertas habladurías que os conciernen, Al parecer, vuestras críticas a la política del faraón han llegado a los oídos de ciertos dignatarios de palacio. Si llegan a los de mi padre…

El escultor se encogió de hombros.

—No me preocupo por la política y no hago correr rumor alguno. Lo que pienso, lo digo en voz alta. La ciudad del sol es una ciudad mal construida con materiales de mediocre calidad. Fueron encajados a toda prisa por obreros incompetentes. Incluso el palacio real fue edificado sin genio. Pronto se resquebrajará. La capital carece de contramaestres y trabajadores especializados.

—Son acusaciones graves.

—Simples evidencias, princesa. ¿Sabéis que la mayoría de las tumbas de la necrópolis están sólo medio excavadas, que su decoración apenas si está esbozada, que algunos pintores son demasiado ignorantes para crear sus colores? Es una injuria a los dioses.

Un fulgor de cólera brilló en los ojos de Akhesa.

—¡Ya no hay dioses, maestro Maya! ¡Sólo reina Atón!

El escultor no inclinó la cabeza. El pueblo humilde se apartaba de su rey, cuyo fanatismo le asustaba. Su tercera hija no parecía, en este terreno, irle a la zaga. Maya estaba impresionado por la conquistadora energía de la joven. Inconscientes y estúpidos serían quienes la subestimaran. Sin duda se había equivocado expresándose con tanta franqueza. Pero carecía del sentido del matiz y de la diplomacia.

—Atón salvará su capital de la desgracia —declaró Akhesa convencida—, a condición de que todos los súbditos del faraón sean fieles a su señor.

La amenaza era clara. Si aquella joven obtenía algún poder en el futuro, pensó el escultor, se convertiría en una tirana temible.

—He venido, maestro Maya, para hablaros de un tema concreto.

El artesano se puso rígido. Sin duda, Akhesa había sido informada. Un aprendiz se habría mostrado demasiado charlatán. A menos que se tratara de un cortesano que le hubiera espiado.

—Me han dicho —prosiguió Akhesa— que durante estas últimas semanas habéis acudido a menudo al palacio de la reina Nefertiti. Sois uno de los pocos, si no el único, que franquea los cordones de soldados que protegen la soledad de mi madre. Tengo que pediros un favor.

—¿Cuál, princesa?

—Encontrar el medio de hacerme entrar en su casa.

El escultor, desolado, negó con la cabeza.

—De buena gana os hubiera ayudado, pero desde ayer el acceso al palacio de Nefertiti me ha sido prohibido definitivamente. No he conseguido esculpir el retrato que exigía. Recurrirá a otro artesano.

Rabiosa, Akhesa apretó los labios. Sin pronunciar una palabra de despedida, salió del taller.

Akhesa se había levantado al alba tras una noche en vela. Su fracaso la irritaba. Había imaginado que su empresa se vería pronto coronada por el éxito y que podría presumir ante la reina madre. Pero el destino se anunciaba adverso. La princesa tomó un amuleto entre el pulgar y el índice, el escarabeo de las metamorfosis, y lo colocó sobre su corazón, implorando al sol naciente que le aportara una solución. Aquella magia disgustaba a Atón, pero ¿no es cierto que se había revelado eficaz millones de veces?

—Princesa —anunció la sirvienta nubia—, un mensajero para vos.

—¿A esta hora? ¿Quién le envía?

—Sólo a vos os revelará su nombre.

La muchacha sonrió. El escarabeo la satisfacía. Creía conocer el nombre del gran personaje que deseaba permanecer en la sombra.

El mensajero aguardaba a la princesa en el vestíbulo. Era un hombre de edad madura, con la cabeza rapada y los pies desnudos, vestido con una túnica corta. Inspiraba confianza.

—Mi señor, el embajador Hanis, invita a Vuestra Majestad a un almuerzo en su villa.

Akhesa triunfaba. Se había movido bien.

—Solicita que vayáis sola y…, y…

—¿Irreconocible?

El hombre se inclinó.

—Os guiaré hasta él.

La princesa estuvo lista en pocos minutos. Una tosca peluca y un espeso maquillaje que le oscurecía el rostro constituyeron un excelente disfraz. Se había puesto un vestido de mala calidad, anudado bajo los senos. Luego, tomó un cesto y se lo colgó del brazo izquierdo. Así se parecía a una de las innumerables sirvientas que circulaban por el barrio de los nobles.

—Si alguien desea verme —dijo Akhesa a la nubia—, responde que estoy indispuesta y que no saldré de mis aposentos hasta mañana.

La princesa siguió al mensajero, que evitó el animado y ruidoso centro de la capital para deslizarse por las callejas de la parte trasera de los edificios oficiales. El calor del sol matinal anunciaba el final del invierno. Unos niños desnudos jugaban con muñecos de trapo. Los mercaderes extranjeros mantenían conciliábulos destinados a fijar el precio de los géneros que ofrecerían en el mercado.

Saliendo de la ciudad, cruzaron los huertos donde se utilizaba el cigoñal que había sido puesto a punto por los ingenieros de Akenatón. Sobre un pivote fijo, el campesino había colocado una pértiga de buen tamaño. De uno de sus extremos pendía un cubo; del otro, un contrapeso. Con movimientos regulares, el campesino bajaba la pértiga para que el cubo penetrara en un estanque de riego. Luego, soltándola suavemente, dejaba que el contrapeso actuara. De este modo, con el correr de las horas, grandes cantidades de agua eran transportadas con mínimos esfuerzos. La ciudad del sol se encontraba situada sobre una plataforma hasta la que no llegaba la bienhechora onda de la inundación, por lo que se habían instalado numerosos cigoñales superpuestos para asegurar el riego de los cultivos.

Maravillada, la princesa descubrió un mundo de agricultores trabajando, repitiendo gestos milenarios, tomándose tiempo para dormitar bajo un árbol o descansar escuchando la melodía de una flauta. En un pequeño palmeral, los obreros agrícolas habían interrumpido su tarea para que les afeitara un barbero ambulante, a quien una hilera de clientes aguardaban con paciencia.

Tomando un estrecho camino de tierra, el mensajero condujo a Akhesa hasta la orilla del río, a un lugar donde las cañas habían sido cortadas. Hombres, mujeres y niños, sentados en el suelo, vigilaban los asnos y las cabras.

—¿Adonde vamos? —se inquietó Akhesa.

—A la otra orilla —respondió el mensajero—. Tomaremos el trasbordador.

—¿Acaso la villa del embajador no está situada junto a la ciudad del sol?

—Es cierto, princesa. Pero allí acuden demasiados cortesanos. Mi señor quiere veros en otra de sus propiedades, lejos de miradas indiscretas.

Akhesa estaba cansada del largo camino. Le dolían los pies. No tenía ganas de seguir, pero no podía retroceder, so pena de quedar en ridículo. Se colocó, pues, junto a una anciana de pesados pechos que sujetaba fuertemente por el cuello a un gran pato. Algunas niñas jugaban a la pelota. Los muchachos canturreaban.

Llegó el trasbordador. Era una barca muy amplia, provista de una vela que el barquero manejaba con habilidad. En cuanto hubo acostado, los pasajeros se apresuraron a embarcar. En pocos minutos, el trasbordador estuvo tan cargado que parecía incapaz de maniobrar y a punto de hundirse. Pero el barquero no tuvo dificultad alguna en separarlo de la ribera para deslizarse, empujado por una brisa que pronto les condujo al centro del Nilo. Akhesa conservaba con dificultad el equilibrio a causa de los empujones. Su guía no se preocupaba por ella. La princesa se codeaba por primera vez con gente del pueblo que, al no haberla identificado, no le testimoniaba consideración alguna. Escuchaba sus conversaciones. Hablaban de las cosechas, de la educación de los niños, de las futuras bodas, de la salud de sus parientes, de los dioses protectores y los espíritus malignos que les enviaban enfermedades o desgracias. Evocaban su fe en una vida de ultratumba a cuyo umbral les aguardaba el tribunal presidido por Osiris. Un viejo desdentado pronunció el nombre de Akenatón. Lo trató de malvado y fanático. Nadie le reprendió. Muy al contrario, nuevas críticas se añadieron a múltiples quejas sobre las malas condiciones de existencia en la ciudad del sol, que no tenía a sus puertas, como Tebas, pastos y campos de cultivo. Los géneros llegaban a los muelles con retraso, cada vez más a menudo estropeados o de ínfima calidad. ¿Y por qué eran tan escasas las apariciones en público del faraón? ¿No estaría gravemente enfermo? Nefertiti debía de estar muerta. ¡Hacía mucho tiempo que nadie la había visto! ¿Y el ejército? ¿No se pondría al lado del general Horemheb si éste intentaba apoderarse del trono? Algunos viajeros que habían regresado recientemente de las provincias de Asia hablaban de sediciones y revueltas. ¿Y si invadían Egipto? Sería el horror, el fin de la prosperidad y de la paz que tan bien había preservado Tebas.

Akhesa estaba furiosa. Oír como se injuriaba y calumniaba a su padre le producía un intenso sufrimiento. Habría querido protestar, explicar, convencer… Pero calló. Sólo habría provocado un motín en el trasbordador. Su misión prevalecía sobre sus reacciones afectivas. Soportó la prueba hasta el fin, viendo con gran alivio como se aproximaba la ribera opuesta.

Cuando puso pie en tierra firme, el mensajero terminaba una animada discusión con un campesino al que le alquilaba un asno.

—Aunque no sea habitual —dijo a la princesa—, este animal os llevará hasta la morada de mi señor.

—Guardaos para vos el asno —replicó agriamente Akhesa—. Conservo todavía el uso de mis piernas.

Sólo los niños montaban a la grupa de los asnos. El mensajero no insistió, y se dirigió hacia el sur, atajando por un palmeral que bordeaba un canal de riego donde abrevaban gordos bueyes negros, con las patas delanteras dobladas.

Akhesa tenía las piernas doloridas, pero no emitió queja alguna. El mensajero aceleraba el paso. El sudor perlaba la frente de la princesa. Su corazón palpitaba deprisa. Le faltaba la respiración. El fuego ardía en su pecho. Unos instantes más y debería detenerse, pedir ayuda, montar en el asno como si fuera una niña…

El mensajero gritó y se quedó inmóvil. Contrariado, examinó su pie izquierdo. Akhesa, sin aliento, le alcanzó sin prisa.

—Me he clavado una espina de acacia en el talón —explicó el hombre—. Tengo que quitármela.

Pero lo único que consiguió con su torpeza fue romper la espina, la mayor parte de la cual permaneció hundida en la carne.

—Dejadme a mí —intervino Akhesa.

Con sus ágiles dedos, la princesa consiguió extraer el cuerpo extraño. El mensajero se vio obligado a caminar más despacio.

—Montad en el asno —le invitó la muchacha con ironía.

Lo que leyó en sus ojos parecía odio. Cojeando, la condujo hasta una casita aislada y oculta en una maraña vegetal que, desde hacía mucho tiempo, no había conocido la mano de un jardinero.

¿Y si era una trampa? ¿Y si el mensajero no había sido enviado por el embajador Hanis?

—¿Dónde está tu señor? —preguntó, intentando mostrar un rostro impasible.

—Os aguarda en el interior de su casa —respondió—. Yo me quedaré aquí para vigilar los alrededores. Si viene alguien, avisaré imitando el grito de la lechuza.

La evocación del pájaro que servía para escribir el jeroglífico que simbolizaba la meditación, el recogimiento y la vida interior, tranquilizó un poco a Akhesa. La lechuza de Egipto era un animal magnífico, con alas de gran envergadura. La muchacha se había complacido a menudo viéndola emprender el vuelo a la luz del sol poniente.

¿Le daría el hombre tiempo de huir? La prisión era más hermética de lo que parecía a primera vista. Las ramas bajas de los sicomoros formaban, a uno y otro lado de un estrecho sendero, murallas difíciles de franquear. La única salida de aquel laberinto estaba custodiada por el mensajero.

No tenía elección y prevaleció la curiosidad.

Akhesa entró en la casa de techo plano por una puerta que daba paso a una pequeña sala de recepción sin ninguna clase de mobiliario. Ningún ruido revelaba una eventual presencia. Vacilante, subió los peldaños que conducían a una estancia elevada, sumida en la penumbra. Allí habían dispuesto una mesa. En ella se veían copas llenas de higos secos y dátiles confitados.

—Son excelentes alimentos —dijo la melodiosa voz del embajador Hanis—. Comed, princesa.

Akhesa volvió la cabeza hacia la izquierda y descubrió a Hanis, sentado sobre una estera en la postura del escriba.

—Hay también zumo de algarrobo para refrescaros tras tan larga caminata. Bebed, os lo ruego.

Akhesa tenía hambre y sed. Con la distinción adecuada a una persona de su rango, sólo tomó pequeñas cantidades. La colación le pareció sabrosa tras los esfuerzos que había tenido que hacer. Le permitió recuperar el ánimo y prepararse para la lid.

—Es una casa muy modesta, princesa. Espero que no os disguste demasiado y que estéis satisfecha de los servicios de mi mensajero. Un hombre fiel y discreto.

—¿Por qué tanto secreto?

Hanis se levantó y se aproximó con un recipiente lleno de agua fresca y perfumada.

—Permitidme que os lave los pies.

La costumbre exigía que los propietarios de una casa, fuera choza o palacio, purificaran los pies de los huéspedes que habían emprendido el camino para visitarlos. Con conmovida ternura, el embajador tomó entre sus manos los pies de la joven princesa. Le parecieron finos y magníficos. Su curva era exquisita. Akhesa advirtió que se demoraba demasiado en su ritual tarea, pero aceptó las suaves sensaciones que le producía aquel masaje.

—¡Ya basta! —intervino, cuando extraños estremecimientos que nunca había experimentado le recorrieron la espalda—. ¿Por qué me habéis invitado?

Hanis volvió a sentarse.

—Lo sabéis tan bien como yo, princesa —indicó en un tono menos amable—. ¿No sois acaso la joven que me espiaba cuando yo visitaba a mi amante, la cantante del templo?

Akhesa se comió un dátil sin dejar de mirar al embajador.

—Cometí un error —reconoció el hombre—. Aquella cantante no tenía derecho a hacer el amor, porque estaba de servicio en el templo. Podríais provocar un escándalo que perjudicaría mucho mi carrera y arruinaría mi reputación en la corte.

La voz del embajador se hacía cortante. Akhesa permaneció junto a la puerta, temiendo que llegara su secuaz. ¿Habría Hanis concebido el odioso proyecto de secuestrarla o algo peor?

Akhesa lucharía.

—Os habéis convertido en un maestro en el arte de negociar. Os propongo un trato.

Hanis estaba atónito por la audacia de aquella hija de rey.

—Me ofrecéis vuestro silencio, claro… ¿Qué debo daros a cambio?

—La verdad.

Intrigado, el embajador frunció las cejas.

—¿Qué verdad?

—Quiero conocer la situación real de Egipto en relación con las potencias extranjeras.

—Extraña petición, princesa. Se trata de secretos de Estado que no conciernen a una muchacha destinada a una vida agradable en el lujo del palacio real. Son asuntos complicados y sutiles.

Akhesa se inflamó.

—¡Me tomáis por una niña estúpida! ¿Olvidáis la educación que vos mismo me concedisteis? ¿Olvidáis las lecciones de mis padres, cuando querían colocar al Egipto de Atón en el corazón de un vasto imperio del que serían vasallos los estados de Asia? El pueblo murmura… Habla de revuelta, de invasión.

—¡Tonterías, princesa! Desdeñad esas habladurías. Son sólo calumnias para oscurecer la gloria de vuestro padre. Nuestras lejanas provincias están tranquilas. Mis consejeros son claros. El mejor de ellos, Tetu, no tiene duda alguna sobre la fidelidad de nuestros vasallos. ¿Bastan para tranquilizaros esas informaciones confidenciales?

Akhesa se sentó frente al embajador, adoptando también la posición del escriba.

—No.

Hanis se sobresaltó. Estaba acostumbrado a las difíciles negociaciones, pero ésta era conducida de un modo desacostumbrado, con un aplomo que le desconcertaba.

—No os creo —afirmó Akhesa—. Forzosamente tiene que haber parte de verdad en las murmuraciones del pueblo. Mi madre citaba a menudo las cartas que enviaban los soberanos extranjeros, especialmente el rey de Hatti[5]. Comprendía el hitita. Vos me lo habéis dicho. Si nuestros vasallos tuvieran motivo para quejarse, ¿no comenzarían escribiendo?

—En efecto —admitió Hanis.

—¿Han llegado a vuestras manos cartas inquietantes?

—Hasta ahora no. Pero no soy el destinatario de los documentos principales. La mayoría de ellos se dirigen al faraón en persona.

—¿Dónde se guardan?

—En los despachos de los archivos, en el interior del ministerio de Países Extranjeros, donde se traducen al egipcio y se clasifican.

—¿Son inaccesibles?

—Me temo que sí. A no ser que…

Los ojos de Akhesa brillaron de excitación.

—¡Hablad, Hanis! ¡Quiero consultar esas cartas!

El embajador pensó largo rato. Se alisaba con el índice su fino bigote negro.

—El jefe de los vigilantes nocturnos, un tal Pached. Tal vez si le ofrecierais oro, aceptaría introduciros en los despachos.

—¿Dónde vive?

—En una casa para funcionarios, detrás del ministerio. Acude con frecuencia a la taberna del Ibis.

Akhesa sonrió triunfal.

—Hemos sellado el pacto, Hanis. Estamos en paz. Pero os necesito todavía.

El embajador dio vueltas al brazalete de plata que llevaba en la muñeca izquierda. Sus íntimos sabían que ese gesto revelaba una profunda exasperación.

—El silencio de mi madre me preocupa. Quiero volver a verla. Busco un medio de penetrar en sus dominios. Había pensado utilizar los servicios del escultor Maya, pero ya no tiene acceso al palacio de Nefertiti.

—¿Qué decís? —se extrañó Hanis—. Maya trabaja cada día en el busto de la reina. Sólo le recibe a él.

Akhesa contuvo una explosión de cólera.

—Pues me ha mentido.

—El tal Maya es un hombre curioso —añadió el embajador—. Se dice que estaría dispuesto a ponerse a la cabeza de una revuelta de obreros.

—¿A qué intereses sirve?

—A los de aquel a quien considera como el soberano legítimo deseado por Tebas, a los de aquel a quien vuestra madre, Nefertiti, ha hecho venir a la ciudad del sol con la ayuda de la reina madre: el príncipe Tutankatón.

La revelación dejó pasmada a la princesa.

—¿Ese niño? Pero ¿cómo puede pretender…?

—El no pretende nada. Es sólo un juguete manipulado por la reina madre, Nefertiti y el partido tebano. Maya es su amigo más seguro e influyente.

—¡Qué vuestro mensajero me acompañe enseguida a la otra orilla!

—Con su protección no corréis riesgo alguno. Luego, princesa, sed prudente.

Hanis permaneció hasta el atardecer en su villa del campo. Oyó, a lo lejos, los cantos de los campesinos que volvían a sus cuchitriles, conduciendo a los rebaños. Recitó algunos versos de los antiguos poetas, exaltando la sabiduría de los doctos y la inmortalidad de sus escritos. Contempló la noche que invadía la estancia donde meditaba, satisfecho de la astucia que, una vez más, había manejado con éxito.

La fogosa princesa Akhesa había creído dirigir un juego cuyas reglas, fijadas por el propio embajador, ignoraba. La escena organizada con la complicidad de la cantante había tenido éxito. La princesa había creído tener en su poder al embajador.

Hanis enviaba a Akhesa a la aventura. La hacía correr riesgos que él no podía aceptar. Era preciso que Akhesa descubriera la verdad con sus propios ojos. ¿Tendría la fuerza y la lucidez suficientes?

El embajador fue hasta el porche de la villa. Los últimos fulgores del sol poniente desaparecían tras la montaña de occidente. Los chirridos de los cigoñales se oían todavía en los huertos. El mundo parecía tranquilo.

¿No demostraba una inhumana crueldad utilizando así a una adolescente? No, era ella quien, con su ambición, había provocado esa estrategia. El embajador se había limitado a responder a sus más profundos deseos. La suerte de Akhesa estaba en manos de los dioses. Si era indigna del destino que esperaba, moriría.