Una guardia de honor, compuesta por soldados de engalanados uniformes, se había formado en la entrada meridional de la ciudad del sol. Apenas podía contener a una muchedumbre que aullaba su gozo y tendía sus manos para intentar tocar a los participantes en el interminable cortejo que penetraba, al son de flautas y arpas portátiles, en la capital de Akenatón.
Era la mayor fiesta jamás organizada en la nueva capital. Tanto a los obreros como a los funcionarios se les habían concedido tres días de descanso para que no se perdieran ninguno de los festejos. En calles y callejas habían instalado puestos donde se servía abundante cerveza dulce. Hombres y mujeres bailaban y cantaban por todas partes. El nombre de Atón era celebrado con fervor. La multitud se apretujó cuando, en medio del cortejo oficial, apareció la heroína de la fiesta, la que traía con ella tanto alborozo: la reina madre Teje, llegada de Tebas para visitar a su hijo Akenatón.
La viuda del gran rey Amenofis III sentía una especial ternura por aquel de sus hijos que había llegado a faraón. Hacía muchos meses que no salía de su palacio de Malqatta. Todos pensaban que graves razones habían motivado tan inesperado desplazamiento. Los fastos desplegados bastaban para probar su importancia.
A sus cincuenta y cinco años, y tras una intensa existencia, la reina madre era admirada y respetada por todos, tanto en Egipto como en los países extranjeros, cuyos soberanos le escribían con regularidad, solicitando sus consejos. Teje había participado de modo efectivo en la dirección de los asuntos del Estado, al lado de su esposo. Había favorecido una política de paz, de la que Egipto era la piedra angular. Ella había impuesto en Tebas el culto al dios sol, Atón, debilitando el poder de los sacerdotes de Amón, a quienes había mantenido distanciados del poder. No se había opuesto a la creación de la nueva capital, al cambio de nombre del faraón, al traslado de la corte a la ciudad del sol. Tanta era su autoridad, que su mera presencia en Tebas garantizaba la paz civil.
Mientras no levantara la voz contra la experiencia que Akenatón intentaba, el partido de oposición tebano no osaría manifestarse a plena luz.
La reina madre llevaba una corona formada por una mitra de oro con dos altas plumas, que enmarcaban un disco solar colocado entre dos cuernos. En la frente lucía dos cobras de oro. Teje se afirmaba como la encarnación viviente de la diosa del cielo, llegada a la tierra para derramar amor y armonía. Aunque fuera una mujer menuda, Teje disponía de una fiera energía que se reflejaba en su atezado rostro, recordando sus lejanos orígenes nubios. De nariz pequeña y puntiaguda, delgados labios y pómulos salientes, la reina madre demostraba en cualquier circunstancia una notable sangre fría.
En aquel día de fiesta, Teje iba a la ciudad del sol para llevar a cabo una misión imposible: cambiar, si no modificar, el rumbo de la política de su hijo, que amenazaba con llevar al país a su perdición. La imposición de Atón provocaría peligrosos trastornos que, muy pronto, ni siquiera la propia reina madre podría controlar. Y, a pesar de que Akenatón tenía un carácter fuerte que no se prestaba demasiado a la negociación, tras la tentativa de asesinato de la que había sido objeto sería necesario hallar una brecha en la muralla, romper las defensas de aquella alma intransigente.
La represión contra las divinidades que el pueblo amaba había turbado los planes de la reina madre. Antes de que ésta se produjera, había enviado a la ciudad del sol a los príncipes Semenkh y Tutankatón para que se acostumbraran a la atmósfera de la corte y al ejercicio de un poder que, tal vez, algún día detentarían.
Akenatón aguardaba a su madre ante el gran templo de Atón, sentado en un trono. Llevaba la doble corona, manifestando su poder sobre el Alto y el Bajo Egipto. Mantenía sobre su pecho el cetro de la soberanía, que revelaba su función de buen pastor y de cuidador de su pueblo, al que él debía conducir hacia la verdad de Atón. A su alrededor estaba reunida toda la corte, incluido el príncipe Tutankatón, que se había recuperado gracias a la fuerte medicación administrada por Akhesa. Estaba pálido y tosía todavía, pero ocupaba su lugar junto a su hermano Semenkh, el general Horemheb y el «divino padre» Ay. No faltaba ni un solo personaje. Akhesa seguía con pasión la ceremonia. A la izquierda del trono, Meritatón, la primogénita, ocupaba el lugar de la gran esposa real.
Cuando la reina madre bajó de su silla de mano, de madera dorada, Akenatón se levantó de su trono. Bajo las reverentes miradas, caminaron el uno al encuentro del otro. Los rayos del sol se reflejaban en sus coronas, creando haces de luz que ocultaban su rostro.
El faraón y su madre se detuvieron a menos de un metro de distancia. Una fina sonrisa iluminó el rostro descarnado del rey.
—Me siento feliz de volver a veros, madre.
—También yo, Majestad.
—Perdonad la brutalidad de mi pregunta: ¿cuál es la causa de vuestra visita?
—Vos, hijo mío.
En los negros ojos de la reina madre brillaba una intensa llama. Desde que reinaba en Egipto, Akenatón había tenido siempre en cuenta las opiniones de Teje. Pertenecía a ese linaje de reinas extraordinarias que habían forjado la grandeza del país.
—Os invito, madre, a que olvidéis vuestras inquietudes durante esta ceremonia. Pensemos sólo en glorificar a Atón.
—¡Qué así sea!
Caminando uno junto a otro, precedidos por el «divino padre» Ay, el faraón y la reina madre se pusieron a la cabeza de una gigantesca procesión que se dirigió hacia el sur, donde se levantaba el santuario privado de Teje. Parecía una pérgola de ligeras columnas y esbeltos muros, construidos de forma discontinua para proporcionar una permanente corriente de aire. Reinaba por tanto un agradable frescor.
—Habéis hecho embellecer el templo —apreció Teje.
—Mis mejores escultores han trabajado en ello. Lo descubriréis más espléndido en cada una de vuestras visitas.
El faraón y la reina madre se detuvieron ante la gran puerta de dos batientes. Akenatón inclinó hacia atrás la cabeza y miró al divino Atón. Todos los miembros del cortejo doblaron la cintura y se inclinaron.
Akenatón tomó tiernamente la mano de su madre.
—¡Abrid esta puerta y dejadnos solos! —ordenó.
Los batientes se cerraron tras Akenatón y Teje. Una luz diáfana bañaba el santuario. Las estatuas del padre y la madre del faraón velaban en el silencio, cual vigilantes testigos.
La reina y su hijo pasaron bajo un pórtico de columnas y llegaron a un patio descubierto. En el centro había un altar al que se accedía por una escalinata. Estaba provisto de jarras de vino, legumbres, frutos y flores.
—Me gusta este lugar más que ningún otro —dijo Teje en voz baja—. Me gustaría quedarme aquí hasta mi postrer suspiro.
—Nada os lo impide, madre.
—Sí, hijo mío.
—Sentémonos en los peldaños de esta escalinata —propuso el rey—. Los rayos de Atón nos iluminarán.
Akenatón ayudó a su madre a sentarse, de modo que su vestido no se arrugara. Luego, se situó justo por debajo de ella, sin soltarle la mano.
—¿Recuerdas, madre? A menudo hablábamos así, en la escalinata del palacio de Malqatta, cuando yo era niño. Me enseñabas a conocer la naturaleza y a los hombres. Yo te hacía mil preguntas, robaba tu tiempo, y tú aceptabas siempre contestarme.
—Sigues siendo mi hijo. Pero ya no tienes mil preguntas que hacerme. Hoy eres tú quien conoce las respuestas. Eres el profeta único del dios Atón y revelas su luz al mundo. ¿Qué tarea más noble podría imponerse un rey? Pero la soledad es una pesada carga. Termina cegando a quienes la sufren.
—Y, sin embargo, no hay otro destino para el faraón.
—Es cierto, hijo mío. Por ello debes rodearte de múltiples ojos y oídos que te comuniquen lo que ocurre realmente en tu país, en lugar de imaginarlo. El pensamiento del rey se nutre de realidades, no de sueños.
Akenatón cerró los ojos.
—Hablad pues, madre.
—Ruge la revuelta, hijo mío. El temor ha invadido las almas. Ya no comprenden lo que Atón desea. En Tebas, los sacerdotes se han inclinado ante tus órdenes. Han abierto los templos y permitido que los escultores destruyeran el nombre de Amón… Pero se han cometido muchas negligencias. No es posible borrar así creencias milenarias.
—Lo lograré, madre.
—Fue un hombre, no un dios, quien intentó poner fin a tus días.
—Era sólo un instrumento. La voluntad de Atón es ser la única luz de la que yo soy profeta. Se hará según mi voluntad.
La reina madre pidió a su hijo que le quitara la pesada corona de doble pluma, que él depositó con cuidado en los peldaños del altar. La dulzura que reinaba en el templo favorecía las confidencias. No había ninguna pasión, ninguna agresividad en el tono de los interlocutores. Pero Teje percibía la formidable intensidad del fuego interior que ardía en el faraón.
—¿Con quién puedes contar, hijo mío?
—Con nadie. Mis íntimos sólo piensan en traicionarme o en gozar del poder que les he dado. Creen que estoy ciego e ignoro sus intrigas. Pero Atón me ilumina y sabré hacer justicia. Sólo mi hija Akhesa vive realmente para Atón. Ella me salvó.
—¿Akhesa? ¡Pero si sólo es una niña!
—No, madre. Se ha convertido en mujer. Es hermosa como un rayo de sol.
—¿Debo recordarte que tu primogénita es Meritatón y que desempeña el papel de gran esposa real en ausencia de Nefertiti? Olvida a Akhesa, hijo mío. Que siga siendo tu hija querida, pero no le permitas hacerse ilusión alguna sobre su porvenir. Vivirá lujosamente en palacio con sus jóvenes hermanas. He hecho venir de Tebas a los príncipes Semenkh y Tutankatón. Aquí, serán considerados como mis hijos. Bueno sería que Semenkh desposara a tu hija mayor y Tutankatón a la segunda.
—¿Por qué esas uniones —se rebeló el rey—, sino para complacer a los sacerdotes de Tebas?
—No hay otra razón, en efecto. Los tebanos quieren ignorar tu herejía. Sólo piensan en el faraón que te suceda y restablezca la dignidad de los antiguos dioses. Gracias a estas bodas, mantendremos la paz.
Akenatón se quitó también la corona, que le resultaba pesada. La fatiga le demacraba el rostro.
—Estoy cansado de concesiones, madre mía. No soporto ya esas sutiles estrategias. Deseo consagrarme a Dios. Él no se pierde en esos meandros que a nada conducen, salvo a la vanidad y a la avidez de los humanos.
—Dios no brillará sobre esta tierra sin la colaboración de esos humanos a quienes desprecias, hijo mío. No vas a cambiar su naturaleza, pero puedes mostrarles un camino a condición de que Egipto sea rico y feliz. El gobierno de los hombres es una tarea primordial que no debes desatender.
—Atón brilla cada mañana en el cielo, madre. Da generosamente la vida. Él, y nadie más, me dictará mi conducta.
Teje no lograba influir en su hijo. Akenatón vivía en un mundo que sólo le pertenecía a él. El poderío de Egipto, que había creado Tebas, la magnífica, estaba en gran peligro. ¿Durante cuánto tiempo podría la reina madre retrasar el desastre?
—¿Aceptarás celebrar esas bodas? —preguntó con voz que, por primera vez en su vida, se hizo ligeramente vacilante.
—Si la ausencia de Nefertiti se prolonga, me desposaré simbólicamente con mi primogénita. Atón exige que sea una pareja quien reine en la ciudad del sol. Lo demás no me importa. Venid, madre. Mi pueblo nos aguarda. Vuestra llegada le causa tanta alegría que sería cruel hacerle esperar más.
Akenatón cubrió de nuevo a Teje con la alta corona y, luego, se colocó la suya en la cabeza. Cogidos de la mano, madre e hijo salieron del santuario con lentitud y dignidad.
No tenían nada más que decirse.
Los cocineros del rey habían trabajado varios días sin descanso para preparar el más fastuoso de los banquetes, que se sirvió en la gran sala del palacio real, de muros decorados con tornasolados frescos donde retozaban pájaros, cuadrúpedos y peces. Las mesas estaban adornadas con guirnaldas de flores de loto, entre las que habían colocado platos de carne y legumbres, frutos, múltiples variedades de pasteles y panes, y jarras de vinos blancos y tintos procedentes del Delta. Los invitados comían pato asado con los dedos. Una orquesta femenina de cuerda, formada por virtuosas del arpa, el laúd y la lira, hechizaba los oídos. La mejor instrumentista de las Dos Tierras arrancaba suaves armonías de su gran lira de dos cuerdas. Entrada la noche, algunos invitados se adormecieron. Los sirvientes encendieron lámparas de aceite, y en la penumbra se iniciaron discretas conversaciones cuando el faraón abandonó la sala del banquete. Su partida señalaba el fin de los festejos en honor de la reina madre.
Teje no sentía ningún cansancio físico, pero su corazón sufría. Había fracasado. El faraón dominaba el juego. Un faraón que se sumía en un misticismo cada vez más desencarnado, que olvidaba las exigencias de lo cotidiano.
Cubriéndose los hombros con un manto de lino, Teje dio algunos pasos por los jardines, feliz de estar por fin sola. Aquella recepción le había parecido muy aburrida, comparada con las fiestas de Tebas.
De un bosquecillo de tamarindos surgió una ágil figura, que saltó ante la reina madre y le cerró el paso. Teje pensó en un atentado, preguntándose, con tranquila lucidez, quién lo habría inspirado.
—No temáis, Majestad, no os deseo mal alguno… Soy Akhesa.
La muchacha había advertido con admiración la sangre fría de Teje. La reina madre no había gritado ni retrocedido.
Teje miró fijamente a Akhesa.
—Tu padre tenía razón. Ya no eres una niña.
La luz lunar rodeaba con un halo azulado el cuerpo de la princesa.
—Pero… ¡llevas el vestido roto!
—He corrido mucho para alcanzaros. Quería hablaros cara a cara.
—¿Hablarme? ¿Tan necesario es?
—Os suplico que me escuchéis.
La mirada de Akhesa poseía una convincente elocuencia. El ardor que la animaba se parecía extrañamente al de su padre.
—Temo no poder escapar, Akhesa, de modo que consiento en escucharte. ¿Prefieres quedarte aquí o ir a mis aposentos?
—Conozco un lugar donde ningún oído indiscreto podrá escucharnos.
—¡Cuántos misterios! ¿Temes que te espíen?
—Prefiero ser prudente.
—Fogosa, pero no estúpida —juzgó Teje—. Dos cualidades difíciles de conciliar. Te sigo.
Akhesa condujo a la reina madre hasta un cenador oculto entre la abundante vegetación de la terraza superior. Para llegar, separó unas ramas de palma. El lugar estaba protegido del viento.
—Admirable retiro, en efecto —observó Teje, sentándose en un banco de piedra—. Permite primero que una anciana descanse un poco. Me estás descubriendo un paraíso.
Durante una hora, Akhesa se deshizo en confidencias. La reina madre le inspiraba una gran confianza. Le habló de su entrevista con Akenatón, de su lectura de las estelas fronterizas, de su suspicacia con respecto al embajador Hanis, de la investigación que realizaba para conocer la verdad sobre la situación de Egipto. Evitó mencionar los sentimientos que el general Horemheb le inspiraba.
Teje, con los ojos entornados, escuchó atentamente. A medida que Akhesa se expresaba, la reina madre iba formándose una opinión sobre la joven, a la que no había imaginado tan perspicaz ni tan preocupada por los asuntos de Estado. Quedaban en ella algunos rastros de la infancia, pero había madurado con notable precocidad. Sus palabras no eran dictadas por una curiosidad superficial. Atestiguaban un verdadero amor por Egipto.
—Mis hermanas mayores son estúpidas e incapaces —afirmó Akhesa—. Sólo yo puedo ayudar a mi padre a conservar el poder y a hacer que brille la luz de Atón. ¡Ayudadme, Majestad, ayudadme a secundarle mejor!
El tono de la reina madre cambió. Se hizo seco y cortante.
—Son tus hermanas mayores, Akhesa. Así es, y nada puedes hacer para cambiarlo. La primogénita del faraón es la guardiana de la sangre real. No tú.
El furor llenó los ojos de Akhesa. Se había equivocado confiando en Teje.
—¿Por qué te sientes decepcionada, Akhesa? Simplemente, libero tu imaginación de mentiras. Te muestro una verdad que te negabas a ver. No te conviertas en esclava de tu sueño. Si realmente deseas servir a tu país y a tu pueblo, aprende primero a no reaccionar como un caballo repropio ante el obstáculo. Quien desea gobernar a los demás, debe comenzar por dominarse a sí mismo. No implores. No pidas limosna. No seas débil ni suplicante. Conoce la regla que rige el universo y actúa de acuerdo con ella sin pensar nunca en tu propio interés. No te ayudaré, Akhesa, como se echa una mano a una inferior. Sin embargo, te confío una misión: acude junto a Nefertiti y descubre las causas de su mutismo.
La muchacha apretó los puños. La tarea que la reina madre le imponía era casi irrealizable. Casi…
—Muéstrate digna de tu ambición, Akhesa.