7

La niña soltó la muñeca y corrió a refugiarse junto a su madre, que, agachada en el umbral de su casa, lavaba un plato de terracota.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Los soldados!

La madre, desconcertada, no sabía cómo reaccionar. Estrechó muy fuerte contra su corazón a la asustada niña. Una escuadra de arqueros y de infantes invadía la calleja. Era la primera vez que algo semejante ocurría en la ciudad del sol. El jefe del destacamento, Nakhtmin, hijo del «divino padre» Ay, increpó a la aterrorizada mujer.

—¡Déjanos pasar! Inspección de todas las casas. Orden del faraón.

La madre se apartó. La niña lloraba. De modo que era eso… Las medidas de represalia adoptadas por Akenatón tras el frustrado atentado. Varias cantantes habían extendido la noticia por la capital: un beduino, que consiguió huir, sin duda gracias a ciertas complicidades, había intentado matar al faraón utilizando una honda. Cuando el proyectil se dirigía a la sien del rey, alguien había gritado. Según los rumores, su hija Akhesa.

Akenatón se había vuelto hacia el lugar de donde procedía el grito, y el gesto le había salvado. La bola de duro cuero había pasado a pocos centímetros de su cabeza.

La ceremonia de adoración al sol naciente había sido bruscamente interrumpida. Los participantes, aterrorizados, se habían dispersado. Sólo Akhesa había conservado su sangre fría, llevándose a su padre, aturdido, hacia la parte trasera del templo.

Durante dos días, la ciudad del sol había vivido una angustiosa espera. ¿Qué decidiría el rey tras semejante drama? ¿A quién castigaría? Akenatón siempre se había declarado hostil a la violencia. Deseaba que el amor de Atón animara los pensamientos, creando un vínculo de fraternidad entre los seres vivos.

¡Y ahora enviaba a hombres armados que violaban la intimidad de los hogares! Los sollozos de la madre se mezclaron con los de la niña.

El registro fue rápido y brutal. Los soldados sabían lo que buscaban. Uno de ellos arrojó al exterior una estatuilla que representaba a Bes, dios barbudo y risueño, protector de la alegría de vivir. Con una rabiosa patada, Nakhtmin la aplastó, haciéndola mil pedazos.

—No vuelvas a introducir en tu casa falsas divinidades —previno—. De lo contrario, serás castigada.

Estelas, estatuillas, amuletos, terracotas, jarrones y cerámicas que mostraban figuras de divinidades fueron reunidos en el centro de la ciudad, ante la primera muralla del gran templo de Atón. Nakhtmin subió a un estrado rodeado de soldados. Desenrolló un papiro que le había entregado el jefe de la policía, Mahú, y que provenía del palacio real.

Nakhtmin comenzó a leer. La muchedumbre calló.

—En nombre de Atón y de su fiel servidor, el Señor de las Dos Tierras, el faraón Akenatón, se ha decidido poner fin a la representación de las divinidades cuya presencia dificulta la difusión de la luz divina. Se ordena que sus efigies sean destruidas en todo el país, y que se suprima su nombre en todos los monumentos. Así, se afirma claramente que sólo Atón existe y que sólo él da el soplo de la vida.

Las calles de la ciudad del sol vieron pasar a grupos de obreros que embarcaron para dirigirse a las ciudades del Delta, del Sur y de Nubia, con objeto de suprimir en ellas los nombres de Amón y de los demás dioses y diosas, halláranse donde se hallaran. Los más activos de todos ellos, incluso borraron de las inscripciones la palabra «dioses». En las capitales de las provincias, algunas tumbas fueron abiertas e inspeccionadas para expulsar de ellas a las antiguas divinidades. La policía del desierto borró a martillazos las inscripciones hechas por los canteros en las rocas.

Durante tres días, nadie supo dónde se hallaba el faraón. En el palacio no se sirvió comida alguna. Mahú, el jefe de la policía, habría deseado comunicarle muchas informaciones inquietantes. En las provincias, la cólera crecía. Al pueblo le costaba aceptar la devastación de sus creencias seculares. Los cleros locales se enfurecían al ser tratados como enemigos. La mayoría de los habitantes de la ciudad del sol se indignaban. Hasta entonces, Atón había sido el dios supremo, como Amón o Ra en épocas anteriores. ¿Por qué se convertía ahora en un poder exclusivo e intolerante?

Akenatón meditaba en el santuario que llevaba el nombre de «Atón ha sido encontrado». Había accedido a él a través de una puerta con columnas, siguiendo los meandros de un laberinto que daba a un pórtico donde se erigían sendas estatuas en honor del faraón y de su esposa Nefertiti. En un extremo había un pequeño patio, cuyo centro se encontraba ocupado por un altar.

Sentado en posición de escriba, con las piernas cruzadas, el rey no había dejado de mirar al sol, siguiéndolo en el movimiento de su celeste carrera. Cuando caía la noche, lo oía palpitar en su corazón.

Akenatón había rememorado los felices momentos de su reinado: las horas pasadas con los sabios, recibiendo la enseñanza del templo, el encuentro con Nefertiti, de quien se había enamorado perdidamente, su coronación en Tebas, el momento en que tomó verdaderamente el poder rompiendo con el Primer Profeta de Amón, la creación de una nueva capital, el nacimiento de sus hijas, los paseos en carro por las calles, donde se apretujaba una alegre muchedumbre… Esas radiantes imágenes habían desaparecido, sumidas para siempre en el reino de las sombras.

Habían intentado matarle.

Alguien pretendía hacerle desaparecer, a él, el único intérprete de Atón.

Conocía a los instigadores de la conspiración: los sacerdotes de Tebas.

Eran los instrumentos de una magia destructora que envolvía al país en una red de fuerzas malignas. Por ello, había tomado la decisión que se imponía: destruir los nombres de las falsas divinidades y, por lo tanto, su ser. Sin encontrar ya obstáculos a su paso, la luz de Atón iluminaría las conciencias y convertiría el odio en amor.

Era el único medio de llevar a cabo la obra que le había sido confiada.

Pero ¿quién se encargaría de su sucesión? ¡Qué frágiles eran todavía los cimientos del edificio! Si la soledad más absoluta era patrimonio del poder, ¿no era ya necesario pensar en el futuro faraón?

Akhesa… El rostro de su hija, gritando para salvarle la vida, no abandonaba su memoria. Si Atón hubiera querido que fuese ella la primogénita y la garante de la legitimidad, ninguna ansiedad hubiera obsesionado al faraón. Pero Dios no lo había querido así.

—Sigue hablando —ordenó Akhesa a su sirvienta nubia.

—Mucha gente ha ocultado estatuillas en los sótanos o las ha enterrado. Quienes poseían estelas en las que se representaba a sus ancestros en compañía de Osiris, han cavado escondrijos en sus jardines.

La princesa se sentía herida. ¿Por qué el pueblo no obedecía al faraón? ¿Por qué se obstinaba en sus errores?

Akhesa estaba más irritada todavía por su aislamiento desde el drama que había estado a punto de costar la vida a su padre. Relegada a sus aposentos de palacio, no había tenido contacto con dignatario alguno. Sólo obtenía noticias del mundo exterior gracias a su sirvienta.

—¿Se prepara una revuelta?

—No lo sé —respondió la nubia—. Los ánimos están caldeados, pero nada irreparable ha sucedido todavía. Los soldados no han detenido ni golpeado a nadie. La cólera de vuestro padre sólo se ha dirigido contra los falsos dioses.

—Debo salir de aquí. Quiero verle.

—Imposible, princesa. Los dos guardas que velan por vos han recibido orden de protegeros, aun contra vuestra voluntad. No os dejarán pasar.

Akhesa cogió un delgado fragmento de caliza, donde escribió unas palabras con tinta negra.

—Lleva este mensaje —ordenó a su sirvienta—. ¡Deprisa!

Con juvenil entusiasmo, el príncipe Tutankatón, a la cabeza de su séquito compuesto por servidores y arqueros, se presentó ante la puerta de los aposentos privados de la princesa Akhesa. Ambos guardas se interpusieron, provocando la cólera del adolescente.

—¿Qué significa esta actitud? ¡Qué yo sepa, la princesa no está prisionera! Tengo un mensaje escrito por su propia mano, pidiéndome que venga a verla enseguida. No intentéis impedírmelo.

Los guardas se inclinaron. Oponerse a un príncipe de la familia real se apartaba de sus atribuciones. Durante el reinado de Amenofis III, habrían respetado al pie de la letra la consigna recibida. Pero hoy, cuando tal vez el faraón había abandonado la capital, el viento podía cambiar muy deprisa. Ellos no tenían por qué arriesgarse tanto.

Akhesa se encontraba leyendo un papiro donde se habían anotado los pensamientos de un sabio del Imperio Antiguo, que a la edad de ciento diez años había decidido legar su experiencia a la posteridad.

—¡Príncipe! —se asombró—. Habéis venido muy deprisa…

—¡Por fin aceptáis recibirme!

El adolescente se inclinó ante la hija del faraón, que le pareció más bella todavía que durante el banquete, cuando le había confesado su amor, un poderoso sentimiento que no había dejado de crecer. Deseaba casarse con aquella maravillosa muchacha. El ardor que le animaba derribaría todos los obstáculos.

La vestimenta del príncipe sorprendió a Akhesa. Había cambiado pendientes, joyas y brazaletes labrados por una coraza de cuero montada en una armazón de lino, que tenía la forma de un jubón sin mangas.

—Tengo una sorpresa para vos, princesa. Venid, os lo ruego.

—Pero… tengo que vestirme.

—No es necesario. Vamos al desierto. Vuestra túnica corta bastará.

El carro se dirigía rápidamente hacia un rebaño de antílopes. Tutankatón mantenía con firmeza las riendas. Akhesa se hallaba unida a él por una banda de cuero que le había puesto alrededor del talle. Orgulloso, marcial, con la cabeza muy erguida, el príncipe demostraba a la princesa que podía ser tan excelente cazador como cualquier valiente del ejército.

—¡Allí!

Tutankatón había visto una hembra de antílope, vieja o enferma, que se separaba del saltarín rebaño. El príncipe hundió su mano derecha en el carcaj, un alargado triángulo de madera fina, cubierta de oro labrado y repujado. Tomó uno de los tres arcos que contenía y una flecha.

—¡Conducid el carro, Akhesa! Dispararé a aquel antílope.

La joven no osó confesar que no dominaba el arte que su compañero de caza le pedía ejercer. Sin embargo, no quería parecer cobarde. Intentó mantener la carrera del vehículo.

Tutankatón tensó el arco y disparó una primera flecha, que pasó lejos del animal. El antílope variaba el rumbo de su carrera, saltando a izquierda y derecha. Las ruedas del carro, sometidas a violentos esfuerzos, crujían de modo siniestro.

—¡Tenemos que detenernos, príncipe! ¡Dejad vivir a ese animal!

—¡Es para vos, princesa! —gritó Tutankatón entre el fuerte viento que abofeteaba las mejillas de ambos jóvenes.

El arquero disparó una segunda flecha, y ésta sí dio en el blanco. El antílope, alcanzado en los flancos, cayó de rodillas. Tutankatón arrebató las riendas a la princesa y frenó con demasiada brusquedad la carrera de los caballos, que se encabritaron. El joven príncipe perdió el equilibrio, pero Akhesa lo sujetó y consiguió mantenerlo en la plataforma del carro. Sin saber ya quién dirigía la maniobra, ambos consiguieron detener el vehículo a pocos metros de la bestia herida.

El antílope volvió sus asombrados ojos hacia los dos jóvenes. No comprendía por qué sufría así, por qué la muerte ascendía por sus lomos. La lengua, colgante, salió de su boca de espumosos belfos.

Finalmente, renunció a vivir.

Se tumbó de costado, y su cabeza cayó pesadamente sobre la arena.

Akhesa se quedó inmóvil ante el animal muerto, dirigiendo en su favor una silenciosa plegaria a Atón. Imploró el perdón del antílope.

—Es para vos —repitió Tutankatón con el orgullo del cazador victorioso.

Akhesa sonrió. Resultaba ridículo y conmovedor. Tras el adolescente, veía perfilarse el rostro del general Horemheb. ¿Cuántos antílopes habría abatido? ¿En cuántas cacerías se habría ilustrado?

—Sois un arquero notable, príncipe.

Ruborizándose por el cumplido, Tutankatón avanzó hacia la joven para tomarla en sus brazos.

En ese momento, un atroz dolor en el pecho le obligó a detenerse. Una tos irreprimible le desgarró el pecho. Su coraza quedó manchada por la sangre que escupía.

—Ha llegado el médico sirio —anunció la sirvienta nubia.

—Que entre.

Akhesa había devuelto al príncipe enfermo a la ciudad del sol, abandonando a las hienas y los chacales el cadáver del antílope. Luego, había enviado a su sirvienta en busca de un célebre terapeuta extranjero que, según los rumores, era capaz de curar los males más graves.

El sirio, vestido con una larga túnica de multicolores estrías, tenía el rostro alargado, la nariz puntiaguda y un huidizo mentón adornado por una barba cuidadosamente recortada.

—Venid deprisa —rogó Akhesa.

—Imposible, princesa. He respondido por cortesía a vuestra convocatoria, pero no puedo establecer el menor diagnóstico.

El rostro de Akhesa se endureció.

—¿Vos, un médico, os negáis a cuidar a un enfermo? ¿Habéis olvidado vuestro juramento?

—No soy egipcio, Majestad, y no he prestado juramento alguno. Mis poderes proceden de la diosa Ishtar. Vuestro padre ha hecho destruir su estatua, que ocupaba el oratorio de mi gabinete. Sin ayuda de la diosa, mi ciencia es ineficaz. De modo que he decidido dejar inmediatamente esta inhóspita ciudad para volver a mi país.

Los labios de Akhesa se apretaron con despecho.

—Os oponéis pues a la religión de Atón.

—No interpretéis mal mis palabras, princesa. Sólo mi arte me preocupa. Aquí, soy incapaz de ejercerlo.

Akhesa miró con desdén al médico sirio.

—Si fuera reina —declaró—, sería implacable con cobardes de vuestra especie. Marchaos de aquí.

—Ésa es mi intención, princesa. ¡Qué Ishtar os proteja!

Al verse sola, Akhesa perdió por un instante los nervios. Era imposible requerir los servicios del médico oficial de palacio, un intrigante incompetente que sólo pensaba en amasar fortuna y tierras. Los mejores facultativos se habían quedado en Tebas.

En su lecho, el príncipe Tutankatón dejaba escapar un suave estertor. Su respiración era ronca. Le sacudían violentos accesos de tos.

Akhesa se recuperó. Como cualquier futura ama de casa, poseía las suficientes nociones médicas como para hacer frente a casos de urgencia. En su biblioteca, disponía de algunas colecciones de recetas. Las consultó rápidamente y, tras media hora de inquieta búsqueda, se precipitó al huerto donde cultivaba plantas medicinales, dispuestas en cuadro alrededor de un estanque de agua fresca. Cogió lis, laurel, espino albar y cinamomo, majándolos luego en un mortero. Vertió la mezcla en un recipiente con miel y aceite de palma, y luego añadió unas gotas de elixir de oro que su madre le había entregado para casos de afección grave.

Akhesa levantó delicadamente la cabeza de Tutankatón y le hizo beber el brebaje. Él le oprimió la mano con ternura. Conmovida, no se atrevió a retirarla. Pese a sus muecas de asco, el príncipe bebió la mixtura. Al poco rato se sumió en un apacible sueño.

—¡Princesa, princesa! —gimió la sirvienta nubia corriendo hacia su dueña—. ¡Un hombre furioso! ¡Se ha abierto paso a la fuerza!

Akhesa se apartó del enfermo para enfrentarse con el recién llegado, cuya cólera era grande. El intendente y porta-abanico del rey, el rudo Huy, increpó a la princesa con la mayor descortesía.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué retenéis aquí al príncipe Tutankatón? ¡No permitiré que se le haga ningún daño!

La joven parecía muy frágil frente al corpulento dignatario, que la dominaba con todo su tamaño.

—El príncipe está enfermo. Le he administrado un remedio. Si no es eficaz, encontrad otro vos mismo. Os dejo a vuestro protegido. Mi casa será la vuestra.

Abandonando al valiente Huy, completamente atónito, la princesa salió del palacio sin hacer caso de la presencia de los dos guardas destinados a su seguridad.

Aunque el sol declinara en el horizonte, Akhesa se había aventurado por las marismas que se extendían al sur del muelle principal de la ciudad del sol, en una zona que los terraplenadores del faraón no habían acondicionado todavía. A los nobles les gustaba cazar allí patos y ocas silvestres con bastón arrojadizo. Circulaban montados en ligeras barcas entre los juncos de varios metros de altura, sobre los que volaban pequeñas rapaces en busca de presa.

La sirvienta nubia, sentada a popa del esquife, remaba cadenciosamente. Akhesa permanecía de pie, descubriendo aquel universo acuático de inquietantes rumores. Los rayos del poniente apenas podían penetrar allí. Aquel medio cerrado vivía de acuerdo con sus propias leyes, la más importante de las cuales era vivir a toda costa.

Una mangosta dio un prodigioso salto, abalanzándose desde una umbela de papiro hasta la base de un tallo, por donde asomaba la cabeza de una serpiente, a la que hizo estallar con un chasquido de sus mandíbulas. Una avefría plateada se zambulló en una nube de mosquitos, devorándola con delectación. Un enorme pez saltó al paso de la barca, salpicando los desnudos pies de la princesa.

Por consejo de su sirvienta, Akhesa había dejado sueltos sus cabellos y vestía una sencilla túnica de campesina. En el lugar adonde se dirigían, las vestiduras de lujo habrían resultado inadecuadas. Akhesa tenía miedo. No estaba preparada para enfrentarse con ese mundo oscuro, hediondo, poblado de animales bullentes e invisibles.

—¿Está lejos todavía? —preguntó a su sirvienta con voz pretendidamente tranquila.

—Tenemos que seguir la orilla, luego giraremos a la izquierda y nos dirigiremos hacia una isla.

El agua era cada vez más glauca y fétida. A Akhesa le costaba respirar. Se obligó a mirar hacia adelante, alentándose interiormente a proseguir hasta el fin tan horrible viaje. Ahuyentaba a los insectos que la rodeaban con ayuda de un cazamoscas.

El sol se había puesto tras la montaña de occidente. La marisma brillaba ahora con luz crepuscular. La barca avanzaba con dificultad. Al remo le costaba hundirse en aquel revoltijo de vegetales en descomposición.

—¡Ahí está la isla! —anunció la sirvienta nubia.

Akhesa no había visto nada. La maraña de cañas y papiros era tal, que tuvo que agacharse para pasar por un estrecho pasillo que finalizaba en una lengua de tierra lodosa. Allí se levantaba una choza de la que salía un humo maloliente.

—No entraré —anunció la nubia—. Id sola, princesa.

—Y si… ¿Y si te necesito como intérprete?

—La hechicera habla todas las lenguas. Id sola.

Akhesa sintió deseos de huir, de hundirse en los impenetrables macizos de papiro, de correr hacia el aire libre. Pero quería saber.

Puso un vacilante pie en la isla de la hechicera. Después de dar cinco pasos, llegó a la entrada de la miserable vivienda y penetró en su interior.

Al principio sólo vio un minúsculo hogar donde ardían inmundos desechos. Era la única luz que iluminaba la estancia redondeada, poblada de cadáveres de ratas, serpientes e icneumones, y repleta de botes que contenían substancias multicolores.

Una criatura se apoyaba, agachada, en una pared.

—¿Sois…? ¿Sois la hechicera?

Con increíble rapidez, la criatura se colocó ante el hogar para calentar su espalda. Akhesa dejó escapar un grito de horror. La hechicera era una enana de piel negra y ajada. Sus pómulos eran tan salientes que le devoraban el rostro. No le quedaba un solo diente.

—¿No te gusto, pequeña? ¿No aprecias mi belleza?

Akhesa, petrificada de horror, apenas se atrevía a respirar.

—¿Quién eres? —preguntó la hechicera.

—Una muchacha de la ciudad. Mi padre es carpintero.

—Mientes. Y mientes muy mal, pequeña. La hija del faraón debiera mostrarse más hábil.

Akhesa retrocedió. Un lagarto resbaló por su pie izquierdo. La princesa contuvo un grito.

—¿Cómo sabéis…?

—Las palabras del viento, hija mía. Van de un extremo a otro del universo. Cuando pasan por aquí, me cuentan lo que existe fuera de mi paraíso. El viento lleva la vida y la muerte. Las generaciones desaparecen, pero él sigue circulando por el cielo. Es mi confidente, y no me engaña nunca, Akhesa, tercera hija de la pareja real.

Akhesa se sobresaltó. La hechicera conocía su nombre. La sirvienta nubia debía de haber hallado un medio de avisarla de su llegada. No había en ello magia alguna.

—Puesto que sabes quien soy, anciana, responde a mis preguntas. Seré generosa.

—No bastará con eso, princesa.

—¿Qué exiges?

—Mezcla tu sangre con la mía. Dame tu brazo izquierdo.

Akhesa vaciló. Sentir el contacto de la piel de aquella repugnante criatura la horrorizaba. Pero ¿acaso no era la hechicera más reputada?

La princesa tendió su brazo izquierdo. Con una hoja maculada, la hechicera la pinchó, haciendo brotar una gota de sangre, que lamió con avidez.

—Incomparable néctar, princesa. Ahora, puedes interrogarme.

La hechicera hundió su mano izquierda en el hogar y jugó con las brasas.

—¿Qué será de mí, hechicera? ¿Cuál será mi destino?

La enana abrió la palma de su mano derecha y examinó las brasas enrojecidas por sanguíneos fulgores.

—Serás reina, Akhesa… Una reina como nunca la ha habido en esta tierra y…

La vieja calló, asustada por lo que estaba descubriendo.

—¡Sigue hablando, hechicera! —exigió la princesa.

—No… Ya no veo nada…

—¡Ahora eres tú la que miente! ¿Cuándo seré reina?

La hechicera suspiró. Si a la muchacha sólo le interesaba ese detalle…

—Pronto, princesa, pronto. Tú misma estás creando tu destino.

Akhesa ya no tenía miedo. Se divertía. La enana estaba diciendo lo que quería escuchar. Se parecía a esas falsas videntes que vivían de la credulidad de los ingenuos. La princesa no sentía decepción alguna. Sabía que el futuro estaba en manos de Dios. No había cruzado la marisma para conocerlo, sino por un motivo muy distinto.

—Olvidemos el destino —indicó Akhesa— y ocupémonos del presente. Necesito tu talento. Amo a un hombre casado. Quiero que hagas morir a su mujer.

—¿Su nombre?

Akhesa se sobresaltó.

—Debe permanecer en secreto.

—En ese caso, no puedo actuar. Mi magia actúa sobre el nombre de los seres. Confía en mí, princesa. No te traicionaré.

Akhesa miró aquella choza miserable, aquel interior piojoso, aquella criatura malsana… No era digno de ella. Estaba en el mal camino.

—Ya no te necesito, hechicera —dijo con altivez.

La ciudad del sol se había adormecido. El silencio reinaba en el palacio real, adonde el faraón se había dirigido al caer la noche para encerrarse enseguida en sus aposentos privados. Cuando amaneciera, la noticia de su regreso circularía por la ciudad y apaciguaría muchas inquietudes.

Agotada por el viaje a las marismas, la sirvienta de Akhesa se quedó profundamente dormida en cuanto su señora se hubo sumido en el sueño. Ignoraba que ésta había espiado el adormilamiento de la nubia para abandonar su lecho, revestir un manto de lana y salir del palacio por las terrazas.

Bajo la luz de la luna llena, Akhesa se dirigió a la orilla del Nilo. Salió de los arrabales y avanzó por el vasto espacio desierto que separaba las últimas casas del río. Lanzó una mirada a oriente, donde, contraviniendo la tradición aplicada en las demás ciudades, Akenatón había hecho excavar la necrópolis de la ciudad del sol. Con paso ligero y avanzando por fuera de las pistas trazadas por la policía del desierto, Akhesa llegó a un montículo lo bastante elevado como para que, desde su cima, la vista abarcara la totalidad de la capital, de una decena de kilómetros de longitud.

Tras su decepcionante visita a la hechicera, Akhesa necesitaba aspirar el aire de la noche y sentir sobre su cabeza la inmensidad del cielo. Deseaba tomar conciencia de la obra realizada por su padre, de aquella capital brotada del corazón de un faraón y convertida en realidad. Frente a Hermópolis, la ciudad de los sabios, situada a mitad de camino entre la gran aglomeración del norte, Menfis, y la del sur, Tebas, la ciudad del sol ocupaba una parte del inmenso circo delimitado, en el Medio Egipto, por una cadena montañosa. Mañana desempeñaría el determinante papel de una metrópoli de equilibrio, de una nueva «balanza de las dos tierras».

Akhesa no suprimiría utilizando la magia negra a la esposa de Horemheb. La vencería sin recurrir a las fuerzas demoníacas. Le demostraría al general que debía amarla, desplegaría el poder de su propia magia para atraerlo hacia ella.

Pero ¿tenía derecho a actuar así? ¿Adónde la conduciría tan estrecho sendero?

Tomada su decisión, Akhesa abandonó el promontorio y se encaminó hacia los acantilados, donde se erguían las estelas que señalaban las fronteras de la ciudad del sol. Cerca de allí, se oyó la siniestra risa de una hiena, seguida por el aullido de los chacales que deambulaban durante la noche, limpiando el desierto de carroña. Tenía que cruzar la línea de los pequeños fortines, donde había soldados apostados.

Akhesa rodeó uno de ellos, cuyos centinelas discutían en voz alta, hablando de la agresión que Akenatón había perpetrado contra las divinidades domésticas. «Si la mayoría de los soldados de mi padre formulan las mismas críticas —pensó la princesa, despechada—, el ejército pronto ya no servirá».

El pie derecho de Akhesa hizo rodar un guijarro. En el silencio del desierto, el ruido le pareció de enorme intensidad. Se tendió en el suelo cuan larga era.

Uno de los centinelas se irguió, asomando la cabeza por encima del fortín.

—He oído algo —le dijo a su camarada.

—Debe de ser una hiena. No te preocupes. Ven a beber cerveza y a comer habas.

—Es extraño. Creo que debería bajar a dar un vistazo.

—Pierdes el tiempo.

A unos veinte metros de Akhesa, un chacal permanecía inmóvil. Su largo hocico puntiagudo, terminado en una gran trufa negra, no dejaba de agitarse. Había venteado una presencia insólita y comenzaba a gruñir de modo amenazador. El centinela cogió una piedra y la lanzó en su dirección. Amedrentado, el chacal soltó un gemido y huyó.

—Otra vez uno de esos carroñeros —dijo el soldado.

—Ya te lo había dicho —replicó irónico su compañero—. Duerme. Yo montaré guardia. Es una noche como todas las demás…

Tendida boca abajo, Akhesa pasó bajo las cuerdas que unían los fortines entre sí. Más allá no había vigilancia. La princesa se levantó en cuanto estuvo segura de no ser vista. ¡Cómo le gustaba aquella soledad, aquella libertad en la que se abandonaba al viento, portador de los recuerdos y las esperanzas que llevaba hacia los paraísos celestiales! ¡Sería todo tan sencillo y puro, si los humanos aceptaran oír la voz del desierto, olvidarse de sí mismos y hacer que creciera la luz presente en sus corazones! Pero graves peligros amenazaban la ciudad del sol, estaba segura de ello. Le ocultaban la verdad. Sería necesario descubrir lo que se tramaba. Debía acceder a los secretos del embajador Hanis.

Por fin llegó a una de las estelas fronterizas colocadas por su padre en la fundación ritual de la capital. Gracias a la luz solar, Akhesa descifró con facilidad los jeroglíficos, inscritos bajo una escena que representaba a Akenatón y a Nefertiti adorando a Atón. Explicaban que el faraón había fundado su capital, y que ésta nunca superaría los límites que le había impuesto. El lugar puro ocupado por la ciudad del sol era perfecto desde su origen: una obra concebida en su totalidad desde su nacimiento. Luego, los jeroglíficos ensalzaban la belleza de la reina Nefertiti, su clara tez, que ninguna otra mujer poseía, la felicidad que derramaba a su alrededor.

Nefertiti… Nefertiti callaba, encerrada en un incomprensible silencio. ¿Había renunciado a su fe en Atón, ella que había sido fuente de la nueva religión, ella, cuya voz había cantado las primeras alabanzas en honor del sol divino? Nefertiti, aquella madre tan tierna cuya ausencia se volvía insoportable…

La princesa se sentó al pie de la estela fronteriza mirando fijamente hacia oriente, donde dentro de unas horas nacería un nuevo sol.