El alba era brumosa. Iba a ser una de las raras mañanas del año en las que el disco solar tardaría en mostrar su esplendor. «Mal presagio», pensó Mahú, el jefe de policía, que había pasado la noche en el puesto más avanzado. Había colocado allí algunos hombres de elite, para descubrir eventuales movimientos de los beduinos, siempre dispuestos a hacer una incursión. Mahú tenía frío y le dolían los riñones. Se instaló junto a un fuego y bebió un jugo de palma con miel.
El jefe de puesto había conducido a la primera patrulla hacia una línea de colinas. Operación de rutina. Mahú tenía prisa por volver a la capital y disfrutar de un bien merecido descanso. Ya no soportaba las penosas condiciones de vida de la tropa.
—Jefe, sucede algo anormal —advirtió un soldado.
Una humareda ascendía por encima de una eminencia, precisamente en el lugar donde debía de encontrarse la patrulla.
—Preparad mi carro —ordenó Mahú—. Que dos hombres vengan conmigo.
Con el transcurso de los años, Mahú se había ablandado, pero todavía sabía olfatear el peligro y tomar rápidas decisiones. Lanzó al galope sus caballos y llegó al lugar en cuestión.
Un arquero estaba atendiendo al jefe de puesto, que había sido herido en una pierna. Los hombres de la patrulla mantenían apartados a un egipcio y un beduino, manchados de sangre y arena. El enfrentamiento había sido duro.
—Trataban de huir —explicó el jefe de puesto—. Se han negado a obedecer nuestras órdenes.
—Yo mismo les interrogaré —declaró Mahú.
El beduino le resultaba desconocido. En cambio, ya había visto a aquel egipcio de torso delgado y nariz rota.
—Eres un alfarero del barrio norte, ¿verdad? Soy Mahú, jefe de la policía. Quiero la verdad.
El artesano, aterrorizado, intentó huir. Con los pies y las manos atadas, cayó pesadamente y se hirió en la frente con una piedra cortante. El beduino temblaba. Todos conocían la reputación de Mahú.
—Somos unos infelices, señor… Queríamos robar comida.
El jefe de la policía miró al prisionero suspicazmente. Por lo general, los desvalijadores ponían pies en polvorosa en cuanto llegaba la patrulla. ¿Por qué habían combatido éstos, si no tenían algo importante que ocultar?
—Ponedlos boca abajo y traedme mi bastón —ordenó Mahú.
El primer bastonazo hizo aullar de dolor a los ladrones, pero resistieron. Al segundo, el egipcio pidió gracia. El garrote de pesada madera, curvo como una hoz, era un arma terrible que cortaba las carnes y dislocaba los huesos.
—Quiero hablar —articuló con dificultad el prisionero.
—Llevaros al beduino —exigió el jefe de la policía.
Mahú estaba acostumbrado a los interrogatorios. Para que un sospechoso dijera toda la verdad, debía estar lejos de sus cómplices.
—Tenía que contactar con alfareros y comerciantes —confesó el egipcio con la espalda lastimada.
Mahú se sentó junto al detenido para escuchar su débil voz.
—¿Con qué intención?
—Estamos descontentos con los salarios… Las mercancías ya no llegan… Queremos organizar una huelga.
Al prisionero le costaba respirar. Mahú le dejó recuperar el aliento, reflexionando sobre sus declaraciones. No aportaban nada nuevo. Los humildes de la ciudad del sol se quejaban a menudo. La capital había sido construida y dispuesta apresuradamente, tras haber brotado de la nada en aquel desierto carente hasta entonces de cualquier presencia humana. Numerosos funcionarios se habían vuelto aprovechados, y flagrantes injusticias permanecían sin castigo. Algunas huelgas cortas habían perturbado ya la vida cotidiana de la capital.
—Mientes —concluyó Mahú—. ¿Por qué recurrir a un beduino para organizar una huelga? La gente de su raza sólo piensa en desvalijar y matar a mis hombres, disparándoles flechas por la espalda. Creo que los bastonazos no han bastado.
El prisionero se crispó y se debatió, infligiéndose nuevos sufrimientos al hacer que las cuerdas se incrustaran en su carne. Cayó en la arena boca abajo. Tragó un poco y se atragantó.
El jefe de la policía le tiró del pelo, le devolvió el aire y lo limpió.
—Habla pronto, muchacho —le recomendó casi paternal—. De lo contrario, me obligarás a ser cruel. No tengo elección.
En cuanto cayeron los primeros golpes de la nueva paliza, el dolor se hizo insoportable.
El hombre habló.
Lo que Mahú supo le heló la sangre. Se sintió feliz de ser el único que conocía la abominable verdad. Informaría oralmente al faraón, sin pasar por el registro de los escribas.
El jefe de policía detestaba matar. Su oficio consistía en hacer que reinara el orden, no en destruir la vida. Los ladrones eran detenidos, juzgados y condenados a trabajos forzados. Pero éstos, por desgracia para ellos, conocían secretos demasiado graves. Mahú imploró a Osiris para que perdonara el alma del egipcio; luego levantó su garrote para asestar la última paliza. Al tercer golpe, le rompió la nuca.
El interrogatorio del beduino concluyó del mismo modo. Mahú ordenó que devolvieran a la capital el cadáver del egipcio y que arrojaran a las hienas el del beduino. Luego subió a su carro y partió velozmente hacia la ciudad del sol.
—¿Has terminado por fin? —preguntó impaciente Akhesa, dirigiéndose a la sirvienta nubia—. Debo marcharme inmediatamente al gran templo. Me esperan para la ceremonia matinal. ¡Es la primera vez que asisto al culto celebrado por mi padre! ¿Te das cuenta?
—Me doy cuenta, sobre todo, de que estáis muy agitada. No es así como se venera a los dioses.
Akhesa se quedó boquiabierta.
—¿Los dioses? ¡No tienes derecho a hablar así! ¡Nuestro único dios es Atón, la luz divina!
—Son grandes y hermosos pensamientos, princesa —objetó la nubia—. Pero la gente de mi condición cree en sus dioses. Los necesitamos. Atón da la vida, pero está en lo alto, en el cielo, demasiado arriba para ocuparse de nuestras tareas cotidianas. ¿Quién velaría por las parturientas si no existiera el dios Bes? ¿Quién nos haría fecundas si no existiera Hator? ¿Quién fertilizaría los campos si no existiera la diosa serpiente?
Akhesa se sentía afligida. Al parecer, la nueva religión sólo había rozado el alma de los habitantes de la ciudad del sol. Quedaba una inmensa tarea por realizar hasta lograr abrir los corazones a la luz del dios de Akenatón.
La nubia se arrojó a los pies de su señora.
—Perdonadme, princesa. ¡Olvidad mis palabras!
—Vete. Yo misma acabaré de prepararme.
Temblorosa, la nubia se retiró. Akhesa sólo tenía ya que ponerse un vestido blanco muy sencillo, que las damas nobles llevaban desde los más remotos tiempos. Al sentir el contacto del lino en su piel frotada con ungüentos, Akhesa tuvo la amarga sensación de encontrarse sola frente a una situación que la superaba.
Desde hacía tres días, evitaba a Tutankatón inventando cualquier pretexto. La ridícula declaración del adolescente le había exasperado. El amor… ¿Cómo pensar siquiera en él cuando el edificio construido por su padre parecía agrietarse? Sin embargo, el joven príncipe no le era por completo indiferente. Si su posición en la corte se confirmaba, tendría que aceptar volver a verle. No parecía estúpido, pero Akhesa se sentía mucho más atraída por la poderosa personalidad del general Horemheb. ¿Por qué había elegido una esposa tan convencional?
Un nuevo sentimiento, condenado por los sabios, llenó el corazón de la princesa: los celos.
En el corazón de la ciudad del sol, el gran templo de Atón recibía en sus patios, al aire libre, el benefactor efecto de la luz matinal. Como cada día, el faraón se dirigía al santuario cuya construcción había dirigido él mismo. Y cada día disfrutaba el extraordinario instante en que los himnos, las plegarias y los sacrificios hacían que se levantara de nuevo el sol del que dependían todas las formas de vida, tanto en el cielo como en la tierra.
Akenatón había querido que el templo de Atón fuera único. No había, como en los demás santuarios de Egipto, progresión de la claridad exterior hacia los misterios del Santo de los Santos, donde la divinidad se ocultaba en las tinieblas, sino una sencilla sucesión de patios y salas que no presentaban obstáculo alguno a la difusión de los vivificantes rayos de Atón.
Al comienzo de la ceremonia, el rey penetró solo en el gran templo, aislado de los demás edificios del centro de la ciudad por una doble muralla. El faraón pasó ante el alojamiento de los sacerdotes guardianes, adosado a la segunda muralla. Luego recorrió un espacio descubierto y se detuvo ante la gran entrada formada por dos altos pilones entre los que se había practicado una estrecha puerta. Ante la fachada de cada uno de los pilones se erguían cinco mástiles, en cuyo extremo flotaban oriflamas que ponían de relieve la acción del soplo divino. Con la doble representación del número cinco, el faraón recordaba las enseñanzas de la ciudad de Hermópolis, situada frente a la ciudad del sol, en la otra orilla del Nilo, donde reinaba Thot, patrón de los escribas, creador de la lengua sagrada y señor del Cinco, símbolo del conocimiento.
De pie en el centro de la estrecha puerta, con los ojos fijos en el oriente del templo, donde pronto aparecerían los primeros fulgores del nuevo sol, el faraón retuvo un profundo suspiro. Aquella mañana le costaba un gran trabajo concentrarse en la práctica ritual, en aquella tarea vital para la felicidad de su pueblo. Las informaciones de Mahú, el jefe de policía, le obsesionaban.
De modo que en Tebas se conspiraba contra él. Los sacerdotes del dios Amón, cuyos exorbitantes poderes temporales había suprimido, soportaban mal su autoridad. Aquellos hombres viles y despreciables osaban cuestionar la revelación de Atón. Intentaban incluso formar un partido de oposición en la ciudad del sol y habían decidido fomentar los alborotos. Peor todavía, al egipcio interrogado por Mahú le habían encomendado la misión de organizar un grupo de extremistas decididos a asesinar a Akenatón.
La tristeza desgarraba el alma del rey. ¿Por qué suscitaba el odio, cuando su religión enseñaba el amor? ¿Por qué levantaba tantas pasiones, cuando él deseaba ofrecer a la humanidad los beneficios de la luz? La carga que se había impuesto comenzaba a pesar demasiado en sus hombros. Sintió el brusco deseo de depositar en tierra su doble corona, de convertirse en un hombre como los demás, de olvidar sus abrumadores deberes. Tal vez se había equivocado desde el comienzo de su aventura. Tal vez no era apto para el oficio de rey. Le habría gustado tanto hablar de ello con la mujer a la que amaba, Nefertiti. Pero ella se negaba obstinadamente a recibirle, sin darle la menor explicación. Y nunca se había permitido contravenir las decisiones de la gran esposa real, sin cuya ayuda la nueva capital de Egipto no habría visto la luz. Mientras el rey y la reina habían estado unidos en la acción, sus empresas se habían visto coronadas por el éxito; desde que afrontaba la prueba de la soledad, Akenatón sufría un fracaso tras otro. La comunión con Atón seguía permitiéndole afrontarlos, pero se sentía débil.
La más intolerable de las informaciones obtenidas por el jefe de la policía se refería precisamente a Nefertiti. Según la confesión del egipcio, algunos emisarios de los sacerdotes tebanos habrían conseguido verla y convencerla de que actuara contra su marido. Con el apoyo de la gran esposa real, que habría elegido ya un nuevo faraón, una conspiración podía conseguir derribar al rey actual y acabar con su grandioso ideal. Y el nuevo soberano no era otro que el joven príncipe Tutankatón, un niño que, por orden de Nefertiti, había venido a instalarse en la ciudad del sol.
Akenatón no podía proseguir más tiempo su meditación sin provocar la inquietud de los ritualistas. Avanzó hasta entrar en una sala de columnas, techada sólo en los laterales. Se recogió unos instantes y tomó, de un altar, el cetro que le serviría para consagrar las ofrendas. Luego, avanzó por un inmenso patio a cielo abierto, provisto de trescientas sesenta y cinco peanas de ladrillo, una por cada día del año, destinadas a recibir los alimentos. ¿En quién podía confiar Akenatón? El general Horemheb le detestaba; el «divino padre» Ay era un cortesano oportunista; Hanis, un astuto embajador; Mahú, un jefe de policía honesto pero obtuso… Sin Nefertiti, Akenatón decaía. No tenía a su lado a un hijo que le apoyara y no creía en las capacidades de mujer de Estado de su primogénita, garante sin embargo de la legitimidad.
Akhesa… Sí, confiaba en Akhesa, aquella niña salvaje e independiente que acababa de transformarse en mujer. Sin que ella lo supiera, el faraón le estaba ofreciendo los medios necesarios para convertirse en una princesa de alto linaje capaz de trazar su propio destino. Sería fiel a Atón, estaba seguro de ello. Sin embargo, era sólo la tercera de sus hijas. ¿Qué ayuda podía ofrecerle, aparte del más tierno afecto?
Akenatón cruzó cinco patios. Cuando llegó al sexto, cuyo centro estaba ocupado por un gran altar, se recogió de nuevo. Fueron entonces introducidos los dignatarios que tenían autorización para asistir a la ceremonia. De entre ellos salió su primogénita, Meritatón, vestida con una amplia túnica plisada y tocada con la mitra roja que, de ordinario, llevaba la gran esposa real, Nefertiti. La princesa se colocó detrás del faraón.
La segunda hija del rey permanecía en su alcoba a causa de un nuevo acceso de fiebre. Akhesa había ocupado su lugar, junto al altar. Entre las cantantes del templo, que entonaban el himno Despierta en paz, destinado a facilitar la salida del sol, Akhesa reconoció a la amante del embajador Hanis.
Le costaba contener su rabia y su decepción. Ocupando el lugar de Nefertiti, Meritatón era reconocida como reina. Tal vez Akenatón la desposara ritualmente, pues, según la enseñanza de Atón, tan sólo una pareja podía reinar en la ciudad del sol. Así quedaría consagrado el acceso de la primogénita a la cima de la jerarquía. Hoy, sólo cumplía una función ritual. Mañana, gozaría de un poder efectivo. Sin embargo, según las confidencias del príncipe Tutankatón, ¿no habían previsto para ella otro matrimonio? Tras las angustias de los celos, Akhesa era ahora presa de las de la ambición. ¿Por qué la torturaban así los demonios? ¿Por qué no se limitaba a ser una princesa y a llevar una vida lujosa en la más fastuosa de las cortes? ¿Era bueno o malo el genio que la habitaba?
Salió el sol, iluminando el gran altar.
Akhesa juró a su dios que llegaría hasta el fin de sí misma.
Los cantos cesaron. Akenatón, seguido por su primogénita, subió los peldaños que conducían al centro de la ciudad del sol, a aquella piedra de ofrendas que constituía su corazón. El faraón presentó al sol una bandeja de oro en la que se habían depositado joyas que llevaban los nombres de Akenatón y Nefertiti. El nombre de los soberanos, como parte inmortal del ser, sería así iluminado por el dios.
Blandiendo luego la maza, Akenatón se dispuso a consagrar el altar antes de que aparecieran las ofrendas.
Akhesa estaba impresionada por la prestancia de su padre. Otorgaba una fuerza incomparable a tan sencilla ceremonia. Sin embargo, la mirada de la princesa no lograba apartarse de su hermana mayor. Los gestos de Akenatón se caracterizaban por su solemnidad natural, mientras que la actitud de Meritatón, demasiado orgullosa, manifestaba su falta de fe.
Un rayo de sol cegó a Akhesa.
Para evitarlo, levantó los ojos hacia la muralla.
En lo alto, un hombre tendido boca abajo manejaba una honda. El arma, construida con hilo de lino trenzado, estaba ya tensada.
El hombre apuntaba al faraón. Sujetaba una de las cuerdas, perfectamente lisa, entre el pulgar y el índice. Precisamente cuando Akenatón terminaba la adoración al sol naciente, el criminal lanzó el proyectil.
Akhesa gritó.