5

La ciudad del sol estaba en fiestas. El faraón había dado orden de organizar una ceremonia oficial ante la puerta del gran templo de Atón. Los rayos del dios tocaban la parte superior de los altos pilones y hacían refulgir la grandiosa doble puerta de bronce. Habían instalado decenas de abanicos sobre los entablados para proteger de los ardores del sol de mediodía a los participantes en los festejos. Unos escribas se apresuraban a tomar nota de los detalles del acontecimiento.

El propio faraón presidía las festividades. Sentado en un trono colocado ante la entrada del santuario, se hallaba rodeado de gran número de cortesanos y altas personalidades del reino, a cuya cabeza figuraban el general Horemheb y su esposa, la primogénita Meritatón, el embajador Hanis y la princesa Akhesa. Maketatón, la segunda hija de la pareja real, guardaba cama, víctima de una fuerte fiebre.

Cuando se adelantó el «divino padre» Ay, comandante de los caballos de Su Majestad y escriba particular del rey, llevando gallardamente el peso de sus setenta y cinco años, la muchedumbre fue presa de un verdadero delirio. El «divino padre» gozaba de una formidable popularidad. Su esposa, la nodriza Ti, noble dama de cabellos blancos que no tenía ningún reparo en lucir, contribuía a la estima de que gozaba Ay, tanto entre los grandes como entre los humildes. Ay y Ti formaban una pareja de inigualable generosidad con sus íntimos y protegidos. Muchos acudían a pedirles consejo. Ya se tratara de asuntos de Estado o de dramas privados, Ay y su esposa prodigaban un sinnúmero de pertinentes opiniones que era conveniente seguir.

Los criados invitados a la ceremonia levantaron los brazos en señal de alegría, realizando el gesto del ka, símbolo de la energía divina, y entonaron un canto a la gloria de Atón y del faraón.

Akenatón levantó la mano.

Tres sacerdotes con el cráneo rasurado sacaron unas bandejas cargadas de collares de oro. Les seguía el gran intendente de palacio, que marcaba el ritmo de la marcha golpeando el suelo con la punta dorada de su largo bastón.

El corazón de dama Ti, que se mantenía algo retirada tras el trono del faraón, se estremeció de felicidad. Ver que se honraba de aquel modo a su esposo le proporcionaba la más exquisita de las alegrías. Ay sólo vivía para la prosperidad y la grandeza de Egipto. Para él sólo contaba el prestigio de las Dos Tierras. Ambos habían vivido mucho tiempo en Tebas antes de seguir al omnipotente señor del Imperio hasta la nueva capital. Habían saboreado las delicias de la paz, apreciado el lujo de las recepciones y degustado los esplendores de la más hermosa ciudad del mundo, donde se entrecruzaban las razas. A dama Ti le costaba cierto trabajo habituarse a la particular atmósfera de la ciudad del sol. A menudo, la personalidad de Akenatón le producía auténtico espanto. Aquel ser brillante, inteligente y capaz de gobernar con mano de hierro, atravesaba inquietantes períodos de apatía en los que su natural misticismo le hacía perder el sentido de las más elementales realidades. Durante los doce años del reinado de Akenatón, dama Ti sólo había intercambiado con él frases protocolarias; ante su presencia, se sentía incapaz de crear un clima de intimidad, cuando tan bien sabía hacerlo por lo general. Pero ¿no era preciso olvidar tales inquietudes en tan hermosa jornada?

Avanzando hacia el gran intendente que se había quedado inmóvil, el «divino padre» Ay no conseguía apartar los sombríos pensamientos que le obsesionaban. Aun siendo el escriba particular de Akenatón, sólo lo veía unos minutos al día. Imposible presentarle los expedientes más urgentes, relativos a la administración de la capital, las relaciones cada vez más tensas con los sacerdotes tebanos o las crecientes dificultades de la economía. Akenatón sólo se interesaba por la obra que consideraba fundamental, la redacción del gran himno al dios Atón, cuyos versículos él mismo componía. Ay era el único en saber que las Dos Tierras ya no se gobernaban de un modo coherente. La fama del faraón bastaría para mantener por algún tiempo todavía la unidad de Egipto, pero ¿qué sucedería luego? Cierto era que había existido aquella feliz iniciativa, el paseo en carro con Akhesa, la tercera hija de la pareja real. Ello, añadido al accidente del que Akenatón y la princesa habían salido milagrosamente indemnes, había devuelto el prestigio al rey.

Ay, tocado con una pesada peluca negra, llevaba una túnica blanca con numerosos pliegues y amplias mangas que descendían hasta el codo. Un gran nudo, a la altura del ombligo, formaba la parte superior de un delantal. El escriba particular del rey avanzaba con la majestuosa rigidez adecuada a semejante ocasión. Sin embargo, por el rabillo del ojo advirtió el rostro perfecto de la princesa Akhesa, que permanecía muy atenta. Tras la entrevista que le había arrancado a su padre, Ay había notado una relativa mejoría en el faraón. Mientras su hija mayor le deprimía, Akhesa le devolvía cierta energía. Akenatón se había interesado incluso por el estado de las obras del barrio norte. Akhesa nunca desempeñaría el menor papel en la marcha del Estado, pero intentaría afirmarse de un modo u otro. Pronto sería necesario canalizar sus ambiciones.

Los servidores de Ay se prosternaron ante los sacerdotes portadores de las bandejas cargadas de collares de oro. Tras un nuevo gesto del faraón, éstos rodearon al «divino padre», que se detuvo con la mirada fija en el rey. El gran intendente dio un golpe con su bastón. Un sacerdote rodeó el cuello de Ay con el primer collar de oro. Se había hecho un absoluto silencio. Luego hizo lo propio con el segundo, y después con el tercero…, y así hasta llegar al sexto. La recompensa era fabulosa. Una exclamación de espontánea alegría salió del pecho de los espectadores. Un servidor se prosternó ante Ay y le besó los pies. Los demás tendieron sus manos a la altura del rostro, en señal de respeto y veneración. En aquel instante, su señor estaba recibiendo las distinciones correspondientes al personaje más importante del reino después del faraón. Superaba al general Horemheb, que, acompañado por su esposa, no tardó en abandonar las filas de los cortesanos tras haber saludado ritualmente al rey, alegando una inspección urgente de sus tropas. Akenatón permaneció impenetrable. Sin haber dirigido la palabra a nadie, subió de nuevo a su carro y, protegido por una escolta, regresó a palacio.

Los servidores del «divino padre», llenos de exaltación, condujeron triunfalmente a su señor hasta su vasta morada. La muchedumbre, alborozada, les seguía. Los niños gritaban. Las calles de la ciudad del sol se llenaron de ruidosos y animados cortejos. Ay, que mostraba una arrebatadora sonrisa, no conseguía saborear esos instantes como hubiera deseado. El comportamiento del general Horemheb le preocupaba. Ciertamente, el «divino padre» contaba con numerosos y fieles partidarios entre los oficiales de carros. Pero el verdadero dueño del ejército, el que tenía la plena confianza de sus jefes, era Horemheb, que consideraba deplorable la política exterior de Akenatón. No obstante, hasta el momento se había mostrado leal a él. Ay pensaba que Horemheb no se había convertido a la religión de Atón y que conservaba su fe en los antiguos dioses, especialmente en Amón, señor de Tebas, cuyo nombre estaba prohibido en la ciudad del sol. Antes o después, los rencores de Horemheb tomarían forma activa. Amenazaban con conmover los fundamentos del Imperio. Y a él, el anciano cortesano, le tocaría impedir un horrible desastre, un sangriento enfrentamiento entre los partidarios de Akenatón y los de Horemheb. Los Anales reales conservaban el recuerdo de una antiquísima guerra civil que había arruinado el país durante largos años. Las sirvientas habían ocupado el lugar de sus dueñas, cuyos vestidos y joyas yacían en el barro, los canales de riego se habían atascado por falta de mantenimiento, las tumbas de los reyes habían sido saqueadas y las bestias salvajes habían penetrado en los templos. La pesadilla amenazaba con hacerse realidad de nuevo.

La cólera de Mut, la esposa del general Horemheb, no se calmaba. Recorría nerviosa la sala de columnas de su suntuosa morada en el barrio sur, y había despedido a sus sirvientas, rechazando incluso una de aquellas bebidas azucaradas que los sirios pusieran de moda. Ella misma se había quitado la peluca, olvidando incluso cambiarse. Nunca se había sentido tan trastornada.

Por fin, Horemheb regresó de la inspección que se había visto obligado a realizar. En vez de una gran dama, se encontró con una verdadera furia.

—¡Es intolerable! —se lamentó la mujer—. El rey se burla de nosotros. Te ha lanzado un público desafío. ¿Cómo responderás a esta afrenta?

—Que me sirvan bebida —exigió el general—. Y haz que venga el masajista. Estoy cansado.

Mut se plantó ante su marido.

—¿Qué significa eso? ¿Renuncias a luchar?

Él la rechazó suavemente.

—Respeto la ley y el orden. Akenatón es el faraón. Él imparte las directivas que debemos obedecer. Los enemigos contra los que yo lucharía son los de Egipto. Por lo que respecta a la estrategia necesaria para recuperar el lugar que me corresponde, no se la revelaré a una mujer.

Herida, Mut se retiró a sus aposentos privados. Horemheb meditó durante largo rato, feliz de encontrarse solo. ¿Cómo habría podido hablar del único hecho que le había impresionado durante tan aburrida ceremonia, la turbadora mirada de la princesa Akhesa?

Mientras la muchedumbre se dispersaba, Akhesa se escondió tras el tronco de un tamarindo sin apartar los ojos del embajador Hanis. Éste se eclipsó con discreción. En vez de volver a su despacho o de ir a almorzar a su villa del barrio sur, tomó la dirección del barrio norte. La princesa no cabía en sí de alegría. Había decidido seguir a Hanis como su sombra hasta que cometiera una falta que ella pudiese utilizar en su provecho. Un hombre tan retorcido debía de tener muchas cosas que ocultar. Dado que sus competencias eran indispensables y que él era el único que podría revelarle la verdad sobre la situación real de Egipto, tenía que ejercer sobre él un poder eficaz. Siguiéndolo día y noche, lo conseguiría.

Ningún guardia acompañaba a Hanis, que se internó por las callejas más obscuras y menos frecuentadas, caminando deprisa y muy arrimado a las paredes. Aquella actitud tan sorprendente intrigó a Akhesa, sobre todo porque el embajador se dirigía a un barrio popular. Sin duda se trataba de un contacto que quería mantener en secreto. Una libertad que al faraón no le gustaría demasiado… Akhesa vio como Hanis penetraba en una pequeña casa blanca de un solo piso.

Una mano rugosa se posó en su hombro.

—Perdonadme, princesa —se excusó el jefe de policía Mahú—. Sin duda os habéis extraviado. Debo acompañaros a palacio.

—Apartad inmediatamente vuestra mano —exigió Akhesa con voz seca—. Os está prohibido tocar a una princesa de sangre real.

Mahú, asustado, se apartó. Había cometido una imprudencia que podía costarle cara. Los policías que le acompañaban intercambiaron reprobadores murmullos. ¿Qué absurdo instinto había guiado su gesto?

—¿Me habéis seguido? —preguntó Akhesa.

—Sí —reconoció Mahú—. Son órdenes de vuestro padre. Tengo el deber de protegeros.

—Lo teníais. Olvidaré vuestra falta, a condición de que renunciéis a espiarme. En la ciudad del sol no corro peligro alguno. Y no tengo la menor intención de salir de ella.

Mahú estaba vencido. Akhesa tenía la suficiente influencia y autoridad como para hacer que lo degradaran. Sabría convencer a Akenatón de que seguía cumpliendo celosamente su misión. Sería mentir, es cierto, pero ¿qué mal podría cometer la joven princesa? ¿Acaso no era inútil esa vigilancia? Tenía otras tareas más urgentes que cumplir.

—Se hará según vuestros deseos, princesa.

Cuando los policías hubieron desaparecido, Akhesa se aproximó a la morada donde se ocultaba el embajador. Aguardó a que los alrededores estuvieran en perfecta calma. Entonces, saltó por encima de un murete y trepó al techo de un pequeño granero, desde donde podría ver lo que ocurría en el interior de la casa.

El embajador Hanis tenía entre sus brazos a una mujer muy hermosa que la princesa conocía bien: la más hábil de los músicos del templo. Al no estar casada, no era culpable del imperdonable adulterio. Pero sí transgredía la regla según la cual, durante el período de su servicio en el templo debía permanecer casta y pensar sólo en la celebración del culto. Con eso había suficiente material para organizar un escándalo del que Hanis no se repondría.

Akhesa disponía ahora de un arma decisiva contra él.

La noche caía sobre la ciudad del sol. Leonados colores cubrían las cimas de las montañas. El Nilo resplandecía de oro, plata y púrpura. En la campiña, los pájaros lanzaban su canto postrero. Campesinos y campesinas regresaban a sus moradas, conduciendo ante sí los bueyes. Por lo común, Akhesa se dejaba invadir por la tranquilidad del ocaso que degustaba con placer, tendida en una terraza. No existía instante más tierno ni más sereno. Abandonaba el cuerpo a las últimas caricias del astro divino, mientras su alma volaba hacia occidente, donde le aguardaba la sonrisa de la diosa Hator, que la prepararía para su futura muerte.

Pero, aquella noche, la princesa había decidido encerrarse en su salón de maquillaje. Pasaría al menos dos horas acicalándose para acudir al banquete que el general Horemheb ofrecía a las altas personalidades de la ciudad del sol. Era la primera vez que invitaban a Akhesa, en compañía de sus dos hermanas mayores, a una recepción de tanta importancia. No creía todavía en su suerte y no cabía en sí de gozo. A su sirvienta nubia le costaba un gran trabajo peinarla.

—Si mi princesa quisiera sentarse —protestó la nubia—, podría terminar la primera trenza.

—Sea —concedió Akhesa, nerviosa.

—Princesa, seréis la más hermosa…

—¡Siempre que no perdamos ni un segundo! Si no, seré la última y me cubriré de ridículo. ¡Apresúrate pues!

La sirvienta trenzó los negros cabellos de su dueña y los perfumó con mirra. Luego abrió una caja rectangular, decorada con un marco de alabastro y loza azul, haciendo girar la tapa de bisagras. En el interior había un soporte para un aderezo redondo y pequeño, adornado con perlas de oro, que colocó con sumo cuidado en la cabeza de Akhesa. Aquella ligera peluca, de origen nubio, era la última moda. A Akhesa le sentaría muy bien y despertaría los celos de las nobles damas. A su edad, la princesa podía permitirse las más exóticas audacias.

Se examinó largo rato en un espejo en forma de llave de vida.

—Perfecto —decidió—. ¡Ahora, vísteme deprisa! ¡El sol ya ha desaparecido tras la montaña del poniente!

—¡Primero tengo que perfumaros! —objetó la nubia—. ¡Dejadme hacer, si no llegaréis tarde de verdad!

Akhesa se inclinó. La criada untó el cuerpo desnudo de su señora con un ungüento a base de jazmín. Impregnó cada parcela de piel, dándole un masaje relajante al mismo tiempo. Akhesa se sosegó bajo los dedos hábiles de la nubia. Ésta, concluido su trabajo, se inclinó sobre un cofre de madera de cedro, con cuatro patas y de un rojo profundo, rodeado por un friso de signos mágicos que garantizaban la buena fortuna a su propietario. Sacó de allí un amplio vestido de lino plisado, que anudó con destreza bajo los pechos de Akhesa. Después, ajustó en su talle un cinturón también de lino. De un cofrecillo cubierto de láminas de turquesa, sacó un collar de cuentas de loza con el que adornó el cuello de la princesa. Puso en sus tobillos y muñecas brazaletes de plata. Por fin, levantó los finos pies de Akhesa para calzarle unas sandalias de cuero tachonadas de perlas y oro.

—Estáis lista, princesa —estimó la sirvienta.

Los elegantes poblaban ya los jardines de la villa del general Horemheb. La vasta mansión, apresuradamente construida con ladrillos de tierra secados al sol y recubiertos de yeso, tenía más de veinte estancias distribuidas en dos pisos, sin contar las habitaciones de los criados, las cocinas, las alacenas, el establo y el redil. Todos envidiaban el cuarto de baño, cuya distribución había sido supervisada por la propia dueña de la casa.

Los invitados paseaban entre palmeras, acacias, acianos gigantes, mandrágoras y bosquecillos de papiros. Admiraron, al pasar por delante, un estanque donde flotaban azules nenúfares. Los hombres lucían con orgullo pelucas de respetables rizos y correctos vestidos de lino con amplias mangas. Las mujeres, con tocados más complicados todavía, habían rivalizado en ingenio para el tratamiento de los largos mechones que, a veces, cubrían sus hombros.

Mut, la dueña de la casa, recibía a sus invitados en el umbral, construido en piedra caliza pulimentada, cuya blancura relucía a la luz de las antorchas. Se inclinó ante la primogénita de la pareja real y su hermana, que, pese al mal estado de su salud, no se habría perdido el banquete por nada del mundo. Mut se mostró calurosa con el «divino padre» Ay y dama Ti, su esposa, cuya mera presencia garantizaba el éxito de una recepción de la que se hablaría durante mucho tiempo en la corte. Por un momento había temido una negativa de su parte. Pero ¿cómo habrían podido rechazar semejante invitación sin ofender gravemente al general?

Mut palideció bajo el maquillaje al ver a Akhesa.

Peinado nubio, jóvenes y arrogantes pechos, aspecto de mujer conquistadora, segura de sí misma y de su belleza, Akhesa era un vivo desafío a las conveniencias. En su primera aparición en la alta sociedad de la nueva capital, se comportaba como una de esas mozas extranjeras que, confinadas en los barrios bajos, violaban las buenas costumbres. Cuando el faraón supiera en qué se había convertido su hija, la encerraría para siempre en el palacio para que no siguiera ofuscando la vista de la gente prestigiosa.

Akhesa, acompañada por su sirvienta, saludó respetuosamente a dama Mut, ofreciéndole la más graciosa sonrisa. La esposa del general Horemheb apartó la cara. A regañadientes, dejó penetrar en su morada a la hija de Akenatón.

Pasando ante la garita del guarda que vigilaba el acceso practicado en el alto muro que rodeaba la propiedad, Akhesa recorrió un pasillo decorado con frescos vegetales. Dicho pasillo desembocaba en una capilla al aire libre, que albergaba un altar donde se había representado al divino sol, Atón, enviando a la tierra sus vivificantes rayos de luz terminados en manos. Todos los invitados se recogían ante el monumento. Entrar en una casa tenía el valor de un acto sagrado. Era necesario honrar al divino presente en un lugar donde el dueño y la dueña de la casa, representados a uno y otro lado del disco solar, ofrecerían alimentos.

Akhesa cruzó un patio que se encontraba bajo la vigilancia de un portero y, a continuación, un zaguán que daba a un gran vestíbulo dominado por una galería. Allí se reunían los privilegiados a quienes el general Horemheb había invitado a su mesa.

Cuando Akhesa apareció, las conversaciones cesaron. En absoluto turbada, la princesa se dejó admirar.

El embajador Hanis se aproximó a ella.

—¡Qué alegría teneros entre nosotros! Permitidme, princesa, que os presente al dueño de la casa.

Hanis condujo a Akhesa hasta Horemheb, que estaba sentado en una silla baja de ébano.

Cuando la joven esbozaba una inclinación del busto, el general la tomó dulcemente por la muñeca obligándola a permanecer derecha.

—Soy el servidor de mi rey y de su familia —declaró con voz potente—. Vuestra presencia me honra. Soy yo quien debe saludaros.

El general levantó las manos con las palmas abiertas hacia el rostro de Akhesa, como si le transmitiera un fluido bienhechor. La escena llenó de estupor a los participantes de la fiesta. La esposa de Horemheb, que en aquel momento entraba en el vestíbulo con el último invitado, el príncipe Tutankatón, se quedó desconcertada.

Akhesa y Horemheb se contemplaron largo rato, cada uno de ellos aguantando la mirada del otro. El general, que ya superaba la treintena, poseía una rara distinción. Su educación de escriba real le había convertido en un hombre refinado y culto. Había mostrado su capacidad para organizar las fuerzas armadas del faraón con rigor e inteligencia. Ser general no consistía en recorrer los desiertos y combatir cuerpo a cuerpo en las escaramuzas. Horemheb se consagraba a una perspectiva estratégica capaz de mantener a Egipto en el rango de primera potencia. Amplia frente, nariz fina, labios sensuales, poseía una autoridad natural. Tanto los valientes como los doctos le obedecían con idéntico fervor. Y todos murmuraban que el general Horemheb tenía la talla de un faraón.

Akhesa estaba tan cerca del rostro de Horemheb, que pudo distinguir en su mejilla izquierda una cicatriz que ascendía hacia el ojo. Era el resultado de un torpe latigazo por parte de un cochero.

La princesa estaba fascinada. Él le sonrió.

Akhesa se arregló un mechón que caía sobre su frente.

Horemheb advirtió que la princesa conservaba un total dominio de sí misma, sorprendente en una mujer tan joven. ¿Dé donde sacaba semejantes recursos? ¿Qué energía animaba su alma, sino el poder de Atón que su padre le había transmitido?

La primogénita de la pareja real, Meritatón, rompió en seco la complicidad establecida entre Akhesa y Horemheb, apartando a su hermana. Akhesa desapareció. Horemheb rindió homenaje a la guardiana de la legitimidad, cuyo ingrato perfil le disgustaba.

Los invitados intercambiaron furtivas frases comparando a la rugosa hija mayor del faraón con la princesa Akhesa, de resplandeciente belleza.

Akhesa nacía ante los maravillados ojos de la corte.

Cuando el «divino padre» Ay se le acercaba, Horemheb se levantó. Ambos hombres se desafiaron con la mirada. Horemheb, con el orgullo de un dignatario apto para justificar sus ambiciones; Ay, con la calma de un anciano dotado de irreemplazable experiencia.

—Me gustaría hablaros en privado, general.

—No tendremos demasiado tiempo. Me debo a mis invitados.

—Será un momento.

—Sea. Seguidme.

Horemheb se sintió halagado por aquella petición. Hacía varias semanas que Akenatón no reunía a su consejo, sino que daba directamente las órdenes a los altos funcionarios. En consecuencia, el general y el «divino padre» ya no se reunían. Cada uno de ellos maniobraba en su propio círculo, espiando las iniciativas del otro.

Horemheb llevó a su huésped hasta la sala de unciones, situada entre el cuarto de baño y la alcoba. En el lugar flotaban suaves aromas. Ay se sentó en un sillón; Horemheb permaneció en pie con los brazos cruzados.

—Fuisteis honrado por el rey de modo absolutamente excepcional, «divino padre». Nunca había visto entregar tantos collares de oro al mismo hombre.

—Son sólo distinciones honoríficas, general. No le concedamos demasiada importancia.

—De todos modos, os convierten en la primera personalidad del Estado después del faraón. ¿De qué deseáis hablarme?

Ay meditó unos segundos antes de hablar. Horemheb era un adversario de talla y no le subestimaba. Esperaba despertar su sentido del honor y sus innatas cualidades de hombre de Estado.

—Tal vez la situación sea más grave de lo que parece, general. Ni vos ni yo estamos hoy correctamente informados sobre lo esencial. Sólo el faraón dispone del conjunto de expedientes que permiten tomar decisiones, tanto en el interior como en el exterior. Pero ¿todavía es capaz de hacerlo? Yo confío en que sí, pero en el fondo temo que no. Así pues, os ruego que pongáis al ejército en pie de guerra con la máxima discreción, sin que el asunto tenga aspecto oficial, naturalmente.

Horemheb adoptó una expresión grave.

—¿Por qué razón concreta?

—Se trata de una simple medida de precaución.

—¿Al servicio de qué causa?

Un profundo asombro se inscribió en el rostro de Ay.

—De la del faraón Akenatón, naturalmente. Vos y yo somos sus fieles servidores. Debemos estar dispuestos a defenderlo. ¿Lo habéis dudado un sólo instante?

—¿Estáis insinuando que persigo objetivos contrarios a los intereses de mi soberano?

Ay esbozó un gesto apaciguador.

—En modo alguno, general. Demasiado conozco vuestro sentido del Estado para imaginar semejante villanía. ¿Y si nos reuniéramos con vuestros invitados? Sería incorrecto hacerles esperar.

Horemheb estaba indeciso. ¿Qué ocultaban las confidencias de Ay? ¿Esperaba ganar para su causa a la mayoría del ejército, utilizando los servicios de su hijo, el comandante Nakhtmin? Pura utopía. ¿Por qué esa llamada a una movilización latente? Al «divino padre» le gustaban las estrategias complicadas. No se permitía el lujo de improvisación alguna. Ni una sola de las palabras había sido pronunciada al azar. La gestión tenía, por lo menos, la consecuencia de colocar a Horemheb ante sus responsabilidades, de recordarle de un modo sutil pero firme que sus tropas estaban al servicio de Akenatón. Aquello significaba que la mayoría de la nobleza apoyaba a Ay. El general debía tenerlo en cuenta. Fueran cuales fuesen las críticas contra Akenatón, la única solución en el momento presente era guardar silencio. Una posición de repliegue que no le gustaba demasiado. Sin embargo, en aquel día de fiesta más valía orientar su espíritu hacia imágenes más agradables. Por ejemplo, el rostro hechicero de la princesa Akhesa.

La anfitriona invitó a sus huéspedes a entrar en la sala del banquete, una amplia estancia sostenida por ocho imponentes columnas de base calcárea decoradas con pinturas que representaban pájaros y flores. Pámpanos de viña adornaban el techo. Los invitados se sentaron en sillones, sillas o almohadones. Dos servidores, provistos de pesadas bacinas de cobre llenas de agua, les lavaron pies y manos. Otros dos colocaron en sus cabezas un cono de esencias florales que iría fundiéndose a medida que transcurriera la velada, perfumando las pelucas. A través de las enrejadas ventanas penetraba el aire fresco de la noche.

Unos escanciadores ofrecieron los mejores caldos provenientes del Delta, que sirvieron con precaución en copas muy apreciadas también por los invitados. Una orquesta, compuesta por una flautista, una arpista y una virtuosa de las castañuelas, inició una conocida melodía alegre y rítmica. Pronto se les unió una cantante, cuya afrutada voz hechizó los corazones. Luego aparecieron tres bailarinas, vestidas tan sólo con un cinturón de perlas de cornalina, que ejecutaron las acrobacias de una danza muy animada antes de entregarse a figuras más lascivas, mientras los invitados degustaban un asado de buey servido con una guarnición de puré de higos.

Akhesa no tenía hambre. Ligeramente embriagada por el vino blanco de los oasis, observaba. Estaba flanqueada por el embajador Hanis, de gran sobriedad pero muy amante de la carne, y el intendente Huy, gran bebedor y gran contador de historias subidas a veces de tono. Uno y otro se mantenían a respetuosa distancia de la princesa. Los moralistas, cuyas obras se leían con asiduidad, no bromeaban acerca del comportamiento durante un banquete. No se permitía ningún gesto familiar o indecente. ¿Acaso la fiesta aquí abajo no anunciaba la del otro mundo, celebrada en presencia de las divinidades?

A pesar de que no faltaban los ingredientes indispensables para el éxito de una velada y la alegría brillaba en el rostro de los grandes hombres y las nobles damas, aunque la conversación no decaía y no se cometía ningún atentado contra el buen gusto, Akhesa percibió cierto malestar entre la elegante concurrencia formada por aquellos y aquellas de quienes dependía la suerte del imperio. La ruidosa alegría que algunos manifestaban resultaba artificiosa, y la relajada actitud del general Horemheb y del «divino padre» Ay parecía afectada.

El edificio se resquebrajó cuando la segunda hija de la pareja real se sintió presa de vómitos. Una sirvienta se la llevó enseguida fuera. Mut, la anfitriona, reclamó una silla de mano para acompañar a la joven al palacio real.

El incidente alteró el buen humor que había presidido el banquete. Cuando el «divino padre» y su esposa alegaron fatiga para marcharse, muchas parejas de cortesanos les siguieron. Akhesa se sentía decepcionada. Había esperado obtener numerosas confidencias, y tan sólo había accedido a trivialidades y frases de circunstancia. Tiempo perdido… Ése era el triste balance de la inútil velada.

El vino y la buena carne habían adormecido las inteligencias. Las miradas se hacían pesadas. Akhesa aprovechó el momento para abandonar la gran sala y dirigirse al jardín. Aunque sus pechos se estremecieron bajo el mordisco del fresco, la noche de invierno le pareció extraordinariamente suave. Se refugió en un cenador cuyo techo estaba cubierto de guirnaldas de flores. Necesitaba reflexionar. Desde su entrevista con Akenatón, los acontecimientos se precipitaban. ¿No habría desencadenado la princesa, en ese Egipto que vivía al ritmo de la eternidad, un torbellino del que sería la primera víctima? Pero ¿qué otra alternativa le quedaba para poder ser ella misma?

Una rama crujió. Alguien se acercaba. Akhesa se arregló el vestido de lino. De entre las sombras surgió el príncipe Tutankatón, llevando un bastón.

—¿Estáis aquí, Akhesa?

Ella no respondió. Aquel joven pretencioso venía a importunarla.

—Respondedme, Akhesa… Quisiera hablaros.

—Estoy en el cenador —advirtió de mala gana la princesa.

—Tengo un regalo para vos.

Tutankatón le ofreció dos ramilletes de flores de loto y papiro que él mismo había cogido. El modesto presente conmovió el corazón de la princesa. El joven era tan torpe, tan envarado, que no se atrevió a rechazarlo.

—Os lo agradezco, príncipe. Es un hermoso presente.

—No os burléis de mí. Es una pobre idea, lo reconozco, pero no se me ha ocurrido otra cosa. ¡Deseaba tanto volver a veros! Sois tan hermosa…

Akhesa fue sensible al cumplido.

—¿Puedo invitaros a un paseo por el jardín? Es tarde, lo sé, pero el aire nos sentará bien tras esa comida tan abundante.

Intentaba hablar como un hombre. Sus esfuerzos por aparentar mayor edad de la que tenía casi se veían coronados por el éxito. En él se producía una curiosa mezcla de ingenuidad y madurez.

Caminaron por una avenida silenciosa, flanqueada de acacias e hibiscos.

—¿Os ha complacido la velada, princesa?

—Me ha parecido aburrida.

—A mí también.

—¿Tan acostumbrado estáis a los banquetes?

—Estoy obligado a asistir a ellos desde que cumplí nueve años. Sin duda se dicen cosas importantes, pero se me escapa su significado. Por lo demás, siempre son las mismas danzas y la misma música. Esperaba que mi hermano Semenkh provocara cierta animación.

—¿Estaba vuestro hermano presente en la recepción?

—Sí, princesa. ¿No os habéis fijado en un hombre muy alto, de ojos negros, que llevaba un anillo adornado con un escarabeo en el anular izquierdo? El rey le ha hecho venir desde Tebas para desposarlo con su primogénita Meritatón.

El tono de Akhesa se tornó agresivo.

—¿Mi hermana, casada? ¿De dónde salen esas habladurías?

—Pronto será un hecho, es la voluntad del faraón.

—¿Cómo un niño como vos dispone de tan importantes informaciones?

Tutankatón se quedó paralizado. Akhesa advirtió que le había herido cruelmente.

—Subestimáis mi rango, princesa.

Ella le tomó por las manos, consciente de su error. Una falta tanto más imperdonable cuanto que Tutankatón acababa de proporcionarle la única información valiosa obtenida durante tan larga velada. Merecía la pena ser su aliada.

—Perdonad mi insolencia —imploró hechicera—. A menudo tengo la lengua demasiado larga.

Tutankatón apretó con fuerza las manos de la princesa.

—¿Cómo reprocharos la menor falta? Creo…, estoy seguro… de que os amo, Akhesa.