Horemheb supo la noticia de la condena a muerte de Akhesa mientras permanecía en Menfis, donde estaba reorganizando el mayor arsenal del país. Interrumpió enseguida sus actividades para regresar a Tebas. Su cólera estalló al descubrir que Akhesa había sido encerrada en una celda del templo de Karnak en cuanto finalizó el proceso.
El faraón tendió la mano a la joven, que permanecía acostada en el suelo de piedra, y la ayudó a levantarse.
—Este trato es indigno de vos. Castigaré a los culpables.
A pesar de su delgadez y su cansancio, Akhesa no había perdido en absoluto el orgullo.
—Soy la única culpable.
—Daré órdenes de que os trasladen a palacio.
—Con una condición…
—¿Cuál?
—Quiero morir en la ciudad del sol —exigió—, donde mi padre conoció la felicidad.
—Imposible. No tengo derecho a hacerlo.
—Ya no sois un servidor del faraón, Horemheb. Sois faraón. No creo haber implorado nunca un favor. Le suplico al rey de Egipto que me conceda éste.
Mut, la nueva gran esposa real, había hecho que amontonaran los objetos preciosos pertenecientes a Akhesa en un taller de palacio. La joven acarició las copas y los jarros de oro, los recipientes decorados con granadas, las bandejas de plata, los frascos de cosméticos, las cucharas de ébano, el pequeño íbice de marfil que contenía aceite perfumado, el racimo de oro con el que había jugado de niña. Había olvidado en demasía a aquellos mudos compañeros, segura de que siempre le pertenecerían.
Los soldados de Horemheb no la verían llorar. Les indicó con una señal que la entrevista con su pasado ya había durado demasiado. De acuerdo con sus deseos, la llevaron a un cuarto de baño inundado de luz, cuya puerta custodiaron. Puesto que las ventanas daban al vacío, Akhesa no tenía posibilidad alguna de huir.
Contempló largo rato el sol, bebiendo en la fuente de la vida. La poderosa claridad no le abrasaba los ojos. Luego, se quitó el vestido de tirantes y se zambulló en el agua tibia de la bañera excavada en el suelo.
Quiso hacer interminable y voluptuoso el último baño antes de partir hacia el otro mundo. Se ungió la piel con aceite perfumado de lis, se frotó suavemente manos y muslos, y se contempló cien veces en los distintos espejos. Pero la reina no se miraba, no admiraba su propia belleza sino la juventud de una luz que iba a extinguirse para que naciera otra claridad, cuyo nombre y forma ignoraba. El alma de Akhesa alimentaría el sol divino que daría vida a una nueva alma.
La puerta del cuarto de baño se entreabrió.
Chorreante, Akhesa se levantó. Su sirvienta nubia, vacilando, caminó hacia ella.
—Me gustaría…, me gustaría ayudaros, Majestad.
Akhesa rompió a reír.
—Acércate, ya sabes lo que debes hacer. Te echaba en falta. Me siento sucia y fea.
La nubia tomó una jofaina y salpicó la nuca de Akhesa. Luego, le lavó los cabellos, le arregló las uñas de los pies y de las manos, utilizó cucharillas de maquillaje en forma de nadadoras desnudas para dibujarle unos ojos perfectos. Akhesa salió del agua. La sirvienta la secó con toallas de lino. La reina se tendió boca abajo, recreándose en la calidez de las losas caldeadas por el sol. Disfrutó de la experta suavidad de los dedos de la masajista, que le relajó el cuello y la espalda como si la preparara para el amor.
—Tenemos que separarnos —dijo Akhesa con la voz quebrada.
La nubia rompió en sollozos.
—Debo… Debo vestiros todavía.
—Vete —ordenó la reina—. Sé feliz.
La reina permaneció largo rato tendida e inmóvil, como si deseara incrustarse en la piedra. Cuando sintió frío, se levantó.
El sol se ponía. Dentro de unos minutos, Horemheb vendría a buscarla.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, veneró el final del día.
El barco real atracó en el muelle principal de la ciudad herética cuando el alba rojiza desplegaba sus fastos. Akhesa se llenó los ojos con su última mañana. La franja negra que cubría las montañas se tiñó de un profundo y violento color anaranjado, nacido del lago de llamas del que pronto surgiría el nuevo sol. El anaranjado fue difuminándose, palideció, y se perdió en un amarillo que pronto fue dominado por el blanco y el azul. Disipadas las tinieblas, apareció el río.
El centelleo del agua hizo percibir a la reina destronada la verdad del valle del Nilo: una estrecha estría fértil entre dos desiertos. Una formidable afirmación de la vida en el corazón de la sequía.
Egipto era un milagro.
Había tenido el privilegio de participar en él, de favorecer su existencia, de conocer el trono de los vivos. ¿Qué más podía desear? No lamentaba nada. Si su vida concluía en aquel día de otoño, era porque había llegado a su plenitud, a la orilla de la que el trasbordador no regresa. Sus actos se habían desprendido de ella, se había vuelto ajena a su propio pasado.
La muerte estaba hoy ante ella, como si regresara del exilio tras un largo viaje. Hija y mujer de faraones, había compartido el misterio de los seres de cielo y de tierra. Aunque su destino sólo le hubiera ofrecido poco más de veinte años, ningún otro le parecía preferible.
Akhesa desembarcó acompañada de Horemheb. El faraón alejó a su guardia privada. Había decidido permanecer solo con la condenada.
Uno al lado del otro, caminaron hasta los desiertos arrabales de la ciudad del sol. Las casas blancas, construidas apresuradamente, se habían degradado. Deshabitadas en su mayoría, servían a veces de refugio a familias de beduinos que eran expulsadas por la policía del desierto.
El calor matinal era suave, tranquilizador. Cuando Akhesa vio el palacio sumido en la soledad, entregado al viento y a la arena, escuchó de nuevo la voz hechicera de su padre, cantando la perfección de su capital. «Mi ciudad es hermosa, poderosa, magníficas fiestas la animan… El sol brilla en todas partes… Mi corazón se siente gozoso cuando la admira, pues es semejante a un fulgor del cielo». Pero ¿qué se había hecho de los verdeantes jardines, los estanques llenos de peces, los lagos de recreo y los graneros llenos de trigo? Aquí y allá, lienzos de paredes derrumbadas, bordes de terrazas caídas, relieves mancillados, escaleras deterioradas… La capital, olvidada, agonizaba.
—Me gustaría recorrer sola las salas de palacio.
Horemheb vaciló.
—Esperadme en la sala del trono —insistió ella—. No temáis nada. No huiré.
Ver de nuevo los lugares donde Akenatón había reinado incomodó al nuevo faraón. Aquí, Horemheb era sólo un general que ejecutaba las órdenes de su señor. El trono del hereje había sido destruido. Horemheb se sentó en un banco de piedra.
¿Por qué Akhesa había elegido la muerte? Ni el propio faraón podía modificar la ley o archivar la sentencia pronunciada. El y ella se habían equivocado librando un nuevo combate ante un tribunal que había decidido en favor del Señor de las Dos Tierras. Ambos, él y ella, se habían comportado como niños inconscientes de los peligros que corrían.
El tiempo del sueño había sido abolido. Akhesa y Horemheb no formarían la pareja real cuyo poder habría maravillado a Egipto.
Akhesa, con los pies desnudos, exploró los corredores, las salas con columnas, las alcobas y los cuartos de baño, recreándose en el despacho de su padre. Mil recuerdos, dulces o amargos, se borraban al ritmo de sus pasos. Sin embargo, subsistían todavía los tiernos gestos de Nefertiti, las plegarias de la familia reunida bajo los rayos del disco divino, los juegos con su padre, los paseos en carro… En aquellas estancias condenadas a la destrucción, no había sombras ni memoria. Akhesa se llevaría al más allá la visión de su morada terrestre, para construirla de nuevo en la campiña de las felicidades.
El sol se acercaba al cenit cuando se reunió con el postrado Horemheb.
—Ha llegado la hora —anunció ella.
El faraón, con la frente surcada por una profunda arruga, la contempló.
—¿A quién amaste realmente, Akhesa?
Las lágrimas llenaron los ojos de la joven, pero su mirada no vaciló.
—A Tutankamón. Él y yo estamos unidos por toda la eternidad. La inicua sentencia que hicisteis pronunciar contra mí, me permitirá reunirme pronto con él. Loada sea Vuestra Majestad.
—¿Y si dejáramos por un instante este juego cruel? Si por un sólo instante…
La tomó dulcemente de las manos. Ella no se rebeló, pero permaneció distante. Horemheb deseaba gritar el amor que le desgarraba, pronunciar las simples y enloquecidas palabras de los amantes, postrarse a sus pies… Pero era el faraón, y Akhesa había sido condenada al castigo supremo.
—El jardín colgante, en la terraza más alta… Desde allí quiero partir al otro mundo.
Se separó de él muy despacio. Cuando la suavidad de sus manos le hubo abandonado, Horemheb supo que, sin Akhesa, debería renunciar a la felicidad. Ninguna mujer le haría olvidar la pasión que no había sabido vivir. Se juró ser el más justo de los reyes y velar más que ningún otro por la prosperidad del país al que Akhesa se había ofrecido hasta el último aliento. Se mostraría implacable con los cobardes, los mentirosos y los prevaricadores. De su reinado, los Anales dirían que había sido un tiempo de equilibrio y de serenidad.
El jardín colgante, abandonado desde hacía varios años, ya no era más que una extensión arenosa. Sólo había sobrevivido un macizo de pequeñas flores rojas. La muchacha se inclinó, cortó una y se la puso en los cabellos.
—Dadme el veneno —exigió.
Horemheb se quitó el anillo que llevaba en el índice izquierdo. Tenía la forma de una minúscula redoma. La ley de Maat prohibía a un ser humano ejecutar a otro ser en nombre de la justicia. Una condena a muerte suponía un suicidio.
Akhesa sabía que no iba a sufrir. Una vez absorbido el líquido, perdería rápidamente el conocimiento y se sumiría en el sueño de la rapaz muerte, adonde iría a buscarle el dios Anubis, con cabeza de chacal, para conducirla por el camino del otro mundo.
—Horemheb, prometedme…
Sosteniendo la redoma en la mano izquierda, Akhesa seguía vacilando.
—Prometedme que haréis excavar mi sepultura en las montañas de la ciudad del sol y haréis inscribir en ella el himno al sol compuesto por mi padre.
—Akhesa… Bien sabéis que…
—Cuando el dibujante, el grabador y el arquitecto hayan terminado su trabajo, haced desaparecer mi tumba, como la de Tutankamón, bajo un montón de rocas. Que su emplazamiento no conste en los archivos.
Horemheb no respondió.
—Tengo que haceros un último ruego —prosiguió—. No destruyáis los vestigios de esta ciudad. Dejadlos morir al sol. Su cadáver no os molestará.
Horemheb asintió con la cabeza. Las tempestades de arena, el tiempo y los beduinos pronto precipitarían la ruina de la ciudad herética.
Akhesa se llevó la redoma a los labios.
El faraón sintió un violento dolor en el pecho.
—No, Akhesa, no…
La joven bebió el veneno de azucarado sabor. Echando la cabeza hacia atrás, abrió la boca para llenarse de la luz del sol de mediodía.
Como si estuviera ebria, giró sobre sí misma y, luego, se desplomó lentamente sobre su costado izquierdo, aquel por el que la muerte llega.
En la lejanía, dos lebreles iniciaron una enloquecida carrera hacia el horizonte, saltando de cresta en cresta, para abrir a su dueña el camino del más allá. Cuando las sombras de Carnero y de Toro desaparecieron en el cegador brillo del astro divino, Horemheb supo que el alma de Akhesa se había convertido en luz.