4

Akhesa había escuchado el nombre de Tutankatón una o dos veces. Vivía en Tebas, junto a la reina madre.

—¿Habéis venido como visitante?

—Me he instalado por varios meses en la ciudad del sol —respondió el muchacho, cuya voz, que se quería firme, contrastaba con su evidente falta de vigor físico.

A sus doce años, Tutankatón jugaba a ser un príncipe confirmado y seguro de sí. Había recibido la enseñanza de los sabios, que recomendaba desconfiar de las mujeres desconocidas. Ésta era particularmente hermosa, es cierto, incluso la más hermosa que nunca hubiera visto, pero para él seguía siendo una extraña.

—Y vos…, ¿quién sois vos?

—Akhesa, la tercera hija del faraón.

Había inclinado dócilmente la cabeza hacia adelante, como una sirvienta ante su amo.

—¡Una hija del faraón! —exclamó el adolescente—. Estoy…, estoy emocionado…

Turbado, Tutankatón había perdido su seguridad. Su recuperada sencillez conmovió a la joven.

—¿Sabéis vos, príncipe, por qué me han traído aquí?

—Para someteros a una prueba en compañía de Tutankatón —explicó la voz melodiosa de un hombre que había entrado sin hacer ruido y se había colocado tras una columna.

Akhesa se volvió vivamente hacia él. Le reconoció enseguida.

—¡Hanis! ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Princesa, el rey me ha encargado presidir el tribunal que os examinará.

La sonrisa de Akhesa se heló. Hanis era un hombre con clase, elegante, de gran distinción, que vestía de buena gana paños fenicios. Desempeñaba en la corte una alta función, la de embajador del faraón ante los soberanos extranjeros. Hanis era un excelente literato y dominaba varias lenguas. A un egipcio le estaba prohibido, en efecto, hablar fuera de su país el lenguaje sagrado, revelado por los dioses en forma de jeroglíficos. De modo que los viajeros y los diplomáticos tenían que ser políglotas y asimilar las costumbres de los países que visitaban.

Hanis impresionaba a Akhesa. Su vasta cultura le convertía en un personaje misterioso y fascinante. Había leído las obras de los moralistas y los poetas, sabía pintar y dibujar, conocía los secretos de las drogas. Un fino bigote negro adornaba su labio superior. Llevaba en la muñeca izquierda un brazalete de plata en el que había grabado un zorro.

—¿De qué tribunal estáis hablando? —se inquietó la muchacha.

—Del de los escribas —respondió cauteloso Hanis—. Os está aguardando a ambos.

—Estoy dispuesto —declaró con orgullo Tutankatón—. Justo es que personas de nuestro rango sean puestas a prueba con firmeza.

El adolescente presumía. Estaba seguro de que sus conocimientos eran superiores a los de Akhesa. Sin embargo, la muchacha debía de haber sido considerada excepcional para haber recibido la enseñanza de los escribas. Pero, aun así, ¿qué chica podría rivalizar en ese campo con un muchacho? Frecuentar asiduamente la escuela de los doctos era tomar el mejor camino hacia la eternidad. Los trabajos que allí se realizaban parecían montañas que el tiempo apenas desgastaba. Cuando recibió su primera paleta y su primer cálamo de un anciano sabio, éste había recomendado a Tutankatón que los venerara como a su padre y a su madre. Aquellos objetos estarían siempre a su lado, tanto en la pena como en la alegría, tanto en la vida como en la muerte.

Hanis introdujo a Akhesa y a Tutankatón en una modesta sala, donde les aguardaban tres escribas agachados con el cráneo rasurado, unos hombres de edad avanzada y de rostro severo.

Ambos jóvenes se sentaron frente a sus jueces, con las rodillas cruzadas para que sirvieran de soporte a la paleta que les entregó Hanis, una tablilla rectangular de marfil, marcada con el nombre del faraón. Había sido vaciada en su parte superior para dar cabida a dos pastillas de color a base de pigmentos vegetales, una negra y otra roja. El embajador sacó de un cesto de papiro forrado de tela varias cañas finas ya cortadas, un pulidor útil para las correcciones sobre papiro, un raspador de gres, un pocillo de agua que servía para humedecer los calamos, algunos trozos de caliza sobre los que los alumnos escribirían sus imperfectos intentos antes de componer el texto definitivo y, finalmente, un precioso rollo de papiro.

Akhesa tenía un nudo en la garganta. Era el primer examen de tal austeridad al que se sometía, y además de improviso. Reprochaba interiormente a su padre que no la hubiera avisado. Tutankatón parecía menos inquieto. Sin duda había tenido tiempo de prepararse.

—Veneremos la memoria de nuestro antepasado Imhotep —rogó Hanis—. Que él, protector de los escribas y sabio entre los sabios, el hombre que erigió la madre de las pirámides en Saqqara, creando para el faraón una escalera hacia el cielo, inspire nuestros pensamientos y los conduzca por el angosto sendero de la verdad.

Con respetuosa lentitud, los tres examinadores y Hanis derramaron unas gotas de agua sobre su cálamo en recuerdo del gran Imhotep.

El más ingrato de los escribas dictó un extracto de una obra literaria célebre desde hacía varios siglos, El cuento de Sinuhé, llenándolo de graves faltas que ambos jóvenes tenían que subrayar con tinta roja. Akhesa realizó el ejercicio con facilidad, pues había leído y escuchado muchas veces aquella famosa historia. La obra narraba las hazañas de un funcionario que, a su pesar, se veía envuelto en peligrosas aventuras en el extranjero, hacía de espía por cuenta del faraón y regresaba a Egipto para morir colmado de honores. El lenguaje era hermoso, pero difícil. Siguieron ejercicios de gramática y filología, algunos de los cuales le parecieron insolubles a la joven, que apeló para resolverlos a todas sus facultades de razonamiento. Por último, les plantearon problemas de matemáticas y de geometría, en los que se pedía a los candidatos que calcularan el peso de un obelisco y el ángulo de una pirámide. El ágil espíritu de Akhesa se complació buscando la solución correcta, pero el tiempo concedido le pareció muy corto, sobre todo teniendo en cuenta que también le habían pedido que redactara una contabilidad en escritura hierática, especie de abreviación de los jeroglíficos que permitía escribirlos muy rápidamente.

Tutankatón se levantó furioso.

—Nadie me lo ha enseñado. Estas preguntas son injustas. Estoy harto.

Con gran indignación de los escribas, el príncipe arrojó paleta, cálamo y pocillo de agua. Salió corriendo del despacho de los examinadores y se dirigió a una glorieta donde pensaba refugiarse, lejos de sus verdugos. Se quedó inmóvil en el umbral, con los ojos desorbitados por la sorpresa. Un hombre estaba esperándole.

—¡Huy! —exclamó—. ¡Huy, estás aquí! ¡Qué alegría!

—Siempre estaré a tu lado para protegerte —afirmó el alto funcionario que ostentaba los títulos de porta-abanico del rey, intendente de los países del oro, intendente del ganado en Nubia y caballero distinguido por su bravura.

Rudo, tosco, acostumbrado a la disciplina militar y a las expediciones por el gran Sur, Huy pasaba la mayor parte de su tiempo entre los negros, en las lejanas provincias nubias. Sabía manejar a aquellos hombres, hablaba su dialecto y conocía sus costumbres. Ellos le respetaban por su innato sentido de la justicia y su rectitud. Huy era, en verdad, implacable cuando se trataba de aplicar una orden del faraón, pero procuraba deliberar con los interesados y explicarles su fundamento.

—¿Te quedarás mucho tiempo?

—Lo ignoro —respondió Huy—. El faraón me ha llamado para que me encargue de la educación de los príncipes nubios que han sido traídos a la corte y que serán luego enviados a sus provincias para extender así nuestra civilización.

—¿Te quedarás, al menos, algunos meses?

—Claro, y tal vez más.

Olvidando la dignidad inherente a su persona, Tutankatón besó de nuevo a quien consideraba un mentor y, más aún, una especie de padre que le ofrecía una ternura que Amenofis III, de regreso ya a la divina luz de la que había brotado, no había podido prodigarle.

—¿No añoras demasiado Nubia?

—Un poco, lo confieso. Pero educar a los jóvenes nubios forma parte de mi misión. Son buenos chicos; hay que tratarlos con mano dura, pero vale la pena. Se convierten en excelentes guerreros y en administradores de una integridad intachable. También a ti te convertiré en un hombre, príncipe Tutankatón.

El muchacho hizo una mueca de malhumor.

—No me gusta este lugar. Prefería Tebas.

—Encuentra la felicidad donde el faraón, nuestro señor, te ha colocado. Ésa es la sabiduría. ¿Por qué llevas las ropas desordenadas? ¿Por qué están tus manos manchadas de tinta roja?

Tutankatón inclinó la cabeza.

—Los escribas me han sometido a un examen. A un examen inútil e injusto.

—Ninguna prueba es inútil —sermoneó Huy—. Eres un príncipe de la corte real. Te guste o no, debes hacer honor a tu rango. No puedes elegir tu destino. Está en manos de Dios. Tu educación debe concluir, y colaborarás en ello con entusiasmo. Tienes que jurármelo si quieres que siga siendo tu amigo.

Huy percibió auténtica angustia en los ojos del príncipe. Sin embargo, no podía ceder un ápice en los principios que acababa de enunciar. Ése era el precio de la grandeza de Egipto. La prosperidad de las Dos Tierras descansaba en los hombros de algunos seres excepcionales, y Huy contaba con que Tutankatón formara parte de ellos.

—¿Por qué nací príncipe, Huy? A veces me gustaría ser un simple campesino para jugar por los campos con mis compañeros sin preocuparme por el protocolo.

—Vanas palabras y vacías lamentaciones. También yo, a veces, me rebelo contra mi suerte. Nada me gusta tanto como correr por los caminos de Nubia, abrasados por el sol, bañarme en el Nilo y discutir en los mercados donde se venden colmillos de elefante, pieles de leopardo y aromas. Son momentos de perfecta felicidad, que deben apreciarse en su justo valor. Por lo demás, cumplamos con nuestros deberes y conoceremos el júbilo de haber dilatado el corazón del faraón.

Hanis se apartó de la ventana del despacho de los escribas, desde la que había escuchado la conversación de Tutankatón y Huy. El embajador había despedido a los tres escribas y le había pedido a Akhesa que se quedara a su lado. Tomó el papiro donde la princesa había respondido a las preguntas hechas por los examinadores e inició una atenta lectura.

—No está mal —concluyó—. Hay muy pocos errores. Unos esfuerzos más, y seréis digna del don de la paleta de escriba.

—Era una prueba difícil. ¿Por qué me la habéis impuesto?

—Porque el faraón lo ha exigido, princesa.

—Creía que tales exámenes sólo se imponían a un futuro rey o a una futura reina.

—¡Qué cosas decís! Todo los hijos de Su Majestad están sometidos a una educación estricta, estén o no llamados a reinar. De ello depende la supervivencia del Imperio. Una raza sin cultura está condenada al caos y a la guerra.

—¿Y cuál es vuestro papel, Hanis? ¿Tenéis la misión de enseñarme las lenguas extranjeras?

El embajador se apartó unos pasos para escapar a la mirada de Akhesa. Por fin comprendía lo que le turbaba. La princesa no era ya una niña. Bajo la adolescente se revelaba ya una mujer de extraordinaria belleza, una hechicera que, como la diosa Hator, captaba el canto de los corazones embrujándolos con su sonrisa. Una mujer de la que se convertía en celoso servidor y con la que, mañana, sería preciso contar. Hanis estaba acostumbrado a juzgar a los seres. Había conocido a muchos, sabía desbaratar sus trampas, desentrañar sus artimañas, adivinar bajo las apariencias su verdadera naturaleza. Raras veces se equivocaba. Akhesa tenía el temperamento de la reina que nunca sería a causa del derecho de progenitura de sus hermanas mayores. ¿Cómo conseguiría su padre satisfacer sus exigencias?

—Ésa es mi tarea, en efecto. Tengo que enseñaros el hitita, el sirio y el fenicio. Comenzaréis transcribiendo los términos principales utilizados por los asiáticos y, luego, os daré indicaciones precisas sobre la geografía y la economía de nuestros protectorados del norte.

—Eso sí que es extraño. ¿Mi hermana Meritatón ha escapado de estas obligaciones?

—Lo ignoro —afirmó el embajador.

—¿Y el nubio? No me habéis hablado de ese dialecto.

—No me ocupo de nuestras provincias del Sur, princesa. Nubia vive en paz. Está sometida por completo a la autoridad del faraón.

—¿Y no ocurre lo mismo con los protectorados del Norte?

El embajador estaba furioso contra sí mismo. Acababa de traicionarse del modo más estúpido. Aquella mujer tenía la habilidad y la astucia de Thot[4]. Consiguió arrancarle una información confidencial, a él, un embajador acostumbrado a las más arduas transacciones. Era cosa de magia.

—Claro que sí —afirmó con una voz que deseaba ser convincente—. Sabéis sin duda que sólo un soberano extranjero dispone de un ejército digno de este nombre, el rey hitita. Visito con regularidad su corte. Nuestras relaciones son excelentes. Es un hombre cortés y afable, que siente por el faraón el mayor temor y se comporta como un vasallo fiel. Egipto es el país más poderoso del universo. Está bañado por los benéficos rayos de Atón.

Akhesa observaba al embajador con una fijeza que le incomodaba.

—Vuestras enseñanzas me serán muy útiles —estimó—. Pero no me decís toda la verdad.

—¡Princesa! ¿Cómo podéis dudar de mi palabra?

—Os obligaré a describirme la realidad con toda exactitud.

Hanis cambió de estrategia, deseando evitar una prueba de fuerza de la que no estaba seguro de salir vencedor.

—Son cuestiones diplomáticas de gran complejidad, princesa, y yo…

—Y vos quisierais persuadirme de que no me interesara demasiado por ellas, ¿no es cierto? Eso iría en contra de vuestra misión.

El embajador se sentía perdido en un terreno movedizo. Cada uno de sus argumentos parecía volverse contra él.

—¿Cuándo empezamos a trabajar? —preguntó Akhesa—. Estoy impaciente por aprender.

—Mañana por la mañana. Y habrá tantas lecciones como sean necesarias.

—Eso me satisface. Os prometo ser una alumna estudiosa.

El encanto de Akhesa desarmó a Hanis, cuya experiencia, nacida de años de delicados diálogos con personajes tan poderosos como temibles, no le era de ninguna utilidad en este caso. Ciertamente, tenía ante sí a una reina. Sin saberlo, poseía aquella autoridad natural que lograría que las cabezas se inclinaran ante ella. Sin embargo, no tenía derecho a alentarla por esa vía. Akhesa sería sólo una princesa mimada que viviría felices días en palacio, en compañía de sus hermanas y de cortesanos como Tutankatón.

Un único enigma persistía: ¿por qué Akenatón había exigido a su embajador que enseñara a Akhesa las lenguas extranjeras?

Akhesa recibió en el hombro la pelota de cuero que Tutankatón había lanzado a su amigo Huy. El muchacho, confuso, presentó sus excusas.

—¿Todavía jugáis a la pelota? —se extrañó desdeñosa—. ¿Estáis seguro de que eso está de acuerdo con vuestro rango?

El adolescente se ruborizó. Había cambiado su vestido de gala y sus joyas por un sencillo taparrabos. Despojado de sus ornamentos, era simplemente un niño de doce años que dejaba a un lado las exigencias del protocolo.

—Princesa Akhesa —tartamudeó buscando ayuda—, os presento a mi amigo Huy. Es porta-abanico a la diestra del rey, intendente de…

—Conozco sus títulos. Huy es un hombre célebre en la corte desde hace tiempo. Mi padre habla de él con la mayor satisfacción. Me siento feliz de tenerle entre nosotros. ¡Qué pueda permanecer largo tiempo en la ciudad del sol!

—¡Qué Atón nos proteja! —exclamó Huy inclinándose.

—Tal vez volvamos a vernos —concluyó Akhesa, dirigiéndose a Tutankatón—. Divertíos.

El adolescente se quedó petrificado. Pese a su corta edad, la princesa poseía una seguridad increíble. ¿De dónde la sacaba? ¿Gozaba de cualidades divinas? Al menos, de una sí: la belleza. Tutankatón estaba deslumbrado por su rostro admirable, su cuerpo perfecto y la celestial gracia de sus andares. Nunca había contemplado a una muchacha de aquel modo. Su imagen permanecía viva en él, incluso cuando se había marchado. Comenzaba ya a echarla en falta. Se estaba interrogando sobre el extraño sentimiento que nacía en él, cuando Huy se le acercó y le habló en voz baja.

—No me gusta esta mujer, príncipe. Es peligrosa. Mantente alejado de ella. No escuches sus palabras.

—¿Por qué tan severo juicio? —se indignó Tutankatón—. ¿No te has fijado en su belleza? ¡Sólo puede ser obra de Dios!

—Sin duda. Pero confía en mi instinto.

—Quiero ver de nuevo a Akhesa —decidió Tutankatón porfiado—. Me gusta. Y estoy seguro de que ella me aprecia también.

Arrebatándole la pelota a Huy, el joven príncipe la lanzó a lo lejos.

Akhesa había despedido a la escolta, conservando sólo a una sirvienta nubia para instalarse en el gran palacio, donde al parecer residiría. Se sentía muy decepcionada por no haber obtenido un «abanico», como su hermana mayor. Pero, al menos, le quedaba la alegría de vivir junto a su padre, con quien esperaba entrevistarse de nuevo.

La princesa apretó el paso, impaciente por salir del palacio de infancia, que le horrorizaba. En cuanto hubo cruzado el umbral, fue interpelada por una voz que le resultaba demasiado familiar.

—¡Akhesa! ¿Ya estás huyendo otra vez?

Amparándose en sus dieciocho años, Meritatón, la hija primogénita de la pareja real, desafiaba a su hermana menor desde una silla de mano. Akhesa, prometiéndose conservar la calma, permaneció en silencio.

—Según lo que me han dicho —prosiguió Meritatón—, la policía te encontró, sucia y temblorosa, en el territorio de los excavadores de tumbas. ¡Qué infamia para nuestra familia… y qué decepción para el faraón! Afortunadamente, eres sólo una niña y todos conocen tus inverosímiles caprichos. Siempre serás una irresponsable, querida. ¿De modo que has vuelto al palacio de infancia?

Meritatón era una hermosa mujer, aunque se maquillaba en exceso y poseía una elegancia algo forzada. Se vestía con telas extremadamente caras, fabricadas en los talleres de Sais, en el Delta, donde trabajaban los mejores tejedores del reino. Llevaba una diadema de oro macizo y una gorguera de perlas que indicaban su calidad de heredera de la legitimidad faraónica. Su cráneo demasiado alargado y sus miembros demasiado frágiles le daban un aspecto enfermizo, casi inquietante. La mala impresión era acentuada por un timbre de voz agudo y desagradable.

—No. Vivo en el gran palacio.

—¿Y qué hacías aquí? —se inquietó Meritatón.

—Eso no te importa.

—¡Todo me importa, hermanita! ¿Olvidas quién soy? Yo sí sé quién eres tú. Una ambiciosa y una intrigante. Tal vez crees que tu belleza basta para…

Meritatón se interrumpió al ver que Akhesa sonreía de gusto. Su hermana mayor acababa de rendirle homenaje. ¡Qué dulce satisfacción! Comprobar que Meritatón la reconocía como una adversaria temible proporcionaba a Akhesa una energía suplementaria.

—Responde a mi pregunta, Akhesa. Es una orden. Si te niegas, se lo diré a nuestro padre.

—Excelente idea. Él te comunicará sus intenciones. A menos que se niegue a concederte audiencia.

Akhesa volvió la espalda a su hermana. No tenía deseo alguno de proseguir la conversación. Ante el estupor de sus servidores, Meritatón, furiosa, bajó sin ayuda de la silla de mano y se precipitó hacia Akhesa, cerrándole el paso.

—Ignoro lo que estás maquinando, hermanita —declaró con odio—, pero terminaré descubriéndolo. Si intentas actuar contra mí, del modo que sea, seré implacable. No olvides que tan sólo eres la tercera hija del faraón. ¡Qué inmenso favor para un ser de tu especie! Conténtate con este privilegio. Ningún otro te será concedido. Yo me encargaré de ello.

Akhesa, inmóvil, observó como Meritatón subía a la silla de mano y se alejaba. La primogénita descargaba su cólera sobre sus servidores, obligándolos a apresurarse. Akhesa no se sintió en absoluto atemorizada por las amenazas de su hermana. Ésta era víctima de un irremediable defecto: no poseía la nobleza innata, indispensable para la futura reina en que esperaba convertirse.