El proceso de la reina Akhesa se abrió a finales de verano, en Tebas, en la sala de justicia del palacio y en presencia del regente del reino, el general Horemheb, del sumo sacerdote de Amón en Karnak, de los Segundo, Tercero y Cuarto Profetas del dios, de los principales ministros del gobierno y de los consejeros del faraón.
Formaban un tribunal presidido por el visir del Sur, ante quien se habían desenrollado cuarenta papiros que simbolizaban la totalidad de las leyes. El magistrado supremo llevaba en el cuello un amuleto de la diosa Maat, la justicia divina.
El visir imploró largo rato a Maat, rogándole que inspirara su juicio y le permitiera formular la verdad sin favorecer a nadie.
Luego, concedió la palabra a Horemheb, encargado de leer el acta de acusación. Nadie reconoció la voz del general. El vencedor de los hititas parecía cansado, envejecido. Hablaba molesto, como a disgusto.
—En nombre de Maat, acuso a la reina Akhesa, gran esposa real, de alta traición por haber intentado que un hitita ocupara el trono de Egipto, entregando así nuestro país al enemigo. Acuso a la reina de haber renegado de su función y de la tradición de las Dos Tierras. La acuso de haber intentado destruir Egipto sometiendo a sus habitantes al yugo extranjero.
—¿Disponéis de alguna prueba y de testigos que justifiquen vuestras acusaciones?
Horemheb pidió de beber. Se había visto obligado a entregar la carta escrita por la reina a la administración de justicia, esperando que el mecanismo jerárquico favoreciera la desaparición del documento entre el gran número de expedientes y que la reina cambiara su inverosímil decisión.
Pero un funcionario había avisado enseguida a dama Mut de la existencia de aquella terrible carta. La esposa de Horemheb, absolutamente encantada, había propagado por la corte la noticia, obligando a su marido a convocar al alto tribunal de justicia.
Horemheb leyó la carta, que evidenciaba la prevaricación de Akhesa. Luego, presentó como testigos al jefe de su guardia privada y al embajador Hanis. El primero relató el combate que le había enfrentado con los agresores hititas, la muerte accidental del príncipe Zannanza y el descubrimiento de la carta entre los documentos oficiales que llevaba con él. El segundo, que permaneció con la cabeza gacha durante la declaración, reveló la entrevista privada que había mantenido con la reina y detalló la misión que le había confiado. Declaró haber actuado por orden del general Horemheb, lo que fue confirmado por éste.
Los rostros eran graves. Todos aguardaban que la reina se defendiera vigorosamente de las increíbles acusaciones que se le hacían.
—Majestad —preguntó el presidente del tribunal—, ¿confirmáis estas palabras y estos actos?
Akhesa, coronada y luciendo un amplio collar de oro, estaba sentada en un trono colocado frente al sitial del visir. Ningún temor podía leerse en su rostro.
Los miembros del tribunal contuvieron el aliento.
—Los confirmo —declaró Akhesa, serena.
—¿Por qué actuasteis de ese modo? —preguntó el visir—. ¿Deseabais cumplir el sueño de vuestro padre, como el embajador Hanis pretende, y firmar la paz con los hititas gracias a esa boda?
Una sonrisa irónica adornó los labios de Akhesa.
—¿Me creéis tan ingenua o estúpida como para haber concebido semejante proyecto? La reina de Egipto nunca será esposa de un extranjero.
—¡Explicaos mejor, Majestad!
—¿No habéis comprendido que Egipto se adormecía en una pasividad mortal? El general Horemheb sólo ha servido a su ambición. Olvidó que el enemigo hitita se disponía a invadirnos. Intenté convencerle de que interviniera, pero cuando advertí que mi país doblaba el espinazo y perdía su dignidad, decidí actuar a mi modo. Todo ocurrió exactamente como yo lo había previsto. El general hizo seguir a Hanis y éste me traicionó. No dudaba de que cada una de las palabras de mi carta sería conocida pronto por mis enemigos; en cambio, temía no conseguir convencer al rey hitita de mi sinceridad. Dios me ayudó a conseguirlo. De ese modo, Horemheb se veía obligado a actuar. Tuvo que impedir que Zannanza penetrara en nuestro territorio y, por lo tanto, ejecutarle mientras cruzaba uno de nuestros protectorados, tan lejos del Hatti como de Egipto. La brutal intervención del general obligaría a los hititas a declarar la guerra y a los egipcios a defender su civilización. Yo confiaba en nuestro ejército. Y acerté. El Hatti sabe ahora que no posee capacidad militar para invadirnos. Si se efectúan con regularidad grandes maniobras en el extranjero, como hacían nuestros gloriosos antepasados, la paz durará. Ante vos, que me juzgáis, sólo puedo proclamar una verdad: ¡yo, la reina de Egipto, he salvado a mi país!
Horemheb se levantó, furioso.
—Estas declaraciones carecen de sentido. ¡Qué se consulten los informes de mi actividad militar! Ni por un instante he perdido de vista la amenaza hitita. Fueron Akenatón y Tutankamón, unos reyes débiles e indignos, quienes me impidieron intervenir de un modo directo. Sin embargo, yo les serví con fidelidad, pues nadie debe desobedecer las órdenes del faraón.
Los jueces aprobaron.
—Eso es falso —objetó la reina—. Horemheb olvidó su deber. Confiar en él es condenar a Egipto a la decadencia.
El general cruzó la sala para detenerse frente a la mujer que seguía interponiéndose entre el poder y él.
—¡Juro por la ley de Maat —afirmó con fuerza— que he ofrecido mi vida entera a mi país! Poco me importan la gloria y el poder. Si los hititas hubieran amenazado nuestra seguridad, habría convencido al faraón de que librara batalla. Acuso a la reina de haber oscurecido la fama de Egipto.
Akhesa sintió que el miedo se difundía por sus venas. Horemheb había decidido destruirla arruinando su argumentación, que ella había creído inatacable. Había esperado que el general se batiera en retirada. Pero plantaba cara sin consideraciones, atreviéndose incluso a utilizar la mentira.
—Estamos en presencia de la más grave falta —estimó el Segundo Profeta de Amón—: la alta traición. El resto es sólo inútil cháchara.
La reina desató su cólera contra Horemheb. Cada una de las palabras que pronunció, indispuso al tribunal. Quien tenía el corazón demasiado ardiente abandonaba el camino de la verdad.
Un juez intentó ayudar a Akhesa.
—Supongo, Majestad, que fuisteis mal aconsejada.
—No —respondió ella, recuperando de pronto su tranquilidad—. Puse en marcha mi propio plan de acción. Nadie me lo inspiró.
—¿Lamentáis hoy vuestra deplorable acción con los hititas?
—Claro que no. No había otro modo de despertar nuestro orgullo y salvar nuestra civilización.
—Es grotesco —exclamó un alto dignatario, partidario de Horemheb—. La reina no tenía más objeto que entregar Egipto al enemigo. Ha proseguido el loco sueño de su padre, crear un imperio del sol, mezclar las naciones en detrimento de la nuestra. La reina es una hereje. Nunca dejó de serlo.
Horemheb contempló a la reina con gravedad.
—¿Renegáis de vuestro padre, Majestad? ¿Habéis renunciado a su insensato ideal?
Una extraña paz invadió a Akhesa. Ya no sentía deseos de luchar.
—No —respondió—. Es mayor y más noble que todos vosotros. Le odiáis a causa de vuestra mediocridad. Él abrió el camino. Su mensaje seguirá viviendo.
Otra voz, procedente del más allá, hablaba a través de ella. Una voz que era su sangre y su carne. En ella se mezclaban las tiernas entonaciones de un padre y la melodía amorosa de un esposo.
—Que la reina retire de inmediato esas palabras —exigió el sumo sacerdote de Amón—. Son un insulto al dios del imperio. Que confirme su abandono de la herejía. De lo contrario, que sea repudiada por el propio Amón y pierda su calidad de gran esposa real.
Akhesa se limitó a sonreír. A Horemheb le sorprendió la expresión de felicidad que iluminaba el rostro de la joven.
El proceso cambiaba de naturaleza. El general nunca se casaría con la mujer que le obsesionaba.
Dama Mut, revoloteando, distribuía numerosas órdenes a las decenas de sirvientes que estaban sacando los muebles de su suntuosa villa para transportarlos al palacio real. Una cohorte de servidores se encargaba de los objetos frágiles. Mut sermoneaba, amenazaba, tenía prisa por ocupar un lugar digno por fin de ella.
Su triunfo era total.
El visir, aprobado por todos los jueces, había pronunciado la deposición de la reina Akhesa. Perdía su título y sus prerrogativas. Permanecería recluida, hasta el final de su existencia, en una celda de sacerdotisa del templo de Sais, en el Delta, muy lejos de Tebas.
Mut, convertida en gran esposa real por decisión del regente Horemheb, había proclamado enseguida faraón a su marido. Mientras se aceleraban los preparativos para la coronación, la nueva reina de Egipto organizaba un gigantesco banquete que inauguraría una fiesta de varios días.
La corte manifestaba su satisfacción. Era preferible que Horemheb y Mut, formando una irreprochable pareja, reinaran juntos. Algunos habrían visto con malos ojos la unión del general con la viuda de Tutankamón, que habría arruinado la reputación de una gran dama tebana que no merecía sufrir semejante desgracia.
Dama Mut había tenido la inteligencia de mostrarse modesta en su éxito. Compareciendo ante los altos dignatarios, había insistido en los abrumadores deberes de una reina de Egipto. Sintiéndose indigna de sus ilustres predecesoras, que habían liberado las Dos Tierras de la opresión y convertido Tebas en la capital del mundo civilizado, emplearía todas sus fuerzas para hacerse un lugar en ese linaje de mujeres geniales del que ningún otro país podía enorgullecerse.
Todos habían apreciado la dignidad y la mesura de aquellas palabras.
El rey Horemheb había celebrado las cualidades de la gran esposa real.
Egipto conocía de nuevo la felicidad de ser gobernada. Toda huella de herejía había sido borrada. Toda huella… No era ésa la opinión de Mut, esposa del faraón.
—Vuestra presencia me honra, Majestad —declaró el visir—. Este modesto despacho…
—Basta de cortesías —dijo Mut, cortante—. Tenemos que examinar juntos un grave asunto.
El jefe de la justicia, nervioso, devolvió a su lugar el rollo de papiro que estaba estudiando. La visita de la gran esposa real a la hora en que se abrían los despachos no anunciaba nada bueno.
—Estoy a vuestra disposición, Majestad. ¿De qué se trata?
—De Akhesa.
—Mañana saldrá de Tebas hacia Sais.
—Esa condena fue pronunciada contra una hereje… ¿Por qué olvidar tan fácilmente la traición?
Mut se expresaba con inquietante tranquilidad.
—¿No ha sufrido ya bastante? —interrogó el visir—. Es muy joven. La reclusión perpetua es un terrible castigo.
—No se ha hecho justicia —estimó Mut—. Akhesa deshonró el título que llevaba. Debéis reunir de nuevo al alto tribunal y deliberar sobre la verdadera acusación: alta traición.
—Majestad…
—Soy la reina. Vos sois el jefe de la justicia. Akhesa es culpable del más abominable de los crímenes. Ésa es la verdad, y vos jurasteis hacer que resplandeciera, aun en detrimento de vuestras propias opiniones. Respetad vuestro juramento.
—Majestad, si evitáramos…
—Que Amón os proteja —dijo la gran esposa real, saliendo del despacho del visir.
Durante toda una jornada, el alto magistrado deliberó con su conciencia. En su mano derecha tenía el amuleto que representaba a la diosa Maat, encarnación de la justicia celestial y eterno testimonio de su cargo.
Al visir le disgustaba tanto el exceso como la injusticia. Akhesa le había impresionado, casi conmovido. Se había defendido con torpeza, burlándose de las artimañas de la corte, olvidando que el general Horemheb y sus consejeros habían aprendido a disfrazar la verdad sin envilecerse. Sólo había contado con su inteligencia, su fe y su certidumbre. ¿Qué peso tenían frente a la fría determinación de un hombre cuya vocación era convertirse en faraón?
¿Cómo omitir la carta escrita por Akhesa? ¿Cómo eliminar del expediente aquella prueba capital conservada en los archivos? Mut sabría recordar su existencia y preguntar qué caso hacía el tribunal de una prueba tan abrumadora. El visir volvió a leer los rollos de la ley, que conocía de memoria, esperando descubrir un artículo olvidado que le permitiera rechazar un nuevo proceso o aplazarlo indefinidamente.
Fracasó. Akhesa no había terminado de sufrir.
Con un retraso de más de dos días, la crecida fue poco abundante, como si el dios del Nilo vacilara en fertilizar Egipto, depositando el limo en las orillas abrumadas por el calor. Horemheb, tras las fiestas de la coronación, se dirigió a las principales ciudades del país para que le aclamaran y asegurar su poder sobre los príncipes locales. Aquel desplazamiento le impediría estar presente en el segundo proceso de Akhesa.
Los jueces esperaban descubrir a una joven abrumaba por el peso de la pasada condena y angustiada por la que iba a venir.
El tono de las acusaciones fue más duro y vehemente. No era ya una gran esposa real la que comparecía ante ellos, sino una reina destronada, la hija del maldito Akenatón. No llevaba insignias ni joyas que recordaran su calidad.
«Alta traición». Aquellas dos palabras salían una y otra vez de la boca de quienes intervenían, cuyo odio inflamaba a veces sus palabras. El visir interrumpió a varios de ellos, exigiendo mayor dignidad de unos hombres maduros y responsables. Akhesa comprendió enseguida que había caído en la trampa. El tribunal ejecutaba la voluntad de dama Mut y no prestaría atención alguna a las negativas de una mujer condenada ya por herejía.
El visir se vio obligado a resumir las acusaciones. La carta al rey del Hatti y el testimonio del embajador Hanis probaban que Akhesa había decidido abrir las fronteras de Egipto al enemigo.
—Tomaos el tiempo que necesitéis para defenderos —recomendó el alto magistrado—. Subsisten muchas dudas. Deseo mayores explicaciones. Volveremos a examinar punto por punto el expediente.
—No será necesario —estimó Akhesa—. La sentencia ya ha sido pronunciada.
—¡Majestad! —se indignó el visir—. ¡Os atrevéis a acusarme de prevaricación!
—A vos no —repuso ella—, pero sí a quienes me acusan. Son mentirosos. Saben que he dicho la verdad. No quiero dar más explicaciones. Una reina no se justifica ante los cobardes.
—¡Ya no sois reina! —protestó el Segundo Profeta de Amón—. Sois…
La mirada de Akhesa fue tan despectiva que el sacerdote no se atrevió a continuar.
—Majestad —prosiguió el visir, sabiendo que podía ser amonestado al utilizar tal apelativo—, no cedáis a la tentación del silencio. Si conseguís justificar vuestra actitud, seréis absuelta.
Akhesa sonrió al visir.
—Sois digno de vuestro cargo —declaró—. Pero vos solo no podréis luchar contra todos ellos. Para que sigáis siendo visir, debo ser condenada. Permitidme que os preste este último servicio. Egipto os necesitará.
Akhesa no añadió una sola palabra, desentendiéndose del proceso. El visir le imploró que no se encerrara en aquella actitud. Pero la joven, con los ojos cerrados, ya había abandonado el tribunal.
Las deliberaciones fueron breves. Ni un solo juez tomó la defensa de Akhesa.
El visir sólo tuvo que pronunciar la sentencia contra quien había sido reconocida culpable de alta traición: la muerte.