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El general Horemheb estudiaba los proyectos de construcción de un nuevo ministerio de Países Extranjeros, cuando el jefe de su guardia privada le transmitió una solicitud de audiencia: la del ex embajador Hanis. Horemheb rogó a sus colaboradores que siguieran trabajando sin él.

Recibió a Hanis en un modesto despacho, situado en el extremo de un ala del edificio, lejos de todo oído indiscreto. El ex diplomático tenía los rasgos descompuestos. Su bigote negro estaba sembrado de canas. El general le contempló con curiosidad.

—Soy yo, efectivamente —dijo Hanis—. Vengo del reino hitita. He pasado la frontera de noche y… solo. Vuestros hombres son notables y escrupulosos, pero algo jóvenes. Les falta experiencia en los caminos de Asia.

—¿Por qué habéis regresado a Tebas?

—Para terminar aquí mis días, siempre que vos me dejéis en paz. Este clima me sienta mejor que el de Asia. Me gustaría construirme una hermosa tumba y contratar sacerdotes funerarios que celebraran mi nombre después de mi muerte.

Horemheb sonrió. La negociación comenzaba.

—Exigís mucho. ¿Qué ofrecéis a cambio?

—La copia de una carta escrita por la reina, la que yo mismo llevé al rey del Hatti.

Hanis esperaba que Horemheb no utilizara la violencia para hacerle hablar. La idea tentó al general, pero la rechazó. No ensuciaría su nombre con semejantes actos.

—Accedo a vuestra petición. Hablad.

—Me gustaría ser reintegrado también al cuerpo de embajadores y aprovechar las ventajas materiales que procura. Naturalmente, me quedaré en Tebas y no llevaré a cabo ninguna misión más. Tenéis mi palabra.

—No me importunéis con esos detalles. Hablad.

Hanis sintió que no debía diferir más sus revelaciones. De memoria, transmitió a Horemheb el contenido exacto de la misiva escrita por Akhesa.

Se hizo un largo silencio. Las manos de Horemheb temblaban ligeramente. La sangre había abandonado sus labios.

—¿Quién está al corriente de las gestiones de la reina?

—El soberano del Hatti, su hijo Zannanza, los principales dignatarios de su corte y…

Nervioso, Horemheb interrumpió secamente a Hanis.

—Y en Egipto, ¿quién?

—La reina, vos y yo.

—¿Nadie más?

—Nadie más. Deseo una vejez feliz.

—Os confío a mi guardia personal. Mientras el asunto no quede resuelto, permaneceréis oculto.

El embajador no protestó. Al general no le quedaba otra solución.

—Me gustaría que esta detención provisional fuera agradable y que ningún soldado, por exceso de celo, atentara contra mi vida.

Horemheb se indignó.

—Me injuriáis, Hanis.

El diplomático dio vueltas al brazalete de plata que llevaba en la muñeca izquierda. Hizo frente al señor de Egipto.

—Exijo vuestra palabra. Tanto más cuanto que dispongo de otras informaciones esenciales…

Hanis no mentía. Horemheb le necesitaba.

—Muy bien. La tenéis. Me comprometo con mi vida a garantizar vuestra seguridad.

Hanis dejó escapar un suspiro de alivio, sin disimular su satisfacción. Había ganado la partida.

—Zannanza y cincuenta soldados de élite saldrán pasado mañana del reino del Hatti. Tomarán el camino de Horus y presentarán la carta de la reina y su sello en el puesto fronterizo principal. El comandante de la fortaleza no podrá negarles el acceso a nuestro territorio. Tendrá que protegerlos con sus hombres para que lleguen a Tebas sanos y salvos. La reina los recibirá con fasto y vos deberéis aceptar su decisión.

—No os preocupéis por el porvenir de Egipto, Hanis. Gozad de vuestros privilegios y no os pongáis nunca más ante mí.

Horemheb, con paso apresurado, salió del despacho. Hanis, postrado, aguardó a los policías que le conducirían a su residencia. Pensaba en la mirada de Akhesa, en aquellos ojos cuyo mensaje no había conseguido captar. ¿Por qué la había traicionado? ¿Por qué rompía su último sueño, el más enloquecido y el más peligroso? ¿Por qué condenaba a la desesperación a la inaccesible mujer de la que estaba locamente enamorado? Con un amargo sabor en la boca, Hanis lloró por él mismo.

—¿Realmente es tan hermosa? —preguntó por décima vez el príncipe Zannanza al chambelán.

—Fina, esbelta, con un rostro perfecto, negros cabellos, una piel cobriza, pechos redondos y altos, caderas estrechas, piernas largas y delgadas, pies de infinita delicadeza… Ninguna de vuestras mujeres podría rivalizar con ella. Tenéis mucha suerte.

—¿Y su palacio?

—Dejadme beber un poco. Con este calor, mi garganta se seca.

Ambos hombres iban en un confortable carro provisto de múltiples almohadones. Tenían la suerte de estar protegidos de los rayos del sol y utilizaban frecuentemente los abanicos. Los soldados hititas, acostumbrados a las marchas forzadas, al frío y a la canícula, avanzaban sin rechistar.

Zannanza se mostró insaciable. El chambelán, que había convencido al rey del Hatti de la sinceridad de la reina, se vio obligado a responder a innumerables preguntas, a evocar su futura existencia de faraón. El príncipe volvía sin cesar a la personalidad de Akhesa, cada vez más impaciente por verla.

—Dentro de unas diez horas —dijo el chambelán— llegaremos a la frontera.

—¿No podríamos acelerar el paso?

—Imposible, Majestad. Los caballos no resistirían.

—¡Qué importan los caballos! La reina de Egipto me aguarda.

Para calmar al príncipe, el chambelán se lanzó a una nueva descripción del deseable cuerpo de Akhesa. Zannanza no se cansaba de oírle. Aquel viaje le entusiasmaba. Salir del Hatti, no depender más de su padre, convertirse en su igual, reinar sobre el más hermoso y el más rico de los países… ¿No era acaso el más fabuloso de los destinos?

Encabezando la vanguardia hitita iba un explorador que conocía a la perfección los itinerarios que llevaban al país de los faraones. Había elegido una ruta amplia y bien trazada. Una sola dificultad notable: el paso de un vado que, en aquella estación, estaba en su nivel más bajo.

Una decena de soldados descabalgaron para empujar el carro.

El explorador que vigilaba la maniobra fue el primero en derrumbarse sobre los guijarros del río, con el pecho atravesado por una flecha. Los hititas cayeron uno tras otro. Cegados por el sol, no consiguieron ver a sus adversarios ocultos detrás de las rocas.

Cuando se lanzaron al asalto, quedaban sólo ocho supervivientes, que, pese a combatir con ardor, sucumbieron muy pronto. El toldo del carro fue desgarrado.

Aterrorizado, el príncipe Zannanza se agarraba al chambelán, atónito al ver aparecer a un oficial egipcio con una ensangrentada espada en la mano.

—Bajad —ordenó.

—¿A qué viene esta emboscada? —interrogó el chambelán—. Éste es el hijo del rey del Hatti. Le debéis respeto y protección. Hacerle daño provocaría la guerra y…

—Bajad —repitió el jefe de la guardia privada del general Horemheb.

Ambos hititas obedecieron.

Fueron degollados en el acto. Luego, los egipcios incendiaron el carro. Se llevaron los caballos que habían sobrevivido y recogieron los cadáveres de los cinco arqueros que habían perecido en el cuerpo a cuerpo. El jefe de la guardia recuperó la carta de la reina y su sello del cadáver del príncipe. Comprobó que no quedaba ningún superviviente entre los hititas.

El príncipe Zannanza no se sentaría nunca en el trono de Egipto.

—¡Es la guerra, Majestad, la guerra! ¡Hay hombres armados en toda la ciudad!

La sirvienta nubia gritaba y gesticulaba.

—Tranquilízate —ordenó Akhesa—. Ya lo veo.

Desde lo alto de la terraza, había visto un regimiento desfilando por la calle principal y dirigiéndose hacia el norte. Los soldados iba armados con lanzas, puñales, arcos, hondas y espadas. Se protegían con escudos de madera y cuero, de curvo borde superior. Los oficiales llevaban una coraza de cuero cubierta de placas metálicas.

—Se dice que van a Siria —prosiguió la nubia—. Los hititas la han invadido tras el asesinato del príncipe Zannanza. Su padre ha declarado la guerra a Egipto.

Akhesa sonrió. Una profunda alegría la animaba.

—Tráeme comida. Tengo hambre.

La nubia, convencida de que la reina se volvía loca, se apresuró a obedecer. Contrariarla agravaría el mal que sufría.

Tendida en el borde de la terraza superior de palacio, Akhesa comió dátiles frescos mientras contemplaba los cuerpos de ejército que salían de Tebas a paso ligero.

Cuando resonaron las trompetas de plata, se levantó. Era una frágil silueta al borde del vacío. El toque anunciaba el estado mayor.

El general Horemheb, soberbio con su dorada coraza, levantó los ojos hacia ella. Inmóvil en la luz, parecía una estatua de eternidad que desafiara el tiempo y a los hombres.

Los dos ejércitos estaban separados por una vasta extensión plana y desértica. Los hititas ocupaban la mayor parte de Siria, que era un protectorado egipcio. Las granjas habían sido saqueadas, y los campesinos asesinados.

La guerra era inevitable.

Al soberano hitita le había sorprendido la rapidez de la reacción egipcia. Según las informaciones de sus espías, la movilización sería lenta y el armamento insuficiente. Los expertos militares preveían una fácil victoria hitita.

La visión de los cuerpos de ejército egipcios, apiñados en las colinas, modificó la opinión del monarca. Antes de dar la orden de atacar, reunió un consejo. La discusión fue viva. Las opiniones de los oficiales superiores divergían. Se decidió proceder a una serie de observaciones para apreciar mejor el poder real del enemigo.

Horemheb actuó del mismo modo. Hacía ya muchos años que esperaba enfrentarse al ejército hitita y conocer el valor de las fuerzas enemigas. El general no retrocedería. Tras haber ordenado el asesinato del príncipe Zannanza, estaba decidido a impedir la invasión hitita.

El ejército de las Dos Tierras era inferior en número, pero tenía regimientos de profesionales bien entrenados que, una vez desmovilizados, recibirían del Estado tierras, casa y provisiones hasta su muerte. Estaban, pues, decididos a vencer. Egipto, un país poco belicoso, demostraba una inmensa fuerza cuando su propia existencia se veía amenazada.

Debido a la política de debilidad puesta en práctica por Akenatón y también a la incompetencia de su sucesor, el ejército del faraón había perdido mucho prestigio. Pero Horemheb había velado por el mantenimiento del material sin debilitar la administración militar, de modo que no le había costado poner en pie de guerra a los principales regimientos. No obstante, carecía de la aportación de los jóvenes reclutas enrolados normalmente en las provincias. Sólo un conflicto rápido le daba esperanzas de éxito.

Transcurrieron tres días y tres noches con egipcios e hititas acampados en sus posiciones. Los nervios de los soldados se veían sometidos a una dura prueba.

El calor debilitaba los organismos. La mayoría de los soldados había perdido el sueño.

El cuarto día, por la mañana, las primeras líneas hititas retrocedieron. Les imitaron los arqueros apostados en las colinas y, luego, las hordas de infantes. Finalmente, volviendo la espalda al ejército egipcio, los carros se pusieron en movimiento hacia el Hatti. Su rey renunciaba a una batalla de resultado demasiado incierto.

Horemheb triunfaba. Sin duda, Egipto había perdido parte de su protectorado sirio; pero había demostrado su presencia como en los gloriosos tiempos de Tutmosis III. Sin derramar sangre, el general había demostrado al enemigo hitita que no podría invadir las Dos Tierras.

Gritos de júbilo brotaron de las filas del ejército egipcio.

Cuando regresó a Tebas, cuya población festejó al vencedor de los hititas, el general Horemheb se dirigió enseguida a palacio. Durante una semana, la capital del dios Amón viviría una inesperada fiesta en la que participaría toda la población.

El héroe, cuyo genio militar era celebrado por todos, había dejado a sus oficiales superiores, que habían recibido numerosos collares de oro como recompensa por su valor, la tarea de contar la hazaña. Horemheb no tenía ánimo para distraerse.

La reina aceptó recibirle. Subió a la terraza, donde Akhesa seguía comulgando con el sol, tendida en las losas de caliza. La reina resplandecía. Horemheb se sintió turbado, pero se negó a caer en la trampa que ella le tendía. Se había preparado para resistir.

—Os equivocáis —dijo la reina, como si leyera su pensamiento—. No tengo intención de seduciros.

Akhesa se levantó pausadamente. Horemheb sintió que su resolución flaqueaba. La joven se sentó al borde de la terraza, donde crecían las palmeras. El sol estaba alcanzando su apogeo.

—Majestad, ¿fuisteis vos quien escribió esta carta?

Akhesa reconoció la misiva.

—Sí, general.

—¿Os lo aconsejó…?

—Nadie. Fue una decisión mía.

Horemheb se acercó a la reina.

—Akhesa, escuchadme… Si entrego este documento a la administración…

—Obrad en conciencia.

—No lo deseo —confeso Horemheb—. Seréis mi gran esposa real. Anunciad mi designación como faraón durante este período de fiesta y destruiré la carta. Vos y yo negaremos su existencia. Si los hititas muestran una copia, afirmaremos que es una falsificación. Con mi protección, no corréis riesgo alguno.

Se acercó más todavía, dispuesto a tomarla en sus brazos. Ella le rechazó.

—Esperaba vuestra proposición, general, y era precisamente lo que no deseaba oír.

—No hagáis algo irreparable, Akhesa. Olvidad las diferencias que nos han separado. No elijáis la infelicidad.

—No os amo, general. Y no me traicionaré a mí misma.

—Habéis nacido para reinar. Yo también. Estamos hechos el uno para el otro.

La reina se quitó la túnica. Desnuda, se tendió de nuevo en el ardiente enlosado y cerró los ojos.

Horemheb dejó por unos instantes de respirar. ¡La felicidad estaba tan próxima! ¡Era tan sublime la perfección!

—Voy a reinar en Egipto —declaró con la voz rota por la emoción—. Vos lo sabéis, Akhesa. No me obliguéis a haceros comparecer ante un tribunal por alta traición.

Ni una gota de sudor brotaba del divino cuerpo de la reina. Sus pechos, hinchados de savia, se elevaban al suave ritmo de su respiración. Una flor adornaba su sexo de azabache, y el general sentía deseos de besarla hasta perder la razón.

—Akhesa, te lo suplico…, ¿por qué me rechazas?

—Soy la esposa de Tutankamón por toda la eternidad —respondió ella, inmóvil.