Pese a las protestas de algunos altos funcionarios, preocupados por el prestigio de la institución faraónica, el general Horemheb no renunció a su proyecto: hacer comparecer a Ay ante un tribunal de excepción que comprobara su incapacidad para reinar.
Horemheb, conocedor de las leyes, que cuidaba como uno de los bienes más preciados de Egipto, no fue indiferente sin embargo a las críticas de consejeros y ministros. Ningún tribunal pronunciaría una condena contra el faraón, que era el garante de la justicia. Sólo Dios podía aniquilarle si traicionaba su función. Por ello, el general se apartó del camino de los juristas para tomar el de los ritualistas. En este terreno, que conocía a la perfección gracias a su formación como escriba real, obtendría una resonante victoria que le daría por fin el poder.
Horemheb no disimulaba ya una ambición que nadie discutía. Se comportaba como jefe de Estado, firmaba decretos y tomaba decisiones sin referirse a la pareja reinante, y marcaba directrices que los funcionarios ejecutaban con celo. Pero le faltaba lo esencial. Todavía no había sido coronado faraón. No había vivido los ritos que le convertirían en el único intermediario entre el mundo de los dioses y el de los hombres.
Era preciso obligar a Akhesa a reconocerle como tal. Entre ella y él se interponía un último obstáculo: un anciano que se extinguía con excesiva lentitud. Su parodia de reinado ya había durado en exceso.
La primavera se hacía estío. Con el creciente calor, los gestos se volvían más lentos. Todos esperaban la crecida. Los campesinos se fijaban en el sol para regular su jornada, puntuada por siestas cada vez más largas. Unos pensaban ya en el descanso, otros en los trabajos que se verían obligados a realizar en las obras de los templos, mientras el valle estuviera cubierto por las aguas del Nilo.
Akhesa pensaba en las declaraciones de amor de Tutankamón, en la orilla bañada por la luz matinal, cuando, poco después del alba, cruzó el umbral del recinto de Amón, escoltada por una decena de soldados. Karnak despertaba. Los astrónomos bajaban del techo del templo tras haber pasado la noche observando las estrellas. Algunos sacerdotes se purificaban en el lago sagrado. Carniceros y panaderos preparaban los alimentos que pronto serían ofrecidos a la divinidad.
El gran sacerdote de Amón saludó con deferencia a la reina y la condujo a una sala del templo, donde se habían reunido una treintena de hombres de distintas edades. Akhesa sólo conocía un rostro: el del general Horemheb, que presidía la asamblea.
—Bienvenida, Majestad —declaró con voz tranquila—. Dignaos ocupar vuestro lugar. Aquí están presentes los mejores ritualistas del reino.
Al general le impresionó el cansancio de la reina. Su belleza no parecía afectada, ciertamente, pero ¿por qué su viva mirada permanecía ausente? ¿Por qué parecía haber perdido toda confianza en sí misma? Eran sólo percepciones fugaces. Sin embargo, Horemheb no se equivocaba. Sentía la menor de las emociones de Akhesa. La joven estaba atravesando penosamente la prueba de un aislamiento que llegaba a su fin. Mañana, sería la más ilustre de las grandes esposas reales.
Akhesa no miró a ninguno de sus jueces. Se imponía a su espíritu la visión de dos lebreles muertos por defenderla. Su pasado, la ciudad del sol, la felicidad de cada día habían desaparecido con ellos. Eran el último vínculo que seguía uniéndola a sus sueños de niña.
Un joven sacerdote desenrolló un papiro y leyó con lentitud, separando bien las palabras. Las acusaciones hechas a Ay se sucedieron como mazazos en un cincel que se hundía cada vez más en la piedra.
Akhesa permanecía lejana, como si las palabras pronunciadas por el ritualista no le concernieran. Aquella sala, donde estaba reunido un tribunal que no se atrevía a confesar que lo era, pertenecía a un mundo irreal cuya lengua ella no hablaba.
Otro sacerdote, un hombre de edad madura y verbo profundo y sonoro, leyó un tratado de los deberes del faraón, desarrollando el capítulo de los rituales en los que debía participar.
Akhesa sólo oía una vaga música. Vagabundeaba por campos de trigo, perseguida por un joven amante insaciable, de deseo ardiente como un Nilo encabritado el primer día de la crecida. Ella le quería rey, él la quería mujer.
Se hizo el silencio.
Los ritualistas buscaron un indicio de satisfacción en Horemheb, pero éste no apartaba los ojos de la reina, como si estuvieran solos.
—Advertimos la ausencia del rey Ay —anunció el sacerdote de voz sonora—. ¿Puede la reina responder en su lugar?
Akhesa inclinó la cabeza.
—Ay no ha sido coronado de acuerdo con los ritos —indicó Horemheb—. Tan sólo fue designado faraón por la gran esposa real. ¿Reconocéis estos hechos, Majestad?
La aprobación de Akhesa fue muda.
—Nuestras tradiciones exigen que el Señor de las Dos Tierras lleve a cabo una carrera para alcanzar los límites del universo y reunir el cielo y la tierra. La edad del rey y su debilidad no se lo permiten. ¿Lo reconocéis?
Akhesa no protestó.
—Como he propuesto —prosiguió Horemheb—, sería necesario proceder de inmediato a un ritual de regeneración. La magia divina podría hacer a nuestro soberano apto para reinar. Pero ¿soportaría durante toda una semana el peso de las coronas y los cetros? ¿Sería capaz de ir de capilla en capilla para encontrarse con los dioses?
Todos los ritualistas aguardaban una cortante intervención por parte de Akhesa. Podía evocar el caso de otros faraones que, muy mayores ya, se habían limitado a dirigir las ceremonias sin participar físicamente en ellas. Los argumentos del general eran mucho más frágiles de lo que parecían.
Pero Akhesa, con los ojos entornados, seguía callando.
Horemheb sonrió. La reina cedía por fin. Su mutismo significaba que le aceptaba como rey y como esposo, abandonando a Ay a su serenidad. Ya sólo quedaba la conclusión.
—Siendo así —anunció con mal contenida alegría—, debemos comprobar la decadencia del soberano reinante. Que renuncie al trono.
—No será necesario —dijo Akhesa—. El rey Ay murió anoche.
Por decisión del general Horemheb y los ritualistas del templo de Karnak, el período de luto por el óbito de Ay se reduciría a un mes. Los funerales serían muy discretos y el nombre del anciano cortesano no figuraría en las listas reales. La reina, puesta al corriente de estas decisiones por una delegación de escribas, se limitó a escuchar. Ninguna palabra brotó de su boca.
Ay no había sido coronado según los ritos, y el pueblo le conocía mal. Su fama no había franqueado las puertas de los palacios y los despachos de la administración. Incluso se murmuraba que había permanecido fiel a la religión de Akenatón, de quien había sido confidente. ¿Acaso no lo había elegido Akhesa como faraón sólo para desafiar, una vez más, a Horemheb? Nadie dudaba que el brillante general realizaría todos sus sueños.
La sirvienta nubia hablaba, repitiendo rumores y habladurías, se inflamaba ante la idea de ver a la joven reina convertirse en esposa de un hombre hermoso y fuerte.
Akhesa no prestaba atención alguna a aquellas habladurías.
—Ve a buscar al embajador Hanis y tráemelo.
La nubia dejó su cháchara.
—Majestad… Ya no es embajador… Ya no es…
—Ya no es nada, lo sé. Esta noche le harás entrar por las cocinas. Que se vista con sencillez. Si los guardias os detienen, responde que acabo de contratarle como peón y que debe comenzar a limpiar inmediatamente los patios interiores.
—Pero si…
—Vete y obedece. No vuelvas sin Hanis.
Akhesa se sentó en la postura del escriba y desenrolló un papiro sobre sus rodillas. Tomó un cálamo y comenzó a escribir con tinta negra la carta que tenía en la cabeza desde hacía varias semanas. Ninguna reina de Egipto se había atrevido a actuar así. Sin embargo, no existía otro medio de salvar su país.
La mano de Akhesa no tembló. Los signos fueron trazados con finura y firmeza.
Al releerla, una dolorosa angustia le oprimió el corazón. El miedo…, un miedo que le abrasaba el pecho, despertaba en ella deseos de huir al desierto, de cruzar la puerta que la separaba del reino de las sombras. Pero estaba Egipto, su país, y debía salvarlo de la destrucción.
Se obligó a respirar con calma, a no pensar, a olvidarse de sí misma.
Llegó la noche. Las estrellas brillaban.
—Habéis tenido suerte —dijo Hanis a Akhesa—. Me disponía a partir hacia Asia. Tebas se ha vuelto demasiado inhóspita.
—No tengo la intención de contrariar vuestros proyectos. Me gustaría, por el contrario, que vuestro viaje fuera inmediato.
—¿Por qué, Majestad? —se asombró el ex diplomático.
—Porque os pido que llevéis enseguida y con el mayor secreto una carta al rey hitita.
—Perdonad mi insolencia… ¿Puedo conocer el autor y el contenido?
—Está escrita por mi mano. Hela aquí.
Akhesa no había sellado el papiro. Hanis fue sensible a esa prueba de estima. La lamentó cuando hubo terminado de leer la misiva. El antiguo embajador había vivido muchos dramas y sentido las más fuertes emociones durante su carrera. Esta vez, perdía pie. Lo que Akhesa deseaba sobrepasaba el entendimiento.
—Majestad, os dais cuenta de…
—He sopesado cada palabra, Hanis.
—Pero…, las consecuencias…
—Sólo a mí me conciernen.
—Egipto…
—Egipto no tendrá que sufrir por mi decisión. Muy al contrario.
—¿Cómo podéis afirmarlo tras haber redactado esta carta?
—¿Tenéis confianza en mí, Hanis?
Él se atrevió a mirarla. La turbación que siempre había sentido en presencia de la reina se apoderó otra vez de él. Su espíritu crítico le abandonaba. Se limitaba a admirarla.
—Creo…, creo que sí.
—Partid sin demora. Jurad al rey hitita que soy sincera. Decidle que no pierda tiempo. Tomad este sello. Servirá para autentificar vuestra gestión. Permaneced junto al soberano y enviadme un mensajero para comunicarme su respuesta. Pensad sólo en una cosa, Hanis: en obtener el acuerdo del hitita.
Hanis, subyugado, obedeció. Lo había hechizado una vez más, aunque desaprobara los terroríficos términos del mensaje del que era portador.
Cuando su barco partió hacia el norte a la hora en que el oriente se teñía de rojo, el embajador recitaba en voz baja el texto de Akhesa, que se había grabado en su memoria:
«Al gran rey del Hatti, mi Hermano, de parte de la reina de Egipto. Nuestros dos países viven en paz y conocen la alegría gracias a los regalos que intercambian».
«Hoy, sufro una gran desgracia. Soy viuda. Mi marido ha muerto y no tengo hijos. Todos saben que tú tienes muchos. Envíame uno en edad de reinar. Se convertirá en mi marido y será faraón. Me repugna tomar por esposo a uno de mis súbditos. Si tuviera un hijo, no escribiría a un rey extranjero rebajándome y rebajando a mi país. Pero no tengo elección. Puedes creer en mi sinceridad, no intento engañarte. Ya no tengo marido. Dame a uno de tus hijos y lo convertiré en señor de Egipto. Egipto y Hatti formarán una sola tierra gracias a este matrimonio».
Los ancianos decían que jamás el estío había revestido colores más violentos. El azul del cielo blanqueaba bajo la quemadura de una luz ardiente que hacía tórridas las jornadas. La crecida, según los astrólogos, llegaría con retraso. Los campesinos habían edificado chozas de cañas donde se protegían en compañía de perros y asnos. Se trabajaba del alba a media mañana; luego, se gozaba de un largo reposo, tanto en las ciudades como en los campos, antes de reincorporarse a las tareas cotidianas.
Akhesa no sentía fatiga alguna. Permanecía día y noche en la terraza de palacio, ofreciendo su cuerpo al sol. Sus rayos la acariciaban. Ahora comprendía por qué su padre había ordenado a los escultores que lo representaran provisto de manos con las que daba la vida. Palpitante por la mañana, apasionado a mediodía y tierno cuando llegaba el crepúsculo, el disco divino animaba cada parcela de su piel cobriza. La reina celebraba sus bodas de luz, sumergiéndose en ella para recuperar el alma de su padre y el amor de Tutankamón.
Ninguna reina de Egipto se había desposado con un soberano extranjero, pues la ley divina lo prohibía. Los hititas desconfiarían de esa increíble proposición que les convertiría en señores de Egipto sin haber tenido que librar batalla. Pero Akhesa estaba convencida de que el ex embajador, cuya fama en Asia era muy grande, sabría convencerles.
El jefe de la guardia privada de Horemheb se inclinó ante su señor.
—El embajador Hanis ha abandonado su residencia —declaró.
—¡Por fin! —exclamó Horemheb—. Vamos a saber qué está tramando. ¿Adónde ha ido?
—Vestido como un hombre del pueblo, ha sido conducido a palacio por la sirvienta nubia de la reina. Han entrado por las cocinas.
Una entrevista secreta con Akhesa… ¿Qué nuevo plan habría concebido? ¿Por qué utilizaba los servicios del más astuto de los diplomáticos?
—Hanis ha salido de palacio dos horas antes del amanecer —prosiguió el oficial—. Ha fletado un barco y ha partido hacia el norte.
—¿Menfis?
—Sólo ha estado allí una mañana para reunir una escolta. Ha cruzado la frontera en dirección a Asia. Mis hombres le siguen.
—Que no les descubra y que le dejen libertad de movimientos. Quiero un informe diario.
El general anuló una comida a la que estaban invitados altos dignatarios. Se sentía incapaz de tomar el menor alimento. Su instinto le advertía que se preparaba una tragedia.
Hanis fue recibido inmediatamente por el gran rey del Hatti, un coloso de alta estatura y larga barba, finamente trenzada. Ambos hombres se habían encontrado varias veces. Se apreciaban. Hanis, tras las salutaciones de rigor, evitó los floridos discursos que preceden a toda negociación. El soberano comprendió inmediatamente que el asunto era grave.
La lectura de la carta escrita por la reina de Egipto le dejó estupefacto.
—Garantizo la autenticidad del documento —dijo Hanis—. He aquí el sello de la gran esposa real.
—¿Cómo creer en la sinceridad de esa mujer? —repuso el hitita—. ¡Los faraones ni siquiera nos conceden a sus hijas en matrimonio! Una reina de Egipto nunca permitirá que un enemigo de su país se convierta en su señor absoluto. Es una propuesta absurda…, o una trampa.
Hanis esperaba esta reacción del monarca.
—La actual situación de mi país es muy especial —explicó—. La reina está aislada. No tiene más elección que casarse con el general Horemheb, a quien considera un servidor indigno. En consecuencia, ha decidido rechazar esa esclavitud, optando por establecer una alianza con el Hatti, para que la paz reine en este mundo.
Al rey hitita le impresionó la tranquila seguridad de Hanis, pero no tenía ninguna intención de correr riesgos.
—Uno de mis hijos reinando en la tierra de Egipto… No, es imposible. La reina quiere engañarme.
—¿Cómo convencerte de su buena fe? —insistió Hanis—. Tal vez…
—¿Tienes una prueba?
—Tal vez debieras enviar a Egipto a un hombre experimentado en quien tengas confianza. Que se entreviste con la reina y que juzgue. Tendrías que actuar deprisa y en secreto.
El monarca reflexionó. Volvió la cabeza hacia su chambelán, fiel entre los fieles, su compañero en las horas dolorosas y los momentos felices. Éste aprobó la idea.
—Acepto —decidió el rey hitita.
Caminando día y noche, el chambelán, vestido a la egipcia y protegido por los mercenarios que Hanis había reclutado, llegó por el camino de Horus a la frontera jalonada de fortalezas. Provisto de un falso salvoconducto, se presentó en el puesto de aduana. El oficial examinó el documento minuciosamente. El hitita no manifestó la menor impaciencia. Aguardó a que las formalidades administrativas se cumplieran, y respondió a las preguntas sobre el objetivo de su viaje y la duración de su estancia. Luego, salió de la fortaleza sin ser molestado.
Los hombres del general Horemheb, que no habían dejado de vigilar a Hanis y a sus mercenarios, les siguieron hasta Tebas. Allí, se instalaron en una modesta casa de las afueras.
El chambelán hitita solicitó oficialmente audiencia a la reina al día siguiente de su llegada a la gran ciudad del dios Amón. Se presentó como un maestro jardinero enviado por el templo de Karnak, dando así la contraseña transmitida por Hanis.
El rey hitita había oído hablar de la resplandeciente belleza de Akhesa. La realidad superaba con mucho las más halagadoras descripciones. Los ojos de la reina, de un verde claro, brillaban con luminosa inteligencia. Vestida con una túnica, le recibió en la terraza superior de palacio, entregada a los ardores de un sol implacable. Ni un solo abrigo para protegerse de él.
—¿Qué esperáis de mí? —preguntó—. He escrito a vuestro rey. Mantengo mi decisión y espero una respuesta favorable. Casi no hay tiempo. ¿Cuándo llega mi futuro esposo?
El hitita, habituado sin embargo a las intrigas y juegos de influencia de una corte real, se sintió casi desarmado frente a la voluntad de aquella mujer. ¿Existía alguien capaz de resistírsele? Intentando librarse de la magia que entorpecía su espíritu, se consagró a cumplir su misión.
—Majestad, vuestra petición es tan inesperada… Ninguna reina de Egipto había formulado jamás semejante proposición. Comprended nuestro asombro y nuestra desconfianza.
Akhesa, que había colocado a su interlocutor de modo que el sol le cegara, le había juzgado enseguida. Un cortesano fiel, activo y retorcido. Cuarenta advertidos años, una pereza tranquila, una aptitud innata para evitar los problemas.
—No, no la comprendo y no la admito. Tenéis la palabra de una reina de Egipto, ¿qué más queréis?
—No la ponemos en duda, claro. Pero nos gustaría comprender mejor las razones que os impulsan a unir Egipto y el Hatti.
Akhesa alzó la cabeza al cielo, como si buscara una respuesta en el sol.
—Mi padre, el faraón Akenatón, rechazó siempre la guerra. La misma luz ilumina el destino de los hititas y el de los egipcios. Yo no he olvidado su mensaje y quiero convertirlo en realidad. Mi marido ha muerto. Nunca tendré hijos. Que el rey del Hatti me envíe el suyo y lo convertiré en el hombre más poderoso de la tierra.
—Majestad…
Akhesa se volvió. La entrevista había terminado.
El jefe de la guardia privada de Horemheb concluyó su informe.
—Así pues, los mercenarios han regresado sin Hanis… Sí, hacía mucho tiempo que deseaba vivir en Asia. ¿Qué hacen?
—Duermen, beben y llevan muchachas a su antro, de donde no salen. Sólo uno de ellos, el de más edad, ha roto la regla. Ha acudido al palacio real y se ha presentado como jardinero del templo de Karnak.
—¿Por quién ha sido recibido?
—Por la reina.
—¿Y luego?
—Ha regresado con los otros mercenarios. Sus preparativos de marcha están concluyendo. Hemos identificado el barco que han fletado. ¿Debo detenerles?
—No…, todavía no. Que continúen siguiéndoles y que se me comuniquen sus menores movimientos.
Horemheb se preguntaba qué conducta seguir. Interviniendo de modo brutal, temía cortar demasiado pronto los hilos de la intriga. Akhesa desplegaba una nueva estrategia, establecía contactos con los hititas, hacía circular mensajes entre el reino del Hatti y Egipto. ¿Con qué intención? El peligro parecía mínimo. Un embajador marginado, algunos mercenarios, una sirvienta nubia… Horemheb no tenía nada que temer del lamentable ejército de Akhesa. Los temores que casi le habían quitado el sueño se disiparon. Si continuaba atento, terminaría descubriendo la verdad.
Zannanza, el primogénito del gran rey del Hatti, acababa de cumplir veinticinco años. Su existencia era sólo una larga sucesión de fiestas, cacerías y placeres. A veces, el aburrimiento se apoderaba de él. Su padre, que gobernaba en solitario, no le asociaba a decisión alguna ni le concedía la menor parcela de poder. Se asombró, pues, cuando vio entrar al monarca, al amanecer, en sus aposentos. Por lo general, le ordenaba acudir a palacio.
Sin duda, una desgracia había caído sobre el Hatti.
El monarca posó sus largas manos en los hombros de su hijo.
—Zannanza, estoy orgulloso de ti.
—¿Por qué, padre mío?
—Porque vas a convertirte en faraón de Egipto.