Un solo tema de conversación dominaba el gran mercado de Tebas: el anuncio oficial del matrimonio entre una reina de veinte años y un anciano convertido en faraón, el «divino padre» Ay. Partidarios y adversarios de la increíble elección de la gran esposa real se enfrentaban en violentas justas oratorias.
La corte estaba estupefacta. Nadie creía que Akhesa hubiera actuado con toda libertad. Ay había tenido que utilizar influencias ocultas y blandir expedientes secretos para obligar a la joven reina a designarle señor de las Dos Tierras. Nadie había desconfiado del viejo cortesano, cuyo aspecto afable ocultaba a las mil maravillas la más grande de las ambiciones.
¿Cuántos años duraría su reinado? ¿Tendría fuerzas para gobernar durante mucho tiempo? ¿Soportaría Horemheb esa nueva derrota sin reaccionar de modo violento? Tebas, la gloriosa, se angustiaba. Evocaba la maldición de Akenatón, que había expulsado de la odiada capital toda alegría y serenidad.
Egipto tenía un nuevo faraón. Pero el Doble País no había recuperado su confianza.
Desde la terraza de palacio, Akhesa contemplaba a los carniceros que llevaban gruesos bueyes al matadero. Los hombres cantaban. Las bestias, plácidas, avanzaban con paso tranquilo. Más allá, grupos de escribas entraban en los despachos. Unos obreros reparaban una pared de ladrillo. Unas muchachas jugaban a perseguirse.
Akhesa sonrió.
Estaba intentando lo imposible. Lo conseguiría.
Por la mañana, temprano, se había abandonado a los expertos cuidados de su sirvienta nubia, que la había peinado y maquillado con esmero. ¿Acaso la vida no proseguía su curso? ¿No habían regresado los días felices? Akhesa debía ser la más hermosa de las reinas. Obtendría los favores de los dioses.
Akhesa bajó de la terraza y se dirigió hacia el florido pabellón donde reposaba Ay. El nuevo faraón sufría jaquecas que le impedían cualquier actividad. Los médicos habían prescrito pociones calmantes y fumigaciones.
—¿Cómo os sentís? —preguntó Akhesa—. Esta primavera es maravillosa. Va a curaros.
—Soy viejo y estoy enfermo —respondió Ay sin abrir los ojos—. ¿Cómo podré cumplir los deberes de un rey de Egipto?
—Poco importan vuestros sentimientos —estimó la reina—. No tenéis elección. Todos os respetan como al faraón legítimo. Tenéis que prepararos para presidir vuestro primer consejo.
—Soy incapaz de ello. El poder ya no me atrae en absoluto. Dejadme morir en paz.
El faraón Ay, llevando la corona azul y con los cetros en la mano, presidió su primer consejo una semana más tarde. A su lado, algo retirada y en un trono un poco más bajo, estaba la gran esposa real, Akhesa. Había obligado al anciano a levantarse para pasear por los jardines y consultar los expedientes más importantes. Le había convencido de que tratara sólo un tema. Ay había cedido.
La sala del consejo, pintada de vivos colores, sólo había sido abierta para una decena de altos dignatarios, entre ellos Horemheb. La reina advirtió la ausencia de Maya.
El faraón anunció el nombramiento de los ministros, entre los que no figuraban ni el embajador Hanis, ni Nakhtmin, ni Maya, que conservaba su estatuto de Artífice. Horemheb se ponía de nuevo a la cabeza del ejército. Con gran sorpresa por su parte, el nuevo gobierno estaba compuesto por sus más cercanos colaboradores. Él mismo no lo habría hecho de otro modo. Los miembros del consejo, tan sorprendidos como el general, aprobaron calurosamente las sabias decisiones del faraón.
—Hoy sólo tenemos un motivo de preocupación —prosiguió Ay—, la voluntad guerrera de los hititas. Me han llegado informes muy alarmantes. Debemos atacarles antes de que nos invadan.
—Hay algo más urgente, Majestad —intervino Horemheb—. Mis propias informaciones no son tan pesimistas. Ocupémonos primero de la felicidad de Egipto. Depende de la buena salud y el vigor del rey. Debido a la edad de Vuestra Majestad y a vuestro cansancio, es indispensable proceder rápidamente a una fiesta de regeneración. Así se demostrará a todo el país que el favor mágico de los dioses habita en el corazón del Señor de las Dos Tierras.
Ay no supo qué responder. No se atrevió a solicitar la opinión de Akhesa y abrevió el consejo.
Ay estaba de nuevo en cama y pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Akhesa permanecía en la terraza superior, furiosa contra Horemheb, que una vez más saciaba sus deseos de poder olvidando a Egipto. Sabía que el general, tan respetuoso de las leyes, no realizaría acción violenta alguna contra el faraón legítimo. Pero ¿cómo prever que se negaría a partir para guerrear contra los hititas, decidiendo obligar a Ay a retirarse utilizando un artificio ritual? Ay era incapaz de responder a las exigencias físicas de una coronación real, y menos aún a las de una fiesta de regeneración que duraba varios días.
La cobardía de Horemheb indignaba a Akhesa. Nombrando ministros a sus amigos, entregándole el real gobierno de Egipto y la posibilidad de una gran victoria militar, estaba convencida de satisfacer sus ambiciones. Sólo él era capaz de galvanizar las tropas de soldados profesionales y alistar reclutas para realizar una expedición militar en Asia.
Pero le obsesionaba llegar a reinar… Y sería un faraón débil, incapaz de prever los verdaderos peligros.
—Bebed —recomendó Horemheb al Artífice—. Es una cerveza excelente.
Maya declinó el ofrecimiento. Los soldados que le habían conducido a la villa del general no le habían dado la oportunidad de rechazar la invitación.
—Es peligroso provocar así a un Artífice —observó—. Os arriesgáis a una huelga de todos los artesanos de Egipto y al levantamiento de una parte de la población.
—¡Cuántas amenazas inútiles, Maya! No albergo mala intención alguna para con vos. Sois sólo superintendente del Tesoro, pero conocéis perfectamente los expedientes. Necesito vuestra competencia. Deseo confiaros las grandes obras… Y sobre todo el mantenimiento de los templos de Tebas.
—Mi señor era Tutankamón.
—Conozco vuestra fidelidad —dijo Horemheb—. Sé también que no sentís afecto alguno por la reina Akhesa y su nuevo marido.
El Artífice aceptó la copa que le tendía el general.
—¿Qué esperáis exactamente de mí?
—Que sigáis actuando como en el pasado. Tutankamón amaba Tebas. Yo también. Quiero que siga siendo la ciudad más hermosa del mundo. Me es indispensable vuestra colaboración y la de vuestros equipos. Tendréis mi total apoyo y podréis trabajar en paz. ¿Os convienen estas condiciones?
—Soy un constructor y un artesano —respondió Maya.
Akhesa velaba a Ay con la ternura de una hija. El viejo faraón le rogaba que le perdonara su debilidad. Le hubiera gustado serle útil, ayudarla a conservar un poder del que la consideraba digna. Akhesa no le reprochaba nada. Le suplicaba que se aferrara todavía a su propia existencia y no la devolviera demasiado pronto a Dios. Mientras Ay siguiera viviendo, Horemheb se vería obligado a respetar a la pareja reinante. El viejo rey prometió a la reina que lucharía tanto como ka, su potencia vital, se lo permitiera.
La noche había caído cuando la sirvienta nubia anunció la llegada de un extraño visitante: un contramaestre perteneciente a la cofradía de Deir el-Medineh. El hombre pidió a Akhesa con brusquedad que le siguiera. Un grave acontecimiento acababa de producirse en el Valle de los Reyes. La presencia de la reina era indispensable. Por más preguntas que la reina le hizo, el hombre no dijo nada más.
Cruzaron el Nilo en una pequeña barca que el propio contramaestre condujo hacia la orilla occidental, donde les aguardaban dos caballos. Galoparon hasta la entrada del valle, de donde procedían insólitos, fulgores. Varios talladores de piedra conversaban con el Artífice Maya ante la entrada de la tumba de Tutankamón.
—¿Qué ocurre? —preguntó la reina.
—La tumba de Tutankamón ha sido desvalijada por unos ladrones —reveló Maya—. Han robado los ungüentos y las joyas. Han vaciado los cofres, derribado los muebles y desplazado numerosos objetos.
—Pero… ¿por qué?
—Para profanar la morada de resurrección del rey e impedir que el alma-pájaro anime su cuerpo de luz. Es el peor de los crímenes.
La cólera del Artífice era evidente. Akhesa temblaba de emoción e indignación.
—¿Quién…, quién es el culpable? —preguntó.
—Lo ignoro todavía.
—¿Qué vais a hacer?
—Poner en orden el mobiliario funerario lo antes posible y cerrar de nuevo la tumba. Disimularé la entrada con piedras para que se olvide su existencia y haré destruir los planos. Los artesanos que procedan al trabajo jurarán mantener el secreto. Nunca más será saqueada la tumba de mi rey. Nunca más.
El general Horemheb concedió sin dilación la audiencia que solicitaba el Artífice Maya, muy contento al ver esbozarse una colaboración que esperaba fructífera.
La actitud de su visitante le sorprendió. Maya tenía el rostro frío y huraño.
—No contéis conmigo ni con mis artesanos —declaró el Artífice.
—¿Qué ocurre?
—Lo sabéis muy bien.
—Os aseguro que no. Explicaos.
Maya habló en un susurro.
—La tumba de Tutankamón ha sido desvalijada.
—¿Y os atrevéis a acusarme de tal fechoría?
El Artífice no respondió. Su furiosa mirada era lo bastante elocuente.
—Os equivocáis —protestó Horemheb—. Identificaré a los autores de ese crimen. La ley divina no debe ser burlada. Os encargo la protección de la tumba.
—El Valle de los Reyes será custodiado por mis hombres durante tres días y prohibido a cualquier profano. La sepultura desaparecerá de la vista de los hombres. El emplazamiento se borrará de su memoria.
Horemheb reflexionó unos instantes.
—¿Cómo rendiremos culto al alma de Tutankamón?
—Primero, instalando estatuas con su efigie en el templo de Karnak. Luego, construyéndole un templo funerario.
—Que vuestros talleres pongan manos a la obra.
Sin dirigir el menor saludo al general, Maya le volvió la espalda. Se detuvo en el umbral del despacho.
—Tutankamón no tendrá ya nada que temer de los ladrones. Pero no olvidéis identificar a los culpables y castigarles. De lo contrario, ningún obrero de Egipto os obedecerá.
Horemheb había tomado la decisión de no construir nunca un templo dedicado a Tutankamón. El pequeño rey, al igual que Akenatón, el hereje, y el viejo cortesano Ay, no figurarían en las listas reales. El reinado de Horemheb sucedería directamente al del gran Amenofis III, de modo que la gloria de Egipto no se viera afectada por unos años errabundos. Que la tumba de Tutankamón desapareciera bajo un montón de piedras y arena era una noticia excelente.
El destino actuaba en favor de los proyectos del general. Pero el pillaje le indignaba, y temía conocer a los culpables.
Horemheb no tuvo que llevar a cabo una investigación excesiva. Descubrió los ungüentos y las joyas robados en los cofres de cedro de su esposa Mut.
Cuando ésta regresó de su paseo matinal por las orillas del Nilo, halló a su esposo instalado en su alcoba. Había echado a las sirvientas de los aposentos privados de la señora de la casa. Sentado en la postura del escriba, alzó hacia ella una mirada despectiva.
—De modo que has comprendido… —dijo ella.
—¿Por qué has actuado así? ¿Qué hombres te han ayudado?
—Mi cocinero, mi chambelán y dos esbirros. Sobornaron a un obrero para conocer el plano de la maldita tumba.
Mut no sentía remordimiento alguno. Segura de sí misma, daba vueltas en torno de su inmóvil marido.
—¿Te das cuenta de que eres una criminal?
—¡Quiero destruir a Akhesa! —se indignó Mut—. ¿No era el mejor modo turbar el reposo de ese rey incapaz a quien tanto pretende amar? ¡Hubiera deseado que su tumba fuera devastada y su momia destrozada! Akhesa hubiera muerto de despecho… Por desgracia, mis hombres fueron interrumpidos.
Mut se apoyó en una silla con un respaldo de crucero. Sabía que su marido estaba enamorado de la maldita reina. Quería hacerle comprender que no le permitiría repudiarla y que lucharía como una leona herida.
Horemheb permaneció en silencio durante largo tiempo. El miedo se apoderó del espíritu de Mut. Con el transcurso de los minutos, iba perdiendo su seguridad.
Finalmente, el general pronunció su sentencia.
—Harás desaparecer ungüentos y joyas. Que sean destruidos y no quede ningún rastro. Los hombres que utilizaste serán deportados hoy mismo a los oasis y no regresarán a Tebas. Por lo que a ti respecta, si transgredes otra vez la ley no vacilaré en hacer que te condenen.
Horemheb se levantó. En el camino que llevaba a los oasis, la caravana sería atacada por unos merodeadores y habría cuatro víctimas. El general no podía correr el riesgo de dejar con vida a unos desvalijadores de tumbas. Mut había triunfado. Horemheb seguía amándola. No se atrevía a actuar contra ella, pese a la gravedad de sus actos. Se alegraba de no haberle revelado la totalidad de su plan. No había conseguido que violaran la sepultura de Tutankamón, pero no había renunciado a luchar contra Akhesa.
Le declararía una guerra sin cuartel que pronto terminaría con una victoria. Mañana, Mut sería la gran esposa real del faraón Horemheb.
Akhesa cuidaba a Ay con abnegación. El anciano estaba sentado en el jardín, indiferente al sol y a la clemencia del aire. No se sentía ya concernido por los asuntos de los hombres. La reina le había comunicado que los profanadores de la tumba de Tutankamón habían sido detenidos y deportados a los oasis. Habían muerto en el camino, durante una escaramuza con una banda de beduinos. El Artífice Maya no había ordenado huelga alguna. Los obreros de su comunidad trabajaban restaurando las tumbas más antiguas del Valle de los Reyes y en el mantenimiento del templo de Karnak.
La muchacha había intentado, varias veces, interesar al viejo faraón en la dirección de los asuntos del Estado. Trabajo baldío. Ay se sumía en el silencio y vivía de sus recuerdos. Dirigir de nuevo un consejo parecía superior a sus fuerzas.
Akhesa admitió su fracaso. Estaba sola, sin aliados. No tenía ya elección.
Antes de que cayera la noche, abandonó el palacio con sus dos perros, Carnero y Toro. Deseaba vagar por la campiña, encontrar las miradas de los humildes, sonreír a los niños risueños que corrían tras los gordos bueyes que regresaban de los campos.
Akhesa caminó sin rumbo fijo.
Salió de Tebas, cruzó los arrabales y llegó a un poblado bañado por el fulgor del sol poniente. Se detuvo ante una mujer anciana, sentada en el umbral de una modesta morada de tierra batida. La contempló largo rato, como si quisiera llenar su memoria con aquella visión.
Akhesa nunca sería vieja. No conocería los insoportables dolores de los huesos ni las dificultades para caminar. No tendría arrugas y su visión no se debilitaría.
—¿Qué deseáis? —preguntó la anciana sin levantar la cabeza.
—Me gustaría pasar la noche en vuestra casa —respondió la reina.
—¿No tienes casa?
—Sí…
—Entonces, es que ya no tienes marido. Yo soy viuda y ciega. En este pueblo se ocupan de mí. Me alimentan y me dan vestidos para el invierno. Los viejos vienen a hablar conmigo. La vida no es tan triste. Entra, hay una estera enrollada en el fondo de la estancia. Yo dormiré en el umbral. Estoy acostumbrada.
Akhesa vaciló. Sus dos lebreles la precedieron al entrar en la casa. Ella les siguió, confiada en su juicio. La estancia, con el suelo de tierra batida, sólo estaba amueblada por un cofre de rechinante tapa. Rústicamente excavada en la pared del fondo, una pequeña hornacina contenía una estatuilla de la diosa Isis.
La reina desplegó la estera. Fuera, la noche se extendía rápidamente por la campiña. El sol se hundía en las tinieblas, disponiéndose a librar un difícil combate contra el dragón del mundo inferior. Quizás esta vez sufriera una derrota. Quizás la luz no volviera a aparecer.
Akhesa se tendió en la estera. Carnero y Toro se tumbaron a uno y otro lado de su dueña, que se durmió casi enseguida y soñó con un niño feliz que jugaba junto a ella y saltaba a su cuello para besarla.
Los tres hombres que seguían por todas partes a la reina, no se habían atrevido a esperar semejante ocasión.
Salía sola, antes del amanecer, de una choza donde había pasado la noche. La habían seguido, a distancia, desde que saliera de palacio para marcharse al campo, acompañada por dos lebreles.
Los tres hombres, al servicio de dama Mut, esposa del general Horemheb, tenían una misión precisa: acabar con Akhesa. Dama Mut les había prometido una verdadera fortuna y tierras si conseguían que pareciera un accidente. Si los detenían, nunca confesaría haberles dado órdenes. Los asesinos eran conscientes de la dificultad de su empresa y de los peligros que corrían, pero la riqueza sería su recompensa. De modo que habían decidido actuar con la mayor prudencia. Introducirse en los apartamentos privados de la reina era demasiado arriesgado. Aguardaban un paseo en barca o en silla de mano, con poca escolta, o tal vez una ceremonia en la que Akhesa oficiara.
Sin embargo, la reina se mostraba mucho más generosa. En aquel poblado aislado, en plena naturaleza, a aquella silenciosa hora, en un camino desierto, ofrecía su graciosa silueta a la muerte de que eran portadores. Uno de ellos sujetaba una hoz con la que amenazaría a la joven. Los otros dos la estrangularían. Arrojarían su cuerpo al Nilo, en un lugar donde la orilla fuera resbaladiza. Todo el mundo creería que se había ahogado. Nadie les había visto, nadie les había dirigido la palabra.
El destino les sonreía.
Cuando rodearon a Akhesa, los dos lebreles correteaban lejos de su dueña. El grito ahogado bastó para alertarles. Carnero, el más rápido, se arrojó contra el hombre de la hoz y le clavó los colmillos en el hombro, pero el atacante consiguió degollarlo. Carnero no abrió las mandíbulas. Después de muerto, seguía inmovilizando a su última presa. Toro infligió profundas heridas a los otros dos criminales, que, uniendo sus fuerzas, consiguieron partirle la nuca al lebrel antes de caer bañados en su propia sangre.
El drama había durado sólo unos segundos. Los lugareños, despertados por los ladridos de los perros y los gritos de los hombres, se aproximaron.
Akhesa se inclinó sobre los cadáveres de sus fieles compañeros. Los besó, sabiendo que los encontraría en el más allá, donde la guiarían por los caminos de la eternidad. Le habían ofrecido la vida para salvar la suya.
Ahora, la reina de Egipto estaba realmente sola.