Ni el canto de los pájaros ni el perfume del aire matinal alegraban ya al «divino padre» Ay. Su paseo matinal cotidiano por los jardines de palacio, en compañía de Akhesa, se convertía en una pesadilla.
—¡Es por completo imposible, Majestad! No puede haber paz con los hititas. Egipto no tiene derecho a inclinar así la cabeza ante los bárbaros… ¡Ellos son quienes deben someterse, no nosotros!
Una feroz rebeldía animaba el corazón del viejo cortesano. Esta vez no admitía los excesos de Akhesa.
—La negociación avanza, divino padre —explicó la reina, esforzándose por permanecer tranquila—. Hanis trabaja con habilidad. Ha conseguido interesar a sus interlocutores.
—Pura ilusión, Majestad. Los hititas sólo piensan en la guerra. Habéis cometido una grave falta permitiendo que nuestros peores adversarios descubrieran nuestra debilidad. Sabrán aprovecharla. Ahora, llevadme al pabellón florido, a orillas del Nilo. Necesito dormir.
La reina lo hizo.
El anciano se tendió en un lecho provisto de mullidos almohadones. Cerró los ojos y se durmió en seguida.
Akhesa se alejó inquieta. ¿Sería correcto el análisis del «divino padre»? ¿No ocultaría su ideal de paz un terrible desconocimiento de la realidad internacional? ¿No estaría llevando a Egipto hacia la destrucción?
Irguió la cabeza, absorbiendo con avidez los suaves rayos del sol. No, Atón no quería la guerra. Ninguna felicidad se sellaría con sangre.
Corriendo como una loca, la sirvienta nubia se arrojó a los pies de la reina.
—El general Horemheb… con hombres armados… Están aquí…
Horemheb, solo, estaba ya a la entrada del jardín. Había elegido una elegancia discreta: cabeza y torso desnudos, brazaletes en las muñecas, falda de lino plisado sobre taparrabos blanco y pies desnudos. Una luz diáfana le aureolaba. Seguro de sí, el general avanzó hacia la reina.
—Espero no turbar vuestra meditación, Majestad, pero me trae un asunto grave.
La sirvienta desapareció. No deseaba en absoluto conocer secretos de Estado.
—El embajador Hanis acaba de ser detenido en la frontera. Regresaba de Asia. Es su tercer viaje en un período muy corto. Afirma que nadie le ha enviado y que viaja por cuenta personal. Mis hombres perdieron su rastro en las provincias orientales e ignoro todavía adónde fue. ¿Lo ignoráis también vos?
—¿Por qué iba yo a conocer ese detalle, general?
—Hanis ha sido uno de los vuestros. ¿Le habéis confiado una misión especial?
—Mi papel consiste en garantizar la legitimidad del poder y la felicidad de Egipto. Ninguna tarea distinta requiere mi atención.
En la mirada de Horemheb se mezclaban la pasión y el reproche.
—¿Por qué no confiar en mí, Akhesa? ¿Por qué tramar imposibles conspiraciones contra mí? Olvidad el pasado… Pensad sólo en el minuto en que, por fin, estaremos unidos en el trono de Egipto.
—Salid de aquí, general. No volváis a palacio si no os lo ordeno. El período de luto no ha terminado.
Horemheb se inclinó.
—Acabáis de romper la carrera de un embajador, Majestad.
Hanis no habló. Mantuvo su versión de los hechos, pretextando viajes privados a Asia para reunirse con amigos y tratar algunos negocios. Pero seguía siendo acusado de no haber pedido un salvoconducto en toda regla a la administración militar. Durante el período de interregno en que Egipto estaba privado de rey, nadie debía abandonar el país sin serios motivos. De cualquier modo, Hanis sólo podía recibir sanciones administrativas que no temía en absoluto. Sin embargo, quedaba incapacitado para cumplir su misión, que iba por buen camino. El rey hitita y su hijo primogénito, Zannanza, no habían rechazado la proposición de paz. Pero era preciso preparar todavía la redacción de un tratado que pusiera a ambos países en pie de igualdad, o, dicho de otro modo, que negara a Egipto su posición de primera potencia mundial.
La paz… ¿Valía tanto la paz? Hanis no se sentía descontento de verse retenido en Tebas. Tal vez incluso hubiera cometido ciertas imprudencias para que le identificaran, franqueando el puesto fronterizo más vigilado. Hanis no había tenido el valor de confesar a Akhesa que no aprobaba sus proyectos.
Había elegido la fuga. La fuga en el silencio. Cuando la tormenta se apaciguara, cuando Horemheb fuera faraón, el embajador sería probablemente condenado y perdería todos sus bienes. Le olvidarían. Le quedaban bastantes amigos en Asia y propiedades en el extranjero para acabar la vida con comodidad.
Ayudar más a Akhesa habría sido una locura.
En el taller de momificación, el trabajo concluía. Un especialista, utilizando centenares de metros de lino, procedió a colocar las vendas rituales, comenzando por los dedos de las manos y los pies. Recitando fórmulas destinadas a revelar el conocimiento de los caminos del otro mundo, el maestro momificador, con su máscara de Anubis, dispuso sobre el cuerpo del rey numerosos amuletos protectores que evitarían la corrupción y la degeneración. Colocó en el cuello de Tutankamón un amuleto de oro llamado «estabilidad», para asegurar que la columna vertebral se irguiera en el más allá y, de ese modo, garantizar la estabilidad del ser de luz. Su busto fue adornado con collares de oro y pectorales donde brillaban pastas de cristal coloreadas, cornalina y lapislázuli.
El maestro momificador y el especialista de las vendas dieron paso a un ritualista encargado de conferir a la momia su carácter real. Se le pusieron varios brazaletes en las muñecas y los tobillos, uno de ellos representando un ojo «completo», la mirada resucitada análoga a las de las divinidades. Cada dedo recibió un estuche de oro. Fue colocado un delantal con varias hileras de perlas de cristal y cerámica. En el cinturón se colgó una cola de toro, que contenía la potencia creadora del faraón en todo el universo. Bajo el cinturón, una daga con la hoja de oro serviría para vencer a los enemigos visibles e invisibles que se interpondrían en los caminos de la eternidad. Bajo la nuca, un pequeño cabezal metálico, símbolo del horizonte, hacía que la cabeza de Tutankamón fuera semejante a un sol que, cada mañana, renacería en el sol divino.
Luego, el ritualista ocultó el rostro de la momia bajo una máscara de oro decorada con el buitre y la cobra, evocando el Alto y el Bajo Egipto. En el mentón, la barba ritual terminada en espiral. Las manos del faraón, cruzadas sobre el pecho, sujetaban los cetros que le concedían la soberanía de Osiris sobre los reinos subterráneos.
El cuerpo fue colocado en un ataúd de oro macizo.
La ceremonia de los funerales podía comenzar.
La cofradía de las plañideras se agrupó en torno al ataúd real. Con el ritmo lento de una melopea, cantaron las lamentaciones que, desde el origen de los tiempos, acompañaban el viaje de la momia hasta la tumba. «Llorad, llorad sin descanso, declamaron a coro, el viajero se va a la tierra del más allá. Aquel que estaba rodeado de numerosos servidores y una alegre corte, helo aquí prisionero de la soledad y el silencio. Aquel que amaba caminar por los jardines, dar camino a sus pies, helo aquí inmóvil, atado por las vendas, incapaz de liberarse». Akhesa escuchaba distraída los cantos de las plañideras, que, de entierro en entierro, rodeaban a la momia con sus cantos mágicos antes de que comenzara el ritual de resurrección. Sesenta días habían transcurrido desde el comienzo del período de luto. La reina ya sólo disponía de diez días para designar al nuevo faraón.
En Tebas, como en todo el país, la atención crecía. Nadie comprendía las razones del silencio de Akhesa. Un solo candidato se imponía: el general Horemheb. De hecho, su reinado había comenzado ya. Sólo quedaba legitimarlo.
Akhesa estaba obsesionada por el recuerdo de Tutankamón. Cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras permanecían presentes, como si el joven rey no hubiera abandonado la tierra de los hombres. A cada segundo que pasaba, más le amaba y más crecía su odio hacia Horemheb.
Horemheb había hecho asesinar a Tutankamón para obtener el trono y apoderarse de ella, convertirla en su gran esposa real. Ésa era la atroz verdad que nunca podría demostrar investigación alguna.
No aceptaría el destino que Horemheb había imaginado para ella.
Le quedaban diez días para encontrar una solución.
De acuerdo con el ritual, las plañideras intentaron impedir la partida de la momia. Sus llantos aumentaron de intensidad, y las mujeres se agarraron al sarcófago, imploraron al difunto que se quedara con ellas. Suavemente, los sacerdotes encargados del transporte las separaron y colocaron el sarcófago en un trineo tirado por bueyes. La procesión iba encabezada por un maestro de ceremonias que manejaba un largo bastón. Caminaba ante nueve personajes, los «hermanos del rey», encarnando a la vez la Eneada de las divinidades creadoras de la vida, y el consejo de sabios encargado de guiar al monarca en este mundo y en el otro.
Justo detrás del sarcófago, Akhesa, asumiendo el papel de «la esposa del dios» llevaba un largo vestido blanco con tirantes, cuyo modelo se remontaba a los tiempos más antiguos. Sus largos cabellos negros estaban sujetos por una cinta blanca. Carente de todo maquillaje, el bello rostro de la reina atraía todas las miradas. Se buscaba en él la expresión de un temor, las huellas de la desesperación. Pero los rasgos, de excepcional finura, permanecían mudos, casi indiferentes. Y todos evocaron el extraordinario parecido con Nefertiti.
Una larga hilera de servidores, despertando la admiración de la muchedumbre silenciosa, contempló a los portadores del mobiliario funerario que acompañaría al rey en su viaje al más allá. Lechos, tronos, cofres, sitiales, jarrones, jarras, vajilla, arcos, mazas, carros desmontados, estatuas, barcas, juegos y joyas reconstituirían alrededor del monarca su marco ritual y familiar.
La procesión avanzó con extremada lentitud hasta el embarcadero, donde aguardaba una numerosa flotilla. La travesía del Nilo se efectuó bajo un sol pálido. Las riberas, tan animadas de ordinario por la presencia de pescadores, bañistas o niños que jugaban, no mostraban actividad alguna. Pronto se elevaron en el aire los cantos de las plañideras, sentadas en el techo de las cabinas de los barcos que se dirigían a la orilla occidental, donde fueron recibidos por una joven sacerdotisa sonriente, que encarnaba a la benevolente y feliz muerte.
El cortejo funerario se organizó de nuevo, en dirección al Valle de los Reyes. Akhesa alzó la mirada a la cima donde había vivido una de las pruebas decisivas de su existencia. Los cantos cesaron cuando el sarcófago abandonó para siempre la verde campiña para entrar en la llanura árida y desértica. El sendero se hizo más estrecho, avanzó entre roquedales y desembocó ante el santuario de los faraones difuntos, custodiados por los soldados de Horemheb.
El sol se hacía más cálido. La hondonada del Valle de los Reyes, rodeada por altas murallas verticales, impedía que el aire circulara. Akhesa sufrió un ligero malestar, pero no dejó que se advirtiera. Los servidores agitaron abanicos ante el rostro de los dignatarios, permitiéndoles recuperar el aliento.
La pausa duró unos pocos minutos. Los «hermanos» del rey tiraron del trineo hacia la pequeña tumba prevista para albergar a la momia de Tutankamón.
El Artífice Maya se hallaba en el umbral.
—¿Está lista la sepultura? —preguntó la reina.
—Las pinturas están casi secas —respondió Maya—. He encontrado una hermosa cuba de gres, pero la tapa será de granito. Será necesario desmontar las capillas para introducirlas en la sala del tesoro y volverlas a montar allí. He dado instrucciones a mis artesanos. Ellos se encargan de todo.
La momia fue colocada con la cabeza mirando a occidente. Así, cuando el alma-pájaro viniera, al amanecer, para reanimar a la momia, el rey estaría frente a oriente, de donde nacía la luz. Los artesanos dispusieron en un pequeño espacio veintidós barcos de distintos tamaños, que el rey utilizaría para navegar por los lagos y canales del otro mundo, y a continuación los numerosos objetos traídos por los portadores. Se añadieron jarras que contenían vino de las posesiones de Atón, último recuerdo de los fastos de la corte en la ciudad del sol.
El maestro hechicero de la corte introdujo en la sepultura más de cuatrocientas estatuillas de granito, cerámica, alabastro, cuarzo y madera, cuidadosamente colocadas en cajas. Se llamaban «fiadores» y tenían por función trabajar en lugar del rey difunto en los campos del más allá. Para ello, estaban provistas de casi dos mil instrumentos agrícolas indispensables para cultivar, irrigar las riberas y transportar los materiales de oriente a occidente. El mago grabó en algunos de ellos la fórmula jeroglífica que les haría obedecer las órdenes del faraón resucitado.
La momia real estaba ahora protegida por tres sarcófagos metidos uno dentro del otro. Alrededor del cuello de su esposo, Akhesa había colocado un collar de flores y hojas, resumiendo el paisaje de Egipto que el faraón se llevaría con él al otro lado de la aparente muerte.
A la cabecera del sarcófago, con los brazos ciñendo la cuba de gres en un postrer abrazo, la reina recitó las plegarias de Isis para la resurrección de su marido difunto. En su boca, las fórmulas rituales se transformaron en canto de amor. Ofreció toda su fe y esperanza al joven faraón caído en las redes del óbito. Sabía que su energía pasaría al cuerpo inanimado, y que la magia del Verbo le abriría las puertas de una nueva vida.
Akhesa se apartó para dejar que oficiara el «divino padre» Ay. El anciano vestía una piel de pantera constelada de estrellas. Provisto de un instrumento de carpintero, la azuela, abrió los ojos y la boca del sarcófago, que se convertía así en cuerpo de resurrección. Acababa de ser creada el alma de la tumba. No era ya un sepulcro, sino una morada de regeneración donde se efectuarían migraciones entre el cielo y la tierra, inaccesibles para el entendimiento humano. El «divino padre», concluida su tarea, salió caminando hacia atrás. Entró el Artífice Maya, llevando cinco estatuillas de «fiadores». Quería ofrecer a su amigo difunto aquellos artesanos de madera que, inscritos a su nombre, serían los mejores servidores del faraón en los paraísos celestiales.
Maya llamó a cuatro hombres para colocar la tapa del sarcófago. La reina permaneció en un rincón de la sala funeraria. El espacio era tan reducido que los carpinteros tenían dificultades para moverse. Uno de ellos comprendió mal la orden dada por Maya y sacó demasiado pronto la cuña de la que era responsable. La tapa de granito cayó brutalmente sobre la cuba y se rajó.
Furioso, Maya procedió solo a poner los sellos en las puertas de las estancias que contenían el mobiliario funerario. Al día siguiente se emparedarían las últimas aberturas, para crear un medio cerrado donde se desplegarían los fuegos de una luz sobrenatural.
—Es hora de abandonar este lugar —dijo Maya a la reina.
—No tengo ganas —respondió ella con voz muy dulce, casi desencarnada—. Desearía quedarme a su lado. Nos necesitamos el uno al otro.
—Tutankamón entra en otro reino. Vos, Majestad, debéis permanecer entre nosotros. Vuestra alma seguirá comunicándose con la suya.
Maya tenía razón. El enloquecido sueño de Akhesa se derrumbaba. No la dejarían dormir el sueño postrero junto a su marido. Sufría la desgracia de ser reina.
—Seguiréis a su lado —prosiguió Maya—. Mis escultores han grabado vuestro rostro en las puertas y los flancos del naos de oro.
Akhesa sonrió. Sí, así sobrevivían Tutankamón y ella, contemplándose amorosamente, entregándose a los placeres de la caza en las marismas.
La reina ofrecía a su marido flores y collares, lo perfumaba, lo acariciaba. Gracias al genio de los artesanos, sus hermanos, Tutankamón y Akhesa se harían el amor por toda la eternidad.
La reina depositó en el umbral de la antecámara una copa de alabastro con la forma de una corola de loto. En el contorno figuraba un texto grabado por la propia Akhesa: «Tutankamón, vive y haz que viva tu energía creadora; pasa miles de años en el amor a Tebas, con el rostro vuelto hacia el suave viento del norte, contemplando la felicidad».
El sol declinaba.
¿Por qué era necesario separarse del ser amado? ¿Por qué debía alejarse para siempre del gozo de ser dos, del placer de mirarse por la mañana?
«Te acompaño —murmuró Akhesa—. Permaneces en silencio, no me hablas ya, pero yo seguiré conversando contigo. Ni un solo instante permanecerás solo en la tumba. Ni un solo instante…».
El sepulcro de Tutankamón estaba cerrado, la ceremonia de los funerales había terminado.
En la orilla oeste se había preparado un gigantesco banquete. Los comensales, a la luz de las antorchas, en el frescor de una noche primaveral, se disponían a celebrar el fin del luto. Los hombres se habían afeitado la barba, las mujeres habían abandonado sus vestidos más austeros para lucir de nuevo atavíos a la moda. Cada invitado había recibido un collar de flores. Las estrellas brillaban, filtrando la luz del sol oculto. La alegría renacía. Por la mañana, Akhesa debería anunciar el nombre del nuevo faraón. Había aguardado hasta el último segundo del período ritual que le habían ofrecido para transmitir el poder faraónico.
Todos los miembros influyentes de la corte habían querido señalar con su presencia tan excepcional momento. No había ni uno solo que no fuera favorable al general Horemheb, que no le rindiera ostensibles homenajes. El futuro señor de Egipto, nervioso, no celebraba abiertamente su victoria. En cambio, su mujer, Mut, no vacilaba en proclamarse como gran esposa real, segura de relegar al olvido a la infeliz viuda de Tutankamón.
Akhesa se quedó meditando hasta muy avanzada la noche, sentada en la postura del escriba ante la entrada de la tumba. El Artífice Maya, cada vez más indiferente a los asuntos humanos, había regresado al pueblo de los artesanos. Muy pronto conocería la entronización de Horemheb.
El Valle de los Reyes estaba desierto y silencioso. El espíritu de la reina bogaba entre la muerte y la vida, entre las tinieblas de la tierra y las luces del cielo. ¡Cómo lamentaba no haber vivido mejor su unión con Tutankamón, haber permitido que sus sentimientos vagabundearan! Había sido la mujer de un faraón, había compartido la existencia del señor del universo. Todavía ocupaba por algunas horas la más alta función del Estado. Los años habían transcurrido como un sueño.
El porvenir ya no existía. ¿Por qué regresar a los vivos? ¿La rapaz muerte no le concedería el favor de arrebatar su alma, aquí y ahora?
Abandonándose a la desesperación, Akhesa sintió que traicionaba a Tutankamón y que hacía el juego a su asesino, el general Horemheb. Sin duda, la reina no tenía ya el menor porvenir, pero no era ése el caso de Egipto. Tutankamón había muerto porque se convertía en rey, porque imprimía la marca de su genio en el destino de las Dos Tierras. Más allá del joven rey estaba Atón, el sol divino que algún día se impondría a todos los pueblos.
Una lechuza desplegó sus inmensas alas y emprendió el vuelo en la claridad lunar. Lanzó un grito extraño, casi humano, como si transmitiera un mensaje del más allá al único ser capaz de escucharlo. Akhesa cerró los ojos y una visión se le impuso: la de un Egipto entregado a las llamas y al pillaje. Los carros hititas caían sobre las provincias, los arqueros atravesaban con sus flechas los pechos de los soldados egipcios, la sangre corría por ciudades y pueblos, el Nilo se volvía rojo.
Akhesa se había equivocado. Su padre se había extraviado. También Horemheb tomaba un mal camino. No había que firmar la paz con los hititas. Su lengua era mentirosa. No respetaban tratado alguno.
La reina se levantó sabiendo ya cómo actuar. Había perdido toda esperanza y todo porvenir. Pero salvaría a Egipto.
Ni un solo cortesano sentía los efectos de la falta de sueño. La jornada había sido agotadora y la buena carne había adormecido las conciencias. Algunos habían abusado del vino, e incluso se habían aislado para vomitar antes de regresar al círculo de los comensales. Pero nadie abandonaría la ribera occidental antes del amanecer, antes de que la reina Akhesa se viera obligada a pronunciar el nombre del nuevo faraón.
Su ausencia durante el magnífico banquete había sido severamente criticada por toda la corte. Sin embargo, la voz del general Horemheb no se había unido a la de los burlones y los bromistas. El futuro señor de Egipto, de ordinario tan encantador, permanecía frío y distante. Ni siquiera su esposa Mut había conseguido arrancarle la menor sonrisa.
A las puertas del poder, Horemheb conocía el miedo. Sabía gobernar Egipto, dominaba la administración y gozaba de la confianza del ejército. No le faltaría apoyo alguno. Su reinado sería grande, siempre que apartara a los intrigantes que poblaban una corte mediocre, siempre que obligara a los sacerdotes de Amón a no abandonar su templo…, y siempre que tuviera a Akhesa a su lado.
¿Por qué no presidía la fiesta? ¿Qué demonio la había impulsado a permanecer sola en aquel valle siniestro, poblado de sombras muertas? Horemheb había creído durante mucho tiempo que Akhesa preparaba una nueva estrategia para intentar permanecer sola en el poder. Pero no le quedaba ningún aliado influyente, y a ella sola le resultaba imposible tomar la menor iniciativa. Para una mujer de su envergadura, el único porvenir posible era él, Horemheb.
Se levantaron unos murmullos.
Akhesa acababa de aparecer, aureolada por las primeras claridades del día naciente. Seguía llevando su vestido de luto, manchado de polvo. Con los pies desnudos, y el rostro descansado y radiante, trepó a un montículo desde el que dominaba la asamblea de cortesanos.
Sopló el viento matinal. El oriente se tiñó de rosa.
—El período de luto concluye —declaró con voz cuya potencia y claridad sorprendieron a la concurrencia—. El rey Tutankamón está ya en su morada de resurrección. Ahora se halla en la asamblea de los dioses y brilla en el cielo, entre las estrellas. Su nombre será glorificado en la lista de los soberanos de Egipto.
La reina levantó sus ojos hacia el firmamento. El sol, vencedor de las tinieblas, pronto saldría del lago de fuego que había atravesado sin daños.
—El faraón ha resucitado —prosiguió Akhesa—. El trono de los vivos ya no está vacío. La luz ilumina de nuevo Egipto. Designo como Señor de las Dos Tierras, a quien todos deberán total obediencia… al divino padre Ay.