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Hacía ya veinte días que el maestro momificador trabajaba en el cuerpo de Tutankamón. Las puertas de su taller, «la morada de regeneración», eran custodiadas por aprendices que impedían el acceso. Desde la muerte del primer faraón, los secretos de la momificación real nunca habían sido traicionados. En el mismo instante en que el cadáver había sido depositado sobre una losa de granito perfectamente lisa, el maestro se había puesto una máscara de chacal. Se convertía así en el dios Anubis, encargado de tomar de la mano al rey difunto y guiarle por los peligrosos caminos que conducían a la resurrección gloriosa en el más allá.

La naturaleza deshacía la obra de carne que había construido. Anubis transformaba un cuerpo mortal en cuerpo inmortal, soporte del ser de luz que se fijaría en la momia correctamente preparada. En el instante de la primera muerte, aquel paso inevitable para cualquier forma viviente, los elementos constitutivos del ser se separaban. Si permanecían separados, como una miríada de gotas de agua dispersadas por el viento, sobrevenía la segunda muerte y la nada. El papel de Anubis, el momificador, consistía en impedirlo gracias a la magia de los ritos. A partir de un cadáver, creaba un Osiris, un dios reconstituido, un ser aparentemente inerte pero coherente, del que brotaría una vida nueva.

Desde el principio, el maestro momificador había puesto fin al proceso de corrupción del cuerpo. Primero, por medio de un garfio de hierro, había retirado a través de la nariz buena parte del cerebro. Las drogas disolverían el resto en el interior del cráneo. Luego había abierto el flanco y extraído las vísceras: hígado, pulmones, estómago e intestinos. Tras un proceso de secado, éstas se metían en cuatro jarras para depositarlas en la tumba. En el cuero ya limpio, se vertía vino de palma y aromas. La herida del costado era cosida.

Comenzaba entonces un largo tratamiento con natrón seco para deshidratar la piel, los huesos y los cartílagos. Así no subsistiría en la momia ningún rastro de humedad. Luego, el maestro momificador, con la ayuda de dos asistentes, levantaría a Tutankamón para depositarlo en un lecho en forma de león y procedería a un postrer lavado.

La discusión entre los profetas de Amón y los miembros del alto clero se hacía tormentosa. El nuevo sumo sacerdote no había sido puesto al corriente de una reunión que no tenía nada de ritual. Una sola cuestión se planteaba: ¿Quién sería elegido para dirigir los funerales de Tutankamón? Era necesario imponer a la reina un adepto de Amón. Pero Akhesa era hija de un herético, tal vez herética ella misma… Además, ¿cómo estar seguros de que la momificación había sido correctamente practicada, sin la inclusión de un elemento religioso procedente de Atón? ¿No estaría su imagen presente en una pieza u otra del mobiliario funerario? Y en esas circunstancias, ¿debía un sólo sacerdote de Amón estar presente el día de los funerales, a riesgo de avalar unos ritos impíos? Se tomó una decisión: una delegación de sacerdotes exigiría audiencia a la gran esposa real.

Divertida, Akhesa aceptó recibir a tres Profetas de Amón que clamaban la urgencia de su solicitud. Les aguardaba. ¿Cuánta hiel debían de haber vertido antes de venir a plantear sus condiciones?

Poco maquillada, con un vestido ceñido sujeto bajo los pechos por dos largos tirantes, los cabellos sueltos sobre los hombros y los pies desnudos, Akhesa recibió a los sacerdotes en una pequeña sala de palacio de azules paredes, adornadas tan sólo, en lo más alto, por un friso vegetal. Aquella mujer, a la que habían decidido detestar, les hechizó inmediatamente. Con un gesto gracioso, les invitó a sentarse en unas esteras de escriba mientras ella se colocaba, con pose ligeramente lánguida, en una silla baja de madera dorada. En vano intentaron escapar a su mirada, al agua clara de sus ojos donde tantas voluntades habían debido de ahogarse.

—¿Qué deseáis? —preguntó la reina con gran suavidad.

—Majestad —declaró el Segundo Profeta de Amón con voz insegura—, es tiempo ya de nombrar al que oficiará durante los funerales del rey y dirigirá los ritos de resurrección. Es una larga tarea que exige preparación.

—Sin duda alguna —aprobó la reina.

—Estamos seguros de que el sacerdote será elegido entre los fieles del dios Amón y…

—Pero ¿todavía existen herejes?

Ninguno de los tres religiosos se atrevió a responder a la pregunta de la reina.

—No temáis —dijo ella sonriendo—. El rey será divinizado de acuerdo con nuestras tradiciones. El clero de Amón podrá asistir a los funerales con toda tranquilidad.

El anciano y la joven, cogidos del brazo, caminaban lentamente por las avenidas de tamariscos del jardín real. Con la ternura de una hija hacia su padre, Akhesa guiaba a Ay.

—Este frescor me reanima —declaró el «divino padre»—. Mis piernas funcionan cada vez peor, pero todavía puedo respirar el perfume de las flores. Era la distracción preferida de mi esposa.

—¿No es la vejez privilegio de los sabios?

—Se pierden los cabellos, los ojos se cierran, los oídos no oyen, el corazón se demora y olvida sus más caros recuerdos. Al margen de estos inconvenientes, Majestad, tal vez la vejez permita comprender mejor las palabras de los dioses.

Una luz precisa dibujaba el contorno de cada rama de palmera, de cada flor, dando al agua de los estanques un azul vivo, sin violencia. ¡Cómo le hubiera gustado a Akhesa dar aquel paseo del brazo de un marido joven, enamorado y señor de Egipto!

—Divino padre, tengo que comunicaros una importante decisión.

—El nombre del futuro faraón, supongo.

—No, todavía no… El del hombre que dirigirá los funerales de Tutankamón. Vos.

El anciano se detuvo.

—¿Por qué yo?

—Vos conocisteis a mi padre y a mi marido, los amasteis, los respetasteis y los servisteis. Hoy, sois el único en este caso. No deseo que un sacerdote hipócrita pronuncie fórmulas vacías de sentido. Recitadas por vos, las palabras de resurrección tendrán pleno efecto.

Ay asintió con la cabeza.

—Será una ceremonia larga y penosa. No sé si tendré la fuerza física…

—Dios acudirá en vuestra ayuda —aseguró la reina—. Bendito seáis por la ayuda que me proporcionáis.

El anciano no intentó protestar. Akhesa contuvo una sonrisa. El plan que había concebido se desarrollaba a la perfección.

Nakhtmin, comandante en jefe del ejército, casi no salía de su despacho desde la muerte del rey. Tenía la atroz sensación de haber traicionado a Tutankamón. Olvidando su papel y entregándose a las fiestas y la lujuria, se había convertido en un desertor, incapaz de ofrecer a su soberano un ejército reorganizado y fiel a su causa.

Nakhtmin recuperaría el tiempo perdido. Demostraría al alma de Tutankamón que no había olvidado su misión e impediría a Horemheb destruir la herencia del rey difunto.

Primero, era preciso cambiar todos los jefes de los cuerpos de ejército; luego, los de los batallones; y, finalmente, revisar la intendencia y la administración, para dividir los poderes e impedir la emergencia de un hombre providencial como Horemheb, que utilizara su influencia para compensar el poder real.

Dos oficiales de carros penetraron en el despacho de Nakhtmin. El primero le tendió un papiro sellado.

—Leed inmediatamente este documento.

Nakhtmin rompió el sello de Horemheb y recorrió el texto.

Su contenido le heló la sangre. Temblando, se levantó con dificultad.

—¿Qué significa esto?

—Quedáis destituido por falta grave. Tenemos orden de conduciros ante el general Horemheb. Seguidme.

La reina se enteró aquella misma noche de la destitución de Nakhtmin, por boca de su padre. El anciano, sorprendido, se sentía incapaz de reaccionar para defender a su hijo, efectivamente culpable de descuido administrativo. Había firmado documentos aberrantes sin haberlos leído, había avalado otros que tenían firmas falsas, había permitido que la moral de las tropas se degradara.

El ex comandante en jefe del ejército sufría reclusión domiciliaria en su villa. No desempeñaría ya papel alguno en la jerarquía militar y, tras ser sometido a un juicio, sería destinado a otro cuerpo del Estado donde terminaría su carrera en un escalón mediocre.

Akhesa contaba con un aliado menos. Horemheb recuperaba uno a uno los bastiones que se había visto obligado a abandonar. Actuaba con una ferocidad tanto mayor cuanto que había creído perderlo todo. Cuando le anunciaron la visita del general, la reina le imaginó impaciente. Tenía que haberse dominado mucho para retrasar tanto tiempo la entrevista.

Akhesa le recibió en la sala del trono, sin la presencia de ningún cortesano.

Elegante como un escriba real a la última moda tebana, Horemheb ocultaba mal su exaltación. Miró a la reina con ojos de conquistador.

—Comparto vuestra pena, Majestad.

—No os inflijáis semejante sufrimiento —recomendó la reina—, pues grandes triunfos os aguardan. La desgracia y el pasado sólo a mí me pertenecen.

—Por algún tiempo, Majestad. El doloroso período terminará. A vos os toca disipar las tinieblas legitimando mi acceso al trono.

Horemheb permanecía de pie, a varios metros de la reina, sentada y adornada con las insignias de su cargo.

—Tengo preocupaciones más graves, general… Inquietantes noticias procedentes de Asia. Habéis tomado de nuevo el mando del ejército. ¿Sería capaz de resistir un ataque hitita?

—¡Siendo yo faraón, no se producirá nunca!

—¿Admitís nuestra inferioridad numérica?

—¡No tiene importancia! Nuestro valor es superior al de los hititas. No habrá guerra… Y si la hubiera, yo la ganaría.

Horemheb estaba lleno de juvenil orgullo.

—Estas afirmaciones no responden a la realidad, general.

—No es asunto de una reina, Majestad. Dejad que me ocupe de la política exterior y limitaos a designarme enseguida faraón. Pensad primero en el interés del país.

—Es mi única preocupación, general.

Horemheb la evaluaba. Demasiado sola, demasiado frágil, demasiado hermosa, Akhesa acabaría ofreciéndosele. Lucharía hasta el último momento con aquella hosca voluntad que tanto admiraba, pero se sabía ya vencida. Intentaba provocarle en el terreno diplomático, del que lo ignoraba todo, con aquella afición al desafío que la caracterizaba.

La amó más por ello.

—No os demoréis más, Majestad —recomendó—. Tanto por vos como por mí.

—Guardaos los consejos, general. Encargaos más bien de nuestras tropas. Quiero un detallado informe sobre el estado exacto de nuestras fuerzas y el material de que disponemos.

—Muy bien, Majestad. Pero debido al descuido del ex jefe de los ejércitos, Nakhtmin, necesitaré al menos dos meses para concluir el trabajo.

—Comenzadlo inmediatamente.

Horemheb se inclinó. La encontraba conmovedora, agitándose sin la menor esperanza, como una abeja caída en una tela de araña.

El general mantuvo la cabeza ligeramente inclinada.

—¿No tenéis… nada más que decirme, Majestad?

Un breve silencio le hizo confiar en que, consciente de la inutilidad de su lucha, ella cedería al fin.

—Nada más, general.

La hembra del hipopótamo acababa de parir. Inmovilizada por el sufrimiento, fue incapaz de reaccionar cuando un cocodrilo, deslizándose por el agua a diabólica velocidad, entreabrió sus fauces y devoró al recién nacido, apenas salido del vientre de su madre. Ésta lanzó un grito de dolor, que desgarró los tímpanos de marineros y campesinos en varios kilómetros a la redonda. Los hipopótamos se vengarían de modo igualmente brutal pisoteando y aplastando cocodrilos. Matándose entre sí, las dos especies se mantenían en igualdad de condiciones y conservaban sus territorios respectivos.

Desde la proa del barco de gran vela blanca cuadrangular, Akhesa había asistido a la carnicería. La embarcación, impulsada por un vivo viento, corría por el agua azul. Había zarpado del muelle de palacio al amanecer, y atracado luego junto a una ciudad para recoger a un pasajero. Ahora se dirigía hacia el norte. La reina disponía de muy poco tiempo. No tenía derecho a abandonar el palacio en período de luto. Entró en la espaciosa y confortable cabina donde su huésped estaba reponiéndose.

El embajador Hanis se levantó.

—Majestad, si me explicarais la razón de mi presencia aquí…

—Salís hacia el reino hitita, Hanis. El general Horemheb es absolutamente inconsciente del peligro que nos amenaza. Nuestro ejército está desorganizado. No podrá movilizarlo en pocos días. Su alegría al conquistar por fin el poder le priva de todo sentido de la realidad.

—No sólo del poder, Majestad. Habla, sobre todo, de vos, su futura esposa. Reinaréis a su lado.

—Soy mujer de un sólo hombre, Hanis.

—Tutankamón ha muerto, Majestad. Horemheb está vivo y vos también. ¿Por qué negar la evidencia?

—Dejemos eso, Hanis. Propondréis la paz al rey de los hititas.

El embajador desfalleció, perdiendo el aliento.

—La paz —murmuró—, la paz… ¡Pero eso significa la sumisión de Egipto! ¡Es imposible!

—Se trata, en principio, de una simple proposición. El rey hitita debería aceptarla. Luego, redactaremos los artículos de un tratado.

—Pero, Majestad… No hemos librado batalla. No…

—No quiero sangre, Hanis —afirmó con una autoridad que no admitía réplica—. No quiero guerras. No quiero ver como invaden Egipto, destruyen sus templos e incendian sus ciudades. No quiero oír los gritos de terror de las mujeres y los niños. Los hititas son bárbaros, y nosotros no estamos preparados para luchar. Olvidamos que no estábamos solos en el mundo y que nuestras riquezas provocaban la codicia. Mientras se negocia la paz, ganaremos el tiempo necesario para restablecer nuestro poderío militar. ¿Podéis comprenderlo?

La vergüenza se apoderó de Hanis. Frente a aquella mujer, perdía su facultad de razonamiento. Le había dado una lección que le rebajaba al rango de un diplomático novicio.

—Haréis varios viajes rápidos entre el Hatti y Egipto —ordenó—. Subrayad bien la importancia que la reina de Egipto, única responsable del reino hasta el nombramiento de un nuevo faraón, concede a esta gestión. Sed prudente, os jugáis la vida.

—Naturalmente, si tuviera algún problema, vos no me habéis dado ninguna directriz…

—Y este encuentro jamás se ha producido. Buena suerte, Hanis.

La reina salió de la cabina. No tuvo que esperar demasiado para que un esquife que se dirigía hacia Tebas se detuviera a la altura del barco. Lo aprovechó para cambiar de embarcación, saltando ágilmente sobre el puente con la ayuda de una cuerda. Las dos velas, que por un instante habían parecido unidas, se separaron. Hanis partió hacia el norte, la reina regresó a palacio.

Akhesa había olvidado que el general Horemheb era de nuevo omnipotente y que hacía vigilar de cerca a los notables que habían servido la causa de Tutankamón, por miedo a que desdeñaran servir la suya.

Hanis estaba entre ellos. Por eso, un bajel cuya tripulación estaba compuesta en gran parte por soldados seguía la estela trazada por el barco del embajador.

Responsables de las tribus militares, jefes de cuerpos de ejército y oficiales superiores aguantaban a pie firme la tormenta. La cólera del general Horemheb era terrorífica. Les había convocado en su despacho del cuartel general de Tebas y, desde hacía más de una hora, lanzaba invectivas con rara violencia.

Ninguna de sus críticas era injustificada.

Recuperando los expedientes abandonados por Nakhtmin, el general había despertado brutalmente de sus sueños de gloria para descubrir una realidad mucho más sórdida: durante su ausencia se había producido un enorme estropicio. Corrupción de funcionarios, barcos del ejército destinados a uso privado, robo de material militar, relajamiento de la disciplina. Ausencia de ejercicios, soldados que los oficiales utilizaban como mano de obra agrícola, expolio de los bienes de campesinos, maltratados por instructores borrachos… ¿Cuántas semanas o meses serían necesarios para castigar tales abusos y reconstruir un ejército digno de ese nombre? Akhesa, lúcida y bien informada, tenía razón: Egipto, privado de faraón y militarmente debilitado, nunca había sido una presa tan fácil para los hititas. Si se les ocurría lanzar una ofensiva, Horemheb no sabría cómo hacerles frente[21].

El país se hallaba en peligro de muerte. Nadie debía saberlo.

—Voy a recorrer el Alto y Bajo Egipto —anunció a sus hombres— para poner fin al descuido y las injusticias. Los culpables serán severamente castigados. Recibirán cien bastonazos o se les cortará la nariz. Quiero funcionarios íntegros, de carácter inflexible, capaces de sondear los pensamientos y que obedezcan sin tardanza mis órdenes. Que todos vivan tranquilos, donde yo los instale. Que no acepten compromisos ni recompensas, que tengan la ley divina como único instrumento de trabajo. El que diera razón a quien no la tuviere, cometería un crimen capital. Por lo que se refiere al ejército, del que soy responsable, exijo que recupere inmediatamente la dignidad y la competencia. Desde mañana mismo, se iniciarán de nuevo los ejercicios y el entrenamiento de reclutas en todos los cuarteles del país. Quiero informes aquí, cada día y a la misma hora.

Todos salieron en silencio, secretamente felices de que un jefe de la talla de Horemheb hubiera recuperado las riendas del poder.

Al quedarse a solas, el general vivió unos instantes de abatimiento. ¿Caería el rayo sobre Egipto?

Una redonda luna iluminaba la noche cuando Akhesa se presentó ante las puertas del taller de momificación. Los dos aprendices, agachados y soñolientos, se levantaron enseguida y le cerraron el paso.

—Nadie puede entrar aquí.

—Soy la reina de Egipto —dijo ella, abriendo su manto de lino— y la encarnación de la diosa Isis. Yo soy quien reina sobre esta morada de regeneración.

Los muchachos quedaron deslumbrados ante el vestido ritual de la reina: una larga túnica dorada y ceñida, que le llegaba hasta los tobillos. En ella estaban grabadas las alas de la diosa envolviendo el cuerpo de Akhesa, convertida así en mujer-pájaro. Se separaron, tiraron del cerrojo de bronce y dejaron entrar a la diosa. Luego, cerraron las pesadas puertas y siguieron montando guardia, dejando que el misterio se cumpliera.

La luz que emanaba de la única antorcha, iluminando el taller de embalsamamiento, bastó a Akhesa para descubrir la momia de Tutankamón, un cuerpo ajado y empequeñecido sobre el que pesaba ya la carga de la eternidad. El rostro, sin embargo, había conservado un ápice de su sonriente juventud, como si estuviera a punto de despertar.

Akhesa se arrodilló y tomó la cabeza de Tutankamón entre sus manos.

—¡Qué Atón, el dios único, sea para siempre tu protector! ¡Qué siga siendo tu aliento de vida, tu auténtica luz, tu dios secreto, como lo fue de mi padre y como lo es mío! ¡Qué el nombre de Atón se convierta en tu sol de resurrección!

Con la uña, la reina grabó simbólicamente en lo alto del cráneo de la momia los jeroglíficos que formaban el nombre del dios Atón. Luego, se levantó y se plantó ante la inmensa mesa donde reposaban las joyas, ornamentos y vendas que adornarían y envolverían a la momia. En lugar de los cartuchos que contenían las titulaciones tradicionales, depositó los fabricados por Maya, en los que estaba inscrito el nombre sagrado de Atón. Así, el dios estaría presente en el cuerpo de resurrección, que sólo las divinidades contemplarían.

Los hombres nunca sabrían que Tutankamón había permanecido fiel a Atón. Pero ¿acaso no estaban los hombres condenados a vivir en la ignorancia?

Akhesa había purificado su amor por el rey muerto, inmortalizándole en el sol de Atón.