En aquella brumosa y fría mañana, las puertas de los santuarios permanecieron cerradas. Los dioses, mudos, seguían encerrados en sus naos. Los sacerdotes no se purificaron en los lagos sagrados, no llevaron ofrenda alguna al templo cubierto y no celebraron ningún rito. Karnak se vio sumido en el silencio y la inmovilidad, como privado de toda vida.
El alma del faraón había abandonado su cuerpo para reunirse con la luz de la que provenía. El joven rey de veinte años había dejado el mundo de los hombres para dirigirse al círculo de los poderes celestiales, convertirse en estrella y navegar por los canales del más allá. El estupor ante la horrible noticia había fulminado todo el país. Sin el faraón, Egipto se convertía en presa fácil para las cohortes de demonios y fuerzas maléficas que trabajaban incesantemente para destruir la vida. El pueblo no tenía ya vínculo con el cielo. El camino hacia la eternidad se hallaba cortado.
Durante setenta días, el tiempo necesario para momificar a Tutankamón y preparar su resurrección, el trono estaría vacío. La gran esposa real sólo contaba con esos setenta días para designar al sucesor del rey difunto, al nuevo señor de las Dos Tierras en cuya esposa se convertiría, legitimando así su poder. Poco más de dos meses antes de dar satisfacción al general Horemheb, el vencido de ayer, sobre quien Tutankamón había triunfado.
Akhesa sufría. Su alma era torturada por un dolor que no le concedía respiro. Su vida no tenía ya sentido ni sabor alguno. La muerte ladrona, la muerte sin rostro… había matado su felicidad. Le habría gustado penetrar bajo tierra con el sol del anochecer y no volver a ver la luz de los vivos, que aumentaba sin cesar su desesperación.
Akenatón tenía razón: los sacerdotes eran los más viles y despreciables de los hombres. Habían envenenado al faraón. La uva que el rey había comido, procedente de las viñas del templo de Karnak, estaba impregnada de una substancia tóxica. La reina había exigido una investigación, y se había logrado encontrar al servidor que llevara los frutos a palacio. El hombre no sabía nada. Los racimos le habían sido entregados por un intendente que recibía directrices de la administración central. Llegaron hasta un sacerdote subalterno que mostró el documento con el sello de otro intendente. Nadie confesó. Nadie podía confesar, pues el auténtico culpable había desaparecido.
Una de las frases pronunciadas por el difunto sumo sacerdote de Amón había cruzado la memoria de Akhesa: «He actuado contra el faraón… Le creía incapaz de reinar». El Primer Profeta había escapado a la justicia de los hombres, pero comparecería ante el tribunal divino.
La perspectiva no consolaba a Akhesa. Se sentía demasiado sola frente a una prueba que no tenía el valor de afrontar. Tomó un poco de cosmético de un recipiente cilíndrico de alabastro. Depositó suavemente en la mesa de maquillaje la tapa en forma de león tendido, con una lengua de marfil teñida de rojo. Le recordó las cacerías en las que había participado, acompañada de su esposo, cuando el sol inundaba sus corazones con el placer de vivir.
Akhesa había despedido a su sirvienta nubia. Deseaba adornarse ella misma para el inicio del periodo de luto. Tendidos ante la puerta de la alcoba, sus dos lebreles, Carnero y Toro, no la traicionarían nunca. La protegerían.
Tomó un frasco de perfume adornado con flores de alabastro y con la figura del dios Nilo, de colgantes mamas, evocando la inagotable fecundidad ofrecida por el río. Loto y papiro se cruzaban, simbolizando la unión entre el Alto y el Bajo Egipto, la alianza indispensable para la felicidad del pueblo que el faraón tenía el deber de llevar hacia la luz.
En el pie del frasco figuraba el nombre de Tutankamón grabado con oro fino. Un nombre que, en adelante, pertenecería a las listas reales y se inscribiría en el glorioso pasado de las Dos Tierras. Un nombre que sólo viviría en los monumentos, las estelas y las piedras sagradas.
Sintiendo la insoportable ausencia de su marido, la reina comprendió hasta qué punto lo amaba. Él la había adorado, ella prácticamente lo había ignorado. Él le había ofrecido la más intensa de las pasiones, ella sólo le había correspondido con el goce. Ella había creído poseer el verdadero poder, olvidando que Tutankamón, por la magia de los ritos, se había convertido en un rey-dios. Él, y no ella, era quien había reinado.
La muerte no les separaría. Akhesa así lo había decidido. Ella le entregaba el inmenso amor que anidaba su corazón. A él y a nadie más.
La reina se perfumó, impregnando cada parcela de su piel con esencia de jazmín. Sujetó una flor de loto en sus cabellos, se puso un austero vestido de lino azulado, y adornó su garganta con un collar de perlas de oro y cornalina, embellecido con un colgante en forma de serpiente de oro macizo.
Avanzando por la terraza del palacio real, escuchó los cantos quejumbrosos de las plañideras, confeccionando ramilletes que se colocarían sobre el sarcófago real. El trabajo se había detenido en todas partes. Fiestas y banquetes habían sido anulados. El palacio, que de ordinario estaba lleno de actividad, se había inmovilizado en un sueño doloroso. Los escribas habían cerrado sus despachos. Ningún acta se firmaría mientras el país no fuera gobernado por un nuevo faraón.
El silencio se convertía en regla. Durante las frugales comidas, en las que no se servía ninguna clase de vino, los comensales no pronunciaban la menor palabra. Puesto que el Verbo había huido con el alma del rey, los hombres debían callar. Los alimentos ya no constituían una fiesta, sino un modo de sobrevivir. En señal de luto, los dignatarios se dejaban crecer la barba y llevaban los más sencillos vestidos, confundiéndose con los humildes. La jerarquía sagrada desaparecía. El mundo era presa del caos.
Sólo quedaba una autoridad reconocida por todos: la gran esposa real. El destino del país estaba en sus manos.
El «divino padre» Ay y el Artífice Maya fueron introducidos en la sala de audiencias al caer la tarde. Filtrándose por las estrechas ventanas, los últimos rayos del sol poniente cubrían de oro las pinturas murales, donde los patos se debatían entre las marismas.
Akhesa, coronada por la mitra blanca que había llevado su madre, Nefertiti, estaba sentada en su trono. Junto a ella, vacío, el del faraón.
Ambos dignatarios quedaron impresionados por la belleza de la reina y, más todavía, por su gravedad. Ay percibió la transformación que se había operado en ella. La muerte de Tutankamón, lejos de haberla quebrado, le había dado una nueva fuerza. Robustecida por la prueba, la voluntad de la joven se había fortalecido como madera de acacia endurecida por el agua y el viento. El «divino padre» sintió los más vivos temores. ¿Cómo doblegarla? ¿Cómo hacerle admitir que sus sueños no se realizarían nunca y que debía inclinarse ante el destino?
—¿Por qué deseáis esta entrevista? —preguntó secamente la reina.
—El Artífice tiene grandes preocupaciones —declaró el «divino padre»—. Ni el templo funerario del rey ni la tumba están listos. ¿Dónde celebraremos los funerales?
El rostro de Maya era hosco. El artífice contemplaba a la reina con severidad.
—¿Por qué no os expresáis vos mismo, Maya? —preguntó Akhesa—. ¿Necesitáis acaso un intérprete?
—La desgracia está en vos, Majestad, y vos la preparáis. Os considero responsable de la muerte del rey.
El «divino padre» cerró los ojos. La insolencia de Maya era torpe y estúpida.
—Sois injusto —observó Akhesa sin perder la calma—. Fueron los sacerdotes de Amón quienes asesinaron al faraón. Utilizaron un veneno.
—No lo creo —repuso el Artífice—. Tutankamón deseaba una existencia apacible. Vos le obligasteis a representar un personaje que le ha asfixiado. Vos le robasteis la juventud. Por vuestra culpa, su parte de luz se ha extinguido demasiado pronto.
—Os equivocáis —afirmó la reina, cuya mirada no vaciló pese a los terribles golpes que le asestaba su Hermano Maya—. El hombre a quien yo amaba se había convertido en rey. Ya no deseaba más existencia que la de un faraón. Por ello, Horemheb y sus aliados le consideraron peligroso.
—¡Es sólo una fábula inventada por una mujer decepcionada!
El «divino padre» agarró la muñeca del Artífice.
—Dejadle —intervino Akhesa—. Maya siempre ha hablado con franqueza. No intentaré convencerle. Lo esencial es preparar la morada de eternidad de Tutankamón.
—Soy responsable de esa tarea —precisó Maya—, y la realizaré antes de que termine la momificación. Primero debo encargarme de la tumba. Para terminar el templo serán necesarios varios meses.
—No excavaréis una tumba en menos de setenta días —objetó el «divino padre».
—Exijo que Tutankamón repose en el valle donde se encuentran las momias de los reyes de nuestra dinastía —dijo la reina, desafiando al Artífice.
Maya no ocultó su turbación.
—En ese caso, sólo hay una solución… Utilizar el taller donde trabajaban los maestros dibujantes. Pero se compone de pequeñas estancias poco dignas de un gran monarca.
La ironía de Maya apenó cruelmente a la reina. Pero no dejó que lo advirtiera.
—¿Serán suficientes para albergar los tesoros y el mobiliario que deben acompañar al rey al más allá?
—Eso creo, Majestad —respondió Maya—. Mis artesanos desplegarán todo su ingenio. Al faraón no le faltará nada para penetrar en el paraíso.
—Vuestra opinión es decisiva —reconoció la reina—. Poned manos a la obra sin tardanza y mantenedme informada diariamente del progreso de los trabajos.
Maya se inclinó, y luego salió apresurado de la sala de audiencias.
El «divino padre» se sentó en los peldaños del estrado donde estaban los tronos.
—¿Puedo abrir el corazón a Vuestra Majestad?
—¿Tan inaccesible me he vuelto, Ay? ¿O consideráis acaso que la locura se ha apoderado de mi espíritu?
El viejo cortesano, algo tranquilizado por la moderación del tono, avanzó prudentemente por el camino que se veía obligado a recorrer.
—Comprendo vuestro resentimiento contra los sacerdotes de Amón, Majestad. Pero no olvidéis que cuentan con el apoyo incondicional del general Horemheb. Karnak espera de él nuevos privilegios. El Primer Profeta y su jerarquía preparan ya una gran fiesta en honor del dios Amón. Tenéis que dejar de atacarles. La investigación que habéis ordenado sobre la muerte del rey no tiene posibilidad alguna de éxito. Sólo aumentará su exasperación. A mi entender, haríais mejor interrumpiéndola.
Akhesa realizó un esfuerzo sobrehumano para no bajar del trono, golpear al anciano y gritar su odio hacia aquellos sacerdotes hipócritas, los más criminales de los hombres. Pero ¿de qué serviría su rebeldía? Acalló el fuego destructor que la habitaba.
—¿Tenéis más consejos que darme, divino padre?
Ay tenía la boca tan seca que se expresaba con dificultad.
—Reconoced enseguida a Horemheb como el faraón y anunciad vuestra boda. No es bueno que Egipto se vea privado de soberano. Las peores calamidades podrían abatirse sobre él. Disipad enseguida la angustia.
—Tengo setenta días para designar al sucesor de Tutankamón —recordó Akhesa.
Akhesa no concedió más audiencias. Al finalizar cada día de la primera semana de momificación, leía con atención los informes del Artífice Maya. La preparación de la tumba de Tutankamón avanzaba deprisa.
La reina meditaba durante horas y horas, limitándose a seguir la carrera del sol. Su existencia no tenía ya sabor alguno. No para ella, sino para un rey difunto que hubiera debido ser grande, para un Egipto que hubiera debido ser el suyo.
Akhesa, cediendo a los ruegos de su sirvienta, aceptó por fin que la peinara. La nubia realizó su tarea con nerviosismo.
—¿Qué debes decirme? Habla de una vez.
—Señora… El embajador Hanis os suplica que aceptéis su invitación. Quisiera veros esta noche, en la villa de uno de sus amigos.
—A Hanis siempre le ha gustado el secreto. No saldré de palacio.
La nubia se arrodilló a los pies de la reina.
—Jura que es muy importante.
—¿Qué recompensa te ha prometido? ¿Oro? ¿Joyas?
La nubia agachó la cabeza. Unas lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Dame un manto y una peluca, y llévame hasta él —ordenó Akhesa.
Tebas, de luto, apenas respiraba.
A la capital del mayor imperio del mundo le costaba acostumbrarse a la muerte y al silencio. Los mercaderes aguardaban con impaciencia el final del penoso período durante el que estaba prohibido abrir los mercados y tratar de negocios. En cuanto caía la noche, las calles, por lo general animadas por las interminables conversaciones de las amas de casa y los juegos de dados organizados por los obreros, quedaban desiertas. En las encrucijadas y las plazas habían hombres armados que impedían cualquier agrupamiento. Ni una sola antorcha brillaba en el exterior de las casas.
La oscuridad favoreció la rápida marcha de las dos mujeres, que avanzaron por una complicada red de callejas en las que no se encontraron con nadie. La nubia había aprendido enseguida a conocer Tebas y sus dédalos.
La morada elegida por Hanis ocupaba el fondo de un callejón sin salida. De dos pisos de altura, precedida por un pequeño jardín y con la fachada enteramente encalada, no se diferenciaba de las demás casas de notables agrupadas en el mismo barrio.
La puerta principal, con el dintel y los montantes de piedra, se abrió sin que la sirvienta necesitara anunciar su presencia. Un mayordomo panzudo, de rojas mejillas, se inclinó ante la reina y la precedió por un vestíbulo de paredes decoradas con ramilletes de lises. La gran sala de recepción era sostenida por columnas de un verde tierno; las paredes estaban adornadas con un friso de lotos azules. El embaldosado formaba cuadrículas amarillas y rojas. La nubia tuvo que quedarse allí.
El mayordomo condujo a Akhesa hasta el primer piso, a los aposentos de los propietarios, que se encontraban ausentes, descansando en el campo. El embajador Hanis había tomado posesión del despacho, iluminado por cuatro altas ventanas con los montantes pintados de amarillo. Sus rejas de arcilla filtraban la luz.
En cuanto entró la reina, el embajador se levantó y la saludó.
—Gracias, Majestad, por haber respondido una vez más a mi invitación. Tengo que comunicaros informaciones confidenciales. Hablaremos mientras cenamos.
Sólo el mayordomo, unido al alto dignatario desde hacía mucho tiempo, fue autorizado a servirles las brochetas de carne, el pez asado, pan, un plato de lentejas con cebolla, lechugas, miel y una jarra de agua. Dispuso los manjares cocinados en calientaplatos, salió del despacho y cerró tras de sí las puertas.
—Un hombre fiel —explicó Hanis—. Pero todo el mundo puede ser corrompido y convertirse en un traidor.
—Y vos como los demás —ironizó la reina.
—Y yo como los demás —reconoció el embajador—. A decir verdad, he traicionado en muchas ocasiones. Unas veces para aumentar mi fortuna, otras para salvar mi vida o tender trampas a los enemigos. Es un arte difícil, agotador. Hoy renuncio a ello. Me gustaría disfrutar en paz de mis bienes en un Egipto feliz y fuerte.
—Os lo deseo, Hanis.
El embajador saboreó una brocheta de cordero asado y se lavó las manos en un aguamanil de plata. Seguía llevando en la muñeca izquierda el brazalete decorado con un zorro. El delgado bigote negro cuidadosamente dibujado, los cabellos bastante largos peinados a la perfección, el rostro demasiado fino para un hombre, conferían al personaje un encanto inquietante.
Akhesa no cesaba de cambiar de opinión sobre él. Sin duda, él modificaba también frecuentemente su posición ante ella.
—Mi felicidad sólo depende de vos, Majestad.
Akhesa mordisqueó una hoja de lechuga y una cebolla.
—¿En qué soy yo tan poderosa?
—No es tiempo de burlas, Majestad. Tenéis Egipto en vuestras manos. Los días pasan. No debierais aguardar a que terminara el luto para designar a Horemheb como nuevo faraón. No nos queda mucho tiempo.
—¿Es sólo una opinión personal?
—Naturalmente que no, Majestad. Olvidemos, pues, una cena a la que no deseáis hacer honor…
—Vos mismo lo habéis dicho, Hanis: no nos queda mucho tiempo.
El embajador, fascinado por aquella reina de veinte años cuya belleza no dejaba de aumentar, debió admitir que nunca la comprendería.
No preveía sus reacciones, no adivinaba sus pensamientos.
Cuando se disponía a revelar un secreto, conocía las consecuencias de su acto, los acontecimientos, felices o dramáticos, que produciría. Pero esta vez se lanzaba a lo desconocido.
—Mis informadores en Asia me han confirmado el mayor de mis temores, Majestad. Los hititas no vacilarán en utilizar este turbulento período para atacar Egipto. Esa gente no respeta nuestros ritos. Tutankamón había adquirido envergadura suficiente como para disuadirles de emprender una guerra. Su muerte es una oportunidad. Al rey hitita le gustaría ofrecer Egipto a su hijo. Si no anunciáis enseguida la designación de Horemheb como nuevo señor de las Dos Tierras, seremos invadidos, Majestad.
—Pero ¿por qué? ¿No ha tomado Horemheb de nuevo en sus manos las riendas del poder militar?
—Durante el período de luto, la orden de movilización general se ejecutará con lentitud. Todos necesitamos a un rey investido por el poder divino. ¡En él se encarnará el sentido de la victoria! No podéis ignorarlo.
—Soy, más que nadie, consciente de ello.
La mirada de Akhesa se había hecho cortante como la hoja de un puñal. El embajador lamentó haberse comportado como un novicio presuntuoso.
—Sed sincero, Hanis. Si se proclama un nuevo faraón, ¿renunciarán los hititas a atacar Egipto?
—No lo creo. Sus preparativos de guerra están demasiado adelantados.
—Seguid siendo sincero. Aun bajo el mando del rey Horemheb, ¿serían nuestras tropas capaces de vencer al adversario?
El embajador inclinó la cabeza, turbado.
—El valor produce las más extraordinarias hazañas, Majestad.
—Dicho de otro modo, combatiremos uno contra cuatro.
—Tal vez, incluso contra cinco —confesó Hanis—, pero con un faraón a la cabeza. Ese mero hecho puede cambiar la suerte del conflicto. Vos sois, Majestad, la única dueña del juego. Si no actuáis, Egipto está condenado a muerte.