32

—Me muero de sed —dijo Tutankamón—. Dame más cerveza fresca.

El rey tendió su copa a la reina. Sosteniendo un colador en su mano derecha, Akhesa derramó el líquido, que, filtrado, sería más suave para la inflamada garganta del rey. Aquel brebaje era también un remedio que curaba las infecciones.

—La jornada será larga y agotadora. ¿No podríamos acortar algunas ceremonias?

—Imposible —respondió Akhesa, besando tiernamente al rey en la frente—. En la fiesta del primero de año se celebran fastuosos festejos cuyo centro es el faraón. Ha llegado el momento de vuestro triunfo, Majestad.

Los ojos del rey brillaban de excitación.

—¿Y si hiciéramos el amor en vez de cargar con tanto protocolo?

La reina inclinó los ojos, falsamente púdica.

—Lo uno no impide lo otro —dijo con voz divertida—. ¿Acaso no es el amor lo que inspira vuestro reinado?

Akhesa hizo resbalar por sus hombros los tirantes del vestido, que cayó a sus pies. Permaneció frente al rey, con un collar de perlas de cornalina por toda vestimenta. Tutankamón, conmovido por la visión, estrechó a su esposa en sus brazos.

—¿Cómo decirte que cada vez te amo más, Akhesa? ¡Eres tan hermosa!

Ella posó el índice en los labios del faraón.

—Un joven dios debe ser silencioso, Majestad. No habla, actúa.

Tutankamón besó el cuello perfumado de la gran esposa real y, con infinita dulzura, la tendió en un lecho de madera dorada cuyos pies tenían forma de patas de león.

Varias semanas habían transcurrido desde que finalizara la penuria. Cuando Maya, Artífice de todas las obras reales y superintendente del tesoro, regresó a su despacho ministerial, procedió de inmediato a un examen de los expedientes que el «divino padre» Ay le había confiado. Debía establecer la lista de los altos funcionarios destinados a comparecer ante un tribunal por sus graves faltas. Sus primeras investigaciones le demostraron la importancia de la red de influencias tejida por Horemheb.

Éste demostraba una absoluta serenidad, que asombraba a la pareja real. El general ofrecía recepción tras recepción, organizaba cacerías de leones, viajaba ostentosamente en barcos donde se celebraban fiestas. No olvidaba acudir a palacio para ofrecer regalos al rey y la reina, y recibir instrucciones que se limitaban a actividades mundanas con las que Horemheb parecía satisfacerse. Afirmaba, a quien quería escucharle, que había renunciado definitivamente al poder supremo para disfrutar sin reservas una existencia de cortesano entregado al lujo y al placer. Su esposa, Mut, llevaba cada día un vestido distinto y pasaba numerosas horas en compañía de sus esteticistas y peluqueras. Aparecía como la primera dama de Tebas, después de la reina, y como la mejor organizadora de recepciones de la capital.

Akhesa no había bajado la guardia, pero creía haber debilitado de modo decisivo a su peligroso adversario nombrando como Primer Profeta de Amón a un sacerdote devoto, bastante anciano ya y gran amigo del «divino padre» Ay, que se había convertido en consejero privado de la pareja real y vivía en palacio.

El embajador Hanis, cuyos informes sobre la situación en Asia eran bastante tranquilizadores, había regresado a Tebas para festejar el año nuevo. Ciertamente, los hititas no habían disminuido sus esfuerzos militares, pero mostraban una extremada prudencia y habían abandonado su política de expansión.

Hanis había descrito a la pareja real como intransigente y decidida a mantener la influencia faraónica en el extranjero, con la incondicional ayuda del general Horemheb, cuyo prestigio seguía siendo grande. De aquel modo, logró que los hititas se atrincheraran en una posición de espera, vacilando antes de provocar enfrentamientos directos con el ejército egipcio.

Akhesa había mantenido una larga y feroz entrevista con Nakhtmin, el jefe del ejército designado por Tutankamón. Le había reprochado su abulia y su blandura, provocando una violenta reacción en el joven, que había olvidado sus deberes para gozar sólo de sus derechos. Recordándole su juramento de fidelidad al faraón y el respeto que debía a su padre, Ay, cuyo nombre deshonraba con su conducta, había despertado en él el deseo de hacerse digno de las funciones que le habían sido confiadas.

La reina no actuaba por bondad hacia un hombre al que despreciaba, sino que lo utilizaba contra Horemheb. Si Nakhtmin demostraba por segunda vez su incapacidad, le destituiría. En lo sucesivo, dificultaría la acción del general, aunque éste conservara sólidos apoyos en los distintos cuerpos de ejército. Pronto la reina podría modificar algunos mandos, y tal vez incluso enviar a Asia y Nubia a los mejores amigos de Horemheb.

El año que se iniciaba marcaba el primer apogeo del reinado de Tutankamón. Akhesa se eclipsaría tras el rey y proclamaría el valor de su acción ante la totalidad de la corte. Era preciso, sin embargo, que el joven faraón soportara el peso del vestido ritual y de la doble corona durante una ceremonia que iba a durar hasta entrada la noche.

A media mañana, el faraón y la gran esposa real salieron de palacio, tras los pasos de un maestro de ceremonias provisto de un largo bastón y precediendo a una hilera de cortesanos recogidos, con la cabeza inclinada. Caminaron con paso lento hacia el templo de Karnak. A la entrada del recinto sagrado les aguardaban numerosos sacerdotes. De sus filas salió el Primer Profeta, con la espalda encorvada.

—El año muere, el año renace. Que el faraón preserve la vida de su pueblo e impida que crucen las fronteras la enfermedad, el odio y la destrucción.

—Para que así sea —exigió el maestro de ceremonias—, que el faraón sea purificado.

Tutankamón fue introducido en una angosta sala de techo bajo, la «casa matinal». Dos sacerdotes le purificaron, derramando agua sobre su cabeza y sus manos. Luego, el rey tomó un corredor que le condujo al pabellón del tesoro, donde se instaló en un palanquín junto a la reina, tras haber leído las fórmulas alquímicas que transformaban en oro la materia prima. Una procesión les llevó hasta la capilla del gran sitial, donde el rey recibió nueve unciones. Gracias a la aplicación de los santos óleos, la peligrosa leona proveedora de epidemias no enviaría contra él ningún maleficio.

La pareja real permaneció más de una hora en el santuario de la Casa de la Vida, donde el rey consagró alimentos a las divinidades para que fueran favorables durante todo el año. Tutankamón y Akhesa meditaron en el centro de un patio rodeado de muros de ladrillo y con el suelo de losas de piedra. La reina encendió siete estatuillas colocadas ante el rey para otorgarle una energía imperecedera. Luego, rodeó el cuello del faraón con un amuleto que representaba al halcón y la abeja, mágicos protectores de su poder.

Tras haber franqueado una puerta monumental de caliza blanca, el rey avanzó entre dos hileras de columnas que conducían a una sala sumida en la oscuridad. Se tendió en un lecho, con siete sellos colocados bajo la cabeza, dispuesto a cruzar el espacio de muerte que separaba el año que concluía del nuevo año.

Cuando se levantó, la reina decapitó siete plantas de las marismas, simbolizando a los enemigos de Egipto. Al incorporarse, Tutankamón vaciló y tendió su brazo derecho hacia Akhesa, esperando asirse a ella, pero se derrumbó antes de haber podido llegar a su esposa. La reina pidió auxilio.

El rey vomitó una mezcla de sangre y bilis.

Dos sacerdotes lo llevaron hasta un cuarto de baño provisto de letrinas. Había dos asientos de madera colocados sobre muretes de ladrillo de bastante altura. Debajo se encontraban los recipientes de terracota destinados a recoger las deyecciones. Desnudaron al rey y lo mantuvieron de pie en una losa de caliza bajo la que pasaba una conducción caldeada. Lo lavaron con agua, que era proyectada contra las paredes cubiertas de baldosas.

Tutankamón no había perdido el conocimiento, pero se sentía débil. Akhesa le suplicó que apelara a sus últimos recursos para seguir celebrando los ritos. Era indispensable que el pueblo aclamara a su rey.

Una popa de jugo de palma con aceite de moringa devolvió las fuerzas al soberano. Pese al desagradable sabor, Akhesa le obligó a beber hasta la última gota. Apoyándose en el brazo de su esposa, Tutankamón recibió la doble corona, empuñó el cetro de mando y consiguió caminar hasta el atrio del templo, donde los sacerdotes soltaron pájaros en dirección a los cuatro puntos cardinales. El halcón, el buitre, el milano y la oca del Nilo llevarían a los cuatro rincones del universo la buena nueva: el rey de Egipto había vencido al mal.

Una golondrina revoloteó alegremente en la luz invernal, provocando sonrisas de satisfacción. Ningún presagio habría podido ser más favorable. Ésa era la forma en que el alma del faraón ascendía al cielo para dialogar con las potencias de las alturas, y regresaba a la tierra para guiar a los humanos.

El sol estaba en el cenit cuando el joven rey, saliendo del templo de Karnak, apareció ante su pueblo. Tutankamón iba sentado en un trono, sostenido por dos largas barras de madera que los porteadores llevaban a la altura del hombro. Las miradas confluían en la doble corona, la blanca encajada en la roja, caracterizada por su talla en espiral que unía el pensamiento del faraón con la energía del cosmos.

Una densa muchedumbre aguardaba que el rey-dios se manifestara. Un inmenso clamor se elevó cuando Tutankamón puso pie a tierra, elevó su cetro y sacralizó a hombres, mujeres y niños, cuya vida estaba unida a la suya. Un intenso sentimiento de comunión unió al soberano con sus súbditos.

Se acercaron portadores de ofrendas, depositando sobre altares portátiles los regalos de Año Nuevo. Los talleres reales habían creado obras maestras: collares, brazaletes, sandalias doradas y lujosas telas se acumularon ante los maravillados ojos de la concurrencia. Él examinó con atención cada objeto, felicitó a los jefes de las corporaciones y condecoró con tres collares de oro a su Artífice, Maya, jefe de todos los artesanos.

No faltaba ni un sólo dignatario. La corte al completo observaba con mirada crítica la prestación del joven soberano, cuya popularidad no dejaba de aumentar. Los más exigentes debieron admitir que el joven cumplía a la perfección con su tarea. Sabía mostrarse caluroso y despertaba el amor del pueblo. Con la edad, gozaría de mayor autoridad. Teniendo a su lado a una gran esposa real, cuyas cualidades de mujer de Estado todos conocían, disponía de una aliada que se afirmaba ya como una reina excepcional.

El «divino padre» Ay, a quien se le había permitido sentarse en un taburete plegable a causa de su estado de salud, sentía una profunda satisfacción. Hasta aquel instante, había temido que el rey fuera incapaz de soportar las exigencias físicas de tan larga jornada. Sin embargo, cuantos más minutos transcurrían, más aumentaba el vigor de Tutankamón.

Horemheb, con el rostro indescifrable, se asombraba también ante la resistencia del joven monarca. Estaba convencido de que no soportaría mucho tiempo el peso de la doble corona, del vestido de ceremonia y del cetro de mando. ¡Cómo le hubiera gustado verle derrumbarse y morder el polvo! Pero esa postrera esperanza desaparecía, y el general perdía confianza en sí mismo. Le encolerizaba renunciar a un gran destino, a causa de una mujer cuyo sentido político se había revelado más aguzado que el suyo. Había cometido una falta imperdonable: subestimar la capacidad de Akhesa para luchar contra la adversidad. Cuando la creía vencida, ella había aprovechado uno de sus raros períodos de pasividad para desplegar una estrategia victoriosa. Los mejores amigos del general, altos funcionarios que siempre le habían apoyado, comenzaban a separarse de él por miedo a ser sancionados como consecuencia de la investigación ordenada por el rey. Atado de pies y manos, Horemheb se encerraba en una vida mundana. La pareja real jamás se atrevería a atacarle directamente. Le dejarían envejecer en el lánguido lujo de Tebas, reduciendo cada año más su campo de acción. ¿No sería aquella lenta asfixia peor que la muerte?

Akhesa, que se mantenía junto a su esposo, ligeramente retrasada, no había conseguido captar la mirada del general Horemheb. Lamentó no poder descifrarla, sentir su angustia frente a acontecimientos que le relegaban a las tinieblas. ¿Cómo reaccionaría el general ante su inevitable decadencia? ¿Cómo intentaría salir de su dorada prisión? Su caída era tanto más dolorosa cuanto que había creído llegar a la cumbre.

Akhesa tenía la sensación de reinar sobre la alegre multitud que aclamaba al rey. El más hermoso regalo de Año Nuevo era la madurez del joven monarca. Había vencido su debilidad física, superado una indisposición, subyugado a sus últimos adversarios.

Akhesa experimentaba un nuevo sentimiento hacia su esposo: le admiraba. Viéndole tan satisfecho entre sus cortesanos, tan bondadoso con su pueblo, tan seguro de sí mismo, la reina descubría que Tutankamón comenzaba a practicar con fortuna su oficio de rey, e incluso a complacerse en ello.

Aquella noche le haría el amor como la primera vez que sus cuerpos se unieron.

Cuando el sol se hundió en el occidente, todas las amas de casa, de la más humilde a la más pudiente, encendieron una lámpara y la colocaron en un lugar bien visible, en la barandilla de una terraza o en el umbral de una puerta. En el mismo instante, Egipto entero se encendió con mil fulgores, ciudades y campiñas formaron un único tejido de claridad. El cielo estaba en la tierra, brillando con mil estrellas. En todas partes se bailaba y se cantaba. El festejo se prolongó hasta el amanecer.

En palacio se habían reunido los íntimos de Tutankamón: Maya, Artífice y superintendente de Finanzas, el «divino padre» Ay y el embajador Hanis. Los tres habían felicitado calurosamente al soberano. Sensible a tales alabanzas, Tutankamón se había sentido conmovido por las enamoradas miradas de Akhesa, en las que había visto nacer la admiración.

Saboreaba aquella victoria más que todas las demás. Conquistar por completo a su esposa, enamorarla tanto con el espíritu como con el cuerpo, era su más caro deseo. Puesto que sólo lo lograba cumpliendo con brillantez su función de faraón, en adelante aceptaría esta exigencia. Reinaría para ella.

Akhesa, agotada, se había sentado a los pies del rey, con la mejilla apoyada en su pierna. Tutankamón había sido regenerado por la ceremonia. Toda huella de fatiga había desaparecido de su rostro. Se mostraba locuaz, hablaba con entusiasmo de sus numerosos proyectos, destinados a hacer que Egipto fuera más feliz. Hanis descubría a un rey cuya fuerza de convicción no había sospechado. Maya se alegraba de ver surgir, por fin, la verdadera naturaleza de su amigo. El «divino padre» Ay apreciaba en su justo valor la magia utilizada por Akhesa para conseguir que un hombre se liberara del fardo de la infancia.

Los señores de Egipto habían cenado higos frescos, brochetas de cordero asado y pasteles de miel. El escanciador les había servido un vino de los oasis, admirablemente afrutado.

—Egipto es rico —declaró Maya—, y lo será más aún gracias al trabajo de gestores competentes. Iniciaremos nuevas obras y procederemos a numerosas restauraciones. El rey Tutankamón dejará huellas de su paso en todo el país.

—Es posible poner fin a los monopolios económicos que todavía detentan los sacerdotes de Amón —añadió el «divino padre».

—Que el faraón no olvide la política exterior —recomendó Hanis—. Los hititas siguen siendo un peligro real. Soy partidario de una campaña militar de intimidación.

Relajada, Akhesa saboreaba aquellas palabras como una felicidad sin límites. Tutankamón gobernaba. Sus más altos dignatarios le servían sin reservas. Por fin podía construir un reinado a imagen de un templo. Las palabras que salían de su boca se harían realidad.

—Estoy de acuerdo, amigos míos —declaró el rey—, pero queda un obstáculo importante.

—¿Cuál, Majestad? —preguntó Hanis.

—El general Horemheb.

—Ha perdido la guerra intestina que os libraba —declaró Maya.

La sirvienta nubia les trajo uva. Los comensales, ahítos, la rechazaron. Pero Tutankamón, insaciable en aquel día triunfal, degustó unos granos, saboreando su azucarado frescor.

—No estoy de acuerdo. El prestigio del general sigue intacto. No dejará de actuar. Mañana encontrará nuevos aliados y fomentará otra conspiración contra mí. Aprovechará la menor de nuestras debilidades. Horemheb será un permanente peligro.

Lo acertado del análisis turbó los espíritus. Incluso Akhesa se rindió a las palabras de su esposo.

—¿Qué proponéis pues, Majestad? —preguntó el «divino padre».

—La única solución posible.

El embajador Hanis respiró de pronto con dificultad.

—No querréis decir…

—Sí —afirmó Tutankamón flemático—. El exilio. Nombro al general Horemheb gobernador de los oasis. Lejos de Tebas, perdido en medio del desierto y privado de su red de relaciones, no nos perjudicará más. Maya redactará el decreto mañana mismo y yo lo sellaré. El general abandonará definitivamente la capital antes de que termine la semana.

Tutankamón y Akhesa intercambiaron una sonrisa. La reina tenía la sensación de nadar en el lago de la felicidad, uno de los paraísos prometidos a los bienaventurados. El faraón actuaba como un gran monarca y realizaba su sueño más secreto: hacer que Horemheb desapareciera.

—¿No teméis…? —comenzó el «divino padre».

—No temo nada ni a nadie —dijo Tutankamón—. Soy el faraón.

Ay, Hanis y Maya inclinaron la cabeza con respeto. Akhesa vivía una formidable esperanza. Junto a un rey consciente del poder que le habían concedido los dioses, podría conseguir la restauración de la religión de Atón. Le convencería de que abandonara Tebas y creara una nueva capital donde reinaría un sol divino, capaz de unificar los pueblos de Egipto y de Asia.

La joven estrechó con ternura la pierna de su esposo.

De pronto, éste se puso rígido. Se levantó bruscamente, llevándose la mano a la garganta.

—Me ahogo… —se quejó—. Me estoy abrasando…

Tutankamón dio unos pasos, intentando llegar a una ventana. Vencido por el sufrimiento, cayó de rodillas. Akhesa se abalanzó sobre él, estrechándole entre sus brazos.

—Akhesa, amor mío… —murmuró, con un esfuerzo sobrehumano que le desgarró el pecho.

La cabeza del joven rey cayó hacia atrás. Miró fijamente a la mujer a la que amaba con pasión.

Sus ojos ya estaban muertos.