Akhesa no intentó ocultar la menor parte de su cuerpo. Se sentía demasiado estupefacta. ¡De modo que el hombre que había traicionado a su rey y merecido mil castigos no había abandonado Tebas!
—No temáis nada —le dijo él—. Deberíais poneros el vestido, Majestad. En la cima sopla un viento frío.
—¿Cómo os atrevéis a dirigirme la palabra?
Habría debido sentir miedo y huir, intentar escapar. Pero el furor la dominaba. Puesto que había perdido el poder, le haría pagar su felonía. Ebria de rabia, se arrojó contra él.
Maya la asió de las muñecas, inmovilizándola.
—Os equivocáis, Majestad. Formamos parte de la misma cofradía. ¡Deberíais saber que la mentira no está tolerada!
La reina intentó en vano debatirse. El puño del Artífice la mantenía quieta.
—Perdonad mi comportamiento y prometed escucharme. ¡No disponéis de las informaciones necesarias para comprender mi actitud!
—¡Hablad pues! —aceptó ella.
Maya se relajó. Akhesa recogió su vestido, mancillado de polvo, y se lo puso apresuradamente. Tenía frío. Él se sentó de nuevo; ella permaneció de pie.
—He tenido conocimiento de vuestras gestiones —reveló Maya—. Mi amigo Pahor el Viejo os explicó la historia que yo mismo hice correr. No había otro medio de convencer al general Horemheb de mi traición. Está convencido de que me oculto y espero su advenimiento. El rey y vos también. Por ello he podido actuar sin temor a que vuestras lenguas se desataran demasiado pronto.
—¿Significa eso que nos habéis engañado desde hace varios meses?
—No a vos, Majestad, sino a Horemheb. Es prudente. Una simple declaración de pleitesía no le hubiera bastado para depositar su confianza en mí. He tenido que darle pruebas, firmar documentos que él ideaba para preparar un bloqueo económico y apretarle el cuello al rey.
Akhesa seguía desconfiando. No era habitual en Maya hablar tanto. ¿Tantas explicaciones no ocultarían una verdad distinta? ¿No estaría intentando engañarla?
—Ya veo que os cuesta creerme —observó él—. Avisé en secreto a los principales maestros del reino y les encargué la construcción de gran número de barcos. Nuestra flota mercante está inmovilizada o requisada, pero hay una de recambio cuya existencia ignoran Horemheb y los sacerdotes del rey. Dadle autorización para circular por el Nilo y transportar mercancías. En ocho días, todas las grandes ciudades de Egipto quedarán abastecidas. El general no podrá organizar otro bloqueo.
La noche era límpida y tranquila. La cumbre, azulada, erguía su inquietante masa en el corazón del silencio. Los espíritus de las tinieblas se deslizaban por el viento, gemían y se perdían en el interior de las grutas abiertas en los flancos del gigante adormecido.
—Nuestro país es la obra maestra de Dios, Majestad. Fulgura aun en ausencia del sol. Siento la presencia de los templos, de las piedras de eternidad que guiarán a las generaciones futuras por el camino de la sabiduría. El faraón, mi señor, heredó esta tierra amada por los dioses y nadie le despojará de ella. Horemheb me encontrará en su camino, y encontrará también a todos los artesanos del reino.
Maya hablaba con voz monótona. Poseía la inconmovible fuerza de la certidumbre. Acababa de salvar de la decadencia a la pareja real, pero Akhesa no se hacía ilusiones. Seguía siendo el amigo y el servidor de Tutankamón, no el suyo.
—Sabía que vendríais aquí —confesó Maya—. Os aguardaba. Sólo la cima podía arrancaros de la desesperación.
—¿Por qué no confiasteis en mí?
—Porque sois de la misma naturaleza que el general Horemheb, Majestad. El mismo fuego arde en vos. Yo quería salvar de la desgracia a Egipto, no a vos.
—Me conocéis mal, Maya. Jamás sacrificaré a mi pueblo en la lucha por el poder.
—También Horemheb me lo dijo. Y, sin embargo, no ha vacilado en extender el espectro de una hambruna para conseguir sus fines. Vuestro combate no es el de Tutankamón ni el mío. He ayudado a mi rey a conservar su trono. A vos os toca consolidarlo más aún. Si actuáis así, estaré a vuestro lado. Pero si os apartáis de ese camino, Hermana Akhesa, me convertiré en el más implacable de vuestros enemigos.
La reina y el Artífice pasaron el resto de la noche en silencio, disfrutando del grandioso paisaje que se les ofrecía. Cuando el cielo comenzó a enrojecer por oriente, Maya se levantó. Akhesa le siguió. Bajaron hasta la modesta casa del Artífice, custodiada por un aprendiz que permanecía tendido en una estera ante el umbral.
—Ve a buscarnos masa y leche —ordenó Maya.
El muchacho, feliz de servir al hombre venerado por todos los artesanos, partió corriendo.
Maya ofreció un taburete a la reina. Sentía la fatiga de aquella noche sin sueño. Las primeras horas del día eran frescas. El Artífice encendió un fuego en el hogar.
Levantó una de las esquinas de la tela que servía de techo para que el humo escapara. En un ángulo de la estancia, el horno de pan estaba listo para ser usado. Maya coció la masa que le trajo el aprendiz. La comida estuvo lista pronto.
—No he abandonado esta casa desde mi… desaparición —reveló el Artífice a la reina, que degustaba un pan redondo de dorada corteza—. Mis órdenes partieron de aquí.
Akhesa descubría las realidades subterráneas de un país que había creído gobernar. El palacio era un mundo artificial, replegado en sí mismo, inconsciente de las fuerzas que trabajaban para modelar su destino. Había interpretado los acontecimientos y se había equivocado sobre la naturaleza de los seres.
Akhesa se mordió los labios, furiosa contra sí misma. La victoria de Maya no era la suya. La derrota del general Horemheb no la engrandecía. El Artífice le demostraba su incapacidad para dirigir.
Frente a ella había una hornacina que contenía una estatuilla del dios Ptah, el patrón de los constructores. Protegía la mansión de insectos perjudiciales y recordaba el valor sagrado de cada acto cotidiano.
—¿Cuándo atracarán vuestros barcos en Tebas? —preguntó ella—. Dentro de tres días se celebra el gran mercado. Si está de nuevo vacío, podemos temer lo peor.
—Los decretos referentes a la circulación y la carga están listos. Sólo falta el sello real. Los correos partirán en cuanto haya sido colocado.
—¿Y si llegan demasiado tarde?
Maya colocó de nuevo en el horno una bola de pan.
—He actuado de acuerdo con la regla de nuestra cofradía. Vuestro destino y el mío están en manos de los dioses.
—¿Cuándo regresaréis a vuestra administración en Tebas?
—Cuando Vuestra Majestad lo decida. Sólo soy su servidor.
Los decretos fueron firmados aquella misma mañana. Los correos partieron enseguida hacia los grandes centros administrativos del país y los barcos construidos por los carpinteros de Maya salieron enseguida de los astilleros para ser cargados con productos alimenticios. Tebas sería abastecida prioritariamente: Horemheb se vería obligado a finalizar su bloqueo, levantando la requisa de los navíos mercantes. La prosperidad renacería en todo su esplendor. El general sufriría una dolorosa derrota, y Tutankamón aparecería ante los dignatarios como un auténtico monarca cuya autoridad no sería ya discutida.
Ése era el plan perfecto que Akhesa imaginaba. Pero había todavía imponderables… ¿Sería suficiente el número de nuevas embarcaciones? ¿Obedecerían los descargadores las órdenes sin rechistar? ¿Se habrían pasado todos los intendentes de los graneros reales al bando de Horemheb? ¿Llegarían a Tebas las primeras partidas de víveres antes del gran mercado?
Maya no había prometido nada. Había actuado a su modo, y ahora se retiraba de la implacable justa iniciada entre Akhesa y Horemheb. En opinión del Artífice, para quien sólo contaba la salvaguardia de su amigo Tutankamón, si las cosas funcionaban mal, la esposa real sería la única responsable.
Akhesa sintió deseos de aullar, de gritar su angustia. Todos olvidaban que tenía sólo veinte años. El rostro de su padre, de pie frente al sol divino cuyos rayos acogía en su corazón, llameó en su memoria. Ella lo sintió presente, a su lado, indiferente a las críticas. Aquella visión la tranquilizó. Tenía que prolongar y continuar su obra, aprovecharse de la tormenta para imponer de nuevo a Atón como el más alto valor sagrado del país.
Pero ¿no atracarían demasiado tarde los barcos de Maya?
A las seis de la mañana, el general Horemheb fue despertado por el intendente de su villa tebana, que llevaba un mensaje con el sello real. El sueño abandonó enseguida sus ojos. Olvidando saludar al sol y a las divinidades domésticas, se levantó de un salto y leyó con avidez la convocatoria. La leyó varias veces, cada vez más feliz.
Se acercaba el momento de su triunfo absoluto.
El general llamó al peluquero, al manicuro y al masajista. Este último relajó sus músculos e inundó su cuerpo de una agradable sensación de bienestar. Horemheb comió fruta y pan caliente, y bebió leche fresca con miel. Luego tomó un baño y se vistió suntuosamente, deseando aparecer con todo el fulgor de su riqueza y poder.
Poco después de las diez, un hombre seguro de sí, de refinada elegancia, entró en palacio. No se había apresurado, cuidando el menor detalle de su atavío. Lanzó una condescendiente mirada al jefe de protocolo, que le conducía a la sala del trono como si fuera ya su nuevo señor. Ante su sorpresa, el funcionario dobló a la derecha.
—¿Adónde vamos? —preguntó Horemheb.
—Al despacho de la gran esposa real.
Intrigado, el general fue introducido en una amplia estancia muy clara, llena de papiros enrollados y sellados. Sentada en una estera, como los escribas, Akhesa utilizaba su cálamo para redactar con mano segura un texto administrativo en columnas verticales.
La puerta se cerró tras Horemheb. La reina prosiguió su trabajo como si estuviera sola. Vestida con sencillez, hacía que el complicado atavío del general pareciera ridículo. Éste esperó algunos minutos, sonriendo. Luego, la irritación le dominó. La cortesía le imponía un silencio que a duras penas respetaba. No pudiendo más, se atrevió a cometer una grave descortesía tomando primero la palabra.
—Me habéis convocado, Majestad, y he venido. ¿Por qué este silencio?
La reina no levantó la cabeza.
—Habéis jugado un juego peligroso para nuestro país, general.
Horemheb se engalló.
—No admito esa acusación, yo no…
—No habéis dejado huella alguna, lo sé. Tenéis una enorme habilidad. Sin embargo, buscaré pruebas de vuestra perjudicial acción.
El general vaciló, pero comprendió enseguida que Akhesa libraba un combate de retaguardia. Intentaba humillarle por última vez antes de cederle el poder.
—¿Por qué no soy recibido por el faraón en la sala del trono?
—El rey descansa, y lo que tengo que deciros no precisa tan suntuoso marco. ¿Os parece mi despacho indigno de vos?
—Claro que no —protestó incómodo Horemheb—. Supongo que conocéis la gravedad de la situación económica.
—Creo conocer también al responsable.
El tono de la reina se había hecho cortante. Horemheb se sulfuró.
—¡Dejemos de jugar al gato y al ratón, Majestad! Estáis obligada a concederme la regencia. Sólo yo puedo devolver la prosperidad al país y evitar los disturbios. Sería criminal retrasarlo más. Tutankamón y vos seguiréis reinando…, al menos oficialmente y durante algún tiempo. Luego, el rey me dejará actuar solo. Vos, como gran esposa real, me designaréis como su sucesor legítimo. No os queda otra salida.
—Tenéis razón. Sancionaré a los funcionarios felones que tan mal han servido al rey. Nunca seréis regente del reino, general. Sufriréis la cólera del faraón.
Akhesa siguió escribiendo sin perder la calma.
—Es un desafío inútil —se burló el general—. Nuestra guerra ha terminado. Sabed aceptar vuestra derrota. Hoy, somos adversarios, pero mañana…
—Nunca seréis regente del reino —repitió la reina glacial—. Tutankamón es el único detentador del poder legítimo. Le amo y siempre estaré a su lado. Volved a vuestro palacio, general, y aguardad las órdenes del faraón. No toméis iniciativa alguna. He hecho abrir una investigación sobre vuestros manejos.
Atónito, Horemheb se acercó a la joven, dominándola con su estatura.
—¡Habéis perdido la cabeza, Majestad! ¿A qué esperáis? Todos saben que soy el verdadero dueño del país.
—Sin duda lo erais, general. Numerosos funcionarios serán trasladados en los próximos días y se nombrarán nuevos ministros.
Horemheb palideció. Akhesa estaba en el buen camino. Antes de atacar directamente al general, le privaría de sus principales aliados, disminuyendo poco a poco su influencia.
—Tenéis el tiempo en contra, Majestad.
—Dios me protegerá —declaró la reina, levantando por fin los ojos hacia su interlocutor—. Venceré.
Transcurrieron dos días. Tutankamón recobraba la salud gracias a un tratamiento de fumigaciones y esencias de plantas. Maya permanecía oculto en el pueblo de los artesanos. Horemheb se había encerrado en su villa, vigilada discretamente por la policía.
Akhesa, ayudada por el «divino padre» Ay, trabajaba sin descanso. Transformar la administración que Horemheb había puesto en marcha se revelaba una tarea difícil, casi imposible. No bastaba con desplazar algunos peones. Era necesario modificar un juego de sutiles relaciones entre los dignatarios, identificar a los que ejercían realmente algún poder. El «divino padre» ofreció a la reina su inestimable experiencia.
Ay estaba convencido de que fracasaría. Se enfrentaba con un monstruo de innumerables tentáculos, intentaba introducirse en un edificio de mil corredores, cuyo plano sólo conocía Horemheb. Tal vez lograra reducir su confianza y recuperar el dominio sobre algunos sectores de la economía, pero la empresa se anunciaba desesperada. Sin embargo, la ayudaría hasta el final. Desde la muerte de su mujer, el «divino padre» no tenía ambición alguna. El mundo de los vivos ya no le interesaba. Paso a paso, avanzaba hacia el reino de occidente, donde su espíritu abandonaría un cuerpo desgastado para emprender el viaje sin fin por los espacios celestiales.
Ay amaba a aquella joven reina, tan frágil y fuerte a la vez. Era de la raza de los conquistadores, que se olvidan de sí mismos para llevar hasta las últimas consecuencias su pasión. Al anciano le gustaba servirle de padre y de consejero, pese a estar convencido de que el combate con Horemheb lo tuviera perdido de antemano.
—Mañana se celebra el gran mercado de Tebas… —recordó—. ¿Tenéis noticias de vuestros barcos de transporte?
—Ninguna —respondió sombría Akhesa—, pero llegarán a tiempo.
—¡Qué Amón os escuche, Majestad!
Tutankamón se unió a su mujer y al «divino padre» durante la cena. Hablaron poco, limitándose a alabar la calidad de los platos de carne y de pescado preparados por el cocinero del faraón.
Akhesa se preparaba para vivir una tercera noche de insomnio, cuando su sirvienta nubia la avisó de que un visitante, que no quería decir su nombre, solicitaba una audiencia inmediata.
—Descríbemelo —exigió la reina.
—Es un sacerdote. Lleva el cráneo rasurado y es viejo.
Pese a la desfavorable opinión del «divino padre», Akhesa recibió al religioso en su despacho. Tras haberse inclinado ante la gran esposa real, el mensajero le rogó que se dirigiera apresuradamente al templo de Karnak. El gran sacerdote de Amón, Primer Profeta del dios, deseaba tenerla a su lado para un asunto de la mayor importancia. Esperaba que la reina pudiese responder inmediatamente a su llamada.
Intrigada, Akhesa aceptó. Ciertamente, el sumo sacerdote era el más fiel aliado del general Horemheb. Pero ¿qué riesgo podía correr en el interior del templo? Nunca se había atentado allí contra la vida humana. ¿Le tenderían una trampa en su recorrido hasta el palacio de Karnak? Convocó a una escolta numerosa y bien armada.
El sol se había puesto cuando la gran esposa real entró en la morada del más alto dignatario religioso de Egipto, situada junto a un lago sagrado cuyas aguas eran movidas por el viento del norte.
El anciano de rostro severo y descarnado se encontraba tendido, con los brazos a lo largo del cuerpo y los ojos entornados. Una antorcha iluminaba débilmente la pequeña alcoba donde reposaba.
Akhesa supo enseguida que la rapaz muerte revoloteaba a su alrededor.
—Acercaos, Majestad —exigió el sacerdote con una voz grave que apenas temblaba—. Tomad una silla y venid junto a mí. Ya no tenéis nada que temer. Mañana habré dejado de existir. Sin embargo, antes de subir al bote del barquero, quería veros por última vez…, y deciros que, sin duda, me he equivocado.
Akhesa se arrodilló a la cabecera del moribundo.
—Atón y Amón… La guerra de los dioses… ¿Por qué hemos cometido semejante locura? Majestad, ¿conocéis el himno que recito cada mañana en honor de mi dios?… «Tú eres quien ha creado todas las cosas, el Único que crea lo que existe. De tus ojos han salido todos los humanos; de tu boca, las divinidades. Tú creas el forraje que alimenta el ganado y los árboles frutales para los hombres, tú haces que los peces vivan en el agua y los pájaros en el cielo, tú eres el único de numerosas manos…».
Akhesa contuvo sus lágrimas. ¿No era aquella la fiel transposición del himno a Atón compuesto por su padre? De modo que su mensaje había encontrado refugio en el santuario del dios al que había combatido y vencido. Amón asfixiaba a Atón, vaciándole de su substancia.
—Me he equivocado —afirmó el sumo sacerdote—. Intenté destrozaros porque os consideraba una intrigante ávida de poder, pero resististeis. Sois una reina.
La voz grave se hacía cada vez más débil.
—Es demasiado tarde…, demasiado tarde…, tanto para vos como para mí. Lamento mi acción, pero nadie podrá evitar las consecuencias. Intentaréis reinar… Si lo lográis, cread templos duraderos por el amor que sentirán hacia vos, haced felices a los ciudadanos y a los campesinos, pensad sólo en la voluntad de los dioses y en el bienestar del pueblo. Velad por la seguridad de las fronteras. No seáis partidista. No concedáis privilegios injustificados ni inflijáis castigos excesivos. Consolad a los que sufren, fortaleced vuestro país con la dulzura y el poderío.
Akhesa escuchó con veneración las palabras del moribundo.
—¿Por qué es demasiado tarde? —preguntó.
El sumo sacerdote volvió hacia ella unos ojos llenos de angustia.
—He actuado contra el faraón… No le creía capaz de gobernar el Doble País…, pero vos estáis a su lado, vos…
Su mirada se inmovilizó, y su cabeza se inclinó suavemente sobre el hombro izquierdo. El general Horemheb acababa de perder a su principal aliado.
En cuanto los primeros rayos del sol caldearon la tierra y disiparon la bruma que cubría el Nilo, los comerciantes plantaron sus puestos de madera y extendieron por él suelo amplios trozos de tela en los que se expondrían las mercancías. Risas y cantos habían abandonado un trabajo que se ejecutaba con más fiebre que entusiasmo. El gran mercado corría el riesgo de permanecer casi vacío. Esta vez, la población no tendría más paciencia. Agrediría primero a los mercaderes y, luego, a las fuerzas de la policía, Si el ejército se veía obligado a intervenir en pleno tumulto, se produciría una masacre.
En el templo de Karnak, los sacerdotes acababan de enterarse, por voz del Segundo Profeta, de la desaparición de su jefe. En el palacio, Tutankamón dormía.
Akhesa había subido a la terraza superior, desde la que dominaba la capital. El gran templo de Amón-Ra, protegido por una muralla, formaba una gigantesca ciudadela de lo sacro en el corazón de la ciudad. Las oriflamas rojas que adornaban la parte superior de los altos mástiles, erigidos ante los pilonos, bailaban en la brisa matinal. Tebas, ruidosa y animada de ordinario, estaba sumida en un inquietante silencio.
La reina divisó una vela blanca, una estela en el agua plateada. Su corazón latió más deprisa.
Se trataba sólo de un trasbordador que llevaba a algunos campesinos hacia la ribera occidental, cuya cima, brotada de las tinieblas, seguía velando sobre los templos y los barcos. Aquella jornada sería distinta de todas las demás. Akhesa se negaba a ver correr la sangre de su pueblo. En cuanto la cólera rugiera en la plaza del mercado, haría anunciar que el general Horemheb era nombrado regente por el faraón, para terminar con la penuria y la agitación. Aquella noticia bastaría para apaciguar los espíritus. A Tutankamón y a ella sólo les restaría encerrarse en palacio, aguardando el nombramiento de un nuevo sumo sacerdote de Amón y abandonando a Horemheb las riendas del Estado.
Akhesa se iba acostumbrando a Tebas. Jamás le gustaría tanto como la ciudad del sol, pero lograba domesticar su genio propio, descifrar sus alegrías y sus penas, moverse por el laberinto de sus callejas. Los faraones habían creado Tebas, y Tebas creaba faraones. Si conseguía fundar una nueva ciudad del sol, la reina no olvidaría la antigua capital. No intentaría destruir a Amón y sus templos, sino restringirlos al lugar que habían elegido.
Una nueva ciudad del sol… El sueño chocaba contra la voluntad del general Horemheb, contra su astucia y su ambición. ¿Cómo lograría sobrevivir tras su abdicación de hecho? ¿Bastaría el amor de Tutankamón para hacerle olvidar que había sido reina de Egipto? Jamás pertenecería a Horemheb. Jamás abandonaría al hombre que la había convertido en su esposa y en soberana de las Dos Tierras. Sólo le quedaría un poder: el de legitimar el acceso al trono de un nuevo monarca. Y Horemheb no lo sería, por muy seguro que estuviera de su triunfo. Ella no cedería. ¿Cuánto tiempo soportaría Horemheb esta situación? ¿Cuántas negativas sufriría antes de tomar la decisión de suprimirla?
¡Qué rápidos pasaban los minutos! El sol ascendía por el cielo, y los primeros ociosos circulaban por la plaza del mercado. Akhesa contempló Tebas con pasión, como si la capital de Egipto fuera todavía suya. Lanzó una última mirada al Nilo, cuyas aguas se coloreaban de un vivo azul en el que destacaban, lejanas, tres velas blancas.
Tres velas blancas, cuadradas, avanzando con lentitud porque los barcos iban muy cargados.
Tres barcos que se habían separado de una flotilla, pacífico ejército que llegaba para alimentar Tebas.
Akhesa echó la cabeza hacia atrás. Sus sueltos cabellos acariciaron sus riñones. Separó los brazos del cuerpo, con las palmas abiertas hacia el cielo, y dio gracias al sol divino; sus lágrimas se mezclaron con un canto de alegría.