Los primeros curiosos invadieron el gran mercado de Tebas, en cuanto los puestos de frutas y legumbres instalados en los bordes, junto al templo de Karnak, abrieron sus puertas. Pescaderías, triperías y carnicerías les siguieron. No sólo se iba a comprar, sino también a husmear, a mirar, a escuchar y, sobre todo, a hablar. Discutir los precios y conseguir un trueque en buenas condiciones requería largas y sutiles discusiones, de las que las mujeres experimentadas salían por lo general victoriosas. Sólo algunos comerciantes privilegiados conseguían hacerles frente.
Todos alababan la calidad de sus productos, los más hermosos y baratos de Egipto. Tebas, la opulenta, no vacilaba en exponer sus géneros en lienzos blancos extendidos en el suelo. Trigo, cebada, dátiles, higos, especies, pepinos, cebollas, puerros, habas y otros alimentos abundaban.
Pero, aquella mañana, sólo se pudo servir a los primeros clientes. Los incidentes se iniciaron con un altercado entre el más importante vendedor de higos y una madre de familia. El comerciante había abofeteado a su hijo, al descubrirle comiéndose un higo sin haberlo pagado.
Una brutalidad imperdonable, que el hombre justificaba por la escasez de los frutos. Luego, un vendedor de legumbres estuvo a punto de llegar a las manos con el intendente de una gran villa, cuando exigió cinco abanicos y diez copas a cambio de un manojo de puerros. Por fin, una refriega estalló en pleno centro del mercado, cuando los mercaderes confesaron que no habían sido aprovisionados y que los barcos de mercancías habían llegado a Tebas vacíos.
Intervino la policía y restableció el orden a bastonazos.
La cólera del pueblo rugió en los arrabales. Graves acontecimientos habían debido de producirse en el Norte. Si los hititas habían invadido el Delta, tal vez hubieran conseguido interrumpir la circulación por el Nilo. Rumores no menos alarmistas afirmaban que las reservas de productos alimenticios habían sido tan mal administradas que se aproximaba una hambruna.
Fuera cual fuese la verdad, había un único responsable: el faraón.
Akhesa no se calmaba. Horemheb había puesto en práctica sus amenazas, provocando una penuria artificial. Deseaba obligar al faraón a negociar con él y a reconocer su poder oculto. Tutankamón estaba dispuesto a ceder, pero la gran esposa real se lo desaconsejaba vigorosamente. Hacerlo suponía abdicar.
El rey estaba desesperado, sin encontrar medio alguno de actuar. Sus partidarios no podían proporcionarle una ayuda eficaz. Huy vigilaba la extracción del oro en las minas de Nubia. Hanis proseguía su importante misión en Asia. Nakhtmin había abandonado el ejército a Horemheb, prefiriendo una existencia de lujo y placer a una lucha desigual.
—¿Y Maya? —se interrogó la reina—. ¿Por qué tu fiel ministro de Finanzas permanece silencioso? ¿Por qué es incapaz de controlar su administración?
—No lo comprendo —confesó Tutankamón—. Nuestras últimas conversaciones fueron muy frías. A Maya no le gusta la tarea que le he confiado.
Un sombrío pensamiento dominaba a Akhesa, y debía averiguar enseguida si tenía fundamento. La suerte del reino dependía de su investigación. Le quedaba muy poco tiempo antes del inevitable estallido de graves tumultos en las ciudades donde el alimento estaba racionado.
Maya, amigo y confidente del rey, Artífice de todas las obras del faraón y superintendente del Tesoro había desaparecido. Sus colaboradores ignoraban dónde estaba y, no habiendo recibido ninguna instrucción particular, continuaban con los asuntos corrientes. Los criados de la villa oficial atribuida a Maya tampoco sabían más. La reina hizo hablar largo rato a Tutankamón sobre las costumbres de su amigo Maya, su familia, sus íntimos. Había un personaje que parecía omnipresente: un maestro artesano, calderero de profesión, cuyo taller se hallaba al norte del templo de Mut.
Akhesa no podía utilizar los servicios de la policía antes de haber verificado su hipótesis. A la hora en que abandonaba el palacio con sus dos lebreles, Carnero y Toro, se declaraban las huelgas de los tejedores de los barrios populares, que no habían recibido sus raciones desde hacía tres días.
Encerrado en su lujosa villa a orillas del Nilo, el general Horemheb jugaba al ajedrez con su esposa.
La diosa Mut, «la Madre», ocupaba un vasto dominio sagrado al oeste del gran templo de Amón en Karnak. En el centro de su recinto, un lago sagrado simbolizaba la matriz de la que nacían las múltiples formas de la creación. Más allá del muro que ocultaba a los profanos los misterios rituales, se extendía una zona verdeante. Palmeras, jardines y campos cultivados formaban una densa red sin camino aparente. A lo lejos se escuchaba el característico ruido de mazos golpeando el metal.
Akhesa confió en sus lebreles, que la guiaron por la maraña vegetal. Prudentes, con el oído al acecho, avanzaron lentamente. Muy pronto, la reina vio unas barracas de madera que servían de talleres a un centenar de caldereros. Jóvenes y viejos trabajaban entremezclados, pero todos tenían rasgos comunes: gruesos músculos, rostro pesado, manos callosas. Unos fabricaban recipientes de cobre, otros los reparaban o alisaban las abolladuras. Las llamas ascendían de los múltiples hogares construidos con círculos de piedra donde ardía el carbón vegetal. Los sopladores realizaban el trabajo más penoso, produciendo el grado de calor que los caldereros necesitaban por medio de un fuelle de piel de cabra.
El trabajo se detuvo en cuanto uno de los aprendices advirtió la presencia de una mujer acompañada por dos perros que gruñían y enseñaban los colmillos. Akhesa, vestida con una túnica corta y sin mangas, llevaba brazaletes en las muñecas y en los tobillos que dejaban adivinar su origen noble. Su belleza impresionó a los artesanos, poco acostumbrados a ese tipo de visitas.
Precedida por Carnero y Toro, Akhesa avanzó hacia el grupo de caldereros que empuñaban mazos de madera, martillos de cobre o estacas de madera. Formando un grupo compacto, estaban dispuestos a defenderse del agresor.
Akhesa se detuvo a pocos metros de los obreros.
—¿Teméis acaso a una mujer y dos perros?
Se levantaron unos murmullos. Algunos hombres se apartaron, otros arrojaron sus instrumentos. Akhesa ordenó a los lebreles que se tendieran. Con los ojos clavados en su dueña, obedecieron. Un coloso salió del grupo e interpeló a la reina.
—¿Quién sois?
—No importa. Quiero hablar con Pahor el Viejo.
—¿El patrón? Está en el taller, allí…
Sin vacilar, Akhesa atravesó las hileras de caldereros y penetró en la cabaña donde un hombre de edad, con la piel ajada, agrandaba la contera metálica de un fuelle. Inclinado sobre una hoguera, dirigió una mirada sesgada a la intrusa.
—Nada de mujeres aquí —declaró roncamente—. El reglamento lo prohíbe.
—No me concierne.
—¿Por qué, hermosa mía?
—Porque soy la gran esposa real.
Pahor el Viejo soltó el fuelle, que cayó al suelo con blando ruido.
—¿Os burláis de mí?
—Aquí está mi sello.
Akhesa se quitó un anillo en forma de escarabeo, cuyo vientre llevaba grabados su nombre y sus títulos. Pahor el Viejo, que sabía leer, examinó largo rato el objeto. Estupefacto, se prosternó ante la reina.
—Majestad, ¿por qué…?
—Olvidemos el protocolo. Tengo mucha prisa. Deseo que me indiquéis dónde está vuestro amigo y mi superintendente de Finanzas, Maya.
El rostro del maestro calderero se contrajo.
—Maya ya no es mi amigo y nunca volveré a verle. Como si lo ignorarais.
Ahora fue Akhesa la que se sorprendió.
—Lo ignoro, en efecto.
—No os burléis de mí, Majestad —masculló el calderero, recogiendo el fuelle y comenzando de nuevo a trabajar.
Akhesa asió la muñeca de Pahor el Viejo.
—No pongáis en duda la palabra de la gran esposa real. Quiero la Verdad.
El viejo artesano quedó subyugado por la autoridad de aquella reina de veinte años. Jamás había tratado con los grandes personajes de la corte, detestaba sus maneras ampulosas y su afición a las modas complicadas. Pero esta soberana pertenecía a otra raza, la de los verdaderos jefes que no necesitan artificio alguno para imponerse.
—Maya ha olvidado sus orígenes —confesó Pahor el Viejo, con la cabeza gacha—. Ha renegado de la cofradía donde fuimos educados. Prefiere la compañía de los nobles a la de los humildes.
La revelación sorprendió a Akhesa, que creía conocer mejor al Artífice. Sin embargo, no era el primero que sucumbía a los hechizos de un prodigioso ascenso social. ¿Acaso el comandante Nakhtmin no había sido, como Maya, incapaz de permanecer fiel a sí mismo?
—Pero ¿por qué ha desaparecido? —insistió Akhesa.
—Ignoro dónde está, os lo juro por la vida del faraón.
Akhesa trabajó varias horas en compañía del «divino padre» Ay, muy afectado por la desaparición de su mujer. Su inteligencia se había aletargado. Parecía que los asuntos del reino le concernieran cada vez menos. Pero la reina necesitaba todavía de su experiencia para no extraviarse en los dédalos de los ministerios.
Ay le ayudó a redactar un decreto, ordenando a los responsables de los graneros tebanos que los vaciaran y repartieran las existencias entre la población, de acuerdo con cuotas diarias. La decisión era peligrosa. Si la próxima crecida resultaba insuficiente o excesiva, y acarreaba una mala cosecha, no se dispondría de reserva alguna. Pero Akhesa no titubeó.
Cruel fue su decepción cuando Ay, dos días más tarde, le anunció la mala noticia: el contenido de los graneros se había agusanado. La producción de los huertos pronto sería insuficiente para alimentar a los ciudadanos. El precio de las legumbres, las frutas y las carnes había aumentado hasta el punto de que eran inaccesibles para la mayoría de los egipcios. Promulgar requisas sería un remedio peor que la enfermedad. Las corporaciones estaban muy apegadas a sus privilegios.
Los emisarios del faraón se dirigieron a toda prisa a las principales ciudades egipcias, portando órdenes que deberían ejecutarse con toda prioridad: vaciar graneros y almacenes del Estado y encaminar las vitales provisiones a todas partes donde la población careciera de ellas. Los funcionarios fueron incapaces de ejecutarlas: la mayoría de los barcos mercantes habían sido inmovilizados por el ejército con vistas a una expedición hacia el Norte. Un gigantesco embotellamiento marítimo se había producido en el puerto comercial de Menfis, provocando varios incidentes.
Sería necesaria una larga investigación administrativa para averiguar quiénes eran los responsables de aquel desastre, suponiendo que llegara a buen fin. Akhesa y Tutankamón se daban cuenta, hora tras hora, de que sus directrices eran papel mojado, detenidas por un mecanismo del que no eran dueños.
Los escaparates de los comerciantes estaban casi vacíos. Cada mañana se formaban colas a la entrada de los mercados. Las conversaciones inquietas habían reemplazado a las alegres chácharas. La policía intervenía para que las escasas provisiones se repartieran con equidad. Quejas y protestas se hacían cada vez más vehementes.
Las fuerzas del orden temían un motín. Resurgían los espectros del pasado. Profetas de la desgracia recordaban los tiempos malditos en que los pobres, víctimas del hambre, desvalijaban las moradas de los ricos, en que las nobles damas vagabundeaban harapientas por las calles, en que los bandidos devastaban las tumbas de los reyes.
—Hay que recurrir a Horemheb —imploró Tutankamón, desamparado.
—Sería el final de tu reinado —repuso Akhesa—. Sigamos luchando. El bloqueo marítimo no durará ya mucho. Tengo una idea para calmar al pueblo de Tebas.
Cuando la silla de mano de la gran esposa real apareció en pleno mercado principal de Tebas, se hizo enseguida el silencio. El pueblo la reconoció por su alta corona, su collar de oro y su vestido blanco de gala. Calzada con sandalias doradas, Akhesa se dirigió a las ancianas que tenían los cestos vacíos.
—La verdad habla por mi boca —declaró con firmeza—. No faltan alimentos, pero la administración pública tiene dificultades para asegurar el transporte. No hay hambruna. El faraón no permitirá que la desgracia mancille nuestro país. Sed pacientes. Que vuestro corazón sea grande y vuestra alma apacible.
Akhesa subió de nuevo a la silla de mano. Cuando las amas de casa, llenas de orgullo por haber sido las interlocutoras de la gran esposa real, comenzaron a transmitir a su alrededor aquellas declaraciones, una miríada de servidores colocaron en el suelo un gran número de telas y vestiduras.
Primero, nadie osó acercarse. Luego, una de las ancianas tomó una túnica, la apretó contra su pecho y se fue sin que los guardas de palacio la importunaran.
Entonces se produjo una avalancha. En pocos momentos, los suntuosos regalos de la reina, confeccionados gracias a la habilidad de los tejedores y las hiladoras del colegio de Sais, fueron propiedad de los humildes de Tebas.
—Los sacerdotes de Amón están furiosos —dijo el «divino padre» a Akhesa—. Os acusan de haber dilapidado las telas sagradas destinadas a los templos.
—Me importa muy poco. ¿Se han confirmado mis sospechas?
Hacía una decena de horas que la reina trabajaba con el «divino padre». Aun al límite de sus fuerzas, el anciano quería ayudar a la gran esposa real en sus investigaciones. Su conocimiento de los expedientes más complejos resultó precioso.
—Sí, Majestad, Maya fue quien puso su sello en los documentos que desorganizaron la flota. Eso significa que…
—Que es el aliado de Horemheb y que traiciona a Tutankamón.
—Habría debido ser más circunspecto —reconoció el «divino padre»—, pero la muerte de mi mujer…
Akhesa contempló al anciano con compasión. Deseaba liberarse de un peso que llevaba en la conciencia, y ella le alentó con una sonrisa.
—En mi posición —explicó incómodo—, es útil conocer el modo de vida de los más altos personajes del Estado. Por ello estoy obligado a hacer que vigilen sus vidas. Un hecho, abrumador para Maya, fue indicado en los informes que no he leído hasta hoy… el superintendente del Tesoro visitó tres veces al general Horemheb, entrada la noche y sin escolta.
¡Maya era un hipócrita abominable! Akhesa se sentía aterrada. No le hubiera creído capaz de tal fechoría. ¿Cómo anunciarle al rey que su mejor amigo trabajaba para destruirle? ¿Cómo decirle que Maya, cometidas sus fechorías, se ocultaba en espera de que Horemheb tomara el poder?
La mayor confusión reinaba en palacio. Escanciadores, intendentes y médicos corrían en todas direcciones. Tutankamón había sido víctima de una indisposición. También los ministros estaban presentes. Akhesa les apartó para penetrar en la alcoba donde permanecía acostado el rey.
Con los ojos cerrados, Tutankamón deliraba. Un servidor mantenía sobre su frente un lienzo con esencias perfumadas. El jefe de los médicos preparaba una poción.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntó ella.
—El rey ha sufrido una fuerte contrariedad a consecuencia de una mala noticia y se ha desvanecido. Tengo el remedio para curarle, pero primero debe descansar.
—¿Qué noticia?
—La muerte del virrey de Nubia, Huy. Cayó en una emboscada cuando inspeccionaba una mina de oro donde habían estallado algunos disturbios. Su cuerpo será repatriado enseguida. Se le momificará en Asuán.
Los aposentos reales estaban desiertos. Akhesa había despedido al personal de palacio. Tutankamón dormía. Quería estar sola.
Agotada, e incapaz de conciliar el sueño desde hacía dos noches, la gran esposa real ni siquiera tenía ganas de alimentarse. El mundo se derrumbaba a su alrededor. Egipto, su Egipto, había caído en manos del general Horemheb. Ella no había sabido prever su acción e imponer el poder de su marido. Luchar más sería una locura. Los sufrimientos del pueblo se harían intolerables.
Era, pues, necesario convocar a Horemheb y anunciarle su nombramiento oficial como regente del reino. La carta solicitándole que acudiera a palacio a la mañana siguiente le sería entregada cuando saliera el sol. Entonces, el reinado de Tutankamón habría terminado, aunque siguiera siendo por algún tiempo el faraón legítimo. Se vería obligado a asociar al trono al general y a delegar en él la capacidad de decisión. Cuando lo considerara oportuno, Horemheb se haría coronar con el apoyo de los grandes sacerdotes de Amón.
Akhesa lloró de rabia. Había fracasado. Lo más doloroso era arrastrar a Tutankamón en su caída. Hubiera merecido ser feliz, conocer un reinado apacible, tener un heredero para sucederle. Pero los dioses habían elegido para él otro destino.
El destino… Como encarnación de Isis, la gran hechicera, ¿no tenía ella el poder de modificarlo? Demasiado tarde, había subestimado a Horemheb. Su función de reina la había embriagado hasta hacerle perder la lucidez. Había vivido en una falsa tranquilidad. No tenía a su alrededor ningún consejero de valor para ponerla en guardia, para inspirarle una estrategia susceptible de contrarrestar los manejos del general.
Era indigno de ella echar sobre otros la responsabilidad. Una reina de Egipto no tenía derecho a ser débil. Le habría gustado compartir con Tutankamón aquella postrera noche de reinado. Pero el alma del rey bogaba por los espacios subterráneos del sueño. Sola… Se enfrentaría sola a la prueba que destrozaba sus sueños. Habría debido odiar a Horemheb, lanzar contra él mil maleficios. Pero su peor enemigo le inspiraba otros sentimientos, un sentimiento que ya no se atrevía a nombrar a aquella hora, cuando los rayos del sol poniente señalaban el final de su aventura.
¡Tenía todavía tanta fuerza, tanta fe en Atón! ¿Por qué inclinarse ante aquel general inteligente y ambicioso? ¿Por qué renunciar a la naturaleza real que era el centro de su ser y le daba su razón de vivir? Sintió deseos de gritar a las estrellas, de implorar a la tierra nutricia, de pedirle ayuda al viento. ¿Quién, aparte del cosmos, podía acudir en su ayuda?
Ciertamente, no pasaría aquella última noche de reinado en un palacio vacío y ya hostil. Desde su niñez, Akhesa había apaciguado con frecuencia sus tormentos alzando la mirada al cielo. Sólo había un lugar donde podría conocer la felicidad de existir: la cima tebana, sumida en la noche y la soledad.
La luz solar iluminaba el estrecho sendero que conducía a la cumbre. La gran esposa real caminaba lentamente, saboreando cada uno de sus pasos. Pronto se hallaría ante el cuerpo luminoso del universo, en las puertas estrelladas por las que pasaba la vida divina para crear la existencia terrestre. Olvidaría el tiempo, aboliría el pasado, oraría a la diosa de ojos de lapislázuli que se extendía sobre Egipto, y ella la cubriría con su amor, envolviéndola en un perfume de eternidad.
En la cumbre, ambición y poder habrían desaparecido. Frente a sí misma, frente al tenebroso vacío de su porvenir, ¿tendría valor para seguir viviendo, para participar en la caída de Tutankamón y desposarse con el nuevo faraón, Horemheb?
Akhesa se quitó las sandalias. Sentir el contacto de la arena le provocó una oleada de goce, la sensación de una juventud indestructible. Corrió, escalando sin trabajo la pendiente. La suavidad de la noche hizo que gotas de plateado sudor se deslizaran por su piel dorada. Se quitó el vestido de lino y, desnuda, recorrió los últimos metros que la separaban del pequeño oratorio construido en la cumbre de la montaña, a cuyos pies habían excavado valles de tumbas.
Súbitamente helada, Akhesa se detuvo al borde del abismo.
Sentado en un banco de piedra, un hombre la contemplaba. Era Maya, el felón.