29

El rey y la reina visitaron con curiosidad la fábrica de papiro cuyos edificios se extendían a lo largo de la orilla, no lejos de la necrópolis donde estaban enterrados los grandes sacerdotes de Thot. La ilustre ciudad del dios de los escribas quedaba bastante cerca de la ciudad del sol, pero Akhesa, pese a la invitación de Tutankamón, se negó a detenerse. No quería verla nunca más. La capital que ella construiría ocuparía, como la de su padre, un paraje que el pie del hombre no hubiera hollado jamás.

Tallos de umbelíferas, algunos de los cuales superaban los seis metros, habían sido cuidadosamente cortados en las marismas donde crecían verdaderos bosques de papiros. El abundante material se transportaba en barca y se entregaba a obreros especializados. Tras haber extendido sobre lienzos varias hileras de papiros llenos de savia y dispuestos en crucero, los cubrían con otro lienzo y los golpeaban con un mazo de madera. Los golpes tenían que ser dados con regularidad y por una mano ligera. Las hileras se pegaban unas a otras, se fundían entre sí sin necesidad de añadir producto alguno. Se obtenía así una hoja, sólida y flexible a la vez, que bastaba luego con aplanar, pulir y cortar para obtener una perfecta superficie de escritura. Secado al sol, el papiro tomaba un hermoso color amarillo. Si la médula de la planta ofrecía papel, su tronco, que tampoco se desperdiciaba, servía para fabricar barcas. Por lo que se refiere a las fibras, se convertían en cuerdas, esteras, cestos o sandalias.

«Escribir —le había dicho Hanis a Akhesa cuando le enseñaba literatura— es hacer existir. El Verbo es vida y conocimiento. Que ninguna palabra se desperdicie. Los escritos son la inmortalidad de los sabios». Aquel discurso adquiría hoy toda su fuerza, por la presencia de aquellos hombres pacientes y escrupulosos que trabajaban para el faraón. Las papelerías eran monopolio real. Cada semana se entregaban grandes cantidades de papiro a las cofradías de escribas constituidas en cada ciudad importante. Textos religiosos, rituales, decretos, contabilidad… Un pacífico ejército consignaba por escrito el menor detalle de la vida cotidiana y sagrada del país.

La gran esposa real abandonó el cortejo oficial y se aproximó a un viejo escriba desdentado de puntiagudo mentón. Sentado a la sombra con la espalda bien apoyada en el muro de la fábrica, tenía en las rodillas una paleta gastada por el transcurso de los años. Con un pincel muy fino, escribía con tinta negra, en un papiro de gran calidad, un himno al dios Thot, su santo patrón.

Cuando Akhesa se le aproximó, ni siquiera levantó la cabeza, permaneciendo concentrado en su trabajo. Divertida primero e intrigada más tarde, le interpeló.

—¿Sabéis quién soy?

—La gran esposa real —respondió sin moverse—. No os saludo mejor, Majestad, porque estoy enfermo y no tengo fuerzas. Los mosquitos me agreden continuamente. Mis músculos están rígidos y la carcoma ataca mis dientes. Debo copiar durante horas y horas textos difíciles, sin cometer la menor falta. Y mis ojos están hinchados y enrojecidos. No quiero que los veáis.

Conmovida, Akhesa pidió al viejo escriba su paleta y su pincel. Éste se los entregó con un doloroso gesto. Ella le ayudó a levantarse y le condujo, pese a sus protestas, hacia el cortejo real que seguía al rey en su visita a las fábricas de papiro. Se lo confió al intendente del faraón.

—Este hombre ya ha trabajado bastante —declaró—. Que lo cuiden y le instalen en una villa confortable con algunos servidores.

Se apartó enseguida, rechazando la mirada de agradecimiento que le dirigía el viejo escriba, y ocupó de nuevo su lugar junto a Tutankamón, descontento por la ausencia de su esposa.

—Ven pronto, Akhesa, hace varios días que un gran personaje nos espera aquí. Nos ha preparado un suntuoso banquete.

La reina se apartó apenada del universo de los fabricantes de papiro. Le habían permitido comprobar la abnegación de los pequeños funcionarios del Estado, que no tenían más preocupación que la de un trabajo impecable del que dependía el buen funcionamiento de la administración y, en consecuencia, la prosperidad de las Dos Tierras. Se prometió que, en cuanto estuviera de regreso en la capital, revisaría el estatuto de aquellos obreros especializados.

Ser generosa… Akhesa descubría una nueva embriaguez. ¿La había ignorado su padre? ¿No habría olvidado que el sol de Atón debe penetrar en todas partes, tanto en las casas más humildes como en el corazón del templo más magnífico? La pobreza ofendía la mirada de Dios. Combatiría aquella plaga con el vigor de un cazador de fieras. No permitiría que uno solo de sus súbditos cayera en la miseria. Inflamada por el nuevo ideal, Akhesa se mostró indiferente a la calurosa acogida reservada a la pareja real en el palacio de la ciudad de Thot.

Abandonó su ensoñación al descubrir a un hombre cuya presencia le sorprendió: el embajador Hanis.

Su mera visión le produjo un temor cuya causa no podía explicarse. Apreciaba a aquel fiel aliado. ¿Por qué desconfiar de él? Inquieta, apenas saboreó los suculentos manjares que le fueron servidos. Aguardaba con impaciencia el fin del banquete. Hanis invitó a la pareja real a gozar de unos instantes de descanso, en una sala donde los masajistas se ocuparían de sus pies ungiendo de aceite sus tobillos. Tutankamón, agotado, dormitaba.

—Tengo que transmitiros una información importante —dijo, tenso, el embajador—. Conozco bien esta fábrica. Es una de las más activas del país, pero ya no pertenece al faraón, como tampoco las de Tebas o Menfis.

—¿Qué queréis decir? —se extrañó la gran esposa real.

Hanis caminaba de un lado a otro, irritado.

—El faraón ya no controla sus propias fábricas, Majestad. Quienes las dirigen han sido nombrados por Horemheb. Desde hace dos años, los ha ido colocando uno tras otro. Le obedecen a él, y él les colma de favores.

—¡Qué importa! —se inflamó Akhesa—. El rey los cambiará en cuanto estemos de regreso.

—Imposible, Majestad —deploró Hanis.

—Pero ¿por qué?

—Porque son competentes y pertenecen a las familias más prestigiosas del reino. Destituirlos provocaría un profundo descontento. Vuestros súbditos detestan las decisiones injustas, Majestad. Lo arbitrario destrozaría vuestra popularidad. El general ha procurado recurrir a personas de valor.

—¿Y en qué nos amenazan? —interrogó Tutankamón, ya despierto.

—Amenazados no es la palabra justa, Majestad. Se trata de influencia…

—Estoy cansado, Hanis. Que Horemheb reine sobre la fabricación del papiro no me importa. Haced que nos preparen el aposento.

El embajador se inclinó y se retiró, curioso y decepcionado. Tutankamón nunca sería un gran rey.

La embarcación real, acompañada por una numerosa flotilla, había puesto rumbo a Menfis, «la balanza de las Dos Tierras», la primera capital del Egipto unificado. El rey se sentía alegre y fogoso. Akhesa sucumbía con agrado a sus caricias, pero su espíritu se hallaba en otra parte. No había tenido tiempo de volver a ver a Hanis, que había regresado a Tebas. Sus revelaciones habían turbado la felicidad de la reina. El papiro… Controlar su producción y fabricación equivalía a dirigir la administración.

¿No estaría Horemheb colocando nuevos peones en el tablero del poder? Su gran paciencia le hacía mucho más temible.

Akhesa habría preferido interrumpir aquellas largas vacaciones, pero Tutankamón se opuso con desacostumbrada firmeza. Regresar a la corte, a los dignatarios y los imperativos de su cargo no le divertía. Prefería las jornadas sin horarios, los paseos por la campiña estival, los baños en el Nilo, la compañía constante de Akhesa, cuyo cuerpo dorado encerraba todavía insospechadas maravillas.

La visión de las tres pirámides de Gizeh apartó toda preocupación del pensamiento de Akhesa, subyugada por los gigantes de piedra que emergían del agua. Encarnando las colinas primordiales surgidas del océano en los orígenes, brillaban con mil fulgores debido a su revestimiento de caliza blanca, que reflejaba los rayos del sol con extraordinaria intensidad. Petrificadas luminarias iluminaban todo el país, difundiendo una energía celestial.

En el barco real, todos habían enmudecido. En las memorias resonaban las palabras de las arpistas, celebrando la perfección de los tiempos en que se construyeron las pirámides, se excavaron los canales para que circulara el agua de la vida y se plantaron árboles para los dioses.

Akhesa experimentaba una sensación de rebeldía. ¿Por qué los Artífices no edificaban ya monumentos tan espléndidos? ¿Por qué el Egipto del dios Amón y los sacerdotes tebanos había perdido el impulso del imperio antiguo, donde el rey-dios utilizaba la pirámide como una escalera hacia el cielo?

Fascinada, quiso permanecer más tiempo en aquel lugar cargado de fuerzas benéficas y ver todos los monumentos todavía accesibles. Arrastró a Tutankamón hacia los templos donde se momificaba a los reyes, recorrió con él los caminos que subían hacia las pirámides y las calzadas decoradas con relieves que narraban la vida cotidiana de sus antepasados, y penetró en el interior de los santuarios donde, gracias a los ritos, la muerte se transformaba en vida.

A cada tumba le estaban destinados unos sacerdotes, que se encargaban de celebrar el culto a la memoria del difunto. Cada día pronunciaban las palabras de resurrección y aportaban ofrendas al alma, que regresaba a la tierra bajo la forma de un pájaro antes de partir hacia la luz. A Akhesa le escandalizó el descaro de algunos de ellos y la degradación de una capilla erigida a Kheops. Tutankamón aplicó sanciones y convocó al Artífice de Menfis para que procediera sin dilación a los trabajos de restauración.

Finalizaba el estío, cuando un día, al amanecer, la pareja real se presentó en el alto templo de la gran pirámide de Kheops, el monumento más gigantesco que nunca hubiera edificado un faraón. Tutankamón no deseaba visitarla, de tanto como le impresionaba. Pero Akhesa había requerido ya la presencia del superior de los sacerdotes de la pirámide para que les guiara hasta la entrada del monumento, una pequeña abertura practicada en la cara norte, a una treintena de metros por encima del suelo. La pareja real fue izada con cuerdas para avanzar sobre los bloques de caliza perfectamente ajustados. Akhesa y Tutankamón se inclinaron y pasaron por un estrecho agujero practicado en la piedra para contornear un tapón de granito.

El superior de los sacerdotes, blandiendo una antorcha que no desprendía humo, les precedió por un corredor cuya pendiente se acentuó brutalmente. El pasillo se hizo tan pequeño que los visitantes tuvieron que avanzar inclinados, uno tras otro. Tras un largo y penoso descenso en el que el aire estuvo a punto de faltarles, llegaron a una vasta sala con suelo de tierra batida.

—Estáis en las entrañas de la tierra —indicó el superior de los sacerdotes—. El alma del faraón obtiene aquí la energía del reino de las tinieblas.

En el santuario reinaba una relajante frescura, que permitió a la pareja real recuperar el aliento antes de recorrer el pasillo en sentido inverso, para ascender hacia el punto de intersección con otro corredor que conducía a una vasta cámara vacía, en cuyo muro del fondo se abría una hornacina que representaba los peldaños de una escalera celeste.

A los visitantes les deslumbró el descubrimiento de la gran galería, un inmenso espacio de casi cincuenta metros de largo, que era necesario atravesar para llegar a la cámara funeraria. Dándose la mano, Akhesa y Tutankamón se recogieron ante el sarcófago del ilustre Kheops. Estaba vacío y no tenía tapa. El cuerpo momificado había sido enterrado en el sur de Egipto, pues la pirámide del norte estaba destinada a su ser de luz, invisible para los ojos de la carne.

La gran esposa se sintió frágil y muy ligera en el seno de aquella morada de eternidad que la abrumaba con su inhumana masa. ¿Tendría tiempo para mostrarse digna de los antiguos monarcas, para devolver a su país el impulso creador de la época de las pirámides? Tutankamón, advirtiendo el debate interior que le agitaba, la interrogó con la mirada.

—Regresamos a Tebas —anunció ella.

La crecida concluía y el nivel del agua bajaba, dejando aparecer las tierras enriquecidas por el limo nutricio. Para los campesinos, había llegado la hora de manejar las azadas, formadas por una única pieza de madera. La reja abría el pesado suelo empapado por la inundación. Los niños aplastaban con la mano los grandes terrones, mientras los sembradores arrojaban la semilla en los poco profundos surcos. En los grandes dominios se utilizaban arados tirados por vacas o bueyes. Esos mismos animales tenían la tarea de hundir con su pisoteo los granos en la tierra.

Una muchedumbre de cortesanos aguardaba a la pareja real en el embarcadero principal de Tebas. El séquito del «divino padre» Ay se encargó de transportarles en silla de mano hasta una de las mansiones del viejo dignatario, situada en el centro de la capital. Había querido ser el primero en recibir a los soberanos tras su larga ausencia. Las calles de la ciudad de Amón estaban llenas de carros, de mercaderes y de ociosos. Se circulaba en todas direcciones, y todas las razas de la tierra se mezclaban en ellas. El cortejo oficial se abrió paso con gran trabajo, pese a las enérgicas intervenciones de los soldados encargados de su seguridad. Akhesa añoraba las amplias y soleadas avenidas de la ciudad del sol.

En la planta baja de la casa del «divino padre», los jefes de equipo apostrofaban a los panaderos, que tamizaban y machacaban el grano, pidiéndoles que se apresuraran a preparar panes y pasteles. Los carniceros transportaban grandes porciones de carne a la cocina, instalada en el terrado para que los olores fueran barridos por el viento. El intendente condujo a la pareja real hacia el despacho del dueño de la casa, en el primer piso. Estaba iluminado por tres ventanas que daban a un jardín interior, en el que había un estanque rectangular rodeado de tamariscos.

Ay se inclinó ante el rey y la reina, y a continuación despidió a los escribas, a quienes estaba dictando unos informes. El viejo cortesano parecía cansado y deprimido. Sus arrugas se habían hecho más profundas. Agotadas las fórmulas de cortesía y servida ya una colación, los invitados se sentaron en sillas de madera dorada.

—Me ha golpeado una gran desgracia —reveló el «divino padre»—. El alma de mi esposa, la nodriza Ti, ha abandonado su cuerpo para dirigirse a los paraísos de occidente. La momia fue depositada en la tumba hace quince días. Sigo trabajando. Estudiar expedientes es, sin duda, el mejor modo de luchar contra la pesadumbre. La situación económica lo exigía.

Tutankamón no supo qué decir. Tras aquellas encantadoras jornadas pasadas lejos de Tebas, se veía brutalmente sumido en una atmósfera dramática en la que se sentía desarmado.

—No hemos recibido ningún correo vuestro —observó Akhesa.

—Mi dolor sólo a mí me concierne, Majestad. Por lo que al país se refiere, nada inquietante ha ocurrido. Al menos en apariencia.

—Explicaos —exigió Akhesa.

El «divino padre» hablaba con lentitud.

—Las tierras más ricas de la provincia tebana pertenecen a los sacerdotes de Karnak y a los templos infeudados. La explotación de la mayor parte de ellos ha sido confiada a nuevos aparceros con el encargo de hacerlas producir más.

—¿Era necesario? —interrogó el rey.

—Sin duda no —estimó el «divino padre»—. El procedimiento no es ilegal. Los contratos se han formalizado correctamente con técnicos que ya obtendrán este año excelentes resultados.

—¿Y por qué os inquieta su nombramiento?

—Una rápida investigación me ha informado de que todos estaban al servicio del general Horemheb o de su esposa. Eso significa que se convierten, con la anuencia del clero, en los mayores terratenientes del país.

La primavera comenzaba a ser radiante. La crecida provocada por Tutankamón había irrigado tan bien la tierra amada por los dioses, que la cosecha, según los Anales de los escribas, que se remontaba a más de mil años, sería una de las más abundantes de la historia de Egipto. En los campos, los campesinos pronto segarían con sus hoces el trigo y la cebada. Largas hileras de asnos con pesadas gavillas encerradas en redes se dirigirían a las eras, donde el grano sería aventado, tamizado y limpiado antes de llenar los graneros reales, que ese año ascenderían hasta el cielo.

La tierra negra era tan fértil que nutriría a todos sus hijos. La gran fiesta de primavera podría celebrarse con gran regocijo, puesto que nadie sufriría hambre. La fama de Tutankamón no dejaba de crecer. Los banquetes sucedían a las recepciones, la cacerías a los paseos en barca. El rey promulgaba decretos en favor de los campesinos, los soldados y los sacerdotes de diversos templos, ganándose así la simpatía de los humildes. Su reinado prometía ser feliz e ilustre. Tenía ante sí varios decenios para marcar Egipto con su huella.

Akhesa había salido de palacio antes del amanecer, sin avisar a su sirvienta nubia. Aquella escapada le recordaba su fuga de muchacha, en la ciudad del sol. Libre y conquistadora, había desafiado a la policía de su padre y obtenido su primera victoria. ¡Había soñado tanto con ser reina! Cumplido su deseo, ya sólo le quedaba el peso del poder.

Akhesa se quitó el manto. Los rayos del sol ya calentaban. Había rogado a Atón, cantando en voz baja el himno compuesto por su padre. Pensaba en él cada día y cada noche. Vivía en ella, atento y paciente, pero hacer oír de nuevo su voz resultaría imposible si la trampa tendida por Horemheb se cerraba sobre la pareja reinante. La gran esposa real, vestida, como una simple campesina, con una túnica sin mangas, había citado bajo el sicómoro al mejor amigo de Tutankamón, al superintendente del Tesoro, Maya, para obtener una información capital.

Éste se reunió con ella a la hora prevista, cuando el sol llegaba a la mitad de su carrera hacia la cima del cielo. ¿Quién habría podido reconocer al ilustre Maya, con los cabellos rapados, el cuerpo polvoriento y los pies desnudos? Parecía un trabajador agrícola cualquiera.

—Nadie me ha seguido, Majestad. ¿Puedo seguir llamándoos Hermana?

—Formamos parte de la misma comunidad, Hermano, aunque no sintamos gran afecto el uno por el otro. Aquí podemos hablar. No nos traicionará ningún oído indiscreto.

—Cosa que no sucede en palacio y por la cual he preferido veros aquí. Una audiencia oficial habría intrigado a los fieles de Horemheb.

En el cinturón de su burdo taparrabos de piel de cordero, Maya había colgado una calabaza de agua fresca. Ofreció a la reina y, luego, apagó su sed.

—¿Se han confirmado vuestras sospechas? —preguntó Akhesa—. ¿Ha hecho Horemheb entrar en Egipto monedas fabricadas por los extranjeros?

—Ha renunciado a tan odioso proyecto al tomar conciencia de que arruinaría nuestra economía. El día en que esas malditas monedas mancillen nuestro país, provocarán envidias, querellas y guerra civil allí donde circulen.

Akhesa exhaló un suspiro de alivio.

—No os alegréis tan pronto, Hermana. Horemheb sigue siendo un estratega de genio. Todas nuestras transacciones comerciales se efectúan por medio de intercambios de géneros, en función de un valor abstracto de referencia…

—Que vos debéis fijar como superintendente del Tesoro —precisó la reina.

—Exacto —reconoció Maya—. Pero yo no controlo el volumen del trono. Horemheb, sí. Por medio de los altos funcionarios, incluidos los de mi propia administración, domina el conjunto de la economía. Con algunas órdenes precisas, puede paralizarla sin dejar huella escrita.

—¿Y por qué iba a actuar así? ¿Qué interés puede tener en arruinar su propio país?

—Sería por un período de tiempo muy corto… Tras haber tomado el poder con el apoyo del clero de Tebas, acusaría a Tutankamón de desidia y haría resurgir la prosperidad como por milagro, restableciendo la circulación de los productos. Tenéis que rendiros a la evidencia, Majestad: estáis en el trono, pero es el general Horemheb quien reina.

En aquella mañana de abril, el pueblo de Tebas despertó al son de trompetas, tocadas por un centenar de militares. Una considerable muchedumbre, contenida por los cordones de soldados armados, se apiñaba para asistir al desfile militar que ofrecía el general Horemheb en el atrio del templo de Karnak. Allí se habían reunido los jefes de los principales cuerpos del ejército y las tropas de élite. Éstas desfilaron ante Horemheb, de pie en una plataforma protegida del sol. El general llevaba una coraza de oro y plata, obra maestra de un artesano del templo de Amón.

El pueblo estaba encantado de contemplar la prestancia de los soldados que debían protegerle. Agradecía a Horemheb que hubiera hecho plantar tiendas donde, al finalizar la ceremonia, se distribuiría pan y cerveza. Un solo oficial no compartía la alegría común: Nakhtmin, teórico jefe del ejército, al que el general Horemheb había olvidado avisar. Loco de rabia, corrió al palacio real, donde fue recibido por la gran esposa real. Salió algunos minutos más tarde del despacho del faraón, con una convocatoria que se apresuró a llevar personalmente al general.

Horemheb fue recibido en la sala del trono, sin la presencia de cortesanos. El rey y la reina estaban solos, coronados y con las vestiduras oficiales. El faraón mantenía sobre el pecho su cetro de mando. Una ligera sonrisa flotaba en los labios de Akhesa. El paso en falso que estaba esperando acababa de darse.

—General Horemheb —atacó el faraón, olvidando las fórmulas protocolarias—, ¿qué significa esa demostración de fuerza? ¿Por qué no se ha advertido al jefe del ejército, dejándome así en una insoportable ignorancia?

Horemheb se expresó suavemente, en un tono condescendiente.

—El asunto era demasiado urgente, Majestad. Intenté avisar a Nakhtmin, pero pasa tan poco tiempo en su despacho… Las malas lenguas dicen que prefiere la caza a la administración. Tuve que encargarme yo mismo de reclutar inmediatamente tropas de élite.

—¿Por qué razón?

—Nos marchamos de inmediato a Siria. Un destacamento hitita acaba de apoderarse de uno de nuestros fortines. Es imposible no responder a semejante agresión.

Akhesa, sin dejar de mirar al general Horemheb, tendió al rey un papiro desenrollado.

—Vuestra versión de los hechos no corresponde al informe que me ha ofrecido el embajador Hanis, en misión desde hace varias semanas en aquella región. Tiene orden de comunicarme el menor trastorno. Y no sólo no me indica nada alarmante, sino que advierte, además, una deferencia cada vez más profunda de los hititas hacia el trono de Egipto. El faraón reina, general, parece que lo habéis olvidado.

—¿Significa eso, Majestad, que aplazáis mi intervención en Siria?

El general contaba con esta expedición para poner fin a su estrategia, asegurándose la cooperación de los oficiales con vistas a una pacífica toma del poder, cuya fecha se fijaría más tarde. Sólo una campaña lejos de Egipto habría favorecido fructuosas entrevistas al abrigo de las miradas de Nakhtmin y de los fieles a Tutankamón.

—Significa que se anula, general. En adelante, recibiréis las órdenes directamente de mí. Me mostraré indulgente debido a vuestra absoluta fidelidad a la corona, pero no toleraré otra falta.

—¿Lo habéis pensado bien, Majestad? Creo que…

—¡Basta, general!

—Tal vez lamentéis muy pronto esta decisión, Majestad, pero obedeceré.

Antes de volverse y salir de la sala, Horemheb dejó de mirar al rey. Sus ojos se dirigieron a la gran esposa real, que seguía sonriendo.

Akhesa triunfaba.