Todos los cortesanos de Tebas habían acudido de madrugada al palacio real. Corrían unos rumores descabellados que anunciaban la marcha del rey al gran Sur, la muerte súbita de la gran esposa real, el regreso a Egipto del cadáver torturado del virrey de Nubia, Huy, y otros diez acontecimientos trágicos que sumían en la angustia a la dinastía reinante. El Primer Profeta de Amón y sus acólitos también se habían desplazado. El anciano, ante el que se habían inclinado los guardias de la sala de audiencias, encargados de ejercer un severo control sobre los recién llegados, se había sentado en un sillón dorado, al pie de los peldaños del estrado en el que habían instalado dos tronos.
Los murmullos se apagaron cuando, precedidos por un maestro de ceremonias que manejaba un largo bastón, aparecieron el rey y la reina.
El monarca llevaba la corona azul y sostenía en la mano derecha el cetro del pastor, que reunía a su pueblo. El maquillaje cubría su pálida tez.
Ante la estupefacción de la corte, Akhesa había renunciado al sabio maquillaje que tan de relieve ponía su rostro. Vestida con una larga túnica plisada de lino, con los cabellos echados hacia atrás y sujetos con una diadema, parecía indiferente, casi ausente. A la resplandeciente muchacha le había sucedido una mujer herida que soportaba una carga demasiado pesada para sus hombros.
Las suposiciones se confirmaban: Akhesa no sobreviviría por mucho tiempo a la destrucción de la momia de su padre. Pronto, otra esposa real se sentaría junto a Tutankamón. Ambos lados de la sala de audiencias estaban llenos. A una señal del faraón, los guardias abrieron la puerta de dos batientes. Un nubio conduciendo a una pequeña jirafa sujeta con una correa, otros dos llevando bueyes enanos, y unos cuantos más llevando escudos de madera cubiertos de pieles de leopardo o antílope, parasoles, jarras repletas de oro y jaspe, taburetes plegables y colmillos de elefante, arrancaron exclamaciones de admiración. Los negros daban pruebas de una notable elegancia: corta peluca en la que se había hincado una pluma de avestruz, finos collares de oro, vestidos de cortas mangas con un ahuecado lazo en la cintura.
Cuando los regalos fueron depositados a los pies de la pareja real, la procesión terminó. Entonces entró el virrey de Nubia, Huy, con aspecto marcial y alta la frente. Caminó lentamente, sintiendo clavadas en él las inquietas miradas de la corte. ¿Aquella presentación de tributos no habría sido organizada para atenuar la gravedad de las noticias que Huy portaba?
El virrey se inclinó ante sus dos soberanos.
—El faraón ha vencido al asiático y al negro —declaró con voz fuerte—. El rey es un guerrero invencible, un poderoso león que ignora la derrota. Al faraón, mi señor, tengo la alegría de comunicarle que la rebelión de las tribus nubias ha sido dominada. La provincia está en calma. Incluso han venido los jefes de clan con sus esposas y sus hijos para celebrar la grandeza de Egipto. No faltará el oro. Continuará adornando los muros de los templos y las estatuas de los dioses.
Las aclamaciones saludaron las palabras del virrey de Nubia. Tutankamón se levantó, bajó del estrado y puso tres pesados collares de oro en el cuello de su fiel amigo. Bailaron unos niños negros agitando ramas de palmera, mientras resonaban los sones de las matracas. El regocijo se apoderó de todo el palacio, llegó luego a las calles vecinas, a los barrios populares y a los muelles donde atracaban numerosos barcos de los que descargaban, cantando, jaulas que contenían panteras, cajas llenas de especies y sacos de oro. No sólo triunfaba Huy, sino también, y sobre todo, Tutankamón. Su ejército acababa de obtener un primer éxito significativo, probando que el dios Amón extendía su protección sobre el monarca. El rey ofrecía al templo de Karnak montones del preciado oro que tanto les gustaba a los sacerdotes.
Tutankamón afirmaba su capacidad de reinar. Se convertía en el faraón.
El general Horemheb dejó tras de sí su largo séquito de servidores para entrar en la parte secreta del templo de Karnak. Recibido por un joven sacerdote de cráneo rapado, cruzó una sala de columnas en la que unas pequeñas aberturas, practicadas en las losas del techo, creaban haces de luz que iluminaban escenas de ofrenda. Una tranquilizadora paz reinaba en aquellos lugares de silencio y meditación. Como todo egipcio de alto rango, Horemheb llevaba a cabo todos los años un retiro en el lugar sagrado. Dejaba el mundo, olvidaba lo cotidiano y se sumergía en lo sagrado, purificando así su mirada. Ningún hombre influyente tenía derecho a permanecer demasiado tiempo en lo temporal. Sólo un contacto directo con lo divino devolvía un juicio justo.
A Horemheb le gustaban esos períodos de aislamiento. Por lo común, obtenía en ellos un equilibrio sereno, el desprendimiento necesario para llevar a buen puerto sus proyectos. Pero esta vez, su espíritu estaba demasiado preocupado para disfrutar de la secreta armonía de aquellas piedras indiferentes a las querellas humanas.
El general se detuvo ante la sala del tesoro, donde trabajaban dos artesanos cincelando jeroglíficos sobre jarrones de oro. Un tercero se entregaba a una delicada operación, consistente en preparar una soldadura, mezcla de oro, plata y cobre. Tales especialistas salían raras veces del recinto sagrado, ocupados en fabricar obras maestras de orfebrería para el dios Amón. El general les dedicó una mirada de envidia. Ellos no conocían la angustia ni la ambición. Eran sin duda inconscientes de su felicidad. Repitiendo los mismos gestos, día tras día, mes tras mes, año tras año, llegaban a la perfección. Lo que creaban, les creaba. Horemheb había conocido, antes de su educación de escriba, las trascendentes alegrías del trabajo manual. Ignoraba entonces que algún día le parecerían un lujo inaccesible.
Al general le gustaba vivir en una pequeña casa de tres habitaciones a orillas del lago sagrado donde, en compañía de los sacerdotes, se purificaba al alba. Rechazando la presencia de cualquier servidor, Horemheb pasaba el día leyendo y releyendo textos religiosos, o paseando por las salas de los templos para descifrar los rituales inscritos en los muros. Fuera de su época, fuera del tiempo de los hombres, revivía el origen del mundo en compañía de los dioses y las diosas cuyas representaciones se animaban ante sus ojos. Se llenaba el pecho con el aliento del Egipto ritual, sobre el que se había fundado la civilización más poderosa del mundo.
En el umbral de la mansión reservada al general Horemheb estaba sentado un anciano, con la mirada perdida en el cielo. Reconociendo al Primer Profeta, Horemheb supo que debía renunciar al apacible retiro que esperaba.
Ambos hombres se saludaron y, a continuación, entraron en la estancia principal de austero mobiliario. El anciano permaneció de pie, apoyado en su bastón. Horemheb se sentó en un taburete de tres pies, sin perder de vista a su interlocutor. Al general, esta improvisada entrevista le pareció una trampa. Sólo sentía por el Primer Profeta una estima glacial, sabiéndole retorcido y obstinado.
—No temáis nada —recomendó el anciano—. Este encuentro no es muy protocolario, lo confieso… Pero, a veces, hay que olvidar la rigidez de la etiqueta, ¿no os parece?
—Karnak es vuestro reino —respondió Horemheb—. Hacéis en él lo que os place.
El Primer Profeta dejó escapar un profundo suspiro.
—En modo alguno, general. Soy el servidor del dios Amón y debo ejecutar su voluntad en esta tierra. Poco importan mis gustos y mis preferencias. Amón ha convertido a Egipto en un país rico y victorioso. No quiero que esta prosperidad sea aniquilada por las locuras de un monarca incompetente. Estamos al borde del abismo. Sois consciente de ello.
—Es cierto —reconoció Horemheb—, pero soy el servidor del faraón. Lo que yo pienso no tiene valor alguno. Mi papel consiste en obedecer las órdenes que recibo.
—¿Y si ya no las recibís? ¿Si os han apartado de toda decisión importante?
Horemheb no halló ninguna respuesta convincente.
—Si es así, vendré a instalarme en este templo para vestir el hábito de los sacerdotes y alejarme de un mundo que se ha vuelto hostil.
Una desdeñosa sonrisa animó el arrugado rostro del Primer Profeta.
—¡No os mintáis a vos mismo, general! Habéis nacido para el poder. La ambición os perseguirá vayáis a donde vayáis. Aunque os aislarais en las profundidades del desierto de oriente, allí iría a buscaros. Tenéis madera de rey. ¿Por qué renunciar a tan sublime función?
Horemheb se estremeció. El anciano leía en su pensamiento.
—No tengo que renunciar ni exigir nada. Una joven pareja ha subido al trono. ¿Por qué interrogarnos sobre el porvenir?
—Porque está en nuestras manos. En las vuestras y en las mías, pero no en las unas sin las otras. General, el consejo de los Profetas se ha reunido y ha decidido ayudaros a reconquistar la posición que habéis perdido, en espera de algo mejor, mucho mejor…
—¿Por qué tanta solicitud? ¿Qué esperáis de mí a cambio?
—Me gustan esas preguntas —indicó el anciano—. Demuestran que sois el hombre adecuado. Tutankamón es un rey débil de frágil inteligencia. Podríamos, sin embargo, convertirle en un aliado si no tuviera un irremediable defecto: haberse enamorado de una herética.
Horemheb se sobresaltó.
—¿La gran esposa real? ¿Acaso no ha mostrado su fidelidad a Amón?
—Esa mujer es tan ambiciosa como vos, general, pero domina un arma que vos manejáis mal: la doblez. Sin embargo, he conseguido atraparla en su propio juego. Simple falta de experiencia por su parte… Aprende deprisa, muy deprisa. Pronto habrá adquirido tal autoridad que me será casi imposible combatirla.
—¿Por qué tanto encarnizamiento? —se extrañó Horemheb—. ¿Qué le reprocháis a Akhesa?
—Querer prolongar la maléfica obra de su padre —respondió el Primer Profeta con gravedad—. Cuando haya averiguado todos los secretos del gobierno de Egipto, dirigirá sus golpes contra los sacerdotes de Amón y hará renacer la religión de Atón. La herejía invadirá de nuevo nuestro país y lo condenará a una definitiva decadencia. Ni vos ni yo tenemos derecho a aceptarlo. Nos convertiríamos en cobardes a los ojos de Amón.
El Primer Profeta de Amón tenía razón. Horemheb había llegado a las mismas conclusiones, pero entrar en conflicto abierto con Akhesa significaba perderla para siempre.
—No tenéis elección —añadió el anciano—. Aliando nuestra experiencia, podremos devolver a Egipto al buen camino. El dios supremo os invita a ofrecerle vuestro brazo, general. ¿Aceptáis?
La mirada del Primer Profeta se hizo más glacial todavía. Ni siquiera intentaba convencer a su interlocutor. Le anunciaba, del modo más directo, que el combate sería implacable.
¿Tenía que renunciar a Egipto o renunciar a Akhesa? ¿Tenía que rechazar el amor de una mujer por el de un imperio? Huir hoy era odiarse mañana, perderlo todo.
—¿Cuál es vuestra estrategia? —preguntó el general Horemheb al Primer Profeta de Amón.
Tras muchas vacilaciones, Tutankamón había tomado la decisión de forzar la puerta de su esposa. Ya no soportaba su ausencia.
La encontró tendida en el lecho, con los brazos a lo largo del cuerpo, como muerta. Loco de inquietud, le tomó la mano derecha y la besó largo tiempo.
—Tu padre está lejos —dijo—. Vive para mí. Vive para nosotros. Así será preservada su memoria. Si renuncias a luchar, los sacerdotes de Amón serán omnipotentes.
Tutankamón había hablado demasiado deprisa. Sus palabras se habían entremezclado. Había renunciado a gritar su amor para evocar otra pasión, la del poder.
Akhesa volvió la cabeza hacia su esposo.
Sus ojos estaban llenos de tristeza.
—Mi padre combatió a los sacerdotes y fracasó. Tampoco nosotros venceremos.
Tutankamón posó la cabeza en el vientre de Akhesa.
—¡Tú serás más prudente y más fuerte! Y yo estaré a tu lado…
Había conseguido arrancarle una sonrisa enternecida.
—Vamos a salir de Tebas, Akhesa. Nuestro pueblo aguarda la crecida. Debemos ofrecérsela.
Akhesa se levantó y se dirigió a la ventana de la alcoba. Un rayo de sol la aureoló, desvelando su cuerpo bajo la fina túnica de lino.
—Estoy lista, rey mío.
Akhesa y Tutankamón salieron de palacio en silla de mano, acompañados por una reducida escolta. El paseo comenzó a primeras horas del día para evitar los ardores del sol. El primer dignatario que les recibió fue un terrateniente que reinaba sobre gran cantidad de campos y rebaños. Comenzaba el recuento, cuando la pareja real llegó junto a la mesa de madera colocada en un palmeral.
El terrateniente se prosternó ante el faraón, alabando al cielo por haberle concedido la insigne gracia de verle. Escribas y trabajadores agrícolas lanzaron gritos de alegría, sabiendo que aquella visita suponía un día de descanso suplementario.
Ante la mesa había un hombre tendido boca abajo en el suelo. Dos escribas, con el bastón en la mano, se disponían a apalearlo.
—¿De qué crimen es culpable? —preguntó Akhesa.
—Ha desplazado un mojón y falseado el catastro, Majestad. El hecho es grave. La falta exige un severo castigo, unos buenos bastonazos.
—Que se perdone a este hombre —exigió la gran esposa real—, y que lo dejen libre. Pero si comete una nueva falta, se le agravará la pena y se le aplicará enseguida.
Atónito y con los ojos llenos de agradecimiento, el campesino corrió hacia Akhesa, que acababa de bajar de la silla de mano, y le besó los pies.
—Guiadnos —pidió al terrateniente la gran esposa real—. Quiero conocer mejor vuestras tierras y a vuestra gente.
Halagado por el inmenso honor que se le concedía, el propietario realizó su tarea con comunicativo entusiasmo. Evocó las tres estaciones del año egipcio: la de la salida, cuando la naturaleza emergía de las aguas de la inundación, que comenzaba a retirarse; la de la sequía, cuando las tierras, sembradas de luz y riego, producían abundantes cosechas; y, por fin, la de la inundación, que todos esperaban con una impaciencia teñida de angustia. ¿Sería la crecida demasiado violenta, o insuficiente? ¿Llegaría en el buen momento? ¿Tendría el faraón influencia bastante sobre el dios Nilo para convencerle de que se mostrara generoso con los humanos?
En aquel mes de estío, a pocos días, pocas horas tal vez, del ascenso de las aguas, la crecida ocupaba todas las conversaciones. El río estaba en su nivel más bajo. En todas partes, la tierra estaba agrietada, casi moribunda.
Akhesa recuperaba el valor. La campiña egipcia la revivificaba. Los alegres gritos de los niños, a su paso, le devolvían el gusto de la felicidad.
La pareja real y el terrateniente se detuvieron a la orilla del Nilo. En un islote herboso descansaba un cocodrilo.
—El rey Tutankamón producirá una abundante crecida —afirmó Akhesa—. Las riberas reverdecerán y florecerá la campiña. Las cosechas llenarán los graneros. Se danzará en las eras y el nombre del rey será aclamado.
El rey y la reina se habían dirigido a Asuán, a la isla del inicio del mundo donde se había excavado la gruta de la que brotaba el Nilo. El dios carnero mantenía las aguas bajo sus sandalias. Cuando levantaba el pie, liberaba el río. Era necesario también que se le dirigieran justas plegarias y se le ofreciera una cantidad suficiente de ofrendas. En caso contrario, la crecida no se produciría y Egipto padecería hambre.
Un buen rey ofrecía al país una buena crecida. Dios y hombre a la vez, debía ser capaz de hacer fértil la tierra. Eso era lo que enseñaban los sabios y lo que sabía el pueblo.
Tutankamón temblaba. Le costaba controlar su nerviosismo. A su lado, Akhesa no parecía impresionada en absoluto por la presencia de una cohorte de cortesanos y de todo el clero del dios carnero. El faraón se jugaba el trono queriendo demostrar la magnitud de sus poderes mágicos. Si fracasaba, sólo podría encerrarse en su palacio y renunciar al poder.
Akhesa tendió a su marido un rollo de papiro en el que estaban inscritas las plegarias al Nilo. Desde lo alto del promontorio donde se encontraba, el rey arrojó al río el texto sagrado, confiando en que el alimento bastara al dios Nilo. Lanzado por una mano vacilante, el volumen chocó contra una roca saliente, rebotó en la abrupta pendiente y se hundió, por fin, en un remolino que se había formado en el lugar preciso donde la tradición situaba la fuente del Nilo.
Akhesa rogó en silencio. Invocó a Atón, suplicándole que concediera el éxito a Tutankamón. Ahora, era preciso esperar. Tal vez durante horas, tal vez hasta que finalizara el día. Tutankamón se veía doblado, vencido, volviendo a la barca real bajo el acusador brillo de la luna. La luna… Ella, aunque fuera invisible en el azul del cielo, debía producir hoy mismo la crecida de las aguas. Pero los astrólogos se habían equivocado otras veces…
Akhesa temía que el faraón, abrumado por el calor y la fatiga, fuese víctima de una nueva indisposición. El peso de la corona y de los cetros podía resultarle insoportable. Los oficiales presentes en la ceremonia acechaban el término de la prueba. Serían tan implacables en caso de fracaso como laudatorios si obtenía el éxito. La gran esposa real no esperaba ninguna compasión de su parte y no buscaba excusa alguna. Reinar no admitía debilidades. Si Atón no la satisfacía, si no confraternizaba con ella, su gran designio sería sólo utópico.
A excepción del pequeño remolino que disminuía de intensidad, el Nilo, de un delicado color azul, permanecía desesperadamente tranquilo. Tutankamón tenía la mirada fija. Sus piernas vacilaban. Akhesa lo tomó del brazo, ayudándole a conservar el equilibrio. Cuando sintió el contacto de su piel, el rey extrajo del fondo de sí mismo una postrera energía. No le importaba convertirse en un gran monarca. Quería vivir y vencer para permanecer junto a la mujer que amaba. El mango del cetro de oro le abrasaba la mano.
De pronto, el agua del río se enturbió y el azul se tiñó de rojo oscuro. El limo procedente de la lejana África llegaba a Egipto. Y el río creció y creció, saludado por las aclamaciones de los sacerdotes.
El Nilo, cual un muchacho saltarín lleno de deseo por la tierra de Egipto, que fecundaba durante sus bodas de luz y calor, cubría poco a poco las campiñas. Una vez más, los astrólogos habían descifrado en el cielo el mensaje de la estrella Sothis, que anunciaba la canícula y la crecida de las aguas que alcanzarían su nivel más alto durante el mes de septiembre. La estrecha faja verdeante del Valle, fértil banda que se abría trabajosamente camino entre dos desiertos, se convertía en un lago del que sólo emergían ciudades y pueblos, construidos sobre colinas.
Era el tiempo del descanso. Mientras el divino río depositaba su limo fertilizador en el suelo, los humanos iban en barca de una aglomeración a otra, visitaban a lejanos amigos, organizaban fiestas y justas náuticas.
Era el tiempo que Tutankamón había elegido para hacer olvidar a Akhesa el drama que le había desgarrado el corazón y las preocupaciones de la corte. Tras su triunfo en Asuán, donde había demostrado que detentaba el más fabuloso de los poderes mágicos, el de provocar la crecida, el joven rey disfrutaba de una popularidad que iba en aumento. Bajo la cortesía convencional de los dignatarios, sentía que despertaba cierta admiración. La hazaña, ampliamente difundida entre los jefes de las provincias por los correos reales, le había valido un auténtico reconocimiento. Múltiples indicios anunciaban que aquella crecida sería una de las más benéficas que nunca hubieran conocido las Dos Tierras. Los redactores de los Anales preveían que el reinado de Tutankamón sería glorioso. El monarca se sentía orgulloso de sí mismo.
Akhesa salió poco a poco de un período de abatimiento demasiado largo. Experimentaba la maravillosa sensación de ver su país por primera vez. Vivía desde el interior la potencia del río, se identificaba con aquel paisaje alimentado por una vida oculta, se inflamaba de apasionado amor por ese pueblo que vivía de sol y de agua.
La nave real, unas veces empujada por el viento y otras movida por una veintena de remeros que cantaban para mantener la cadencia, se deslizaba por la inmensa extensión líquida. Barcas de pesca, transbordadores, y barcazas cargadas de piedras o de alimento se cruzaban sin cesar con ella en una intensa circulación. Un concierto de aclamaciones se sumaban a las de los lugareños agrupados en las colinas que emergían, para saludar a la pareja real.
La proa estaba adornada con un ojo que, descubriendo el menor impedimento, aseguraba al barco del faraón un apacible viaje. A tan eficaz magia se añadía la experiencia del marino que, con ayuda de su pértiga, sondaba regularmente el río.
Como respondiendo al deseo de Akhesa, el soplo del norte hinchó la vela rectangular, fijada a una verga que se izaba por medio de una driza. El hombre de popa cambió la inclinación del largo remo gobernalle. La velocidad aumentó enseguida. En la cocina, instalada a proa, se apresuraron a asar la carne de cordero y a servir cerveza fresca.
Akhesa y Tutankamón regresaron a su cabina, levantada en medio del barco. El gran paño blanco que servía de techo había sido plegado. El sol penetraba a oleadas en la confortable estancia, amueblada con sitiales, cofres de madera y recargados almohadones. La gran esposa real se arrodilló, manteniendo erguido el busto.
—Voy a pedir a un criado que nos haga sombra —dijo el rey.
—No —protestó Akhesa—. Siéntate en tu trono y dame de beber.
Se volvió hacia él con suprema elegancia y le ofreció una copa de oro en la que escanció agua fresca. Con los ojos, Tutankamón saboreaba el espléndido cuerpo de Akhesa. Su vestido transparente, anudado bajo los pechos, dejaba adivinar su vientre.
—¿Conoces ese poema que se enseña a las muchachas de palacio? —preguntó con una voz cantarina que tanto se parecía a la de Nefertiti—. «Soy tuya, amor mío, como un verdeante jardín donde han sembrado flores de dulces perfumes. Cuando tu mano se posa en mí, me estremezco de felicidad. Soy el canal de tu deseo. Deja que tu corazón salte hacia mí».
Akhesa dejó la copa. Tutankamón se arrodilló a su vez, besando el cuello de la reina. Se abrazaron, bañados por el sol de estío.
La estación de la crecida fue hechizadora. El rey y la reina se permitieron el lujo de pasear y permanecer en un lugar u otro, siguiendo su fantasía, de hacerse el amor durante horas respondiendo a la menor llamada de su deseo, lejos de los expedientes políticos, las entrevistas con los ministros y los consejos del «divino padre» Ay. Aprovecharon a manos llenas una juventud que la realeza les robaba.
La euforia duró hasta la mañana en que su barco atracó en el embarcadero de Khemenu[20], la ciudad santa del dios Thot.