Los profetas de Amón se habían reunido de nuevo en una pequeña sala del templo de Karnak. Sus rostros eran sombríos.
—Yo estaba presente —indicó el Primer Profeta—. La gran esposa real Akhesa se sorprendió mucho al encontrarme allí, pero supo conservar su sangre fría.
—Eso la hace más peligrosa —observó el Segundo Profeta—. ¿Le revelasteis el destino que habíamos reservado al cadáver de su padre?
—Me obligó a ello. Al saberse en una trampa, estuvo a punto de agredirme. Sin demasiado respeto por mi edad y mi calidad de sumo sacerdote, me interrogó con la mayor impertinencia. Le dije que habíamos hecho transportar la momia de Akenatón a una tumba del Valle de los Reyes, donde estaría segura. Amón es tolerante. La locura de Akenatón se extinguió con él. ¿Por qué íbamos a perseguir a un cadáver?
—¿Quedó convencida? —se inquietó el Tercer Profeta.
—Eso creo… O lo fingió.
—¡No importa! —gritó el Segundo Profeta—. Ahora sabemos que la gran esposa real permanece fiel a la memoria de su padre y a su herejía.
—¿La habéis prevenido?
—Creí asustarla insistiendo en el error que había cometido al desvelar su auténtica naturaleza, que tan bien había creído ocultar bajo las vestiduras de una reina. Pero ni siquiera tembló.
—Eso decide su destino —dijo el Segundo Profeta—. Y el del joven rey que le está por completo sometido. Atón no ha muerto todavía. Lo aniquilaremos.
El general Horemheb trabajaba día y noche. Relegado a funciones subalternas que le impedían el ejercicio del poder, no dejaba de comportarse como jefe de las fuerzas armadas y de la administración. La mayoría de los escribas que ocupaban los puestos clave eran sus amigos o le debían algo. Ni un solo oficial, ni un solo soldado le había retirado su confianza. Aunque Tutankamón tuviera algunos partidarios influyentes, el partido del rey tenía muy poco peso frente al de Horemheb.
¿Por qué no se imponía como regente del reino, relegando al pálido Tutankamón a las profundidades de los aposentos reales, para zambullirse en el lujo y la pereza?
Obedecía a Tutankamón como había obedecido a Akenatón. Servir al rey le parecía un deber imperioso al que no podía sustraerse. Estaba también Akhesa… Akhesa, a la que habría debido apartar, combatir, destruir, y a la que preservaba eligiendo el inmovilismo. Un inmovilismo que sus partidarios comprendían cada vez menos.
Horemheb se había aislado en un pabellón umbrío, en el centro del jardín de su inmensa villa tebana. Sus secretarios le llevaban muchos papiros referentes a la economía del país. Por sí solo, el general reunía las competencias de varios ministros.
La mano fina y cuidada que le tendía un nuevo rollo sellado no pertenecía a uno de sus secretarios. Horemheb levantó la cabeza.
Akhesa, la gran esposa real, le miraba con ojos enfurecidos. Horemheb se levantó.
—Nadie os ha anunciado —se extrañó.
—Vuestro jardín está mal custodiado.
Akhesa iba vestida con una simple túnica de lino. Ninguna joya adornaba su admirable cuerpo.
—No comprendo la razón de tan extraña visita, Majestad.
—Dejad de burlaros de mí. ¿Por qué ordenasteis profanar la sepultura de mi padre y destruir su cuerpo? ¿Por qué perseguirle con tan implacable odio?
Horemheb palideció.
—No di orden alguna en ese sentido —afirmó con indignación—. Respeté al faraón, mi señor y le serví fielmente. Hoy obedezco a vuestro esposo, el rey legítimo. No hay acto alguno del que deba avergonzarme. Os han mentido. Semejante maquinación es sin duda obra del Primer Profeta de Amón. Intenta enfrentarnos, hacer creer al rey que conspiro contra él. Ésa es la verdad. Os lo juro por Imhotep, el sabio de los sabios.
La mirada del general Horemheb no vacilaba. La gran esposa real lo contempló largo rato, con una frialdad que le heló la sangre. Luego, se marchó lentamente por el jardín.
Horemheb, con la nuca apoyada contra un viejo sarmiento, recuperó con dificultad la respiración. Había tenido ante él a una verdadera reina de Egipto, una de esas apasionadas soberanas cuyo carácter se afirmaba con la práctica del poder.
El general tomaba conciencia de que su margen de maniobra era mucho más estrecho de lo que había imaginado. Los sacerdotes de Amón le habían utilizado como un peón cuando creía haberles sometido. Había cometido un acto de vanidad. La vida en la ciudad del sol le había hecho olvidar la malignidad de ciertos religiosos contra los que el difunto Akenatón había luchado acertadamente. El porvenir se ensombrecía. Al partido tebano le interesaba más destruir cualquier recuerdo del herético y expulsar a su hija del poder que instalar a Horemheb en el trono. El general tranquilizaba. Todos le sabían leal, decidido a preservar la integridad de Egipto. Y ese papel convenía tanto a la pareja real como a los sacerdotes de Karnak. ¿No habrían firmado aquellos feroces adversarios una alianza a sus expensas?
La vía que llevaba al trono se volvía cada vez más arriesgada. ¿No sería prudente renunciar, contentarse con una envidiable posición?
Pero estaba Akhesa. Su perfume de jazmín, que todavía flotaba en el aire, recordaba la presencia de aquel ser de fuego, un fuego en el que a Horemheb le gustaba consumirse.
La sirvienta nubia peinaba a Akhesa con la mayor delicadeza, tras haberle dado de beber leche y miel. La gran esposa real se contemplaba distraídamente en el espejo, demasiado preocupada por la pregunta que le obsesionaba: ¿había mentido Horemheb? No lograba forjarse una opinión.
—Vete —ordenó a la nubia—. Es la hora de mi lección.
El embajador Hanis, que aguardaba en la antecámara, fue introducido en el gabinete de trabajo de la gran esposa real. Como cada mañana, durante dos horas, le enseñó el hitita, el sirio y el fenicio. Akhesa, dotada de excepcional memoria, aprendía deprisa. Pronto hablaría casi a la perfección varias lenguas extranjeras y las escribiría con facilidad.
Un clima de complicidad había nacido entre el profesor y la alumna. Disfrutaban por igual con aquel trabajo. Akhesa se vio pues muy sorprendida por el aparente mal humor del diplomático.
—¿Qué os sucede, Hanis?
—Me preocupo por vos, Majestad. ¿Os han dejado ver la momia de vuestro padre?
—Descansa en una pequeña tumba permanentemente custodiada.
—¿Ha recibido el rey noticias de Nubia?
—No. Le inquieta su amigo Huy, el virrey.
—Pues inquietaos por la suerte de nuestro país. Si el Sur se rebela, no habrá extracción de oro. Los sacerdotes carecerán del precioso metal para sus templos y harán al rey directamente responsable.
El embajador era lúcido. Resultaba inútil ocultarle la verdad. Tutankamón y Akhesa estaban a merced de la rebelión de las tribus negras.
La jornada era tórrida. El calor del verano reducía el trabajo en los campos a su más simple expresión. Los campesinos, desnudos, recogían las espigas maduras y doradas cortándolas con la ayuda de una hoz. Bebían cortos tragos de agua fresca de sus odres y se tomaban largos momentos de descanso a la sombra de un tamarindo o una acacia.
Sin temer los ardores del sol, Tutankamón había llevado a Akhesa a las alturas que dominaban «el Sublime de los Sublimes»[18], el templo construido por la reina Hatshepsut. Con la ayuda de un bastón, el joven rey se había abierto camino, asustando a las víboras que, incomodadas, se refugiaban bajo las rocas abrasadas por la implacable luz.
—¿Por qué subimos tan alto? —preguntó Akhesa con la boca seca.
—¡Prosigamos! ¡Casi hemos llegado!
Tutankamón se mostraba entusiasta, ignorando la fatiga. Raras veces Akhesa le había visto tan exaltado. Franquearon una profunda grieta y se detuvieron en un promontorio. La vista era tan admirable que contuvieron la respiración. Emergiendo de una cortina de árboles de incienso, entre los que se veían algunos laureles, las terrazas del templo corrían hacia el acantilado que servía de muro de fondo al Sublime de los Sublimes. El arquitecto había hecho un pacto con la montaña, recreándola como un himno a la reina divinizada que vivía aquí por toda la eternidad.
—Te haré construir un santuario más hermoso que éste —prometió Tutankamón a su esposa—. Maya, mi Artífice, dirigirá en persona los trabajos.
La había tomado tiernamente por el talle. El templo de la reina-faraón, la belleza de sus jardines, el verde de la estrecha franja de cultivos entre el desierto y el Nilo… Era el Egipto amado por los dioses, la tierra sagrada que ocupaba el centro del universo. Akhesa experimentaba una formidable sensación de poder. Nunca había visto el país —su país— desde una altura tan elevada. Ningún esplendor podría comparársele.
—Encontré este lugar cuando era niño —explicó Tutankamón—. Me refugiaba aquí para escapar a las aburridas lecciones de protocolo.
—¿Y soportabas durante horas la intensidad del sol?
—No… Pasemos este espolón rocoso. Te enseñaré un paraíso.
Pegándose a la pared y avanzando con prudencia para no resbalar, los dos jóvenes progresaron unos metros antes de descubrir la entrada de una gruta. Tomando de la mano a Akhesa, Tutankamón entró primero.
Reinaba allí un maravilloso frescor. En el suelo, una alfombra de musgo. Brotando de la penumbra, se oía el delicioso ruido del agua corriendo con regularidad sobre la piedra.
—Una fuente de la diosa Hator —prosiguió Tutankamón—. Yo la descubrí. Nakhtmin dijo que sólo un rey tenía este don. Yo le creí.
Akhesa se sentía hechizada. Había abandonado los luminosos dominios del sol para penetrar en aquel universo secreto donde no se osaba levantar la voz, donde el cuerpo se relajaba, gozando de los mil indecibles placeres que le ofrecía la diosa oculta en el agua, brotando del océano de energía que rodeaba la tierra.
Ambos jóvenes se quitaron las túnicas, cubiertas de arena y polvo. Desnudos, se salpicaron como niños. La fuente era tan suave que Akhesa se tendió de espaldas en el lugar de donde manaba. El agua caía sobre sus pechos, corría por su vientre, inundaba lentamente sus muslos. Tutankamón la contempló, ebrio de felicidad. Agradecía a los dioses haberle dado a la más hermosa de las mujeres. Para conservarla, tenía que convertirse en un auténtico faraón.
Su infancia moría en aquella gruta donde había pasado tantas horas soñando. Daba paso al amor, un amor enloquecido por la gran esposa real, cuyos ojos brillaban de deseo.
Se tendió sobre ella. Se amaron con pasión, bañados por el agua fresca de la diosa Hator.
A media noche, Tutankamón sufrió un incontenible acceso de tos. Sin embargo, la cena había sido ligera: cordero asado, puré de higos y uva. Sólo había bebido una copa de vino tinto, que le pareció algo amargo y le provocó una indisposición. Ésta se había acentuado, pese al vomitivo administrado por Akhesa.
Akhesa recordaba los dramáticos instantes en los que su esposo había escupido sangre. Le secó el sudor que perlaba su frente con un lienzo perfumado. Los médicos de palacio prepararon unas pociones, que sumieron al monarca en un profundo sueño.
Sola en la terraza superior de palacio, con los cabellos agitados por el viento de una cálida noche, la gran esposa real permitió que su mirada errara por la cima de la montaña tebana. Allí reinaba la diosa del silencio, que había acogido en su seno los gritos de amor de la pareja real. ¡Qué feliz la había hecho Tutankamón en el secreto de aquella gruta! ¿Por qué volvía a golpearla el destino? Era preciso ocultar su enfermedad a los cortesanos y al pueblo. Un faraón no debía manifestar debilidad alguna. El juramento prestado por los médicos enmudecería su boca. Pero ¿bastaría su ciencia para curar al señor de Egipto?
En el techo del gran templo de Amón-Ra de Karnak, el Primer Profeta, apoyado en su bastón, observaba el cielo en compañía de los astrólogos, que descifraban en las estrellas el destino del faraón. Desde el origen de las dinastías, tomaban nota del desplazamiento de los planetas y dividían el cielo en decanatos para comprender mejor sus leyes.
Hacía ya más de diez años que el Primer Profeta, que había recibido la enseñanza de los astrólogos como cualquier otro sacerdote, no había pasado una noche en su compañía. La presencia del personaje más poderoso de Karnak conmovió al más joven de ellos hasta hacerle perder su observación del «Horus rojo»[19]. El anciano reclamó las conclusiones de los sabios y les dio la orden de mantener en secreto lo que habían visto en las estrellas. Luego, les pidió que abandonaran el techo del templo y regresaran a sus modestos alojamientos en el interior del recinto sagrado.
El Primer Profeta necesitaba estar solo. Solo con los dioses. Le pesaban las decisiones que había tomado. Nunca había tenido la sensación de intervenir directamente en los asuntos de Estado, de orientar el curso del destino de modo tan deliberado. Pero ¿le había dejado otra posibilidad la pareja real? ¿No era acaso también esclavo de una jerarquía que le dictaba su conducta? Akenatón no se había equivocado. Los sacerdotes podían ser los hombres más malvados. Él, que era su jefe supremo, se revelaba incapaz de transformarles. Pronto comparecería ante el tribunal de Osiris, y tendría que rendir cuentas al juez del más allá.
No temía aquel momento. Era demasiado anciano para resistirse a la voluntad divina, que le había llevado a levantarse contra la gran esposa real. ¿No había cometido Akhesa una locura permaneciendo fiel a la memoria de su padre? ¿No tenía él la obligación de destruir a los enemigos de Amón, del dios que forjaba la grandeza de Egipto?
En la claridad lunar destacaban las fachadas de los templos y las columnatas, cubiertas de relieves que mostraban al faraón en postura de adoración ante las divinidades. Aquí todo era serenidad, sin duda porque los hombres callaban y pasaban como sombras bajo los pórticos, donde sólo los signos sagrados, los jeroglíficos grabados en la piedra de eternidad, dejaban oír su voz secreta.
«Demasiado tarde —pensó el Primer Profeta—. Demasiado tarde para retroceder».
Akhesa había velado a su marido durante toda la noche. Tutankamón estaba sumido en una especie de letargo. No aceptaría que muriese. Había colocado sobre su corazón un escarabeo con frases extraídas del «Libro para salir de la enfermedad». El texto garantizaba una feliz evolución de la enfermedad. El corazón del rey permanecería en su pecho, no sería arrancado por las potencias demoníacas.
Akhesa se sentía animada por tan feroz energía, que vencería a los demonios que se habían introducido en la sangre de Tutankamón. Había luchado contra ellos durante las peligrosas horas en las que el sol atravesaba las regiones tenebrosas pobladas de dunas, entre las que se deslizaba una gigantesca serpiente que pretendía tragarse la luz. A cada inicio de hora, Akhesa había clavado un cuchillo en un reptil de cera, para arrojarlo después a las llamas de un brasero.
Cuando un fulgor rojo, débil todavía, desgarró el velo que cubría la montaña tebana, Akhesa comprendió que el nuevo sol salía del lado de las llamas tras haber triunfado sobre el dragón. También el rey había vencido a la nada. Su respiración era muy tranquila. Su rostro había recuperado el color. Agotada, Akhesa se había dejado vencer por el sueño.
Pero su descanso no había durado demasiado. Con los cabellos sueltos y los ojos extraviados, su sirvienta nubia la había despertado a gritos.
—¡Señora! ¡Es horrible, horrible! Hay que ir enseguida… ¡Enseguida!
—¿Adónde? ¡Explícate!
—Al valle de las tumbas… Se han atrevido…
Akhesa había apelado a Nakhtmin, que, poniéndose a la cabeza de una escolta, la condujo hasta la entrada del árido valle que se abría al pie de la cima tebana. Allí estaban enterrados los poderosos soberanos que habían forjado la gloria de Tebas. En aquellos lugares desolados, abrasados por un sol implacable, reinaba por lo común un espeso silencio. El apiñamiento de hombres de armas, que gritaban con fuerza y corrían de un lado a otro a la entrada del Valle de los Reyes, era por ello más incongruente todavía.
Dando breves pero imperiosas órdenes, Nakhtmin restableció en pocos minutos la calma. Los guardas regresaron a su puesto, unos sobre los promontorios, otros en las grietas naturales de las rocas. La gran esposa real avanzó por el estrecho sendero que conducía al corazón de la necrópolis, pasando ante tumbas cerradas. En el umbral de una de ellas, tres artesanos preparaban yeso machacándolo con ayuda de un pilón. Serviría para cubrir la superficie de una sala que iba a ser decorada con pinturas y columnas de jeroglíficos. Los hombres apenas levantaron los ojos hacia la reina, repitiendo sus gestos con lentitud y precisión.
Akhesa caminaba deprisa hacia el lugar donde se levantaba una negra humareda. Hasta aquel instante se había negado a creer la información transmitida por la sirvienta. Al acercarse a la tumba donde había sido depositada la momia de Akenatón, tuvo que aceptar la espantosa realidad.
La sepultura había sido incendiada.
La investigación duró varios días. Akhesa leyó con atención los detallados informes que le proporcionaba Nakhtmin, encargado de coordinar los interrogatorios de los testigos. El drama se había producido durante la noche. Ninguno de los artesanos de la cofradía de Deir el-Medineh era formalmente acusado. Uno de ellos, negligente, había debido de olvidar una antorcha encendida. Las llamas se habían extendido por la tumba, destruyendo la momia del faraón herético.
Enloquecida por la furia, Akhesa arrojó los documentos al suelo. La creían una retrasada mental. Los artesanos, la mayoría de cuyos secretos conocía desde su iniciación en la cofradía, utilizaban mechas especiales que no desprendían humo alguno. Considerados como productos muy caros, eran recogidas y controladas cuidadosamente al final de cada jornada de trabajo.
Tenía la seguridad de que se trataba de un incendio criminal. ¿Y quién, si no el Primer Profeta de Amón, era lo bastante cruel como para encarnizarse así con el cuerpo de un enemigo desaparecido? ¿Quién habría deseado la aniquilación del faraón, cuya alma, privada del soporte de la momia, no volvería ya nunca más a la tierra?
Akhesa había esperado que el cuerpo de Akenatón permaneciera vivo gracias a la magia del culto funerario, y que brillara como una estrella imperecedera capaz de guiar, durante mucho tiempo todavía, a los adoradores del sol de la verdad.
Había pecado de ingenuidad. Akenatón seguía siendo peligroso para los sacerdotes de Amón. Habían elegido la solución más implacable, cortando el último vínculo existente entre Akhesa y su padre. Condenada a callar su fe y a vivir en soledad, la gran esposa real sintió que le arrebataban su voluntad de combatir. Perder a su padre por segunda vez aniquilaba su esperanza de ver renacer un Egipto liberado de traidores y cobardes. Sin él, sin la presencia de su cuerpo de luz velando por el país desde las tinieblas de la tumba, no tendría ya la fuerza de luchar contra una jerarquía de sacerdotes con mil ojos y mil oídos.
La gran esposa real salió de palacio para dar unos pasos por el jardín colgante, indiferente a los suaves aromas y los encantadores colores de los macizos de flores. Con la mente en blanco, atravesada por rotos recuerdos, avanzaba trabajosamente.
Levantando los ojos al sol, lloró.
El rey Tutankamón, muy débil todavía, asediaba en vano los aposentos de su esposa. Akhesa no recibía a nadie, ni siquiera a él. Comprendiendo su pena, no por ello dejaba de estar impaciente por verla de nuevo. Verse privado de su presencia le reducía a la inactividad. Despidiendo a sus consejeros, Tutankamón escribió una larga carta, intentando convencer a su esposa de que, juntos, serían más fuertes para afrontar la adversidad. Apelaba al amor, a su amor, como la única fuerza capaz de orientar el destino en su favor. La sirvienta nubia la llevó a su señora, pero Akhesa permaneció muda.
Caída la noche, Tutankamón se adormeció. Con los miembros doloridos, se sumió en un sueño poblado de atormentadas pesadillas, en las que demonios con cabezas de asno y de liebre intentaban degollarle con la ayuda de inmensos cuchillos chorreantes de sangre. Uno de ellos, tuerto y con una sola pierna, le cogió por el hombro. El contacto de sus helados dedos le despertó sobresaltado.
Tutankamón abrió unos ojos enloquecidos. Ante él estaba su amigo Huy, con el rostro grave, de vuelta por fin de la rebelde Nubia.