La pareja real necesitó varias semanas para recuperarse del drama que le afectaba. Fue Akhesa quien consoló a su desamparado esposo. Le conminaba a aceptar la voluntad divina y a no rebelarse en vano contra un destino que no podían modificar. Cuando así lo deseara, Tutankamón tomaría una esposa suplementaria que le diera hijos, entre los que Akhesa reconocería a un sucesor legítimo. El joven rey lo rechazó enérgicamente. Nunca compartiría el lecho con otra mujer.
Gracias a su empecinada voluntad de vivir, Akhesa se restableció con gran rapidez, ante la sorpresa de los médicos. Deseaba sobre todo ofrecerse a un marido tan generoso, arrastrarle a un torbellino de placeres que él apreciaba cada vez más. Cuanto más conocían sus cuerpos, más los utilizaban con un arte refinado que les llevaba a un éxtasis renovado sin cesar.
Tras haber hecho el amor en su alcoba de palacio, en una pérgola del jardín o en la umbría ribera del lago de recreo, hablaban. Poco a poco, Tutankamón iba despertando a la comprensión de los asuntos del Estado, se interesaba por su oficio de rey, se interrogaba sobre el modo en que debía ejercerlo en el futuro. En compañía de su esposa, estudiaba los documentos y los informes entregados cada día por su Primer ministro, el «divino padre» Ay. Se arriesgaba a formular críticas, ingenuas unas, y juiciosas otras.
Entonces comprendió Akhesa por qué los dioses le impedían tener un hijo. Debía consagrarse a Tutankamón y sólo a Tutankamón. Al rey le estaban reservados, exclusivamente, su belleza, su fuerza y su amor. Le ayudaría a reinar, a hacer que el faraón naciera en él. La invadió una extraña felicidad. La carga que pesaba sobre sus hombros desde su acceso al trono le pareció menos dura. El rey comenzaba a compartirla.
Tutankamón trabajaba. Descubría la inmensidad de su tarea. Alentado por Akhesa, decidió reducir sus insuficiencias. Los paseos en barca y por el campo duraban cada vez menos. Las veladas se prolongaban a la luz de las lámparas. El rey leyó, estudió, aprendió junto a su esposa.
Akhesa aguardó a que un incidente grave revelara las nuevas disposiciones de espíritu de aquel a quien ciertos miembros de la corte consideraban todavía un adolescente inmaduro.
Sucedió durante una audiencia matinal que el rey había concedido a su Primer ministro, para examinar con él la situación en Asia. El «divino padre» Ay, incómodo, inició un largo discurso en el que evocaba la larga amistad existente entre el faraón y sus vasallos.
—¡Ya basta! —intervino el joven rey con una sequedad desacostumbrada que sorprendió al viejo cortesano.
—Me he explicado mal, Majestad, ¿deseáis que vuelva a…?
—Dejad de considerarme un ingenuo, divino padre. Vuestro trabajo no me satisface.
—¿No os satisface? Pero…
—Vuestra descripción de nuestra presencia militar en Asia es sólo una serie de frases convencionales, sin preocupación alguna por la realidad.
—He recogido las informaciones que me ha proporcionado el general Horemheb, Majestad, y…
—Eso es lo que os reprocho, «divino padre». El jefe de nuestra diplomacia, Hanis, me ha transmitido alarmantes informaciones sobre nuestro mejor amigo, el rey de Babilonia. No encuentro rastro de ellas en vuestro informe.
Akhesa seguía apasionadamente el desarrollo de la entrevista. Ella había confiado la misión a Hanis, arrancándole de su sopor de privilegiado. No había necesitado demasiado tiempo para descubrir una conspiración latente, que implicaba al babilonio y podía terminar en un cambio de alianzas.
—Hablad, divino padre —exigió Tutankamón—. ¿Me habéis ocultado acaso algún hecho importante que pone en peligro la seguridad de Egipto?
—No es tan grave, Majestad, sólo una carta que he preferido no mostraros.
—¡No sois vos quien debe dictarme mi conducta! Os habéis excedido en vuestras responsabilidades. Estoy muy descontento. Que me traigan inmediatamente esa carta. Y no volváis a dejar de mostrarme documentos de semejante importancia.
Impresionado por el vigor del tono, el «divino padre» ejecutó inmediatamente las órdenes.
Tutankamón se sentía muy contento.
Por décima vez, estaba leyéndole a Akhesa la carta que había escrito al rey de Babilonia, añadiéndole pequeños retoques.
—¿Estás orgullosa del faraón, Akhesa? ¿Qué piensas de su talento diplomático?
—Debo admitir, Majestad, que os comportáis con notable inteligencia.
—No te burles de mí —imploró Tutankamón—. Ha sido idea tuya. Yo sólo he tenido que darle forma.
—No era tan sencillo. Sin una estricta educación de escriba, no lo habrías conseguido.
Rieron juntos, recordando la primera prueba literaria y científica que habían sufrido, obligados por el embajador Hanis a presentarse ante un jurado de viejos escribas implacables.
—¿Estás segura de que no he cometido errores? —se preocupó el rey.
Akhesa volvió a leer.
La misiva del rey de Babilonia, entregada por el «divino padre» Ay, era una larga letanía en términos apenas corteses. Se lamentaba de que sus vasallos asirios estaban cada vez más revueltos y pedía asistencia militar al faraón.
Tutankamón le respondía que semejante intervención era contraria a la política de paz practicada por Egipto desde hacía largos años. Añadía que una importante delegación asiría llegaría pronto a Tebas para fomentar las relaciones comerciales con las Dos Tierras. Estas negociaciones retrasarían el envío de los regalos prometidos al soberano babilonio.
—Perfecto —aprobó Akhesa—. La reacción no puede tardar.
—Es una maniobra peligrosa, ¿no crees?
—Los demás reyes deben respetarte. Y eso bien merece correr algún riesgo.
Tutankamón vivió angustiado durante dos semanas. Era el primer acto diplomático concebido por la joven pareja, que no había hecho caso alguno de la opinión de los diplomáticos de oficio.
Akhesa no desdeñó nada que pudiera atenuar el nerviosismo de su joven esposo: paseos en barca, caza en los cañaverales, enloquecidas carreras de carros por el desierto, encarnizadas partidas de senet, juegos amorosos… Tutankamón se vio arrastrado a un torbellino de placeres.
Hasta la mañana en la que el embajador Hanis llevó personalmente a palacio una tablilla de arcilla: la respuesta del rey de Babilonia. La leyó a la joven pareja, que permanecía sentada, dándose la mano, en sitiales de travesaños.
—Toda la tierra rebosa de vuestra victoria, Majestad —dijo el embajador—. El rey de Babilonia os informa de que su salud es excelente. Saluda vuestro país, a vuestra esposa y a vuestra noble corte, así como a vuestros caballos y vuestros carros. Cuando sus padres y los vuestros trabaron entre sí vínculos de amistad —recordó—, intercambiaron numerosos y bellos presentes. ¿Por qué interrumpir esa costumbre? El rey de Babilonia está construyendo un templo. Necesita mucho oro. Que Vuestra Majestad exponga un deseo, y se verá enseguida satisfecho. Su amigo babilonio le enviará lo que pida. Combatiría enseguida contra quien emprendiese una acción hostil a Egipto. Por lo que se refiere a los asirios, sus vasallos, que Vuestra Majestad no les escuche. Que no puedan comprar nada en Egipto y se les haga marchar con las manos vacías. Para probaros su fidelidad, el rey de Babilonia hará que os traigan mucho lapislázuli y cinco tiros de caballos.
Akhesa resplandecía de alegría. Tutankamón permaneció perplejo.
—Confieso no advertir la importancia de esta victoria.
—Si recuerdo bien las lecciones del embajador Hanis —explicó Akhesa—, esta misiva significa que el rey de Babilonia se inclina ante la voluntad del faraón y le suplica humildemente que le considere un vasallo. Lo mismo harán los asirios. Y el prestigio del rey de Egipto deslumbrará a toda Asia.
—Vuestra Majestad fue mi alumna más aventajada —reconoció Hanis.
El Primer Profeta de Amón había reunido a sus cuatro colegas principales en una de las pequeñas y oscuras salas del templo de Karnak. El anciano tenía el aspecto todavía más arisco que de costumbre. Una antorcha iluminaba el local de piedra, de toscas paredes. Los cinco hombres, de los que ni uno solo tenía menos de sesenta años, se habían sentado en taburetes de tres pies. Con el rostro surcado por las arrugas y el cráneo afeitado, su aspecto era similar.
—La pareja real no se comporta como habíamos previsto —dijo el Segundo Profeta.
—No podían ser eternamente niños —observó el Tercer Profeta—. Os lo había advertido. Hoy comienzan a tomar conciencia de sus poderes. Mañana querrán ejercerlos plenamente. Y nosotros deberemos seguir callando…
—¡Ni hablar! —protestó el Primer Profeta—. Estoy convencido de que este faraón y su esposa permanecen fieles a la religión de Atón. Aunque hayan cambiado su nombre para fingir que honran de nuevo a Amón, están haciendo comedia.
—Hay que esperar —recomendó el Segundo Profeta—. Se trata sólo de sospechas.
—¡Esperar y seguir esperando! —protestó el Tercer Profeta—. Es la peor de las soluciones. No, debemos intervenir.
El Cuarto y el Quinto Profeta aprobaron a sus colegas con un movimiento de cabeza.
—Tenemos que actuar, en efecto —consideró el Primer Profeta.
Se hizo un largo silencio. Cada uno de los cinco sacerdotes sabía que su decisión comprometería la suerte del imperio. Colmados de honores, no deseaban ninguno más. Querían preservar la gloria de Amón, pues sólo ella garantizaba la felicidad de Egipto.
—El rey debe ser apartado del poder —insinuó el Segundo Profeta.
—¿Cómo? —interrogó el Primer Profeta.
—Por todos los medios —respondió su colega—. Un soberano incapaz debe ser eliminado. Pone en peligro el país.
—¡La vida y la muerte están en manos de Dios! —asestó el Primer Profeta, sombrío—. No en las nuestras.
Un profundo malestar planeó sobre aquella reunión de hombres reputados por su sabiduría.
—Si la pareja regente fuera realmente fiel al dios de Tebas —insistió el Tercer Profeta—, acabaríamos hallando un terreno en el que entendernos. Pero Atón reside en sus corazones.
—No tenemos pruebas de ello —objetó el Primer Profeta.
—Pues bien, ¡obtengámoslas! —exigió su interlocutor—. Bastará con tenderles una trampa y fijarnos en su reacción. Luego, tomaremos una decisión irrevocable.
—¡Un mensajero de Nubia! ¡Hacedle entrar!
Tutankamón estaba loco de alegría ante la idea de recibir noticias de su amigo Huy. Rogó a Akhesa que se mantuviera a su lado para acoger al emisario del virrey de Nubia.
El hombre estaba agotado por el viaje. Comenzó haciendo el elogio de Huy, que velaba con celo por la extracción y la prosperidad del ganado. Trabajando empecinadamente, prometía al rey acrecentar su gloria en las provincias del Sur. Pronto se entregarían numerosos regalos a la corte de Egipto, especialmente ébano y caoba, que serían cargados en gran cantidad en barcos de transporte.
Al joven rey le costaba contener su excitación. ¡Huy le había hablado tanto de los tesoros de Nubia! ¿Por qué no podía contemplarlos ya? Akhesa permanecía extrañamente silenciosa. Se sentía intrigada por la evidente turbación del mensajero, un nubio de poderosos músculos.
—Vayamos a lo importante —exigió— y decidnos la verdadera razón de vuestra presencia en la corte.
El hombre inclinó la cabeza.
—Huy, el virrey de Nubia, considera un deber no ocultar nada a Su Majestad. Sólo la verdad brota de su boca. Por ello…, por ello tengo la misión de comunicaros que varios pueblos nubios acaban de rebelarse.
Akhesa se levantó, furiosa.
—¿Una rebelión? ¿Ha sido dominada?
El emisario mantuvo la cabeza gacha.
—Todavía no, Majestad. Robaron unos sacos de polvo de oro de un almacén y dos funcionarios resultaron heridos. Los rebeldes han sido identificados. Basta con detenerles para restablecer el orden.
—¡Basta! ¿Tan sencillo es? —se encolerizó la gran esposa real, inquieta.
—Huy no ahorra esfuerzos, Majestad.
—No lo dudo —intervino Tutankamón—. Id a reposar antes de volver a Nubia. Y volved pronto, trayéndonos excelentes noticias.
El mensajero se inclinó y desapareció.
Akhesa, dando la espalda a su marido, miraba por la ventana. Contemplaba la ciudad de Amón, admiraba las floridas terrazas, disfrutaba del sereno equilibrio de Tebas, la de las cien puertas, la dueña del mundo. Aquella sublime visión no calmó su ansiedad. Si Huy no lograba dominar la rebelión nubia, la autoridad de Tutankamón sería puesta en entredicho. Los sacerdotes de Amón aprovecharían la ocasión para intentar imponer un regente. Un regente que sólo podía ser el general Horemheb.
Los astrólogos habían anunciado que el verano sería canicular, y no se equivocaron. A Tutankamón le gustaba el calor, sobre todo porque le daba la oportunidad de disfrutar con frecuencia del placer de los paseos en barca, que a Akhesa le gustaban tanto como a él. Aquel día, tras haber celebrado el culto matinal, ambos habían partido en una especie de canoa. Tutankamón quería mostrar a su esposa que sabía manejar el remo largo, decorado con un ojo mágico.
Unos patos emprendieron el vuelo cuando se acercó al esquife. La luz matinal vestía de plata el fino rostro de Akhesa.
—Si supieras cómo te amo… —murmuró el rey.
Akhesa sonrió. Tutankamón había conseguido seducirla día a día. El amoroso entusiasmo del joven príncipe no había disminuido. Adquiriendo poco a poco la seguridad indispensable para practicar su oficio de rey, no había perdido la apasionada mirada que posaba con idéntico asombro en el cuerpo de su mujer. Tutankamón amaba con amor de hombre, profundo, grabando su fe en el corazón del otro.
—Eres rey —dijo Akhesa—, y soy tu gran esposa. Dios nos ha colmado con sus bondades. ¿Qué más pedirle?
—Que los días sucedan a las horas, Akhesa, que los meses sucedan a los días, los años a los meses y los siglos a los años… Y que nuestro amor viva por toda la eternidad.
Akhesa entreabrió los labios para responderle, cuando divisó una barca que se dirigía hacia ellos. A bordo, varios soldados remaban con vigor. Una vaga inquietud se apoderó de ella.
—¿Qué querrán de nosotros? —preguntó el rey.
—Lo ignoro.
Akhesa acababa de reconocer a Nakhtmin, de pie en la proa de la barca. El atraque fue brutal. El jefe del ejército no ocultaba su agitación.
—Traigo noticias muy graves —declaró jadeante.
Akhesa rechazó los platos que le proponía su sirvienta y la despidió con sequedad. Lo que el jefe del ejército le había comunicado la sumía en una profunda angustia. Tutankamón había intentado reconfortarla con tanta torpeza que le había despedido, prefiriendo permanecer sola para pensar en la decisión que debía adoptar.
Nakhtmin había recibido noticias de la ciudad del sol, abandonada desde hacía más de dos años por los dignatarios de la corte, los artesanos y los comerciantes. Los distintos barrios habían ido vaciándose. Ahora, sólo quedaban las fuerzas de policía encargadas de impedir que los beduinos degradaran los templos y saquearan las villas de los nobles.
Unas fuerzas de policía que habían demostrado ser muy ineficaces… Los saqueadores habían burlado su vigilancia, penetrado en la tumba real y profanado la última morada de Akenatón, de Nefertiti y de su segunda hija. Según el rumor transmitido por la sirvienta nubia, la momia del rey había sido gravemente dañada. Salvada por los arqueros, era custodiada en el puesto fronterizo del sur. Horemheb había dado una orden monstruosa: ¡Destruidla!
Tutankamón, trastornado, había suplicado a Akhesa que no interviniera. Un decreto explícito con su sello sería suficiente para que el cuerpo de Akenatón fuera repatriado a Tebas y para encontrarle una tumba que le sirviera de morada para la eternidad.
Pero la gran esposa real conocía muy bien la pesada administración y el odio que los sacerdotes de Amón sentían por el rey herético. Los expedientes irían amontonándose y los despojos mortales se pudrirían en la soledad del olvido.
Akhesa tenía diecinueve años; Tutankamón diecisiete. Otros monarcas, a la misma edad, habían sabido gobernar Egipto sin dejarse influenciar por ninguna facción. Pero ¿podía una hija abandonar a su padre?
Nakhtmin, como jefe del ejército, pasaba más horas en su despacho del ministerio que en los campos de entrenamiento o en los cuarteles. Las tareas administrativas le pesaban. ¿Cómo escapar a ellas? Levantó un montón de papiros enrollados, lo sopesó y volvió a soltarlo, desalentado de antemano.
—Un trabajo excesivo perjudica la conciencia —profirió la voz grave del general Horemheb.
Nakhtmin se levantó.
—¿Vos? ¿Por qué razón…?
El rostro de Horemheb era grave, casi sombrío.
—¿Realmente lo ignoráis?
—¿He cometido alguna falta?
Horemheb, con mano desdeñosa, revolvió el montón de papiros.
—Demasiados expedientes, demasiado trabajo. No tenéis tiempo para controlarlo todo. Así se comienza a caer y decepcionar. No seréis el único que ha fracasado ocupando un puesto en exceso abrumador.
Nakhtmin apretó los labios. Horemheb intentaba hacerle perder su sangre fría.
—Si habéis venido para insultarme…
—¿Estáis informado de los acontecimientos que tienen lugar en el puesto fronterizo de la ciudad del sol? —interrumpió secamente Horemheb.
—Es una ciudad muerta. No ocurre nada.
—Desengañaos, Nakhtmin.
El joven jefe del ejército perdió su calma.
—Hago correctamente mi trabajo, general, y…
—Explicadme entonces la razón de ese decreto de Tutankamón.
Horemheb dejó el documento en la mesa de trabajo de Nakhtmin. Este último lo leyó rápidamente. El faraón pedía que se instalara una guarnición en el puesto fronterizo sur de la ciudad del sol, colocada bajo el mando directo del general. El procedimiento era sorprendente.
—¿Se os consultó? —preguntó Horemheb.
—En absoluto. ¿Y a vos?
Horemheb movió negativamente la cabeza.
Ambos hombres desconfiaban el uno del otro. Sospechaban, recíprocamente, que mentían.
—¿Qué pensáis hacer? —preguntó Nakhtmin.
—Tener en cuenta el decreto, claro. No intervendré. Y os aconsejo que me imitéis.
—¿Por qué?
—Porque creo que se trata de una trampa.
—¿Qué clase de trampa?
—Lo ignoro. Sabed que no soy su autor. Dejad que el rey conduzca a su guisa este asunto. Y ocupaos mejor de vuestros expedientes. Yo no solía retrasarme. ¡Qué las divinidades del sueño os sean favorables!
Una vez Horemheb se hubo marchado, Nakhtmin no tardó en decidir que la visita no había tenido nada de amistosa. Pese a la hora tardía, se precipitó hacia el palacio real. El faraón se negó a recibirle y se limitó a darle una orden imperativa: permanecer en Tebas y velar por la seguridad de la ciudad.
Nakhtmin se sentía desamparado. Su educación colocaba la obediencia por encima de cualquier otra virtud. Sintiéndose incapaz de desentrañar los hilos de la intriga que se tejía ante sus ojos, permaneció fiel a su moral de soldado.
Tutankamón había cedido. El plan elaborado por Akhesa no dejaba resquicio alguno. El rey había emitido un sorprendente decreto. Todos esperarían que dejara Tebas a la cabeza de un regimiento para dirigirse a la ciudad del sol. Ésa era la trampa tendida por los sacerdotes de Tebas y Horemheb, que detendría en el camino al joven monarca y lo conduciría a la capital del dios Amón. Entonces intentaría imponerle una regencia para controlar sus hechos y gestos.
Tutankamón no saldría de su palacio. Sus enemigos aguardarían en vano su partida, ignorando que Akhesa, su sirvienta nubia y algunos servidores habrían partido por la noche, en un barco de mercancías. La gran esposa real utilizaría el mismo procedimiento para transferir a Tebas los despojos mortales de su padre, Akenatón. Le ofrecería una morada de eternidad digna de él, y la haría vigilar día y noche.
El viaje de la reina fue rápido, gracias a un viento favorable, y se efectuó sin contratiempos. El barco mercante se cruzó con los bajeles de la policía marítima, que no le prestaron atención alguna. Cuando llegó a la vista de la ciudad del sol, Akhesa sintió una opresión en el corazón. No había olvidado los soleados templos, los floridos palacios, los gritos de un pueblo alegre aclamando al rey y la reina.
No quiso ver de nuevo las ruinas de un sueño. Por fortuna, el sol declinaba en el horizonte, dejando que las tinieblas invadieran la capital por la que sólo merodeaban ya las sombras. Cuando la gran esposa real se presentó en el puesto fronterizo del sur, la noche había caído.
La muchacha contaba sólo con su autoridad para obtener la obediencia de los arqueros. Evitaría un enfrentamiento sangriento con sus servidores, que no estaban preparados para combatir, e impondría su voluntad sucediera lo que sucediese. Haciendo acopio de energías, se sorprendió al encontrar sólo a dos arqueros dormidos. Dos veteranos de rígidas piernas, que ni siquiera tomaron sus armas.
—Soy la gran esposa real —declaró en un tono que hizo enseguida doblar el espinazo a los dos viejos soldados.
El admirable collar con tres vueltas de perlas, cornalina y lapislázuli que Akhesa llevaba al cuello revelaba su calidad.
—Depositaron aquí un sarcófago, ¿no es cierto?
—No —respondió uno de los veteranos con voz pastosa—. Sólo una caja medio podrida.
Akhesa entró en el puesto fronterizo. El local estaba ya deteriorado. El edificio, construido demasiado deprisa y mal conservado, no resistiría mucho tiempo el abandono. La reina cruzó estancias malolientes y descubrió la caja en un recinto donde se amontonaban arcos y flechas rotos.
¡La momia de un faraón había sido extraída de su tumba y abandonada en tan sórdido lugar! Tras haber destruido la obra de Akenatón, unos malvados más viles que hienas intentaban arrancarle su soporte de eternidad para que su alma errara eternamente por las tinieblas del mundo inferior. Habían convertido su momia en un desecho.
Loca de rabia, Akhesa levantó la tapa de la caja.
Cerró los ojos, preparada para descubrir un horrible espectáculo.
Los abrió lentamente.
Vacía. La caja estaba vacía.
A espaldas de la gran esposa real resonaron unos pasos, los de un anciano que acompañaba su vacilante marcha golpeando el suelo con su bastón.
El Primer Profeta de Amón, sumo sacerdote de Karnak.
—Habéis cometido una grave falta, Majestad —afirmó con su voz cavernosa.