25

Akhesa fue cuidada durante dos días por el médico del pueblo, después de que el faraón fuera advertido de la presencia de la gran esposa real en Deir el-Medineh. Sueño y pociones la curaron. El Artífice Maya, que no había abandonado la cabecera de la paciente, asistió a su despertar.

—Ya sois de los nuestros, Majestad.

—Me siento feliz, Maya. No podéis ya negarme nada, aunque sigáis sin amarme.

Un vivo descontento surcó los torturados rasgos del Artífice. Estaba obligado, aun a su pesar, a someterse a su propia regla.

—Vuestro valor es excepcional, Majestad, pero me costará quereros.

—Nadie os obligará a ello… Somos aliados y esto es lo esencial.

Con el corazón dominado por la rabia, Maya conocía su deber.

—Ordenad, Majestad —dijo con voz apagada—. Yo cumpliré.

—Ayudadme a levantarme.

El Artífice, vacilando, ofreció su brazo a la gran esposa real. Débil todavía, Akhesa se apoyó en Maya con todo su peso. Éste experimentó una extraña turbación y se sintió aliviado cuando la muchacha se apartó de él para sentarse en un taburete de tres patas.

—Deseo que fabriquéis un trono —indicó.

—¿Para el rey o para vos?

—Para el rey.

Maya se extrañó ante la modestia de esta petición.

—¿En madera chapada de oro?

—En el respaldo exterior, grabaréis una inscripción. Será invisible para los cortesanos, pero resultará eficaz cuando el mago la haya animado.

—¿Cuál?

—Dadme algo con lo que escribir.

Cuando la reina hubo abandonado el pueblo de Deir el-Medineh, Maya leyó y releyó el texto que había redactado y que le había confiado.

Sus peores presentimientos se confirmaban.

Akhesa, en una columna de jeroglíficos que sólo conocerían él y ella, había asociado los nombres de Amón y Atón. Este último estaría así presente en el trono real y seguiría ejerciendo en secreto, por medio del Verbo, una influencia mágica sobre el reino.

Maya sabía, ahora, cuál era el objetivo que la gran esposa real perseguía. Pero no podía traicionar el juramento que le ligaba a un miembro de su cofradía. Tenía que guardar silencio absoluto, se lo debía a Akhesa. Con los puños cerrados, dirigió una muda súplica a Ptah, el dios de los constructores, para que la muchacha fracasara en su empresa y Tutankamón no sufriera las consecuencias de su locura.

Akhesa en persona adornó el cuello de Tutankamón con un pectoral formado por un marco rectangular, en cuyo centro había un magnífico escarabeo de oro, turquesa y cornalina. La obra maestra de orfebrería era completada por un contrapeso que colgaba en la nuca del faraón. La cadena que lo unía al pectoral consistía en una sucesión de amuletos de oro y lapislázuli, el más hermoso de los cuales representaba al genio de la eternidad con los brazos levantados al cielo.

—Tuve tanto miedo, Akhesa. ¿Por qué intentaste la prueba de la cima?

—Para superarla, Majestad. Ya estáis listo para dirigir el ritual de nuestra mayor fiesta. Vuestro pueblo os aguarda.

—Me siento débil todavía, Akhesa. ¿No podríamos solicitar que el Primer Profeta me reemplazara y…?

—Debéis ocupar vuestro puesto. Los sacerdotes de Tebas esperan una ocasión como ésta para restringir vuestro poder.

—Sus designios te parecen demasiado negros, Akhesa. Son menos perniciosos de lo que imaginas. Permitamos que dirijan los asuntos de nuestro país como lo hicieron, y bien, en el pasado. ¡Somos tan jóvenes! Amémonos, disfrutemos de los placeres de la vida.

Tutankamón quiso tomarla en sus brazos, pero ella lo rechazó con ternura.

—Seguimos estando en el período de abstinencia impuesto por el templo —advirtió la gran esposa real—. Debéis respetarlo para poder cumplir vuestras sagradas funciones.

—Akhesa…

—Somos los primeros servidores de la regla de Maat, no lo olvidéis.

Nunca las festividades en honor de Amón habían sido tan brillantes. El Primer Profeta quería demostrar del modo más resplandeciente la supremacía absoluta del dios de Tebas.

El faraón desempeñaba el papel de Amón, y Akhesa el de su divina esposa. Precedida por una gran procesión de sacerdotes, veinte de los cuales llevaban sobre sus hombros la barca de oro del dios, la pareja real salió del templo de Karnak entre un inmenso concierto de aclamaciones. Durante once días, Tebas viviría en un general regocijo. En cada barrio se bailaría, se cantaría y se bebería noches enteras. El día estaría consagrado a dormir para recuperar fuerzas y poder festejar de nuevo. Por todas partes se levantaban tiendas donde se servía cerveza a voluntad.

La pareja real, convertida en pareja divina, penetró en la avenida de esfinges que conducía del templo de Karnak al de Luxor. Tutankamón y Akhesa llevaban máscaras de oro con las efigies de las divinidades.

Subyugado, el pueblo que contemplaba la ceremonia descubría con emoción los rostros del gran dios y de la gran diosa que vivían en el secreto del templo.

En el umbral de Luxor, el rey derramó una libación de agua y la reina depositó flores. Los soldados, en uniforme de gala, embocaron sus trompetas y soplaron a pleno pulmón. En el interior del lugar sagrado, donde los escultores de Maya habían creado admirables relieves que relataban los episodios del ritual, la pareja real consagró las innumerables ofrendas que adornaban los altares.

La muchedumbre, apiñada en los muelles, aguardaba con mal contenida indiferencia la partida de la gran nave real, acompañada por una flotilla que comprendía decenas de barcas y barcos, hacia la orilla oeste. En varios de ellos se instalaron capillas portátiles de las divinidades que se disponían a visitar, en tierras de occidente, a las potencias creadoras que descansaban en sus templos funerarios y a las almas de los muertos que seguían viviendo en sus tumbas. Músicos y danzarinas recibieron con alegría la llegada de la pareja real, ejecutando una serie de figuras acrobáticas que arrancaron aplausos.

Tamboriles, flautas y arpas acompañaron la lenta travesía del Nilo. A los clamores de esa orilla, sucedió el recogido silencio de la orilla oeste. Al desembarcar, la reina tocó el sistro, esparciendo por el aire ligero apaciguadoras ondas.

Luego, el largo cortejo se dirigió hacia el templo de Deir el-Bahari, construido por la reina Hatshepsut, que había subido al trono del faraón para dirigir un reinado feliz y luminoso. De santuario en santuario, el rey y la reina reanimaron a las dormidas divinidades para que favorecieran la prosperidad de las Dos Tierras.

Durante toda la noche, los vivos festejaron un banquete, en la capilla de las tumbas abiertas al exterior, con los muertos presentes en sus estatuas y sus miradas de esmeralda o malaquita. Una tranquila alegría llenaba los corazones. Egipto estaba en paz y tenía un buen rey.

La fiesta de Amón se había desarrollado a la perfección, sin el menor incidente. El Primer Profeta había dirigido las más vivas felicitaciones a la pareja real, que, durante los once días del ritual, había asumido su cargo con la dignidad que se le exigía. Del más crítico de los cortesanos al más humilde hombre del pueblo, todos habían comprobado que Tutankamón había cambiado y que cumplía, pese a su juventud, las exigencias de su función. Horemheb se reprochaba su falta de lucidez. Seguía convencido de que Tutankamón carecía de las cualidades necesarias para ser un gran monarca, pero había desdeñado en exceso la influencia de Akhesa. Ella conseguía reinar a través de la personalidad de su esposo.

Para Horemheb, el balance de aquellos últimos meses había sido catastrófico. Con las manos atadas por la estúpida iniciativa de su esposa, a la que nada le había dicho, Horemheb no tenía ya en la corte ningún amigo seguro. Desconfiaba del oportunismo del «divino padre» Ay y de la desenfrenada afición al lujo del embajador Hanis. En adelante, iban a jugar su propio juego y no el de Horemheb. Por lo que se refería a los nuevos dignatarios del régimen cuya influencia seguía creciendo, Huy, Maya y Nakhtmin, sentían por Tutankamón una indefectible amistad.

Quedaban el Primer Profeta de Amón, su cohorte de sacerdotes y las inmensas riquezas de los templos. Unos peligrosos aliados que deseaban utilizar al general para defender sus intereses. Horemheb no tenía elección. Sabía, sin embargo, que personalidades muy fuertes habían terminado, aun a su pesar, sometiéndose a la voluntad de los sacerdotes.

Solo en los establos de su villa, el general manipulaba un puñal de hoja de hierro. Habían sido los hititas los primeros en trabajar aquel metal. En Egipto, era más escaso que el oro. Horemheb estaba convencido de que el hierro iría progresivamente reemplazando al bronce en la fabricación de armas y que las haría, a la vez, más eficaces y duraderas.

La empuñadura estaba coronada por un cristal y decorada por franjas granuladas y alveoladas. Casi hipnotizado por aquella hoja de hierro, Horemheb se preguntaba cuánto tiempo resistiría aún antes de matar a Akhesa, aquella mujer inaccesible que rechazaba su amor, aquella gran esposa real que algún día tendría la talla de un faraón y tal vez sus prerrogativas.

Matar a Akhesa, romper el hilo de su destino, sustituir a la diosa de la muerte y condenar así su alma a la destrucción total… El escriba real Horemheb, educado en el conocimiento de los libros sagrados y de los textos de leyes, sufría horribles pensamientos que le agitaban. Se convertía en un extraño para sí mismo.

Tomó el puñal y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el muro, donde se hundió hasta la empuñadura.

Cuando recuperó el aliento, un intendente le entregó una imperativa convocatoria de palacio para la mañana siguiente.

Akhesa no había cumplido su promesa. El general comparecería ante un tribunal presidido por el «divino padre» Ay. Su condena era segura. Para Horemheb significaba el final del viaje terrestre en las más humillantes condiciones. No huiría. Implorando a su protector, el dios Horus, encontraría el valor necesario para afrontar dignamente su decadencia.

A la entrada del territorio real, Horemheb fue recibido por Nakhtmin, el jefe del ejército. Uno y otro pronunciaron fórmulas de salutación. Nakhtmin, acompañado por cuatro soldados de elite, condujo a Horemheb hacia el gran patio al aire libre.

El general quedó sorprendido. Esperaba ser conducido junto al rey, para una entrevista privada antes del juicio, o directamente al tribunal. Más asombrado quedó todavía al descubrir un gran número de cortesanos, oficiales superiores con sus caballos magníficamente enjaezados, damas vestidas con sus más hermosas galas, servidores que escanciaban vino y cerveza en grandes copas.

Nakhtmin leyó una inquieta pregunta en los ojos de su superior.

—Colocaos en el centro del patio, general.

Disimulando su vacilación, Horemheb avanzó a pasos lentos mientras todas las miradas se clavaban en él. Unas sirvientas depositaban flores en pequeños altares portátiles. Las tañedoras afinaban sus instrumentos.

Horemheb se detuvo, solo en medio de un inmenso círculo del que se había convertido en centro.

Portando sus abanicos de plumas de avestruz, Nakhtmin y Huy avanzaron hacia la fachada del palacio real que daba al patio.

De pronto, Horemheb creyó comprender, pero su hipótesis le pareció inverosímil. ¿Cómo habría podido concebir Akhesa…?

Un inmenso clamor interrumpió el flujo de sus pensamientos. Tutankamón y Akhesa aparecieron en la ventana principal de palacio, situada a unos tres metros del suelo. El rey y la reina llevaban una corona blanca y ligeras vestiduras que dejaban desnudos sus hombros. Sonrientes, escucharon complacidos las aclamaciones. En cuanto cesaron, Huy y Nakhtmin escoltaron a Horemheb y le acompañaron hasta el pie de la ventana de las apariciones reales.

El general se inclinó ante el rey y la reina.

Tutankamón elevó en la luz matinal un admirable collar de oro, formado por anillos que resplandecían bajo los rayos del sol.

—Hemos decidido ofrecer esta gran y hermosa recompensa a nuestro fiel servidor Horemheb —declaró el faraón—. Él es el guardián de la paz. Como escriba real y general, protege las Dos Tierras de la desgracia. Puesto que estamos especialmente satisfechos de él y del modo en que vela por la administración, le ofrecemos hoy cinco grandes collares de oro.

El rey se inclinó para condecorar al general. Cuatro servidores, llevando en unas bandejas los otros cuatro collares, se prosternaron ante él. Música y cantos saludaron el acontecimiento, cuyo excepcional carácter no escapaba a nadie. Los honores concedidos al general despertarían muchas envidias.

Horemheb buscó la mirada de la gran esposa real. Pero ésta observaba el horizonte, lejana y misteriosa. Vencía en una nueva batalla, con una maniobra genial, insospechable en una mujer tan joven. En adelante, para la corte, el general Horemheb pertenecía al entorno íntimo del rey Tutankamón y sólo podía ser uno de sus más ardientes partidarios.

La dama Mut había sabido seducir al general Horemheb por su innata distinción y una verdadera belleza que iba floreciendo con el transcurso de los años. Él apreciaba también su ambición de mujer rica, perteneciente a la antigua nobleza y deseosa de que su esposo asumiera las más altas funciones del Estado. Una parte de sí mismo podía incluso comprender, sin admitirlo, que hubiera intentado hacer desaparecer a un reyezuelo insignificante, carente de personalidad. Pero aquel cinismo le hacía sufrir. Cuando aceptaba la realización de un acto tan despreciable, se consideraba un ser vil.

Dama Mut no había aceptado acudir a la entrega de los collares de oro. Una violenta jaqueca le impedía estar a pleno sol. Horemheb la había creído, pues a su esposa le gustaban mucho las ceremonias oficiales, en las que abrumaba, con su prestancia, a la mayoría de las demás mujeres.

Cuando se sentó en el jardín, ante el lago de recreo, para beber un refresco mientras admiraba los cinco collares de oro, no esperaba verla surgir hecha una furia.

—¿Ha desaparecido tu jaqueca?

—No estaba enferma. Acabo de saber lo que ha sucedido en palacio.

—Éstas son mis nuevas condecoraciones. ¿Te disgustan acaso?

Dama Mut arrancó los collares de las manos de su esposo y los arrojó al suelo.

—¿Estás loco o ciego, tú, el gran Horemheb? ¿No comprendes que la maldita esposa real te ha tendido una trampa de la que no podrás escapar?

El general se levantó y abrazó tiernamente a su mujer.

—La cólera es una falta contra los dioses. Abrasa el corazón y deseca el alma. No tienes derecho a dejarte dominar por ella.

—Hablas como un vencido… Y no lo aceptaré. ¡Debes ser faraón, Horemheb! O te abandonaré.

El general no se tomó a la ligera la amenaza. Mut era escuchada por gran parte de la nobleza, sin la que una eventual investidura sería imposible. Acceder al trono implicaba una alianza absoluta con su esposa.

—Debemos contemporizar, Mut.

—No. Cuantos más meses pasan, más efectivo se hace el poder ejercido por la pareja real. Es hora de actuar. Ya intenté terminar con esa lamentable experiencia.

Un cisne paseaba por el lago de recreo, dejando a sus espaldas una estela plateada. Los monos jugaban en las ramas más altas de una palmera.

La mirada de Horemheb se hizo glacial.

—¿Intentaste atentar contra la existencia del faraón?

—No. Quise sólo ridiculizarle, demostrar que era incapaz de enfrentarse con el peligro.

—Y si el león…

—Estaba segura de que intervendrías, querido esposo, y abatirías a la fiera.

La tranquilidad de Mut era impresionante. Horemheb, a riesgo de empequeñecerse a sus ojos, no podía confesarle que se había descubierto la verdad y que se hallaba reducido a ser un servidor dócil.

—Mi deber es obedecer —dijo el general—, no tomar iniciativas o levantarme contra la voluntad del faraón. Y te aconsejo que hagas lo mismo.

En el barco que transportaba hacia Nubia a la pareja real, Tutankamón no dejaba de manifestar su alegría. El viaje que Huy le había propuesto a las abrasadas tierras del gran Sur le entusiasmaba. Akhesa, fatigada por su preñez, había intentado disuadirle. ¡Pero se sentía tan feliz ante la idea de partir a la aventura bajo la protección de aquel hombre rudo y severo! La gran esposa real había renunciado a hablar de ella misma y de los dolores que, de nuevo, desgarraban su vientre. Había aceptado embarcar en la nave real de blancas velas, cuya vasta cabina central estaba cuidadosamente protegida de los ardores del sol. Varios barcos componían la flota que acompañaban al soberano. En uno de ellos viajaban los caballos preferidos de Su Majestad.

El joven rey se maravilló en todas las etapas del viaje: poblados, fortalezas, mercados, templos… Huy, que se había vuelto voluble, le alababa las bellezas de aquellas regiones aplastadas por la luz y donde los indígenas de piel muy negra sabían encontrar minas de oro, cazar elefantes, curtir las pieles de pantera, mezclar especias que, tras haber abrasado la boca, derramaban en ella deliciosos sabores.

—Fui tu mensajero en Nubia —dijo Huy a Tutankamón—, cumplí las funciones de intendente del ganado del dios Amón, vigilé la extracción de oro, dominé las tribus que se rebelaban contra la autoridad del faraón. Sufrí calor, tuve miedo de las fieras que atacan los campamentos, estuve diez veces a punto de perder la vida. Pero sigue gustándome este país perdido, alejado de los fastos de la corte. Si el faraón, mi señor, me autorizara a ello, me gustaría terminar aquí mis días.

—¿Morir? ¿Por qué pensar en la muerte…? ¡Vivirás siglos, Huy, y yo también!

El rugoso porta-abanicos y su rey se abrazaron, tan conmovido el uno como el otro. Akhesa apreciaba esa cálida y poderosa amistad que ayudaba a Tutankamón a progresar hacia sí mismo, hacia su propia verdad.

Akhesa aprendía a amar aquel país donde los rayos de Atón golpeaban la tierra con insoportable violencia. Contemplaba durante horas las desérticas extensiones en las que el hombre era sólo un huésped de paso. En pleno mediodía, sola en el puente el navío de Estado, la gran esposa real concibió dos proyectos. Uno afectaba a Huy, el otro a su padre Akenatón. Sólo habló del primero a Tutankamón, que lo aprobó enseguida. El segundo comportaba tantos peligros, que prefería asumirlos sola. Si fracasaba, el faraón quedaría al margen.

Al cabo de largas jornadas de viaje, el cortejo real llegó al corazón del gran Sur, descubriendo el más hermoso de sus templos, «el que aparece en la armonía universal»[17], edificado por Amenofis III, que había hecho construir en la misma región su equivalente femenino para la gran esposa real, Teje, uniéndose así con ella en una inmortal fiesta de piedra.

Un reducido número de sacerdotes había elegido vivir en aquel lugar desolado y silencioso, donde se levantaba una columnata tan pura como la de Luxor. El edificio entero se elevaba hacia el cielo azul turquesa con un sereno poderío que apaciguaba el alma a simple vista.

—He aquí mi lugar preferido —dijo Huy en voz baja, mientras entraba en un gran patio acompañado por la pareja real—. Poder recogerse así es un regalo de los dioses.

El rey se detuvo, sonriente, y se volvió hacia Huy.

—Muy bien, amigo mío. Realizaréis aquí una larga meditación. He dado al ritualista órdenes de conduciros aparte, a una capilla.

Huy se sorprendió ante el tono decidido del joven monarca. Advirtió la mirada cómplice que dirigió a Akhesa.

El amigo del faraón desdeñó la angustia que, por un instante, le había dominado. ¿No tenía acaso en sus manos, el Señor de Egipto, el destino de todos sus súbditos? Pero él no debía temer nada de Tutankamón.

Cuando finalizó el retiro de Huy, que había disfrutado del frescor y la penumbra de la capilla, el sol declinaba tiñendo las piedras de un ocre cálido.

Ante el santuario consagrado a la regeneración mágica del alma del rey, se había instalado un trono real protegido por un dosel. Huy vio a Tutankamón, aureolado de luz, tocado con la corona azul, vistiendo una gran túnica, con los brazos cruzados sobre el pecho y sujetando los cetros. A su lado, Akhesa, de pie, también vestida de modo solemne. Sacerdotes y miembros del séquito real, con el rostro recogido, se habían colocado a lo largo de las columnatas.

Dos ritualistas vistieron a Huy con una túnica blanca plisada, y le condujeron hasta el pie del trono.

—Eres el hijo de Amón —declaró uno de ellos—. Tú, que reinas sobre Egipto, ante quien deben prosternarse todos los países. He aquí a tu servidor, Huy.

La atmósfera era grave.

—He rezado a Amón —dijo el rey—, y él me ha inspirado. Huy mantiene Nubia en el regazo de Egipto. Gracias a él nos ofrece sus tesoros. Por ello, hoy le concedemos el título de virrey de Nubia. Huy se encargará de representar nuestro poder y hacer que reine nuestra regla de vida, y nos dará cuenta regularmente en nuestro palacio de Tebas.

Un ritualista entregó a Huy un anillo de oro, símbolo de su cargo, y el sello con el que firmaría sus decretos. Las mujeres del séquito real cubrieron de flores al nuevo virrey de Nubia, que parecía incapaz de la menor reacción. Estupefacción y gratitud habían llenado su corazón. Sus más secretos sueños se estaban realizando.

Akhesa caminó hacia Huy y le entregó un ramillete variado, coronado por lises florecidos.

—Que vuestra provincia florezca entre vuestras manos —le deseó.

Huy se reprochó haber juzgado mal a aquella mujer de extraordinaria belleza, que así participaba en la mejor jornada de su existencia.

Había desconfiado de ella y se había equivocado. Apretando el ramillete, sonrió a la gran esposa real.

Marineros y funcionarios, que en adelante estarían al servicio del virrey de Nubia, le aclamaron y agitaron grandes hojas de palma.

Incapaz de contener su emoción, Huy lloró de alegría.

Tutankamón se preguntaba por qué los dioses se muestran a veces tan crueles. ¡Había sido tan lograda la investidura de su amigo Huy! Habían matado un buey cebado, celebrado el más alegre de los banquetes, dado vida a una nueva estatua del faraón a imagen de Amón. El joven rey había sido saludado como «el que satisface a las potencias divinas», Akhesa había escuchado los relatos de los narradores que evocaban las visitas de la reina Teje para asistir a la construcción del templo.

Era la felicidad bajo el cálido sol de Nubia. Pero ahí estaba el viaje de regreso a Egipto, la enfermedad de Akhesa, sus insoportables dolores, la sangre que manaba de su vientre.

Los médicos la habían salvado.

La verdad había desgarrado el corazón del joven rey. Akhesa no podría tener hijos. En adelante, y a riesgo de perder la vida, no podría quedar encinta.