Toda Tebas estaba ocupada en la preparación de la hermosa fiesta del valle, durante la cual, gracias a la intercesión del faraón, los vivos y los muertos comulgarían en un mismo banquete. Akhesa esperaba que Tutankamón pudiera ocupar su puesto y dirigir el ritual.
Era la última serie de audiencias que la gran esposa real concedía antes de entrar en el templo, acompañada por su esposo, para un período de retiro. A intervalos regulares, la pareja real tenía que purificarse en el santuario, librarse de las preocupaciones cotidianas por un contacto directo con el mundo de los dioses.
Poco después del alba, el «divino padre» Ay había presentado a la reina un informe muy completo sobre la economía de las provincias. Gracias a la rigurosa gestión de los grandes templos y a la competencia de los administradores locales, Egipto había recuperado una prosperidad comprometida durante los últimos años del reinado de Akenatón. Akhesa había tomado conciencia de los errores de su padre, que negligía demasiado lo cotidiano. Firmando decretos favorables a los notables de las principales ciudades, concediéndoles tierras, iniciando de nuevo el diálogo con los grandes sacerdotes que, en todo el país, aseguraban la buena circulación de los géneros alimenticios sacralizados en los templos antes de ser distribuidos a la población, Akhesa había alejado el espectro de una guerra civil y devuelto la confianza en el poder del faraón. El reino de Tutankamón se anunciaba como apacible y feliz, reanudando la luminosa civilización de Amenofis III.
¿Quién habría podido sospechar las verdaderas intenciones de Akhesa? ¿Quién habría podido imaginar que aceptaba la tradición para tranquilizar mejor a sus adversarios, adormecer su confianza y preparar una nueva revolución religiosa y social que prolongara la de su padre y le vengara de las injusticias que había sufrido? Akhesa, al acceder a la función de gran esposa real, había perdido toda ambición para sí misma. Más allá de las debilidades humanas, tenía que hacer brillar el mensaje del sol divino.
Tras un prolongado baño en el agua tibia y perfumada, Akhesa cenó sola en palacio. Cuando penetró en su alcoba, que daba al jardín, tenía prisa por tenderse en el lecho preparado por la sirvienta nubia y sumirse en un sueño regenerador.
Al encender la mecha de un hachón, Akhesa descubrió, oculto en un rincón de la alcoba, a un hombre que llevaba al cinto una larga daga.
Salió de la penumbra.
Akhesa no tuvo tiempo para tomar conciencia de su miedo. Gritar o huir eran actos indignos de una esposa real. Si tenía que enfrentarse con el asesino que le ofreciera la muerte, no retrocedería.
Reconoció al general Horemheb, cuyo hermoso rostro, de rasgos nobles y finos, quedaba iluminado por los danzantes fulgores de la llama.
—¿Cómo os habéis atrevido…? —murmuró subyugada.
—Perdonad mi intrusión, Majestad, pero vos sois la única responsable.
Akhesa vestía una túnica blanca transparente, que se detenía a medio muslo. Con los pies desnudos, se había quitado brazaletes, collares y anillos, conservando sólo un escarabeo de oro en el anular de la mano derecha. Garantizaría una feliz transformación de su corazón mientras ella cruzaba los peligrosos espacios de la noche. El general Horemheb iba con el torso desnudo y un taparrabos de cuero. Había prescindido de toda insignia que indicara su rango.
—Hace varios meses que os negáis a concederme una audiencia privada, Majestad, sin motivo válido alguno.
—¡Vuestra insolencia merece castigo! —replicó ella, cortante—. Ninguna de vuestras peticiones ha sido formulada según las reglas. Eran, por lo tanto, inaceptables.
Horemheb oprimió la empuñadura de su daga.
—Sois demasiado inteligente, Majestad, para que tales argumentos os convenzan. No es posible encerrar a un escriba real como yo en las redes de una administración cuyos mecanismos controla.
—¿Por qué habéis cometido voluntariamente esos errores?
—Para saber durante cuánto tiempo os atreveríais a desafiarme públicamente.
Akhesa se sirvió una copa de jugo de uva.
—¿Desafiaros? —ironizó—. Perdéis el sentido de la jerarquía, general. Recuperad vuestra sangre fría.
Horemheb comenzó a desenvainar su daga. La madurez de la gran esposa real le asombraba. Las huellas de la adolescencia habían desaparecido. Akhesa se había convertido en dueña de Egipto. En adelante, sería necesario contar con ella. El general lo había sabido desde el primer instante en que la viera. Su tentativa de intimidación había terminado en un doloroso fracaso.
—Salid de mi alcoba, general.
—No, Majestad. Tenéis que escucharme. He roto el silencio en el que me habéis encerrado por un motivo que afecta a la supervivencia de Egipto.
La daga había salido casi por completo de la vaina. Horemheb actuaba como en una pesadilla. La existencia de Akhesa dependía de su respuesta. Si se negaba a escucharle, si sacrificaba el reino a su ambición de poder, ¿merecería seguir viviendo, aun cuando estuviera traicionando a su país del modo más vil?
Akhesa abrió un cofrecillo para las joyas. Su magia la protegería. Colocó una diadema de piedras preciosas sobre sus cabellos de azabache, adornó sus muñecas con brazaletes de oro, puso alrededor de sus tobillos cadenillas de oro y tomó un sillón de formas torneadas en el que se sentó.
—Puesto que es necesario —dijo con voz pausada—, transformaré este lugar de reposo en sala de audiencias. Os escucho, general.
Horemheb, aliviado, envainó su arma.
—Vivimos en una paz falsa, Majestad. El país se adormece en una tranquila felicidad, pero sigue cometiendo los mismos errores que bajo el deplorable reinado de vuestro padre.
Akhesa no reaccionó. La trampa era demasiado burda. La estaba provocando.
—Los hititas —prosiguió Horemheb— se aprovechan de nuestra pasividad. Avanzan poco a poco hacia Egipto, sustituyen por hombres de paja a los pequeños potentados que nos eran fieles. Pronto nuestras fronteras serán sólo un muro artificial, que caerá fácilmente ante un ejército invasor.
—Hanis, el jefe de nuestra diplomacia, no me ha comunicado ningún temor especial. El rey del Hatti me ha asegurado varias veces su amistad, lamentando los deplorables incidentes que se produjeron hace más de tres años. Los traidores fueron castigados. El Hatti no desea la guerra.
—Claro, Majestad. Sólo desea una victoria rápida y total que preparará durante tanto tiempo como sea necesaria. El ejército hitita no correrá riesgos. Golpeará con seguridad en el momento elegido. Y el momento se acerca. Tras haber viajado mucho, Hanis aprecia hoy los placeres de Tebas. Sólo es ya el reflejo de sus enviados, la mayoría de los cuales son incompetentes o ciegos.
—Y vos no lo sois, ¿verdad, general?
—En efecto, Majestad. Voy con frecuencia a Menfis, donde se hallan nuestro mayor arsenal y nuestros principales cuarteles. El armamento es suficiente todavía, pero se degrada. Sería preciso multiplicar las maniobras de los cuerpos del ejército, fabricar nuevas armas, nuevos barcos de guerra.
—¡Y llamar así la atención de los hititas, que podrían creer en la eventualidad de un ataque por nuestra parte! Sería un error catastrófico.
Aquella seguridad irritó a Horemheb.
—¿Os creéis capaz de evaluar la situación mejor que yo? No tenéis experiencia alguna en ese campo. No conocéis a los hititas. Sólo la fuerza les impresiona. Tenemos que llevar el hierro a sus propios territorios antes de que sea demasiado tarde.
Akhesa, furiosa, agarró los brazos del sillón.
—¡El faraón no aceptará nunca esta locura! Nunca.
—¡De modo que me impedís también que actúe! Sea, Majestad. Obedeceré. No tengo elección. Pero no quiero verme asociado al inevitable desastre cuya causa seréis. Habéis nombrado a Nakhtmin jefe del ejército. Que asuma plenamente sus funciones.
—Ésa es mi intención, general. Sin embargo, vos seguiréis siendo su superior.
—A mi edad, no me seducen ya los títulos vacíos de sentido, Majestad, y aceptaré la proposición del Primer Profeta de Amón.
Horemheb mostraba una segura tranquilidad que inquietó a Akhesa.
—¿Cuál es?
—Olvidar mis tareas administrativas y militares para ocuparme más del templo de Karnak y su desarrollo. Un escriba real no debe desdeñar las enseñanzas de los sacerdotes. Trabajar a su lado me resultará beneficioso. Defenderé mejor sus intereses ante el rey.
La gran esposa real temió haber comprendido bien.
—¿Significa eso, general, que intentáis debilitar la autoridad del faraón, aliándoos contra él con los sacerdotes?
—Significa, Majestad, que sois la hija de Akenatón, el herético, y podríais sentiros tentada de extender de nuevo su locura. Para evitaros cualquier debilidad de este tipo, sabed que domino Menfis y que las tropas de elite me son fieles. Sabed también que los sacerdotes de Amón nunca os tolerarán desviación religiosa alguna.
Así, Horemheb había decidido encerrar a Akhesa entre los muros de una cárcel en la que ejercería un poder limitado, cada vez más ilusorio. El general abandonaba Tebas a los sacerdotes de Karnak, que desempeñarían el papel de perros guardianes, y se instalaría en Menfis para preparar allí una política de control del país y de expansión territorial basada en la fuerza armada.
—Sois una reina maravillosa —reconoció Horemheb—. En pocos meses habéis conseguido imponer vuestra personalidad y reinar sobre la muchedumbre de los cortesanos. Es un resultado notable. El pequeño rey, Tutankamón, os está sometido por completo y sabéis utilizarlo con raro talento. Pero estáis llegando ya a los límites del territorio que podíais dominar. Ni el Primer Profeta ni yo os permitiremos ir más lejos.
Akhesa, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, parecía vencida. Horemheb aguardaba su rebeldía, sus cortantes respuestas. Pero la joven admitía haber perdido la partida. Entrando en razón, demostraba una vez más su inteligencia.
Horemheb dejó de mirarla como a un adversario. Abandonaba el combate y casi se pasaba a su bando. Relajándose, Horemheb se dejó cautivar por el encanto de aquel rostro de divina finura. Tal vez el destino que les había separado se mostrara algún día menos cruel.
—Olvidemos los asuntos de Estado —sugirió con su voz grave y melodiosa, cuya magia conocía—. Cuanto más nos enfrentamos, Majestad, más nos estimamos… Más nos amamos.
Akhesa mantenía la misma actitud sumisa. La de una frágil muchacha que aceptaba su suerte.
—Son vuestros sentimientos —dijo—, no los míos…
—No os creo, Majestad. Sabré permitir que vuestro corazón hable.
Horemheb, sonriente, se acercó a la gran esposa real. Le embriagaba.
—Antes de tomaros ese trabajo, general, escuchadme bien.
El tono había sido tan duro, tan cortante, que Horemheb se inmovilizó.
—Vuestra estrategia me parece sobresaliente —prosiguió—. Sin embargo, deberéis renunciar a ella y limitaros a obedecer al faraón.
Una sorda inquietud se apoderó de Horemheb. ¿Qué arma secreta poseía Akhesa? ¿No se trataría de una simple maniobra de diversión?
—¿Conocéis la suerte reservada a quienes atentan contra la vida del faraón, general?
—¿Qué significa tan odiosa acusación, Majestad?
Horemheb no tenía ya deseo alguno de hablar de amor.
—Intentaron matar a Tutankamón —explicó Akhesa, con una calma glacial—. El hombre que substituyó a un león harto y drogado por una peligrosa fiera ha sido identificado. Murió en un accidente… A menos que fuera asesinado.
—Son unos acontecimientos deplorables —admitió Horemheb—. Los culpables deben ser severamente castigados. Pero ¿en qué me afecta a mí eso?
La mirada de Akhesa flameó.
—Han sido necesarias varias semanas de investigación para averiguar la verdad… ¡Para descubrir el nombre del criminal que dio la orden de actuar! Es un secreto de Estado que sólo conocemos Huy y yo.
Turbado, Horemheb parecía pendiente de los labios de la gran esposa real.
—¡Y vos, puesto que fuisteis el instigador de tan horrible conspiración!
—¿Quién osa acusarme así? —protestó indignado.
—El hombre era un servidor de alguien a quien conocéis muy bien: vuestra esposa, dama Mut.
Horemheb creyó que el rayo del dios Seth le traspasaba el corazón. Durante unos instantes, dejó de respirar, abrumado por la terrible revelación.
—Lo…, lo ignoraba, Majestad.
—¿Estáis dispuesto a jurarlo en nombre del rey?
Akhesa presentó al general el sello de Tutankamón, estampado en los documentos oficiales que emanaban de palacio.
Horemheb juró con solemnidad.
—Sabía que no erais culpable —dijo Akhesa serena—. Pero Mut es vuestra esposa. Si pido la apertura de un proceso, nadie creerá que no fuisteis el instigador de la conspiración. Vuestra esposa pensó que, desaparecido Tutankamón, os convertiríais en regente del reino.
Horemheb se sentía dolorido, como si hubiera librado un combate cuerpo a cuerpo.
—¿Qué pensáis hacer, Majestad?
—Nada, general.
—¿Y qué me pedís a cambio?
—Ya os lo he dicho: sólo obediencia.
Akhesa pasó la noche en brazos de su joven esposo. Su vientre de futura madre comenzaba a redondearse. Se sentía absolutamente feliz, más segura de sí misma de lo que nunca había estado. La grave falta cometida por dama Mut le era mucho más útil de lo que había esperado, permitiéndole maniatar a Horemheb como si fuera un prisionero vencido. Aun sin haber dormido un sólo segundo, debido a su exaltación, cuando llegó el alba su tez estaba perfectamente fresca, como si el tiempo y el cansancio no tuvieran poder sobre ella.
Se ofreció, desnuda, al sol naciente, absorbiendo con todo su cuerpo la energía divina que hacía renacer la naturaleza. Los suaves rayos se deslizaban por su piel del dorado color de la miel, nutriéndola, llenándola de una alegría inalterable. Uniendo las manos sobre su pecho, dirigió una plegaria matinal al fulgurante disco, la que su padre Akenatón había creado: «Te levantas en perfección, disco de luz, que vives desde los orígenes, cuyos brazos abarcan todos los países, tú expulsas las tinieblas. Llenas las Dos Tierras con tu amor, hombres, bestias y árboles crecen en la tierra pues brillas para ellos. Eres único, pero en ti hay millones de vidas».
El milagro estaba produciéndose: el nuevo sol nacía.
La naturaleza despertó, los pájaros aletearon y cantaron, mil ruidos llenaron cielo y tierra. Cuando Akhesa se dirigía al cuarto de baño, su sirvienta nubia se interpuso.
—El divino padre Ay solicita audiencia —anunció—. Quiere veros inmediatamente. Afirma que es muy importante. Se ha dirigido a mí para que nadie más lo supiera.
Había hablado con tanta volubilidad, que Akhesa le pidió que lo repitiera. Vistiéndose con una túnica ligera, la reina se dirigió rápidamente a la antecámara donde le aguardaba su Primer ministro.
—¿Qué es eso tan urgente? —preguntó intrigada.
—¡Una huelga! —respondió el «divino padre» con labios temblorosos—. El Artífice, Maya, ha ordenado que todos los artesanos dejen el trabajo.
—¿Se han retrasado las entregas de pan y cerveza?
—No, ningún incidente material. Maya quiere ver al rey. El Artífice ha regresado a su poblado de Deir el-Medineh.
—Me encargaré de este asunto, divino padre.
Nunca los guardias del poblado de Deir el-Medineh habían visto de tan cerca a una gran esposa real. Acompañada sólo por su sirvienta nubia, Akhesa se había presentado a mediodía en las puertas del territorio reservado a los constructores, sin haber avisado a Tutankamón de sus intenciones. El rey reposaba en un jardín, a orillas de un lago de recreo. Reaparecería dentro de poco.
La huelga de los artesanos, que acarreaba la detención de las obras, era grave. Ver como se interrumpía la construcción de las moradas de eternidad, templos y tumbas, ponía en peligro el equilibrio del Estado. Sólo el faraón o su Primer ministro tenían autoridad para negociar con el Artífice.
Los guardas, dada la personalidad de la visitante, no exigieron la contraseña, pero detuvieron a la nubia en la entrada y unos hombres armados acompañaron a la reina hasta una modesta casa de ladrillos secos, contigua a la muralla, no lejos del lugar donde se almacenaban las reservas de agua y donde los maestros impartían clases de escritura, dibujo, escultura y pintura.
Maya, sentado con las piernas cruzadas en el suelo de tierra batida, grababa en un trozo de caliza una escena de fábula en la que un asno, convertido en músico, hechizaba los oídos de una concurrencia de ratones. No levantó los ojos cuando Akhesa fue introducida en su taller.
—He solicitado ver al rey —dijo, hosco, sin dejar de trabajar.
—Exigís mucho más, Maya. Queréis imponerme vuestro poder, romper lo que consideráis mi orgullo, dominar mi voluntad. Deseabais atraerme hasta aquí. Lo habéis conseguido.
El Artífice dejó su fino cincel de cobre.
—Tal vez tengáis razón, Majestad. Y, en ese caso, deberíamos entendernos.
—¿Qué esperáis exactamente de mí?
—Que dejéis toda actividad política y os limitéis a ser una esposa fiel y discreta.
Akhesa sonrió ante la ingenuidad de la frase.
—¿Por qué me odiáis tanto?
—Porque no amáis a Tutankamón. Atraéis la desgracia sobre su cabeza.
—Os equivocáis.
—La huelga de los obreros —amenazó terco Maya— durará mientras no juréis consagraros sólo a organizar recepciones y a vuestros deberes religiosos.
El Artífice tomó de nuevo su instrumento.
—Tengo otra proposición que haceros —dijo la reina—. Sólo tengo un medio para convenceros de mi sinceridad y hacer que finalice la huelga: convertirme en miembro de vuestra comunidad.
Maya la miró, estupefacto.
—Pero… ¡eso es imposible!
—Bien sabéis que no, con una condición, sufrir la prueba de la cima.
Akhesa fue aislada hasta que llegó la noche en una cabaña de obras, llena de instrumentos. No le dieron agua ni alimento. Soportó sin esfuerzo el aislamiento y el calor, pues deseaba afrontar la temible prueba que le permitiría entrar en la cofradía más hermética de Egipto y ganarse así la confianza del Artífice Maya. Tenía que lograrlo. Akhesa había reflexionado mucho antes de iniciar tan peligroso camino. Era consciente del riesgo. En una sola noche podía aniquilar la obra pacientemente elaborada desde hacía más de tres años. Arriesgaría incluso su vida. Pero no había otra solución. Maya era un hombre de una pieza, insensible a los honores, incorruptible. Tenía que hablar el mismo idioma que él, combatir en su propio terreno. Someterle por la fuerza era imposible.
Cuando el sol desapareció por occidente, lanzándose a la tenebrosa pendiente donde se enfrentaría, en un duelo sin cuartel, con el dragón decidido a destruirle, dos escultores fueron a buscar a la gran esposa real. En Deir el-Medineh era sólo una mujer que pedía ser iniciada en los misterios de la cofradía. Su título y su rango no contaban. La despojaron de sus vestiduras y le pusieron una basta túnica de napa que le irritó la piel. Le entregaron un odre lleno de agua y un pedazo de pan, luego la condujeron fuera del pueblo.
Un viento fresco la hizo estremecerse. Tuvo que tomar un sendero estrecho y sinuoso. La pendiente era muy fuerte. Sus guías caminaban con un ritmo sostenido, vigilándola de cerca por miedo a que intentara huir. El dios luna brillaba en lo alto del cielo, iluminando la montaña y el valle con una luz plateada, suave y angustiosa a la vez.
Una hora más tarde, llegaron al pie de la cima cuya cumbre, en forma de pirámide, dominaba con su inquietante masa las tumbas de los monarcas excavadas en un valle de piedra y arena.
Ambos escultores dejaron atrás tres casas de piedra donde residían, en ciertos períodos, obreros que descansaban un poco antes de regresar al trabajo. Las exigencias de la obra les impedían, a veces, ir a dormir al pueblo.
Finalmente, el trío llegó al oratorio de la prueba, una minúscula capilla que carecía de puerta y en la que sólo cabía una persona.
—Entrad —ordenó uno de los escultores—. Pasaréis aquí la noche. Nos vamos, pero estaremos vigilándoos. Sólo hay un sendero para volver al valle. No intentéis huir. Nos veríamos obligados a mataros. Volveremos al alba. Veremos entonces si habéis sobrevivido a los demonios y las bestias feroces que atacan a los mentirosos y a los cobardes.
A Akhesa le habría gustado hacerles algunas preguntas, pedirles algunas precisiones sobre los peligros que la acechaban, pero los artesanos le volvían ya la espalda, bajando por la escarpada pendiente con agilidad.
Durante unos instantes, la gran esposa real lamentó su iniciativa. No esperaba aquella profunda soledad, aquella noche hostil en la que pronto resonarían las risas sarcásticas de las hienas. Los perros vagabundos lanzaron sus primeros gruñidos antes de lanzarse a la caza. Akhesa no temía a los depredadores de las tinieblas. Temía a los fantasmas, a los espectros de silenciosos movimientos, que atacaban por la espalda o de soslayo. En los templos, los ritualistas sabían cómo rechazar esas fuerzas maléficas que chupaban la médula de los huesos y se introducían en las venas y en las arterias para beber sangre.
Quien quisiera penetrar en la cofradía de Deir el-Medineh, tenía que pasar la noche en la cima y enfrentarse con los monstruos devoradores de vida. Al alba, se encontraban los cadáveres de quienes, debido a su indignidad o su cobardía, no habían podido resistir los asaltos de los enemigos invisibles.
Akhesa bebió un poco de agua, pero no consiguió comer. Un dolor le recordó la presencia del niño al que pronto traería al mundo. Levantando su mirada al cielo, buscó la estrella que contenía el alma de su padre, Akenatón.
No la encontró.
Inquieta, quiso levantarse, pero una fuerza de increíble violencia la mantuvo agachada. Un viento helado le cortó la respiración. Sintió la tentación de cerrar los ojos, pero siguió escrutando el cosmos. Una forma blanquecina salió de un enorme bloque y se dirigió hacia el oratorio.
Aterrorizada, Akhesa aulló.
Una mano se posó en su hombro izquierdo.
Esta vez, consiguió ponerse en pie y salir de la capilla, pero un intolerable sufrimiento le desgarró el vientre.
La forma blanquecina se había multiplicado en varios demonios con la apariencia de enanos de ensangrentados dientes que esgrimían cuchillos.
Atacaron.
Brilló una luz. Una estrella fugaz cruzó los cielos. Su luz iluminó el sendero por el que Akhesa quería huir. Gracias a ella, la joven advirtió el abismo en cuyas profundidades unos monstruos con cabeza de león y de chacal acechaban a su futura víctima.
Su padre acababa de salvarla, no le cabía duda. Gimiendo, de rodillas, se arrastró hasta el oratorio donde se ocultó con la cabeza entre las manos.
Una voz llenó el edificio: «Soy la diosa del silencio,» decía, «la guardiana de la cima. Nadie puede mancillar mis dominios sin perder la vida. Penetro en ti, busco en tu corazón para descubrir si eres un ser de verdad. En ese caso, no tienes nada que temer de mí. Si has mentido, si has actuado contra la ley de Maat, te destruiré».
—¡No! —gritó Akhesa, casi inconsciente.
Un rostro de mujer de extraordinaria belleza, de finas cejas y delgados labios, danzó ante ella, haciéndose cada vez más grande. Se inclinó sobre ella. Quiso rechazarlo, pero cayó al suelo sin fuerzas. El rostro, inmenso ya, la besó en la frente. Era el rostro de su madre, Nefertiti.
Un fuego le abrasó la cabeza y el pecho.
Akhesa se desvaneció.
El sol acababa de levantarse cuando el Artífice Maya y los dos escultores llegaron al oratorio de la cima donde habían sufrido, como los demás miembros de la cofradía, la prueba impuesta por la diosa del silencio.
La gran esposa real yacía, inanimada, en el interior de la capilla.
El Artífice se arrodilló y posó la oreja en el pecho de la muchacha.
—Está viva —declaró—. La huelga ha finalizado y tenemos un adepto más.