El asiático, con una pluma hincada en los cabellos y una corta lanza en la mano, avanzó hacia el rey Tutankamón, tocado con la corona azul y vestido con un taparrabos de cuero blanqueado del que colgaba una cola de toro. Tras el faraón estaba la gran esposa real, Akhesa, vestida con una larga túnica muy amplia que le caía hasta los tobillos. En la cabeza llevaba una alta corona, compuesta de dos cuernos de vaca en forma de lira que enmarcaban dos plumas de avestruz surgiendo de un disco de oro. A cierta distancia se hallaba el «divino padre» Ay, sujetando un cetro de plata cuyo astil reposaba en su hombro.
El sol, muy alto en el cielo, brillaba con todo su fulgor. El patio del templo era un horno. El «divino padre», pese a la peluca perfumada que le cubría la cabeza, soportaba mal el calor. Gruesas gotas de sudor corrían por su frente.
Akhesa, impasible, recitaba las fórmulas mágicas destinadas a proteger a su esposo de la agresión que sufría. «La vida está detrás de ti —salmodiaba, levantando la mano derecha para ofrecer al faraón un fluido benefactor—, tú que eres semejante al sol».
Aquellas palabras no detuvieron al enemigo, un hombre joven y fuerte a cuyo lado Tutankamón parecía un niño endeble. El hombre levantó la lanza, dispuesto a clavarla en el pecho del señor de las Dos Tierras.
Akhesa pronunció en voz alta las estancias que Isis, señora de la magia, había revelado a las reinas.
El faraón levantó la mano izquierda, armada con un corto sable de hoja curva. El asiático pareció petrificado. Soltó la lanza e intentó huir. Pero Tutankamón, en pocos pasos, le alcanzó. El enemigo hincó la rodilla izquierda y, amedrentado, volvió la cabeza hacia el rey, que con la mano derecha le agarró de los cabellos.
Tutankamón levantó su sable. El asiático temblaba al ver acercarse la muerte.
—Así, el faraón, Sol de las Dos Tierras, es eternamente vencedor de las tinieblas —concluyó el «divino padre» Ay.
La primera parte del ritual de creación del templo había finalizado.
Se concedió a los actores del drama sacro unos instantes de reposo. Los dos porta-abanicos, Huy y Nakhtmin, procuraban refrescar constantemente a la pareja real.
Akhesa no sentía la fatiga. Había olvidado incluso el peso de la corona. Ni el sol ni el calor la molestaban. El aire ardiente le parecía suave, pues se sentía muy feliz al divisar una nueva victoria que acrecentaría más aún el brillo del faraón.
Tras ásperas negociaciones con el Primer Profeta de Amón, que había utilizado las armas de la teología y de la mala fe, Akhesa había obtenido que Tutankamón, pese a su juventud, fundara su propio templo, como debía hacer todo faraón. Había desechado los argumentos dilatorios del jefe de los sacerdotes, que, obligado a ceder a las legítimas exigencias de la gran esposa real, había permanecido intransigente en un punto concreto: puesto que la edad de Tutankamón no contaba, debería soportar las pruebas físicas impuestas por el ritual. Akhesa había reconocido lo fundado de la petición, y había necesitado largos días para convencer a Tutankamón de que pasara a la acción. El joven comenzaba a lamentar su decisión. No tendría fuerzas para llegar hasta el fin, pese a la presencia de su esposa y las repetidas intervenciones de Huy, que le ofrecía una droga estimulante para que bebiera. Apenas el rey había recuperado el aliento tras el ritual de la mañana, que había concluido con el combate frente al enemigo llegado de las tinieblas, cuando el Primer Profeta acudió en su busca.
En el paraje elegido, en plena ribera occidental, Maya el Artífice había delimitado a cordel el lugar del futuro santuario. En su presencia, el faraón había cavado con una azada la trinchera de cimientos para depositar en ella una preciosa oblación de piedra tallada y útiles en miniatura. Luego, Tutankamón había nombrado, uno a uno, a los numerosos oficiantes que se encargarían de su templo y velarían porque la circulación de ofrendas estuviera asegurada.
Un sacerdote, luciendo la máscara del dios Thot, con cabeza de ibis, y una sacerdotisa, que llevaba la de la diosa Sechat, patrona de los constructores, sujetaron al joven rey en el emplazamiento de la futura naos que albergaría las estatuas del culto. Introducido en vida en el círculo de las potencias celestiales, Tutankamón se convertía en un dios en la tierra precisamente cuando el sol llegó al apogeo de su carrera.
El Artífice Maya estaba orgulloso de su rey. Ahora, con el acuerdo del Primer Profeta de Amón, podría emprender un vasto programa de restauraciones y construcciones en las que el nombre de Tutankamón brillaría por los siglos de los siglos. Devolvería, centuplicado, el don de vida que le había concedido un niño convertido en señor de Egipto, le construiría los más hermosos y grandiosos templos, haría nacer las estatuas más perfectas.
En el horizonte apareció un carro, que se detuvo ante la pareja real levantando una nube de polvo ocre. Descendió el general Horemheb, que, tras haber saludado al faraón, le revistió con una cota de mallas, la coraza del dios halcón Montu, señor de la guerra, que había permitido a los faraones liberar a Egipto de sus invasores. El corselete estaba incrustado en oro y pedrería. Horemheb rodeó el cuello del rey con un collar de perlas de oro, y le entregó una espada, una daga, un arco y flechas.
Tutankamón miró con temor el carro de gala de dos ruedas en el que debería combatir. La caja, abierta por detrás, estaba cubierta de láminas de oro labradas y colocadas sobre un revoque de yeso. La decoración comportaba unos cartuchos que contenían el nombre del rey, flores, espirales y rosetones. El panel exterior estaba adornado con una cabeza de halcón, presente también en el timón. A cada lado del yugo, y fijado en él, destacaba la figura de un enemigo atado. Tutankamón, sostenido por Horemheb, subió al carro, cuyo suelo estaba hecho con tiras de cuero entrecruzadas y cubiertas con piel de chacal. Se mantuvo de pie, probando la flexibilidad de la caja, que reposaba sobre el timón y sobre el eje que unía las dos ruedas de seis rayos, en los que figuraban nombres de países extranjeros. Los paneles interiores estaban decorados con un asiático y un africano prisioneros, vencidos por el faraón, representado en forma de esfinge. Encima, un gran ojo abierto permitía al carro seguir la buena ruta y escapar a los accidentes. Los caballos piafaban de impaciencia, inquietos por el calor. Sus anteojeras eran de corteza cubierta de oro.
Horemheb ofreció al joven rey las riendas que pasaban a través de los anillos fijados en el arnés y le ciñó con ellas el talle, de modo que no cayera aun en caso de perder el equilibrio. El general fingió admirar los suntuosos arneses de cuero de los caballos, incrustados con pastas de colores, oro y plata.
Una extraña sonrisa flotaba en sus labios. Tutankamón sintió miedo, pero ya no había posibilidad de echarse atrás. Buscó la mirada de Akhesa, que, a pocos pasos del carro, le alentaba con todo su amor.
—Vuestra Majestad —declaró el general— es una montaña de oro que ilumina las Dos Tierras con su mirada de fuego, el que aparece en su carro como el sol naciente, el hijo de la luz que ilumina a sus súbditos y les deslumbra con su valor. ¿Qué otro destino podría conocer, si no el triunfo?
Tutankamón advirtió una indudable ironía en la pregunta del general. ¿Le habría preparado una trampa? El rey tiró de las riendas. Le parecieron sólidas y bien fijadas. El carro no tendría que correr. Pese a su fatiga, el faraón se enfrentó con la última prueba, destinada a demostrar que poseía las cualidades de los mayores monarcas. Horemheb se apartó. El carro se puso en marcha hacia un extremo del patio donde se había instalado un paso de piedra. Salieron dos leones de Nubia, gordos y atontados.
Quería la costumbre que el faraón, para manifestar su valor y su aptitud para luchar contra cualquier dragón, fuera capaz de derribar, sin ninguna ayuda, algunas fieras. El gran Amenofis III había reducido la experiencia a un combate ficticio. Los leones eran atiborrados de alimentos a base de una planta que los adormecía, y así no manifestaban demasiada agresividad. Por lo que se refiere a las flechas que debían dispararse, su punta había sido redondeada y no causaba herida alguna. El principal enemigo de Tutankamón era el terrible calor. Provocaba un vértigo que podía hacer fracasar su ejercicio de habilidad.
El joven tendió su arco y disparó la primera flecha. Pasó por encima de la cabeza del primer león, un macho viejo enojado por haber sido arrancado del sueño y verse obligado a permanecer bajo el ardiente sol.
Akhesa no dejaba de mirar a Tutankamón, intentando transmitirle su fluido vital, la invisible energía de la que procedían las acciones humanas. Era preciso que tuviera éxito, que se impusiera a la corte como un monarca digno de sus más gloriosos antepasados.
Tutankamón no se sentía capaz de tender por segunda vez el arco ritual. Tenía ganas de acostarse y dormir. Se volvió hacia la izquierda y buscó la mirada de Akhesa. La vio, de pie bajo la luz, manteniendo sobre su pecho un cetro en forma de flor de loto.
Triunfaría por ella. Partió la flecha, poderosa y precisa, y golpeó el flanco del segundo león.
Gritos de júbilo saludaron la hazaña, pero se apagaron cuando la fiera, que hubiera debido mostrarse indiferente, emitió un amenazador rugido y corrió hacia el carro real.
Atónito ante tan imprevista reacción, el joven rey soltó el arco e intentó saltar a tierra, olvidando que estaba retenido por las riendas, fijadas a los anillos del arnés. Tomando su daga, comenzó a cortarlas con torpeza.
El león saltó, encabritando a los caballos, que partieron al galope. Tutankamón, con el busto inclinado, se bamboleaba de un lado a otro. Consiguiendo por fin soltarse, cayó pesadamente en el polvo tras haberse golpeado la frente con la parte trasera del carro.
El león se lanzó hacia él.
El general Horemheb, que se había apoderado del arma de uno de los arqueros de la guardia real, disparó con extraordinaria rapidez dos flechas que alcanzaron al animal en la cabeza. Éste, fulminado, se derrumbó. Tendido boca abajo, Tutankamón no se movía.
Akhesa velaba a Tutankamón.
Gravemente herido, el joven rey era cuidado día y noche por médicos y magos, que habían desinfectado sus heridas y reducido una fractura en la pierna izquierda. Tras tres días de angustia en los que la existencia del monarca había permanecido en manos de la diosa de occidente, el espíritu de Tutankamón parecía vincularse de nuevo a la tierra.
Akhesa permanecía sentada en un sitial cubierto de oro, cuyos barrotes estaban adornados con lotos y papiros. Se apoyaba en los brazos, formados con el cuerpo de dos serpientes aladas y coronadas, que tenían en sus anillos y en el interior de sus alas cartuchos con el nombre del rey. De este modo, el ser inmortal del faraón quedaba perpetuamente protegido del mal. Los pies desnudos de la gran esposa real se apoyaban en un escabel de madera dorada, incrustado de cerámica azul y decorado con la representación de nueve arcos, evocando el conjunto de los países extranjeros sometidos a la autoridad del rey de Egipto.
La respiración del rey se hizo entrecortada. Tutankamón se volvió hacia un lado, gimió y abrió los ojos.
—Akhesa…
—Aquí estoy —respondió ella enseguida, precipitándose hacia la cama para cogerle de la mano.
Sus mejillas se tocaron, y los jóvenes hicieron que sus alientos coincidieran, como si sus almas se uniesen.
—Me encuentro mejor, Akhesa… Creo que soy capaz de levantarme.
—No te muevas. Voy a buscar un bálsamo.
La joven apartó la sábana de lino que cubría el cuerpo de Tutankamón, y le dio un largo masaje con un ungüento que tenía la virtud de cicatrizar las carnes y suprimir los dolores. Luego, vertió en su piel un perfume de las diez esencias más raras, elaborado en el laboratorio de Karnak, y le ofreció frutos de mandrágora.
El rey tenía la nuca apoyada en un almohadón puesto sobre una cabecera de marfil, adornada a ambos lados por una risueña cabeza de Bes, el dios enano que mantenía la alegría y la vitalidad.
—Akhesa…, colócate encima de mí… Quiero amarte.
Tutankamón tendió los brazos hacia ella. Akhesa besó sus manos, se volvió, regresó con un collar de flores de loto y se lo puso al cuello.
Luego se desnudó, conservando sólo un colgante en forma de corazón, y se tendió con infinita suavidad sobre el cuerpo del rey.
Tutankamón, apaciguado, descansaba. Sentada en el alféizar de una ventana, Akhesa contemplaba las estrellas del cielo estival. Una de ellas brillaba más que las otras. La joven, recordando sus lecciones de astronomía, creyó haberla identificado, pero enseguida advirtió su error. Aquella estrella no estaba entre las que los sabios habían catalogado. Su extraña claridad le hipnotizaba.
De pronto, comprendió.
Era el alma de Akenatón, su amado padre, que se le aparecía, recordándole que debía continuar su obra, luchar contra los sacerdotes de Amón y su primer profeta, aquellos malvados que olvidaban el esplendor divino para enriquecerse. Hija de Akenatón y esposa de Tutankamón, heredera de un mundo aniquilado que no debía desaparecer de la memoria de los hombres, dividida entre el respeto a un mensaje del que era única depositaría y las exigencias del poder, Akhesa necesitaba aquella luz en el corazón de la noche. Más allá de la muerte, Akenatón le transmitía la potencia vital que circulaba por el universo y que ninguna bajeza humana mancillaría nunca. La estrella, decían los sabios, era la puerta del cosmos por la que pasaba la enseñanza divina. El alma de Akenatón ya formaba parte de la corte celestial, donde las estrellas eran una cofradía de luz. El rey difunto anunciaba a su hija que había vuelto al origen, al lugar intemporal donde la aguardaba.
Akhesa, colmada de indecible felicidad por esta revelación, posó la mano en su vientre desnudo. Intuía que aquella noche había concebido otro hijo. Tenía que vencer también en ese combate, llevar a buen puerto un embarazo que diera un hijo a Tutankamón, un hijo a quien ella inculcaría el sentido del Estado.
¡Cómo le gustaban esas noches cálidas, llenas de perfumes que ascendían de la tierra húmeda, regada por los jardineros! Escuchaba el rumor de las alas de las lechuzas atravesando las tinieblas en busca de una presa. Oía el latido del corazón secreto de la naturaleza, reflejo del imperecedero orden concebido por Dios.
Su mirada se posó en los dos objetos que el rey conservaba a la cabecera de su lecho, sus más preciados recuerdos: una estatuilla de Amenofis III, de oro macizo, y una caja de plata con el nombre de la reina Teje, que contenía un rizo de la gran reina. Akhesa la consideraba un modelo que intentaría seguir y superar.
Huy y Nakhtmin habían decidido llevar a cabo, juntos, una investigación sobre el incidente que había estado a punto de costarle la vida al rey Tutankamón. Ambos estaban de acuerdo en lo principal: una fiera peligrosa había reemplazado al pacífico león previsto para el ritual. Aquel cambio, llevado a cabo con intención criminal, había requerido una organización especial cuyas huellas resultaría muy difícil encontrar. Nakhtmin se encargaría de los ritualistas que se ocupaban de la buena marcha de la ceremonia; Huy, de los funcionarios destinados al zoo real. Tendrían que proceder con prudencia para identificar a los eventuales culpables y no arriesgarse, también, a un destino funesto. Cada noche se encontrarían en el templo de Mut, donde médicos y cirujanos de Tebas celebraban sus ritos, y efectuarían sus investigaciones.
Huy y Nakhtmin, indignados por la conspiración asesina fomentada contra un rey al que veneraban, se habían jurado descubrir la verdad, aunque ésta debiera salpicar la corte o a un gran personaje del Estado.
La gran esposa real, consultada del modo más discreto, les había alentado. Contaba más con ellos que con el «divino padre» Ay, encargado de la investigación.
—No disponemos de ningún indicio serio —confesó el «divino padre» Ay, apenado—. Nadie fue imprudente. El león se volvió loco… ¡Un animal casi domesticado! Es increíble.
—¿No hubo…, o fue substituido? —preguntó la gran esposa real.
El «divino padre» frunció las cejas.
—¡Absolutamente imposible, Majestad! ¿Quién habría podido atentar contra la vida de nuestros amados soberanos? No, es insensato. Apartemos esa horrible idea. Sólo la fatalidad explica el drama. ¿Cómo se encuentra el rey esta mañana?
—Está débil todavía —respondió Akhesa—. Pasa durmiendo la mayor parte del tiempo.
—Gracias a Dios, Egipto no ha perdido a su rey… ¿No es ya hora de vuestra audiencia?
—En efecto, divino padre. Ahora mismo voy.
Tutankamón estaba casi restablecido. Pero Akhesa quería evitarle cualquier fatiga antes de que estuviera completamente curado y le había obligado a permanecer en la alcoba, rechazando las visitas. El peso del gobierno descansaba sobre los hombros de la gran esposa real y de su Primer ministro, Ay, al que le solicitó que se encargara de los asuntos corrientes.
—Si lo desea, Majestad, estoy dispuesto a liberaros de las más abrumadoras tareas.
Akhesa, severa, miró al anciano dignatario.
—Limitaos a ejecutar mis órdenes como yo ejecuto las del faraón. De acuerdo con nuestras instituciones, gobierno las Dos Tierras hasta que regrese al trono. Esta noche me traeréis los informes sobre el mantenimiento de los canales y el almacenamiento de la próxima cosecha.
—Muy bien, Majestad.
Akhesa se alejó presurosa, dejando al Primer ministro en plena reverencia.
La gran esposa real había olvidado festejar su decimoctavo aniversario. Desde hacía cinco meses, es decir, desde lo que consideraba un atentado frustrado contra su esposo, no se había tomado un sólo día de descanso pese a su nuevo embarazo. Se había visto obligada a llevar la dura y rigurosa existencia de un faraón, con una docena de horas de trabajo al día sobre una cantidad inagotable de expedientes.
Perjudicada por su falta de competencia técnica y administrativa, Akhesa había confiado en su instinto para separar los temas esenciales de los problemas secundarios. Sobre todo, había utilizado al «divino padre» Ay haciéndole mil preguntas y extirpándole lo esencial de su larga y preciosa experiencia. Cuando Ay tuvo conciencia de que le habían arrebatado su más precioso tesoro, era demasiado tarde. Akhesa no le necesitaba ya como mentor. Se había convertido en su servidor y su subordinado. ¿Qué hacer, sino aceptar la situación?, tal como le dijera a Horemheb.
Akhesa tenía un nudo en la garganta. La audiencia prevista para aquella mañana le había impedido conciliar el sueño. El hombre a quien había convocado era uno de los escasos seres que no se doblegaban ante ella. Precedida por dos arqueros, la gran esposa real entró en una pequeña sala iluminada por dos ventanas rectangulares abiertas en el techo. Despidió a los guardas e hizo cerrar las puertas, pues no deseaba la presencia de testigo alguno.
El Artífice Maya aguardaba, sin impacientarse, apoyado en una columna. Un simple mensaje llevado por la sirvienta nubia no había bastado para hacerle venir a palacio. Akhesa había tenido que enviarle a un portador del sello real, provisto de una imperiosa convocatoria a la que el ministro de Finanzas y jefe de todas las obras del rey no podía sustraerse.
Akhesa no se sentó en el trono que le estaba reservado. Intentar impresionar a un hombre tan rudo como Maya habría sido un error de estrategia. También sería inútil preocuparse por los matices. Por ello fue derecha al grano.
—Maya, no comprendo vuestra actitud. ¿Por qué no adelantan los trabajos de Karnak? ¿Por qué el templo funerario del rey sigue siendo sólo un plano? ¿Por qué permanecéis en Tebas en vez de recorrer Egipto y hacer erigir en todas partes monumentos en su gloria?
—Hay una sola respuesta para todas esas preguntas, Majestad: me faltan los materiales. El granito de Asuán no llega. Sería necesario construir nuevas barcas y planificar los transportes de un modo distinto.
El tono de Maya era cortante, casi insultante.
—Os burláis de mí, Artífice. Son problemas de vuestra competencia. Si no los habéis resuelto es que pensabais utilizarlos como pretextos.
Maya levantó los ojos a las ventanas, de las que brotaban intensos haces de luz. Uno de ellos iluminaba el rostro de la gran esposa real.
—Bien pensado, Majestad —confesó.
—Pero ¿por qué os comportáis así? —preguntó Akhesa de nuevo.
Maya vaciló antes de responder. Consideró preferible descubrirse.
—Porque sois vos y no el rey quien me da las órdenes desde hace cinco meses. Reconozco sólo una autoridad, la de mi señor Tutankamón. Sólo trabajaré para él.
Akhesa estaba estupefacta. Sabía que el Artífice era testarudo, pero no le hubiera creído tan obstinado.
Se había pasado de la raya.
—Actúo como gran esposa real, Artífice, en nombre del faraón. Mis palabras son las suyas. Así lo quiere la intangible regla de Egipto. Tenéis el deber de acatar mis directrices.
—Fue Tutankamón quien me salvó la vida, nadie más.
—No se trata de vuestros recuerdos ni de vuestros sentimientos, sino de vuestras funciones. ¡En las Dos Tierras reina una pareja, no lo olvidéis! ¿Estáis decidido, por fin, a obedecer aunque me odiéis?
—¿Pensáis obligarme a hacerlo, Majestad?
—Me insultaríais si lo dudarais.
Maya bajó los ojos. Aquella mujer, en exceso hermosa, era el retrato de la desgracia. Destruiría al rey, estaba seguro de ello. El faraón le había ascendido a una de las más altas dignidades del imperio para que interviniera con los nuevos poderes que detentaba.
—Permitid que me retire, Majestad —dijo con acritud—. No puedo perder ni un sólo instante.
Huy y Nakhtmin se encontraron una vez más en el templo de Mut, donde los médicos eran iniciados en su arte, en los misterios de la vida y de la muerte, por la temible Sekhmet, la diosa con cabeza de león. Varias celdas estaban reservadas a los aspirantes a prácticos. En una de ellas, al abrigo de oídos indiscretos, ambos dignatarios intercambiaban los resultados de su investigación, bastante decepcionantes por el momento.
Por la brillante mirada de Huy, Nakhtmin comprendió que había novedades.
—Creo tener un serio indicio —dijo Huy, nervioso.
—¿Cuál?
—Me costó descubrirlo y verificarlo, sin duda porque la idea era muy simple. El hombre encargado de alimentar a los animales estaba enfermo. Su substituto tiene una reputación excelente. Nadie desconfió de él, tanto menos cuanto que está muy acostumbrado a los leones y es uno de los vigilantes del zoo real.
—¿Lo habéis interrogado?
—Ya no está en Tebas. Fue enviado a la más lejana de nuestras provincias de Asia para capturar fieras.
—¿Cuándo volverá?
—No volverá. Ha sido devorado por un león.
Nakhtmin no ocultó su decepción.
—Le han eliminado para impedirle hablar. Hemos perdido nuestra mejor pista.
—No por completo.
—¿Qué pasa, Huy? ¿Has descubierto algo más?
—Eso creo, Nakhtmin. Pero mi boca debe permanecer cerrada.
—¿Por qué? ¿Ya no confías en mí? —se indignó el jefe del ejército.
—Claro que sí.
—Pues entonces, ¡explícate!
—He sabido el nombre de la persona a la que había servido ese cazador de leones. Y ese nombre sólo puedo revelarlo a la gran esposa real.