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Tras la gran fiesta que señaló el regreso de la pareja real a Tebas, Tutankamón y Akhesa decidieron residir en el palacio levantado en el interior del recinto del gran templo de Amón. Apenas habían reposado de las fatigas del viaje y los festejos, cuando el general Horemheb solicitó audiencia al faraón.

Este último le recibió en la sala del trono, con Akhesa a su lado.

A Horemheb le sorprendió la transformación del joven rey. Su rostro, del que no había desaparecido todavía la adolescencia, había adquirido una especie de gravedad. Llevaba la corona azul, y sujetaba el cetro, receptáculo de la magia divina, con una nueva dignidad, como si hubiera tomado conciencia de la importancia de su gesto.

Horemheb se inclinó ante los soberanos. Cuando se levantó, con el busto muy erguido, intentó descifrar los sentimientos de Akhesa. Tuvo la desagradable sorpresa de descubrir a una reina hierática, casi severa. ¿No estarían Tutankamón y Akhesa empezando a formar una verdadera pareja?

—Espero que Vuestra Majestad haya hecho un excelente viaje.

—Excelente, en efecto —precisó el rey—. Hemos sido recibidos por los jefes de las provincias y los superiores de los templos. Hemos conocido sus peticiones y las tendremos en cuenta.

Con torpeza, pero no sin cierta autoridad, Tutankamón había intentado adoptar el tono y las expresiones de un monarca seguro de sí mismo. Horemheb lamentó no haber interrumpido el viaje que tan profundamente había modificado el comportamiento de la pareja real.

—Me hubiera gustado, Majestad, presentarme ante vos para loar vuestra grandeza y celebrar las glorias de Egipto. Pero temo ser portador de turbadoras noticias.

La inquietud de Tutankamón fue enseguida perceptible.

—Hablad, general —exigió.

—No es fácil encontrar las palabras. No deseo asustar a Vuestra Majestad.

—Vuestra educación de escriba no debiera haceros vacilar tanto —intervino Akhesa—. Basta con decir la verdad. El faraón se nutre de ella.

Horemheb advirtió que la joven reina no había perdido nada de su vigor.

—Me perdonaréis, pues, que sea tan brutal. Varias provincias de Asia han anunciado que este año no pagarán los tributos al tesoro del faraón. Como estabais ausentes, sólo he tomado nota de sus declaraciones. Además, mis informadores me advierten de que los hititas no dejan de provocar graves agitaciones en nuestros protectorados del Norte y de levantar contra nosotros a un creciente número de príncipes locales. La situación se agrava. Si no intervenimos, el enemigo se acercará a las marcas del Delta.

Brutalmente enfrentado a una terrible realidad, Tutankamón perdió todo rasgo de soberbia para convertirse de nuevo en un adolescente devorado por la inquietud, incapaz de asumir una carga excesiva.

—¿Qué pensáis hacer, general? ¡No podemos permitir que invadan Egipto!

—Espero vuestras órdenes, Majestad. Me son indispensables para reunir a un poderoso ejército y defender con eficacia nuestro país.

La gran esposa real se levantó y bajó algunos de los peldaños del estrado donde estaban situados los dos tronos. Dominando todavía a Horemheb, se dirigió a él con la frente alta.

—Habéis tenido mucho tiempo para organizar la defensa de Egipto, general. Si hoy nos amenaza el enemigo, se debe a vuestra imprevisión.

El rostro de Horemheb se tiñó de púrpura. Necesitó un absoluto control de sus reacciones para no protestar contra aquellas grotescas acusaciones. Los responsables de tan dramática situación eran el difunto Akenatón, un rey loco, y Tutankamón, un rey sin envergadura.

—No deseamos la guerra —continuó la gran esposa real— y no la provocaremos. No aumentaremos tampoco vuestros poderes. El faraón ha llevado a cabo otra elección. Mañana, en la reunión del gran consejo, la conoceréis.

El gran consejo reunía a la pareja real, el Primer Profeta de Amón, el «divino padre» Ay, el general Horemheb y los altos funcionarios a cargo de los distintos ministerios. Habían sido convocados en la sala del trono. Tutankamón había propuesto a su esposa dejar actuar a Horemheb. Ella se había negado, explicando que el general llevaba a cabo un juego peligroso para la propia seguridad de Egipto. El rey había cedido a sus razones.

Aunque dominara a los miembros del gran consejo desde lo alto del estrado donde se hallaba, Tutankamón temblaba ante la idea de anunciarles la decisión que Akhesa le había pedido que tomara. Sería su primer acto de gobierno, el primer decreto que sería oficialmente promulgado sin haber consultado antes con Horemheb. El Primer Profeta de Amón, altivo y distante, consideraba la reunión como una penosa carga. Puesto que Horemheb le había asegurado que tenía bien sujetas las riendas del Estado, Tutankamón era sólo una sombra. Sin duda tendría, de vez en cuando, crisis de autoritarismo que deberían soportar con paciencia. El «divino padre» Ay se sentía vagamente inquieto. Ni Akhesa ni su real esposo le habían hablado de convocar el gran consejo. Por lo común, éste se reunía sólo para tomar conocimiento de las principales orientaciones de la política egipcia. ¿Qué desearía Tutankamón? O, mejor, ¿qué habría imaginado Akhesa, cuya prestancia y voluntad eran más evidentes todavía desde su regreso?

Un pesado silencio se instauró cuando el joven monarca cruzó el cetro mágico sobre su pecho, anunciando que iba a tomar la palabra. Todos advirtieron su turbación. El «divino padre» creyó incluso que iba a renunciar. Pero una tierna mirada de Akhesa le proporcionó el coraje que le faltaba.

—Por voluntad del faraón —declaró Tutankamón—, el comandante Nakhtmin, hijo del divino padre Ay y fiel servidor de la corona, es promovido a la dignidad de porta-abanico a la diestra del rey.

Ay quedó estupefacto. No esperaba esa distinción que divirtió a Horemheb. El reyecito no era tan estúpido. Concediendo honores y pomposos títulos, satisfaría vanidades.

—Además —prosiguió Tutankamón—, Nakhtmin es nombrado jefe del ejército, a las órdenes directas del general Horemheb. Ambos se encargarán de reorganizarlo y garantizar la seguridad de las Dos Tierras. Me rendirán cuentas cada semana. Estas decisiones se harán públicas por decreto.

El faraón se levantó. Seguido por Akhesa, radiante de belleza con su largo vestido blanco ceñido al talle por un cinturón rojo, abandonó la sala del trono.

Horemheb, pasmado, se preguntó qué sutil maniobra había utilizado el «divino padre» Ay para obtener semejante favor para su hijo, que, al acceder a esa alta función militar, se convertía en un serio rival. Ay, por su lado, no sabía qué pensar. ¿Le había engañado su hijo Nakhtmin? ¿O ignoraba, como él mismo, las intenciones del faraón? Por lo que al Primer Profeta de Amón se refiere, se preguntó si la grave desautorización que Horemheb había recibido era sólo un pasajero inconveniente o el comienzo de serios cambios que, algún día, harían surgir de nuevo los demonios que habían obsesionado el espíritu del rey maldito, Akenatón. En ese caso, la única responsable sería su hija, la gran esposa real, Akhesa.

Para Horemheb, aún no se habían acabado los desengaños. Se vio obligado a una delicada coexistencia con Nakhtmin, el nuevo jefe del ejército, cuyo control, no obstante, conservaba el general. Las funciones de Nakhtmin consistían en organizar los batallones y coordinar sus movimientos. Horemheb supervisaba la acción de su subordinado y seguía reinando sobre una cohorte de escribas que se encargaban del equipo, el alistamiento y el abastecimiento de las tropas. El general debía dar explicaciones a Nakhtmin e indicarle las razones de sus opciones estratégicas, sabiendo que pronto serían comunicadas a la pareja real. Espiado en su propio terreno, Horemheb no encontraba, de momento, ningún medio legal de desembarazarse del nuevo jefe del ejército, que manifestaba un evidente celo.

Molesto por tan imprevistas tribulaciones, Horemheb tuvo la certidumbre de que estaba organizándose una conspiración contra su persona cuando, durante una nueva reunión del gran consejo, Tutankamón proclamó que el Primer ministro sería el «divino padre» Ay, nombrado también sacerdote-Sem, encargado de celebrar los ritos de resurrección sobre las estatuas reales. Estaba claro que Ay y su hijo Nakhtmin habían embaucado al rey y a la reina para apoderarse progresivamente del poder. El general estaba aislado en su suntuosa villa de Tebas, rodeado del más hermoso jardín de la capital y protegido por altos muros. Necesitaba reflexionar para descubrir un medio de reconquistar el terreno perdido.

Bebía un licor de Asia que no lograba hacer menos sombríos sus pensamientos, cuando su intendente le anunció la visita del «divino padre» Ay.

—Llevadle al estanque de los lotos —ordenó—, me reuniré allí con él.

Horemheb hizo aguardar más de una hora al «divino padre». Las sirvientas habían ofrecido a Ay negras y azucaradas uvas, y vino fresco procedente de una bodega digna de un rey.

—Perdonadme, divino padre —dijo Horemheb, saludando a Ay—, tenía mucho trabajo y no os esperaba. Estoy preparando mi marcha a Menfis, donde están construyendo mi tumba.

—Menfis… ¿Pensáis inspeccionar nuestras guarniciones?

—Forma parte de mis atribuciones.

—¿Teméis un ataque?

Horemheb dio la espalda a su interlocutor, admirando el follaje de un sicomoro de bienhechora sombra.

—La naturaleza es soberbia, divino padre. Debiéramos venerarla más a menudo. En ella se graban los ritmos de la eternidad, reduciendo a la nada las preocupaciones de los hombres.

—La sabiduría os habita —reconoció Ay—. Pero ¿por qué os negáis a responderme?

—Supongo que, como Primer ministro del reino, estáis mejor informado que yo, divino padre. Las informaciones que se refieren al ejército os son fielmente transmitidas por vuestro hijo. ¿Qué podría yo descubriros?

El «divino padre» se levantó con esfuerzo. Le costaba soportar el calor del verano. Sus piernas cada vez le sostenían con mayor dificultad. Posó su diestra en el hombro del general.

—Os equivocáis, Horemheb. Soy un anciano sin ambiciones, salvo la de servir a mi país y dar algunos consejos basados en mi experiencia. No solicité el cargo de Primer ministro. Ni siquiera lo deseaba. En justicia, os correspondía a vos. Siempre hemos sido aliados y seguiremos siéndolo para salvaguardar Egipto.

A Horemheb le conmovió la sinceridad del acento del «divino padre». Ciertamente, conocía su astucia y habilidad para convencer. Pero el anciano cortesano no acostumbraba a abordar de modo tan directo los asuntos delicados.

—¿Y lo de vuestro hijo Nakhtmin?

—Yo no había exigido nada para él, ni él esperaba tampoco el nombramiento. No hemos conspirado contra vos, general. No hemos ejercido influencia alguna, directa o indirecta, sobre la pareja real. No tendría sentido que nos convirtiéramos en enemigos.

Horemheb arrancó una rama y la partió.

—Entonces, ¿quién gobierna hoy el país?

—Me sorprendéis, general. Creía que lo habíais comprendido: una muchacha que acaba de cumplir los diecisiete años, la gran esposa real, Akhesa.

El viento matinal cubría de imperceptibles arrugas la superficie del lago sagrado de Karnak. Los sacerdotes descendían lentamente la escalera para tomar el agua pura que contenía la energía primordial y que se utilizaría en las múltiples purificaciones efectuadas durante el culto.

Akhesa paseaba por las orillas del lago, a esa hora en la que el sol no abrasaba todavía. Le gustaba hollar con sus pies desnudos las losas de caliza blanca que reflejaban la luz. Aquel día, su meditación duró poco. En el extremo del lago sagrado señalado por el escarabeo gigante, símbolo del renacimiento del sol, le aguardaba el general Horemheb.

—Majestad, gracias por haber aceptado recibirme aquí.

Apenas maquillado, el rostro de Akhesa resplandecía de belleza. Horemheb sabía ya que le sería muy difícil escapar a la fascinación que ejercía sobre él.

—¿Qué es eso tan importante que debéis confiarme, general? Este lugar está consagrado a los dioses. Reina aquí la paz y la serenidad. No lo turbemos con nuestras mezquindades humanas.

—De la paz quiero hablaros, Alteza. De esa paz que tenéis el deber de hacer reinar en las Dos Tierras.

Unas golondrinas volaban por el cielo, inundándolo con sus alegres trinos. Las más juguetonas descendían hacia el agua azul del lago, rozaban su superficie devorando insectos y ascendían luego hacia el azur, trazando inmensos círculos.

—¿Estáis insinuando, general, que olvido mis deberes de gran esposa real e intento arrastrar Egipto a una guerra?

—Claro que no, Alteza. Pero temo que os habéis equivocado al conceder vuestra confianza.

—¿Estáis criticando el ascenso de Nakhtmin?

—Un hombre demasiado joven es fogoso e intolerante. Sólo piensa en ponerse de relieve y puede cometer graves imprudencias.

—Sin duda tenéis razón, general. A vuestro lado y bajo vuestra responsabilidad, tales incidentes no pueden producirse. Os hago personalmente responsable. No es deseable que se desarrollen poderes paralelos a los del faraón. Él da las directrices, nadie más. Vuestra función es esencial, general, pues sois uno de los personajes más importantes del reino. Sin embargo, ahora hay otros, como Ay, Nakhtmin y Maya.

El sol ascendía deprisa sobre el horizonte, la región de luz donde había nacido de nuevo tras haber luchado victoriosamente contra el dragón de las tinieblas. Pronto iluminaría toda la tierra.

De modo que Akhesa había decidido aislar a Horemheb, repartir el poder entre varios altos funcionarios que se vigilarían los unos a los otros. Poco a poco iría creándose alrededor de Tutankamón una cofradía de confidentes entre los que Horemheb sería uno más. No lo soportaría.

—Sois un hombre valeroso, abrumado por pesadas cargas —indicó Akhesa con cierta ironía en la voz—. Por ello, otros dignatarios, tan escrupulosos como vos, se encargarán de liberaros de algunas de ellas. El intendente Huy, por ejemplo, un hombre íntegro y riguroso. Le he solicitado que vele por la percepción de los tributos de la provincia del Retenu. Ha salido de Tebas con un destacamento de soldados de elite.

—Pero… ¡Retenu es una provincia de Asia! ¡Es de mi jurisdicción!

—El faraón siente gran afecto por Huy y está muy interesado en el éxito de esta expedición. Ahora que lo sabéis, el rey y yo estamos seguros de que le concederéis vuestro apoyo.

Con la rabia en el corazón, Horemheb recibió a Huy con honores cuando regresó de la provincia del Retenu. El rugoso intendente había mandado con mano de hierro su cuerpo expedicionario. No había encontrado obstáculo alguno. Las guarniciones de los puestos fronterizos, debidamente advertidas por los correos reales, le habían proporcionado la logística necesaria.

Tutankamón y Akhesa recibieron a los embajadores extranjeros en la sala de los tributos, construida en el interior del palacio de Karnak. Éstos les fueron presentados por Hanis, que se había convertido en jefe de la diplomacia egipcia. Huy asistía a la ceremonia. Horemheb, indispuesto, se había excusado.

Tras el intercambio de las habituales fórmulas de cortesía, el tono subió muy deprisa. Los embajadores de la provincia asiática del Retenu indicaron con firmeza al rey que no venían ni como esclavos ni como prisioneros, ni siquiera como súbditos sometidos de un país conquistado, sino como vasallos y, más aún, como colaboradores económicos. En términos mesurados, pero desprovistos de toda ambigüedad, exigían contrapartidas para los géneros, mercancías y objetos preciosos que habían llevado a Tebas. Hanis intentó atenuar el alcance de tales palabras, asegurando la fidelidad de los asiáticos al faraón.

Huy estaba indignado por la insultante actitud de aquellos extranjeros a los que, de buena gana, habría desterrado a Nubia tras propinarles una buena paliza para devolverles el sentido de la jerarquía. Pero un extraño dolor, que nunca antes había sentido, le inflamaba la cabeza desde el inicio de la audiencia. Las columnas comenzaron a bailar ante sus ojos, se hicieron luego borrosas y desaparecieron. Un oscuro velo le impedía divisar a las personas más cercanas. Se frotó los ojos. En vano. Incrédulo, volvió a hacerlo, seguro de poder disipar aquella horrible sensación. Dio incluso algunos pasos, chocando con un asiático que le sujetó por el brazo cuando se derrumbaba.

—¡Estoy ciego! —aulló Huy, interrumpiendo un animado diálogo entre Hanis y un embajador del Retenu.

Quisieron detenerle, impedirle seguir avanzando, pero el robusto intendente se soltó, dirigiéndose hacia el trono.

—¡Mi rey, estoy ciego!

Tendiendo los brazos ante sí, caminando a trompicones, Huy avanzaba en su noche. Su angustia era tan lacerante que no se oía una respiración. Guiado por un misterioso sentido, el infeliz llegó hasta los peldaños del estrado y se arrodilló.

Tutankamón, muy pálido, torturado por el sufrimiento de su amigo, se levantó y descendió hacia él.

—Recuerda tus deberes —le dijo Akhesa con dulzura—. Actúa como siempre han actuado los faraones.

El joven soberano vaciló, estuvo a punto de volver hacia atrás y, luego, posó su cetro mágico sobre la cabeza de Huy.

—A ti, que has cumplido la misión que te había confiado —dijo Tutankamón con voz temblorosa—, te nombro porta-abanico a la diestra del rey y su mensajero personal en todos los países extranjeros. Que la vista te sea devuelta puesto que tu mirada nunca se ha desviado del camino de Dios.

Hanis no daba crédito a sus oídos. Tutankamón no estaba obligado a correr ese riesgo. Si su poder de curador resultaba inoperante, su trono vacilaría. ¿Por qué le habría aconsejado Akhesa tan imprudente comportamiento? Le bastaba con deplorar la ceguera del intendente y aceptar la voluntad de los dioses, nadie se lo hubiera reprochado. Ahora, él mismo ponía en cuestión su capacidad de reinar. Egipcios y asiáticos permanecieron inmóviles, esperando un imposible milagro.

En cuanto el cetro se hubo posado sobre su cráneo, Huy sintió un agradable calor que pasó por su nuca y recorrió su columna vertebral. Luego, se transformó en una quemadura casi insoportable. Gritó. El fuego habitaba su frente, consumía sus ojos muertos. De pronto, apareció una serpiente de llamas que ondulaba ante él, enorme y amenazadora, mostrando una lengua agresiva. Dejó de moverse, se empequeñeció, apareció en el centro de una masa de color azul. Huy distinguió poco a poco la corona del faraón, el rostro de Tutankamón, su sonrisa animada por una felicidad sin par.

—¡Veo, mi rey, veo! —exclamó Huy, inclinándose ante el señor de las Dos Tierras, el faraón curandero que había heredado el don de sus antepasados.

Hanis observó la triunfante actitud de Akhesa. Salía victoriosa del peligroso juego en el que había comprometido a su esposo, cuya divina legitimidad, probada por sus poderes sobrenaturales, ya nadie contestaría.

La noticia de la curación de Huy se extendió por Tebas con extraordinaria rapidez, y luego circuló por todo Egipto, seguro de estar gobernado por un nuevo gran rey que sabría mostrarse digno de sus más ilustres predecesores.

Tutankamón no era ya un niño. A sus quince años, se había convertido en faraón.

Cuando Tutankamón y Akhesa se presentaron en el inmenso atrio del templo de Karnak, para inaugurar la fiesta celebrada en memoria de los faraones difuntos, una considerable multitud, contenida por bonachones guardas, se apiñaba para ver a los soberanos.

Akhesa, con el vestido blanco plisado que le había entregado la superiora de las sacerdotisas de Sais, sostenía dos sistros[16] de madera dorada y bronce, sagrados instrumentos de la diosa Hator. Mientras caminaba, los agitaba con un ritmo lento y regular para emitir vibraciones que disiparían las ondas maléficas y atraerían hacia la tierra el amor de la diosa. Su admirable busto era puesto de relieve por un collar de doscientas cincuenta y seis plaquetas de oro, unidas por perlas y formando el cuerpo de la diosa buitre, encarnación visible de la Madre universal. Sus tobillos y sus muñecas estaban adornados con brazaletes y cadenillas de oro.

El faraón, en manos durante varias horas de su chambelán y de las sacerdotisas encargadas de vestirle ritualmente, llevaba una túnica de lino bordeada de flecos y adornada con palmetas bordadas, rosetas coloreadas y cartuchos donde figuraba su nombre. En el cuello lucía un halcón de alas desplegadas que representaba al dios Horus, protector de la realeza; en la cabeza, una diadema hecha con una banda decorada con rosetones de oro, incrustados de lapislázuli, en cuya parte delantera se erguían la cobra y el buitre, emblemas del Alto y el Bajo Egipto respectivamente; alrededor de su cuello, un collar compuesto de plaquetas de oro alveoladas, cuyos huecos se habían llenado de pasta de vidrio coloreada, representando todo ello las alas de un halcón; en las muñecas, brazaletes de oro macizo adornados con cartuchos y escarabeos que aludían a las incesantes metamorfosis de la conciencia; en los dedos, anillos de oro decorados también con escarabeos y barcas, que servían al sol y a las almas de los justos para desplazarse por el cosmos.

Tutankamón, al igual que la gran esposa real, calzaba sandalias de cuero verde y corteza, con aplicaciones de láminas de oro. Sujetaba con la mano izquierda un gran bastón de madera cubierta de oro con la punta de cerámica azul; el curvo mango estaba formado por el cuerpo de un asiático y el de un africano, evocando el Norte y el Sur en los que reinaba el faraón, eternamente vencedor de los enemigos de la armonía universal. Con la derecha sostenía el cetro con el nombre de «Poderío», que servía para consagrar las ofrendas y hacer brotar el espíritu de la materia, fabricado en madera cubierta con una lámina de oro. Ese cetro, que el Artífice Maya había querido crear con sus propias manos, estaba adornado, en sus extremos, con una umbela de papiro, y en el mango con una franja de cerámica azul incrustada de oro.

La pareja real se quedó inmóvil ante la gran puerta doble del recinto sagrado del dios Amón. Entre ambos pilones, en el lugar donde se manifestaba el rojizo disco del sol, apareció el Primer Profeta, que levantó los brazos en señal de veneración.

Manejada desde el interior, la doble gran puerta se entreabrió. El acontecimiento fue saludado por un concierto de aclamaciones. A la derecha del rey, dos hombres disfrutaban de su legítimo orgullo y mostraban un radiante rostro. Huy y Nakhtmin portaban los grandes abanicos rituales, adornados con plumas de avestruz blancas y oscuras, insertadas en un semicírculo de marfil en el que estaba fijada una empuñadura en forma de tallo de papiro. Agitados cadenciosamente, protegían a la real persona de un sol demasiado ardiente, le apartaban los insectos y le ofrecían un aire vivificante. Los mangos estaban hechos de marfil finamente esculpido. Nakhtmin manejaba el abanico decorado con cartuchos reales sobre los que se veía un buitre tocado con la corona del Bajo Egipto; Huy, el que representaba la misma rapaz tocada con la corona del Alto Egipto. Ambos dignatarios formaban así la imagen del reino unificado gracias a la omnipotencia del faraón.

Horemheb, situado a la izquierda del rey, mostraba un rostro impenetrable. Todos advirtieron la severidad del general, que por lo común se mostraba amable y solícito. Esta vez, permanecía visiblemente apartado, limitándose a cumplir el papel fijado por la etiqueta. El general no tomaba a la ligera la ceremonia que hacía oficiales, y públicas las nuevas funciones asumidas por el patán de Huy y el ambicioso de Nakhtmin. Horemheb estaba convencido de la honestidad del «divino padre» Ay. No había intervenido en ninguna conspiración tramada contra él. La situación parecía más grave todavía. Akhesa comenzaba a convencer a Tutankamón de que era realmente rey de Egipto. Reunía alrededor de su persona hombres influyentes, capaces de hacer una brillante carrera, individuos dotados de firme voluntad y a los que no lograría atraer a su propio campo. Estaba así constituyéndose un auténtico partido del faraón, formado por dignatarios que permanecerían fieles por los honores que esperaban obtener. Un partido que se interpondría entre el poder y él.

La fiesta terminaba. Los sacerdotes habían abandonado la inmensa sala donde Tutankamón, agotado, permanecía sentado en su trono de ébano y oro, incrustado de piedras preciosas y fragmentos de marfil, viva imagen del dios Amón cuya encarnación en la tierra era. Los paneles que enmarcaban el curvo sitial estaban cubiertos de oro cincelado y adornados con cobras protectoras, cuya cabeza de cerámica violeta estaba coronada de oro y plata. Echando ligeramente hacia atrás la cabeza, y apoyando la espalda en el alto y rígido respaldo, al joven rey le costaba sostener el peso de la doble corona que llevaba desde el alba.

—Akhesa… No puedo más, Akhesa…

La gran esposa real, llevando en la mano derecha una flor de loto, se acercó al trono, se arrodilló ante el rey y apoyó la cabeza en sus rodillas.

—La ceremonia ha terminado —dijo con voz apaciguadora—. No pienses más en ello.

—Akhesa, me gustaría tanto quitarte la diadema y soltar tus cabellos.

—Espera a que hayamos salido del templo. Los juegos del amor están prohibidos aquí. Si actuaras así, violarías la Regla.

Tutankamón cerró los ojos, decidido a quitarse la doble corona. La mano de Akhesa le agarró por la muñeca, impidiéndole terminar su gesto.

—Nadie puede quitarte la realeza de la que estás investido, ni siquiera tú.

En el taburete donde reposaban los pies del faraón estaban grabados los cuerpos de los nueve personajes que representaban la totalidad de los enemigos de Egipto, tendidos boca abajo, con las manos atadas a la espalda, reducidos para siempre a la impotencia.

Akhesa pasó su dedo por aquellas siluetas de oro y ébano.

—Hemos comenzado un largo combate —dijo—. No tenemos ningún derecho a renunciar.

En los ojos de la reina brillaba un extraño fulgor: el del dios de su padre, Atón.