La mariposa multicolor se posó en el pecho de Tutankamón. El joven rey, tendido en un lecho de ébano, no se atrevió a moverse. La maravillosa criatura era un presente de los dioses, por eso contuvo el aliento para no molestarla. Aleteaba, como si poco a poco fuera tomando confianza. Luego, plegó las alas y se quedó inmóvil. Tutankamón se relajó, dejando caer la nuca hacia atrás hasta apoyarla en la cabecera, símbolo del dios Chu, el espacio de creación por el que se desplazaba la luz y donde el alma del durmiente se regeneraba cada noche.
—He venido, Majestad —dijo la voz grave del escultor Maya.
El adolescente se incorporó con brusquedad. Asustada, la mariposa huyó. Tutankamón tendió la mano para atraparla. Decepcionado, dirigió su atención al hombre al que había convocado.
—¡Maya! ¡Amigo mío!
Se abrazaron, tan conmovido el uno como el otro.
—Maya, si supieras qué desgraciado soy.
—¿Qué ocurre, Majestad?
—Akhesa está gravemente enferma y nuestro hijo nació muerto. Estoy solo, aquí, en este palacio. Nadie me visita. Horemheb y Ay dirigen el reino a su guisa. Maya, soy el faraón, pero no tengo ningún poder.
A Maya le hacía sufrir la angustia de aquel niño que unos hábiles políticos utilizaban en beneficio propio sin ningún remordimiento. No tenía manera alguna de ayudarle, pero permanecería a su lado incluso en los peores trances.
—Si Akhesa muriera —gimió Tutankamón—, no tendría deseo alguno de vivir.
—No tenéis derecho a hablar así, Majestad —protestó rudamente Maya—. Sólo los dioses deciden sobre la vida y la muerte. Sea cual sea el destino que nos corresponda, debemos aceptarlo.
El adolescente movió la cabeza.
—Hay que ser viejo como tú para pensar así. Yo no puedo.
Maya estrechó al adolescente contra su pecho, como habría hecho si hubiera sido su hijo.
—Hoy tienes razón, mañana estarás equivocado. También tú te harás viejo.
Los ojos de Tutankamón se llenaron de esperanza.
—¿Y tan fuerte como tú, Maya? No, no es posible…
—Claro que sí. Ejercerás el poder que te han robado unos ladrones. Los años corren a tu favor. Pronto les harás frente.
Las predicciones de Maya turbaron a Tutankamón. No tenía deseo alguno de envejecer. Permanecer eternamente joven, sentir crecer en él el inagotable deseo de acariciar a Akhesa, olvidar el mundo exterior para desvanecerse en ella. ¿Qué otra felicidad podía soñar?
De pronto, la fisonomía del rey cambió. Sus rasgos se endurecieron. Su actitud se tornó grave, casi preocupada.
—Quería verte, amigo mío —declaró en un tono sentencioso—, pues he tomado decisiones que te conciernen. El primer deber de un faraón es construir templos y preparar su tumba. Por eso te nombro Artífice de todas mis obras e intendente de la necrópolis. Tú te encargarás de mi sepultura en el Valle de los Reyes.
—Majestad, yo no…
—Ésa es mi voluntad —confirmó el adolescente con soberbia—. Asume inmediatamente tus nuevas funciones. Y tendrás otra que asegurará la prosperidad de las Dos Tierras: superintendente del Tesoro y ministro de Finanzas.
Maya vivía en una modesta casa del poblado de Deir el-Medineh, lugar reservado a los artesanos encargados de trabajar, con gran secreto, en el Valle de los Reyes. Vivían allí con sus familias, tenían su propia administración y sus propios tribunales, y dependían directamente del faraón.
Maya había enseñado allí escultura a jóvenes excepcionales, que se habían convertido en maestros capaces de revelar en las paredes de las tumbas las enseñanzas secretas de los templos. Había esperado vivir el resto de sus días en aquel pueblo tan caro a su corazón, lejos de la agitación de Tebas y de las intrigas de la corte.
El nuevo Artífice de las obras reales miró con nostalgia su pequeña casa. Tenía que dejarla para siempre. La había construido con sus manos, sobre cimientos de tierra, cuidando especialmente el techo de troncos de árbol y hojas de palma. En el suelo de tierra batida había botes, platos y jarras, que componían una vajilla que no se llevaría con él. En la villa para funcionarios que le atribuirían, no tendría que ocuparse de las tareas domésticas.
Aunque hubiera accedido al deseado puesto de vigilante en jefe de la comunidad de Deir el-Medineh, Maya había seguido llevando una existencia sencilla, casi apagada, consagrándose sólo a su trabajo. Artesanos y obreros le veneraban como a un sabio apasionado por la justicia.
Instintivamente, Tutankamón había hecho la mejor de las elecciones aupando al antiguo escultor hasta un rango que nunca había ambicionado.
Un joven aprendiz llamó a la puerta. Maya abrió.
—Hay un hombre a la entrada del pueblo que pregunta por vos. No es de los nuestros. Los guardas se han negado a dejarle pasar. ¿Deseáis verle?
Maya se quedó intrigado. Deir el-Medineh era un pueblo cerrado, que disponía de una milicia formada por artesanos que aseguraba la tranquilidad de las familias. Nadie intentaba entrar si no pertenecía a una corporación que le hubiera dado la contraseña.
—Voy para allá, muchacho.
Maya tomó la calle principal, flanqueada por las casas más grandes. Desembocaba en el puesto de guardia, situado junto a una tumba formada por un patio que precedía a una pirámide muy esbelta. Dos escultores, con sus mazos en la mano, custodiaban al inesperado visitante, vestido con una sencilla túnica.
Al acercarse, Maya le reconoció.
Era el general Horemheb.
—Dejadle pasar —ordenó—. Lo llevo conmigo.
Los escultores le obedecieron, descontentos de que se ofreciera hospitalidad, aun pasajera, a un extranjero. Horemheb caminaba descalzo, con las sandalias al hombro. Éstas sólo se utilizaban para entrar en una morada cuyo suelo no debía ensuciarse. El general iba con el cabello suelto, y no llevaba joyas ni ornamentos. Nadie podía suponer que aquel hombre era el verdadero dueño de Egipto.
Maya introdujo a Horemheb en una pequeña estancia sostenida por dos columnas, construidas con un tronco de palmera cubierto de yeso. Una plataforma de piedra, elevada, servía de asiento durante el día y de lecho por la noche. En una hornacina presidía una estatuilla del dios Ptah, el patrón de los constructores. Maya fue a la cocina, donde él mismo elaboraba su pan, y salió con unos pasteles redondos de miel y una jarra de cerveza dulce.
—Es un gran honor, general. ¡Qué extraña visita…! Os he visto varias veces en la ciudad del sol. Llevabais soberbios vestidos y magníficos adornos. Un escultor no olvida un rostro como el vuestro. ¿Por qué habéis venido?
Horemheb, sentado en la banqueta de piedra, degustó el excelente brebaje de virtudes digestivas.
—Sois un personaje mucho más influyente de lo que imagináis, Maya. Os habéis puesto a la cabeza de todos los artesanos. Sólo os obedecen a vos.
—Concedéis demasiada importancia a mis funciones en este pequeño pueblo.
Irritado, Horemheb dejó la jarra de cerveza.
—No soporto que nadie se burle de mí, Maya. Este «pequeño pueblo» reúne a los mejores artesanos de Egipto, a los maestros en su arte. Y sólo dan cuentas al faraón. Su secreta influencia es considerable. Sus opiniones son escuchadas, y sois vos quien las dictáis.
Maya no lo negó.
—Nuestro país corre graves peligros —prosiguió Horemheb—. Tutankamón es un niño sin voluntad y sin inteligencia. Aunque haya sido instalado en el trono, es incapaz de tomar una decisión. Yo no soy oficialmente el regente, pero asumo esas funciones. Mi deber es reunir a las fuerzas vivas que salvarán a Egipto del desastre. He venido a solicitar vuestro apoyo, Maya.
—Demasiado tarde, general.
Pese a su sangre fría, Horemheb no consiguió disimular su sorpresa.
—¿Cómo…?
—Habéis cometido un error de estrategia —explicó Maya—. Egipto tiene un rey. Él gobierna y a él debemos obediencia.
—Claro, pero…
—Tutankamón sabe asumir responsabilidades, general. Él elige a los hombres que le ayudarán a devolver la prosperidad a las Dos Tierras. Estamos obligados a convertirnos en amigos para servir mejor a nuestro soberano: vos como jefe del ejército, y yo como… Artífice y ministro de Finanzas del reino.
Horemheb, atónito, creyó estar viviendo una pesadilla.
Tutankamón lloraba. Con la garganta ardiente, la cabeza pesada y los pulmones oprimidos, no soportaba ya la soledad. Su mala salud le impedía salir de su propio palacio, donde se marchitaba privado de esperanza.
¿Adónde habían ido las dulces horas pasadas en compañía de Akhesa, en los jardines, aspirando el aroma de las flores, tomándose tiernamente de la mano y hablando de amor? ¿Por qué esos momentos de felicidad se habían desvanecido tan brutalmente? ¿Por qué los dioses habían enviado a los demonios de la noche para que mataran a su hijo?
La corona era demasiado pesada. Sin Akhesa, Tutankamón ya no tenía valor para seguir asumiendo aquella tarea sobrehumana. No sentía afición alguna por el poder. Que Ay, Horemheb y los demás se destrozaran, le importaba poco. Tenía ganas de dormir, dormir más y más, no despertar nunca.
Dos manos muy suaves y perfumadas se posaron en su frente. Las reconoció enseguida.
—¡Akhesa! ¡Por fin estás aquí!
—No digas nada, amor mío. Deja que te cure.
Las manos mágicas derramaron una benefactora frescura por el cuerpo del joven. La gran esposa real lo magnetizó largo rato.
El tiempo ya no existía, corría como un surtidor de agua límpida y regeneradora.
—Ya no me duele, Akhesa. Pero tú…
—Olvidemos la desgracia. Hablemos sólo de los goces del instante que vivimos.
Akhesa se alejó de su marido. Apartó los velos que cubrían las ventanas de la alcoba, donde penetró a grandes oleadas la luz.
Tutankamón admiró la belleza de la gran esposa real. Estaba desnuda. Un cinturón de perlas subrayaba la finura de su talle. La prueba que acababa de soportar no había degradado en absoluto su ambarino y sedoso cuerpo.
Akhesa había heredado de su padre la extraña facultad de poder mirar el sol sin abrasarse los ojos. Comulgando con la divinidad oculta en el disco solar, obtuvo de ella un nuevo deseo de vivir. No tenía posibilidad alguna de soltar la carga que le había sido confiada. Ahora tenía que aceptar su destino y contribuir a forjar el de su joven esposo.
Un cuerpo cálido y estremecido se estrechó contra el suyo. Las manos de Tutankamón acariciaron sus pechos, sus labios le besaron el cuello. Se volvió, iluminada por el sol del estío, y se ofreció a él.
Desde hacía varios días, una intensa animación reinaba en palacio. Numerosos servidores iban y venían por los pasillos, llevando muebles, tela, vajilla, jarras de agua y cerveza, cestos llenos de pan, carne seca, legumbres y frutos que eran transportados con carros hasta los muelles, donde estaban atracados barcos de distintos tipos, desde un imponente navío de carga, hasta un elegante velero cuya proa estaba adornada con dos ojos mágicos, destinados a abrirle un camino sin peligros.
Akhesa daba órdenes, distribuía el trabajo, no se tomaba el menor respiro. Dobló en tres partes una cama con bisagras de bronce, que le gustaba tanto por su belleza como por su comodidad, y le pidió a su sirvienta nubia que la confiara a un estibador especialmente cuidadoso. A continuación, vigiló los trabajos de desmontaje de un baldaquino, y examinó unos cofrecillos de cedro y ébano, incrustados de marfil, donde había colocado productos de belleza, incienso, antimonio y resina, así como unos recipientes de cerámica y plata, y unos botes de maquillaje para los párpados en forma de langostas de oro. Unas empuñaduras de bronce permitían colgarlos de los armazones de madera colocados en los lomos de las bestias de carga.
Asustado por tanta agitación, cuya razón ignoraba, Tutankamón consiguió por fin interrogar a su esposa.
—¿Qué ocurre, Akhesa? ¿Por qué haces que vacíen la mitad del palacio?
—Más tarde te lo explicaré, ahora estoy ocupada…
El adolescente no acostumbraba a importunar a Akhesa. Pero aquella vez, presintiendo un importante acontecimiento, quería comprender. Se cruzó en su camino y la obligó a detenerse.
—El faraón exige una explicación —declaró con un énfasis que arrancó una carcajada a la muchacha.
Se inclinó ante él, ejecutando una especie de reverencia voluntariamente torpe.
—Obedeceré, pues, a Vuestra Majestad… Nos vamos de viaje.
—¿De viaje? ¿Por qué?
—Para cumplir nuestras obligaciones rituales, Majestad. Debéis visitar cada una de vuestras provincias y haceros reconocer como rey en cada templo. Ha llegado el momento de dejar Tebas por algunos meses y de abandonar los recuerdos dolorosos. He aquí vuestro bastón de peregrino.
La sirvienta nubia trajo un bastón de madera recia, cuya parte más delgada formaba una empuñadura y cuya extremidad más gruesa estaba cubierta de metal. Tutankamón lo empuñó con satisfacción.
—Me gusta…, pero ¿me gustará también este viaje? ¡Tanto tiempo lejos de Tebas!
—Tranquilizaos, Majestad. Descubrir vuestras provincias os encantará. Y tenéis que cumplir con vuestros deberes de rey.
Durante ocho meses, la pareja real exploró su reino desde el primer nomo[15], la isla de Elefantina, colocada bajo la protección del dios carnero Khnum, hasta las marismas del Delta. Tutankamón y Akhesa gozaron de una comodidad perfecta y de un confortable lujo, tanto en el navío de Estado como en las residencias de las distintas provincias. En todas partes fueron recibidos con alegría, en una atmósfera de fiesta y regocijo populares. La llegada del faraón y de la gran esposa real a los pequeños burgos producía un formidable entusiasmo. Todos querían verles pasar, coronados y luciendo vestidos dorados, de pie en un carro tirado por dos caballos. Les precedía una ruidosa cohorte de músicos y danzarinas. En cada uno de los grandes templos, el joven rey celebraba el culto matinal antes de anunciar importantes donaciones de tierra y ganado que llenaban de satisfacción el corazón de los sacerdotes. Recibido con deferencia por los jefes de las provincias, Tutankamón, por consejo de Akhesa, les escuchaba con atención, comportándose como un niño respetuoso frente a hombres de experiencia y no alardeando nunca de su omnipotencia. Akhesa adoptaba una actitud muy discreta, sin dejar de observar a quienes afirmaban ser los fieles súbditos del faraón y analizando el menor aspecto de su comportamiento. Por la noche, cuando su marido dormía, anotaba en un papiro sus observaciones. Así, iba elaborando un detallado informe sobre los responsables de la administración, vistos a través de los ojos de una muchacha más preocupada por el valor humano que por las competencias técnicas.
Tutankamón cambiaba. Seguía enamorado de Akhesa y dispuesto a demostrarle en todo momento su ternura, pero iba perdiendo su indiferencia por los asuntos de Estado, que abordaba gracias a encuentros con individuos muy distintos unos de otros. Burgueses de vientre prominente, joviales padres de familia, sacerdotes de sutil inteligencia, escribas ambiciosos… Una infinita galería de retratos había desfilado ante los ojos del joven rey, que, con el transcurso de los días y sin ni siquiera advertirlo, iba tomando conciencia del mundo que le rodeaba.
Tutankamón se había maravillado ante el florido esplendor de la isla de Elefantina, la arquitectura sonriente de Dendera, el misterioso santuario de Abydos, donde resucitó Osiris, los lujuriantes jardines de Fayum. Había quedado fascinado por Menfis, «la balanza de las Dos Tierras» y la mayor ciudad de Egipto, por cuyas animadas calles circulaban muchos extranjeros. La pareja había ido en peregrinación a Gizeh para orar a la gran esfinge, símbolo del sol naciente y guardiana de la inmensa necrópolis donde se levantaban las tres famosas pirámides de los poderosos faraones del Antiguo Imperio.
El encuentro con la antigua esfinge, de enigmático rostro, había señalado para Tutankamón y Akhesa el punto culminante de su largo viaje. Arrodillándose ante la estela erigida por Tutmosis IV para contar cómo el dios se le había aparecido en sueños, prediciéndole su real destino, habían implorado al alma inmortal de los monarcas que regresaron a vivir en la luz de la que habían brotado. En aquel lugar donde la tierra irradiaba una intensa magia, Tutankamón había hecho grabar una inscripción que conmemorara su paso.
Cuando los anaranjados fulgores del sol poniente envolvieron a la pareja real, mientras caminaba por la planicie de las pirámides sin dejar de contemplar el inmenso león de piedra con cabeza humana, Akhesa vivió un momento de exaltación tan intensa que su respiración se aceleró como si le faltara el aliento.
—¿Qué tienes? —se preocupó Tutankamón—. ¿Te sientes mal?
—No… ¡Soy tan feliz! Por tu causa, dueño mío…
—¿Por mi causa?
¿Cómo decirle que se hacía un hombre, que todo su ser se transformaba en faraón, que tomaba poco a poco posesión del reino que había heredado por la voluntad de los dioses? Akhesa estaba loca de alegría viendo crecer a su esposo. Sin duda serían necesarios todavía muchos meses para que tomara la medida de su tarea. Pero el tiempo era su aliado. Horemheb había apostado por la debilidad de Tutankamón. Akhesa creía en su capacidad de reinar. Se sentía capaz de hacer nacer en él una ambición, una fuerza, una voluntad que aún no tenía. De aquella estrategia, que el «divino padre» le había inspirado al confiarle la misión de casarse sólo con un auténtico faraón, ella era la única en conocer el secreto.
—¿Qué he hecho de extraordinario? —insistió Tutankamón, intrigado.
—Te estás haciendo tú mismo…, gracias a los dioses.
La pareja real se aventuró hasta las ciudades santas del Delta, perdidas entre marismas y cañas. Hicieron ofrendas a los santuarios de Dep y Buto, donde el joven rey recibió la corona roja de la que salía un tallo con forma de espiral, que simbolizaba las armoniosas mutaciones de la vida.
Akhesa y Tutankamón se instalaron en la ciudad de Sais, donde se levantaban una célebre escuela de medicina y un antiquísimo templo en honor de la diosa Neit. El palacio reservado a los soberanos era tan espacioso, los jardines tan perfectamente diseñados y el clima tan suave en pleno estío, que el faraón disfrutó de un agradecido reposo. Saboreando una maravillosa felicidad en compañía de una esposa cuya inteligencia y belleza le fascinaban cada vez más, se complacía siguiendo sus directrices. Ella había conseguido expulsar sus angustias y proporcionarle una serenidad que no se había atrevido a esperar.
Cierta mañana de verano, la gran sacerdotisa del templo de Neit solicitó audiencia a la gran esposa real. Le indicó que las reinas de Egipto tenían que sufrir una iniciación específica en ese lugar sagrado, tras un período de reclusión de una semana. Pese al gran descontento de Tutankamón, Akhesa aceptó plegarse a la regla. Aquel aislamiento no le resultó muy pesado. Meditó sobre sí misma, en un silencio que no turbaba ninguna actividad humana. Se limitó a comer pan y beber cerveza, viviendo en una celda de austeros muros. Allí, cuando concluyó su retiro, vino a buscarla una sacerdotisa para conducirla al taller de tejido.
Desde los orígenes de la civilización egipcia, las tejedoras e hilanderas de Sais eran las más famosas de Egipto. Los tejidos más hermosos, destinados a los templos para vestir las estatuas divinas, eran sus obras maestras.
Cada reina se convertía en una nueva encarnación de la diosa Neit, surgida de las aguas en los orígenes del mundo para esparcir la vida sobre la tierra. Akhesa, desnuda, fue introducida en una sala secreta del templo donde había siete sacerdotisas, vestidas todas ellas con una larga túnica blanca de tirantes, a excepción de su Superiora, cuya vestidura roja era realzada con hilos de oro. Esta última estaba sentada en un trono de piedra de respaldo bajo, mientras sus Hermanas permanecían de pie formando un círculo a su alrededor.
La puerta de la sala se cerró. Seis sacerdotisas encendieron una antorcha y la mantuvieron en sus manos. El poder espiritual que emanaba de aquellas mujeres era tan comunicativo, que Akhesa se sintió presa en una red de invisibles energías que envolvían su corazón y se insinuaban en su alma.
—Gran esposa real —dijo la Superiora—, aquí sois sólo una neófita. Inclinaos ante la diosa que revela el Verbo, la que nos enseña cómo fue hilado y tejido el mundo.
Dos sacerdotisas rodearon el talle de Akhesa con un fino cinturón de lino.
—Neit pronunció siete palabras —prosiguió la Superiora—. Palabras que dan la vida. Repitiéndolas cuando celebramos su culto, perpetuamos su obra.
Las sacerdotisas engalanaron a Akhesa con siete joyas —collares, anillos y brazaletes— correspondientes a las siete palabras de la diosa.
—Como reina —indicó la Superiora—, os hacéis depositaría del manto de Neit, tejido por la primera iniciada.
Akhesa fue cubierta con la preciosa vestimenta, de color rojo, tachonada de estrellas de oro.
Los tres días que pasó en compañía de la Superiora de las sacerdotisas de Sais fueron una experiencia espiritual tan enriquecedora como las breves horas durante las que había recibido la enseñanza de su padre Akenatón. Aquella mujer, cuya luminosa serenidad cautivó el corazón de la joven reina, le abrió los talleres secretos de Neit, le desveló los rituales y la invitó a leer los libros sagrados donde se describían los procesos del tejido y sus correspondencias simbólicas. Le entregó copia de los preciosos papiros y le recomendó que los consultara regularmente.
La estancia ritual en el interior del templo de Neit había pasado como un sueño. Cuando se reunió con Tutankamón, muy afectado por aquella separación, el rey la estrechó entre sus brazos, jurando que no la dejaría huir nunca más, ni siquiera por exigencia religiosa. Akhesa no intentó hacerle razonar, y se ofreció a su ardor amoroso.
Al alba, ambos tuvieron el mismo loco deseo: salir de palacio en el anonimato, pasear por la campiña y correr a cualquier parte, como unos enamorados cualesquiera. Akhesa, prudente, pidió sin embargo a Tutankamón que tomara su bastón de punta metálica.
Descalzos bajo el rocío, se embriagaron con los violentos colores del nacimiento del día y se bañaron en un canal de agua clara y dulce donde se posaban los patos silvestres. Se divirtieron nadando deprisa, se zambulleron cien veces, intentaron unirse en el agua, se besaron saltando.
Ebrios de fatiga, se tendieron desnudos en la orilla, donde crecían cañas que les protegieron de los ardores del sol. Tutankamón no se había saciado de Akhesa todavía. Acarició tiernamente sus pechos, como si descubriera por primera vez la divina suavidad de su piel.
—Quiero quedarme aquí toda la eternidad, Akhesa. Permanecer a tu lado, mirarte, amarte… Lo demás no me interesa.
—Lo demás, Majestad, es Egipto.
—Tú eres más que Egipto, eres la mujer a quien amo. Quiero…
Una serie de sordos ruidos interrumpió al joven rey. Incorporándose sobre los codos, tendió el oído hacia el lugar de donde provenía el inquietante ruido. Alguien pisoteaba las cañas, martilleaba el suelo.
De pronto, Akhesa comprendió.
—¡Huyamos de prisa o nos aplastará! —ordenó.
El hipopótamo, con las fauces abiertas, irrumpió en el minúsculo claro. El monstruo corría en línea recta, devastándolo todo a su paso. Tutankamón, tomando su bastón, se dispuso a cerrarle el paso. Akhesa le empujó violentamente a un lado. El rey consiguió golpear los lomos del paquidermo que, indiferente, prosiguió su camino.
—¿Por qué me has impedido derribarlo? ¡Soy el faraón!
El furor del rey llenó de satisfacción a Akhesa. Se sentía orgullosa de él.
—He querido evitar un sacrilegio. ¿No te has fijado en su color?
Gris blanquecino… Tutankamón comprendió. Aquel hipopótamo hembra era el animal sagrado de la diosa Tueris, protectora de las madres. Sólo el hipopótamo rojo, animal del temible dios Seth, podía ser cazado.
—Tienes razón —admitió—. Habría cometido un acto de barbarie… ¡Y nunca habríamos tenido hijos! Pero… ¿acaso has renunciado a Atón, el dios único?
—Regresamos a Tebas —anunció Akhesa, sonriente.